Sucedió en la playa - Secretos de un matrimonio - El secreto de la niñera - Nalini Singh - E-Book

Sucedió en la playa - Secretos de un matrimonio - El secreto de la niñera E-Book

Nalini Singh

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Beschreibung

Sucedió en la playa Heidi Rice Tras recibir una mala noticia, Ella se marchó a Las Bermudas en busca de ocio y descanso. Allí, rodeada de enamorados y de casados mirones, se dio cuenta de que aquellas soñadas vacaciones resultaban aburridas, pero sucedió algo inesperado: un tipo guapo y enigmático llamado Cooper Delaney la invitó a salir. Secretos de un matrimonio Nalini Singh Lo único en lo que podía pensar Caleb Callaghan cuando, tras separarse, su esposa Vicki le comunicó que estaba embarazada, era en reconciliarse con ella. Esa vez el matrimonio funcionaría, no importaba lo que tuviera que hacer para conseguirlo. Pero quizá el precio de Vicki fuera demasiado alto. Quería algo más que amor: exigía que entre ellos hubiera total sinceridad. El secreto de la niñera Elizabeth Lane Wyatt Richardson, el arrogante y atractivo propietario de un complejo turístico, nunca se había enfrentado a un problema que no pudiera resolver con dinero. Al hacerse cargo de su hija adolescente y del hijo que esta acababa de tener, contrató los servicios de la niñera Leigh Foster. La belleza de Leigh era un aliciente inesperado y estaba seguro de que la atracción era mutua.

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Seitenzahl: 541

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 479 - octubre 2021

 

© 2014 Heidi Rice

Sucedió en la playa

Título original: Beach Bar Baby

 

© 2006 Nalini Singh

Secretos de un matrimonio

Título original: Secrets in the Marriage Bed

 

© 2014 Elizabeth Lane

El secreto de la niñera

Título original: The Nanny’s Secret

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015, 2006 y 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-964-7

Índice

 

Créditos

Índice

Sucedió en la playa

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Secretos de un matrimonio

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

El secreto de la niñera

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

«La próxima vez que reserves las vacaciones de tu vida, no escojas el destino de todas las parejas, idiota».

Ella Radley se acomodó la mochila y puso una mueca. Había pasado todo el día recluida en una lujosa habitación con vistas al mar del Paradiso Cove Resort de Las Bermudas, también conocido como Canoodle Central, la piel aún le escocía.

Suspiró. Las quemaduras de tercer grado también le recordaban que estaba soltera. Todo le recordaba que estaba soltera. Contempló la cola de seis parejas que tenía delante en el muelle Royal Naval Dockyards, en Ireland Island. Todos esperaban para subir a bordo de la lancha y estaban en distintas fases de intensidad amorosa. La página web de la empresa de buceo les había prometido que sería «la expedición de sus vidas».

Desafortunadamente, había reservado la visita una semana antes, antes de verse cortejada por una sucesión de hombres casados y de chicos pubescentes, antes de que el sol más inclemente le quemara toda la piel de los hombros. La posibilidad de vivir la «experiencia de su vida» había quedado, por tanto, descartada.

Ruby, su mejor amiga, le había dicho una vez que era demasiado romántica y dulce. Pero eso lo tenía superado. El paraíso y todos sus encantos podían irse al infierno. Ella prefería hacer cupcakes en la acogedora cocina de la pastelería Touch of Frosting, situada en el norte de Londres. Prefería reírse de la pesadilla en la que se habían convertido sus vacaciones de ensueño. Eso era mucho mejor que hacer cola para ir a bucear y terminar con el estómago revuelto.

«Deja de quejarte».

Ella miró al otro lado de la bahía. Trató de encontrar algo que la hiciera recuperar esa perspectiva positiva que siempre la había caracterizado. Yates, lanchas, un enorme crucero… El agua estaba tan azul que casi le dolían los ojos de tanto mirarla. Recordaba la arena rosada que había visto durante el viaje, las palmeras exuberantes, los bungalows que parecían sacados de un folleto turístico.

Solo le quedaba un día más para disfrutar de la deslumbrante belleza de esa isla paraíso. A lo mejor reservar esas vacaciones no había sido la cosa más inteligente que había hecho en toda su vida, pero necesitaba distraerse. El cosquilleo del pánico le recorrió la piel. Ese nudo en el estómago ya le resultaba tan familiar… Se tocó el vientre por encima del fino algodón del vestido y la sensación acabó desvaneciéndose. Necesitaba ese viaje. Necesitaba salir de su habitación antes de que el miedo se apoderara de ella, antes de que terminara haciéndose adicta a los culebrones.

La cola avanzó un poco. Un hombre alto llamó su atención. Llevaba unos viejos pantalones cortos, una camiseta negra con el logo de la empresa y escondía el rostro debajo de una gorra. Ella contuvo la respiración y cerró los ojos para no verse deslumbrada por el resplandor del agua. Tenía que ser el capitán Sonny Mangold, el mismo que aparecía en la web. Para andar cerca de los sesenta estaba en muy buena forma. No podía verle el cabello a esa distancia, pero debía ser de color blanco…

El capitán Sonny comenzó a darles la bienvenida a todas las parejas a medida que subían a bordo. Su marcado acento americano llegaba hasta ella a través del aire húmedo y espeso. No era capaz de oír lo que decía, pero algo la inquietó. La pareja que tenía justo delante le impedía ver con claridad lo que ocurría. Cuando el capitán les ayudó a subir al barco, Ella dio un paso adelante. Se fijó en sus anchas espaldas y en sus piernas musculosas. Mechones de color rubio le sobresalían por debajo de la gorra; y una fina barba de un día le cubría la mandíbula, cuadrada y masculina. De repente él levantó la vista.

«Dios mío. Es impresionante. Y tendrá unos treinta y pocos».

–Usted no es el capitán Sonny.

–Capitán Cooper Delaney, a su servicio.

Unos ojos de color verde jade la miraron durante una fracción de segundo.

–Y usted debe de ser… la señorita Radley –dijo, mirando la lista que tenía en las manos.

Un segundo después le tendió una mano fuerte y bronceada.

–Bienvenida a bordo del Jezebel, señorita Radley. ¿Hoy viaja sola?

–Sí –dijo Ella, tosiendo de repente. Un calor repentino se apoderó de ella.

«¿Pero qué me pasa? ¿Se habrá dado cuenta?».

–¿Hay algún problema? –le preguntó, y entonces se dio cuenta de que era como si le estuviera pidiendo permiso.

–No. Claro que no –sus labios hicieron un gesto que no llegó a ser una sonrisa–. Siempre y cuando no tenga inconveniente en tenerme de compañero de buceo.

Ella sintió que le apretaba los dedos al ayudarla a subir al barco. Pudo sentir las durezas que tenía en la palma de la mano.

–No dejamos que los clientes buceen solos. No es seguro.

–Ningún problema.

Aunque acabara de conocerle, Ella sabía que no había nada seguro con el capitán Cooper Delaney. Sin embargo, el inofensivo peligro le resultaba de lo más emocionante.

–¿Qué tal si se sienta delante conmigo?

No parecía una pregunta, pero Ella asintió.

Cooper Delaney le dio una palmadita en la espalda, justo por debajo de la quemadura, y la guio hasta uno de los asientos de la cabina del barco.

–Siéntese ahí, señorita Radley –se tocó la visera y dio media vuelta para dirigirse a los otros pasajeros.

Ella le escuchó mientras se presentaba a sí mismo y a los dos jóvenes tripulantes que le acompañaban. El viaje duraba veinticinco minutos y visitarían una zona de buceo llamada Western Blue Cut. Allí estaba el pecio que iban a explorar.

Él se sentó a su lado. Bajó la palanca del cambio de marchas, apretó un botón y el motor se puso en marcha. La miró de reojo un instante y entonces se puso las gafas de sol.

Ella sintió el rubor en las mejillas nuevamente.

El barco comenzó a moverse y pasó por delante de los demás botes que estaban amarrados en el puerto. En cuestión de segundos estaban en alta mar, navegando rumbo al arrecife.

Él esbozó una sonrisa cómplice.

–Agárrese bien, señorita. No quiero perder a mi compañera de buceo antes de llegar.

Los labios de Ella formaron la primera sonrisa auténtica que era capaz de esbozar en muchos meses.

Después de todo, a lo mejor no había sido tan mala idea ir sola de vacaciones.

 

–Bueno, cielo, ya veo que has llamado la atención de Coop.

Ella se ruborizó al oír el comentario de la señora que estaba parada a su lado frente a la barandilla del barco. Tendría unos cincuenta y pocos años y tenía algo de sobrepeso. Llevaba unos pantalones cortos de color rosa y una camiseta en la que se podía leer: «Encontré a mi corazón en Horseshoe Bay».

Habían llegado a su destino diez minutos antes y estaban esperando a que el capitán y la tripulación distribuyeran el equipo de buceo.

–¿Conoce al capitán?

–Conocemos a Coop desde hace más de diez años –dijo la mujer con acento del oeste–. Bill y yo venimos a St. George todos los años desde nuestra luna de miel en 1992. Y nunca nos perdemos la excursión del Jezebel. Coop era uno de los mozos de Sonny, pero ya es capitán desde hace mucho –la mujer extendió una mano–. Me llamo May Preston.

–Ella Radley. Encantada de conocerla –Ella le estrechó la mano.

El gesto amable de la señora resultaba reconfortante.

Había visto a May en el complejo del hotel, y también a su marido, Bill. Era uno de los pocos casados de Paradiso Cove a los que no se les iba la mirada.

–Eres un encanto, y con ese acento tan dulce… –May ladeó la cabeza y la miró de arriba abajo. Los turistas americanos eran los únicos que eran capaces de hacer eso sin parecer maleducados–. Tengo que decir que siempre me he preguntado cuál era el tipo de Coop, pero tú eres toda una sorpresa.

–Yo no diría que soy su tipo. Simplemente es que soy la única mujer que está sola. Él solo trata de ser amable y de hacer su trabajo.

May dejó escapar una risotada.

–No te creas, cielo. Coop no es muy amable que digamos. Y suele pasar casi todo el tiempo quitándose de encima a las pasajeras.

–Seguro que se equivoca en eso –Ella sintió que el corazón se le aceleraba.

–A lo mejor. Pero esta es la primera vez que oigo hablar de la norma de seguridad de la excursión de buceo, y llevo veinte años viniendo.

 

Ella esperó su turno pacientemente. El capitán y sus marineros ayudaron a todos los buceadores a echarse al agua. Cooper Delaney daba la impresión de ser todo un profesional mientras ajustaba aletas y máscaras y daba instrucciones acerca de cuánto podían alejarse del barco. Les informaba de cuánto tiempo tenían antes de tener que volver y les explicaba cómo diferenciar la rueda a pedales del barco que habían ido a ver.

De pronto se dio la vuelta y se quitó las gafas de sol. Esa sonrisa seductora que ya le resultaba tan familiar la hizo sonrojarse de nuevo, tanto que tuvo que abanicarse con la pamela.

Él cruzó la cubierta y se dirigió hacia ella. Su mirada de color verde esmeralda deslumbraba más que el agua cristalina.

–Bueno, señorita Radley. Quédese en traje de baño y le pongo todo el equipo para que podamos salir.

Se inclinó contra la consola. Su mano fuerte y grande estaba demasiado cerca.

Ella respiró profundamente.

–¿Es necesario?

–Me temo que sí. La sal del agua le va a estropear ese precioso vestido que lleva. Espero que no haya olvidado el traje de baño –añadió, esbozando una sonrisa.

–No. Me refería a que vayamos a bucear los dos –Ella sintió que los pezones se le endurecían justo cuando él bajaba la vista–. ¿Es necesario?

Él levantó una ceja. La sonrisa seguía en su sitio.

–May Preston me ha dicho que jamás había oído hablar de esa norma –las palabras se le escaparon antes de que pudiera hacer algo al respecto–. Ya sabe… Eso de que es obligatorio bucear en pareja, por seguridad –Ella notó que empezaba a tartamudear–. Sé que es importante cuando se hace scuba-diving, aunque yo nunca lo he hecho… –se detuvo al ver que la sonrisa de Cooper Delaney se hacía aún más grande–. Solo… me preguntaba si es absolutamente necesario, aunque solo vaya a estar a unos metros del barco.

–Muy bien.

Él masculló algo entre dientes y entonces se quitó la gorra. Tenía el pelo húmedo por el sudor y aplastado contra la frente.

–Lo que puedo decir es que… –se dio un golpecito en el muslo con la gorra–. May Preston tiene la boca muy grande, y por eso voy a hablar con ella en cuanto vuelva a subir a este barco.

–¿Es cierto? –Ella abrió los ojos–. ¿Te lo has inventado de verdad? ¿Pero por qué? –le preguntó Ella, tuteándole sin reparo. Las circunstancias lo exigían.

 

Cooper Delaney vio cómo se abrían los ojos azules de la preciosa joven inglesa y se preguntó si le estaba tomando el pelo.

Tímida, guapa y absolutamente perdida, Ella Radley le había parecido triste y linda cuando la había visto en la parte de atrás de la cola. Se había sonrojado en cuanto le había dedicado una sonrisa y eso le había cautivado por completo.

Ese rubor era tan sutil que se había quedado embelesado durante unos segundos y la norma del buceo en parejas se le había ocurrido de repente.

¿Pero cómo era posible que no supiera lo hermosa que era, lo encantadora que era? Tenía los ojos tan grandes que casi podría haber sido la heroína de uno de esos libros de manga a los que era adicto en el instituto. Y los pezones se le dibujaban bajo el tejido del vestido cada vez que la miraba. No podía ser verdad. Tenía que ser una farsa.

Pero si era una farsa, entonces era una buena actriz, y eso merecía todo su respeto, porque él también había pasado media vida haciendo obras de teatro.

Se dispuso a recibir el castigo como un hombre y cruzó los dedos para no recibir una bofetada.

–Si te dijera que lo dije porque me pareció que no te vendría mal algo de compañía, ¿me creerías?

El rubor se apoderó de sus mejillas de inmediato, iluminando las pecas que tenía en la nariz.

–Oh, sí. Claro. Ya me imaginé que sería algo así –Ella se tapó los ojos con la mano y levantó la barbilla–. Todo un detalle, capitán Delaney. Pero no querría ser una molestia, teniendo en cuenta que estás muy ocupado. Me las arreglaré bien sola.

Cooper abrió los ojos, estupefacto. Era la primera vez que alguien le decía que era una persona considerada. Ni siquiera su madre se lo había dicho nunca, a pesar de lo mucho que se había esforzado por engañarla cuando estaba tan débil.

–Llámame Coop –le dijo. No estaba muy convencido de haberse librado todavía, pero decidió seguir adelante–. Créeme. Estaría encantado.

Trató de imitar la expresión de la joven inglesa, esa expresión que decía que hablaba completamente en serio. Lo intentó con todas sus fuerzas, pero al final se dio cuenta de que era una causa perdida. De niño había aprendido a esconder todas sus emociones detrás de esa sonrisa indiferente, así que no tenía mucha experiencia en lo referente a hablar en serio.

Ella esbozó una sonrisa.

–Muy bien. Si estás seguro de que no será una molestia para ti… Vamos.

La sonrisa de Ella Radley le dejó sin aliento durante unos segundos, y entonces se sacó el vestido por la cabeza.

Coop estuvo a punto de perder el equilibrio. Tenía unas curvas generosas y todo estaba en su sitio. La única tela que le cubría el cuerpo consistía en tres diminutos triángulos de licra de color morado que no dejaban mucho margen para la imaginación.

De repente se volvió y se guardó el vestido en el bolso que había dejado debajo del panel de mandos. Coop reparó en sus hombros quemados por el sol. Tenía una marca enorme que le bajaba por la espalda casi hasta la línea del biquini.

–Oh, eso tiene que doler. Necesitas un protector solar de alta cobertura. Los rayos solares son infernales en Las Bermudas, incluso en abril.

–Tengo un factor cincuenta, pero no conseguí.

Coop se frotó la fina barba de un día que le cubría la mandíbula.

–Bueno, creo que en eso puede ayudarte tu compañero de buceo.

Ella esbozó una sonrisa de agradecimiento y Coop casi llegó a sentirse culpable por aprovecharse de ella.

–Eso sería estupendo, si no te importa –sacó un bote de crema del bolso.

Se puso de espaldas y se levantó el cabello. Coop tomó un poco de loción en las manos. Parecía pintura acrílica.

Iba a disfrutar mucho extendiéndosela por la piel.

Si hubiera sabido que el papel del buen samaritano conllevaba esa clase de beneficios, lo hubiera puesto en práctica más a menudo.

Capítulo Dos

 

Ella reprimió un gemido al sentir las manos endurecidas del capitán en los hombros. Sus dedos encallecidos la tocaban por debajo del nudo del biquini. Un cosquilleo inesperado se le propagó por la columna vertebral cuando sintió los pulgares que le presionaban los tensos músculos, descendiendo cada vez más. Se mordió el labio. No podía dejar escapar los sonidos que pugnaban por salir de su boca.

–Muy bien. Me estoy acercando a la zona roja.

Ella notó su aliento cálido sobre la nuca y entonces sus manos desaparecieron. Estaba sacando más crema del bote.

–Tendré mucho cuidado, pero dime si te hago daño.

Ella asintió. Si intentaba decir algo más probablemente se delataría.

–Muy bien. Ahí va.

Una presión ligera sobre la espalda la hizo relajarse poco a poco a medida que él le frotaba la quemadura con las palmas de las manos. Ella se estremeció. Nada podía compararse a la horda de sensaciones que se le propagaba sin control por todo el cuerpo en ese momento.

–¿Estás bien?

La presión cesó. Las palmas de sus manos apenas la tocaban.

–Sí. Claro. No pares –Ella cambió de posición y se apretó contra las palmas de sus manos–. Es… muy bueno –logró decir por fin.

Un tímido gemido se le escapó de los labios cuando él comenzó a masajearla con más firmeza. Hundía los pulgares en los huecos de su columna vertebral, dejando un rastro de poros erizados a su paso.

Era fabuloso sentir de nuevo las caricias de unas manos masculinas. Ya ni siquiera recordaba la última vez que las había sentido. Cerró los ojos y se estiró bajo sus manos.

–Ya está –dijo él de repente, rompiendo el momento.

Ella abrió los ojos demasiado rápido y perdió el equilibrio. Él la agarró de la cadera y la hizo mantenerse en su sitio.

–Cuidado –le dijo él en un tono un tanto burlón que la hizo ruborizarse de nuevo.

¿Habría oído ese pequeño gemido que se le había escapado de los labios? ¿Acaso se había dado cuenta de que había estado a punto de tener un orgasmo?

De repente sintió una gran vergüenza. Esa noche abriría el vibrador que Ruby le había regalado para el viaje y lo probaría en su habitación. Se había equivocado al pensar que podía vivir sin sexo y no podía sino reconocer que Ruby era más práctica.

–Creo que así no te volverás a cocer.

El comentario, brusco, irrumpió entre sus pensamientos. La cara se le puso como un tomate.

Hizo un gran esfuerzo por esbozar una sonrisa mínimamente cordial y agradecida.

–Te lo agradezco.

Él le puso la tapa al bote de crema solar. Sus dedos aceitosos brillaban bajo el sol.

–Ahí tienes –le devolvió el recipiente de plástico.

Ella tardó unos segundos en meter el bote en la mochila. Al final, por suerte, las manos dejaron de temblarle.

–Gracias. Ha sido… –trató de encontrar las palabras adecuadas.

–De nada.

Había un toque de burla en su mirada.

–Bueno, ¿estamos listos entonces?

–A menos que necesites que te devuelva el favor… –Ella se atragantó con las palabras–. Me refiero al protector solar, para que no te quemes.

La sugerencia se quedó flotando en el aire. El capitán Delaney arqueó las cejas ligeramente y sus labios esbozaron una de esas sonrisas sensuales y secretas que le habían acelerado el corazón más de una vez esa mañana.

–Olvídalo. Ha sido una tontería. No sé por qué lo he dicho.

La piel bronceada del capitán Delaney no necesitaba loción alguna. Seguramente lucía ese tono dorado saludable durante todo el año.

–Seguro que no tienes que echarte protección. A lo mejor deberíamos…

–Es buena idea.

La respuesta concisa del capitán cortó de raíz el tartamudeo que acababa de sobrevenirle.

–¿Ah, sí?

–Sí. Con la crema solar nunca es suficiente, ¿no es así?

¿Acaso se estaba burlando de ella?

–Eh, muy bien. Sacaré la crema entonces.

Ella logró pescar de nuevo el bote de crema dentro de la mochila. Cuando se volvió hacia él Cooper Delaney se estaba quitando la camiseta por la cabeza. Toda la sangre huyó de su cerebro de repente. Se quedó allí de pie, clavada al suelo como la Estatua de la Libertad, asiendo el bote de crema.

«Oh, Dios mío. Su pecho es una obra de arte».

Un fino vello aclarado por el sol le cubría los pezones masculinos y sus pectorales estaban perfectamente definidos. Ella siguió el rastro que bajaba entre los dos músculos de su pecho y entonces tragó en seco al darse cuenta de que la delgada línea de vello se perdía por dentro de la cintura de sus pantalones cortos.

–Gracias, cielo. Te lo agradezco –dijo él, dándose la vuelta.

Sus palabras la hicieron volver a la tierra. Tenía un tatuaje de una cruz celta al final de la espalda. El borde de la figura sobresalía por encima de la cintura de sus pantalones.

Ella se aclaró la garganta. Corría el riesgo de atragantarse.

–¿El factor cincuenta está bien?

–Lo que tengas me vale.

Ella se echó un poco de crema en las manos. Respiró profundamente y puso las palmas en la superficie caliente y lisa de su espalda. Sus músculos se tensaron a medida que le extendía la crema por la piel. El calor que desprendía disolvía la loción con facilidad.

Ella notó una humedad repentina en la entrepierna. Era como si se hubiera hinchado de repente. Mientras le untaba la crema, masajeándole los músculos, trató de sincronizar su propia respiración con el incesante latido del tímpano de uno de sus oídos. Tenía miedo de empezar a hiperventilar en cualquier momento, y no quería desmayarse antes de terminar el trabajo.

 

Cooper tocó a Ella en el brazo y señaló en dirección a un pez azul que acababa de salir de uno de los arrecifes de coral próximos al barco. Ella abrió los ojos y esbozó una sonrisa. Mientras admiraba el intenso color aguamarina de las escamas de los peces, Cooper aprovechó para observarla sin tener que disimular. Había auténtica emoción en sus ojos, y sus pechos parecían estar a punto de desbordarse del traje de baño.

Sintió un cosquilleo en la bragueta. Se la imaginó jadeando mientras acariciaba su piel firme.

Cooper se ajustó el equipo. Por suerte tenía los pantalones empapados y al menos así conseguía disimular un poco. Llevaban más de media hora en el arrecife y había logrado mantener el control durante la mayor parte del tiempo, pero esa sonrisa tímida que esbozaba cada vez que le enseñaba una nueva especie de peces o algún resto del Montana era tan cautivadora como el roce de sus dedos sobre la piel.

Ella Radley le estaba volviendo loco, tanto que estaba a punto de romper la regla de oro de no tener nada con jóvenes turistas solas. Cuando ella señaló un banco de peces loro que pasaba en ese momento, recordó por qué se había inventado la norma.

Las jóvenes turistas que se iban solas de vacaciones entraban dentro de dos categorías: algunas buscaban algo sin compromisos, y otras querían vivir un romance exótico en una isla. Como los dos escenarios posibles siempre conllevaban muchísimo sexo, diez años antes, a su llegada a la isla, había tenido muchas citas con clientas, pero por aquel entonces tenía dieciocho años y tenía una espina clavada del tamaño de un bosque entero. Estaba sin dinero y no tenía ningún futuro.

Durante todos esos años se había matado a trabajar para dejar atrás a ese chico malo. Había montado una franquicia de buceo, el negocio le iba muy bien, y ya no necesitaba buscar aceptación por medio del sexo esporádico.

Las turistas solteras, por tanto, llevaban mucho tiempo fuera de su radar, a menos que tuviera la certeza de que no buscaban nada más que una sola noche de diversión. Normalmente era fácil averiguar eso. De hecho, se había hecho todo un experto, pero Ella Radley no parecía encajar en ninguna de las dos categorías.

Para empezar, no se le había insinuado claramente, a pesar de la química que existía entre ellos, y aún no había conseguido averiguar si esa extraña mezcla de entusiasmo, extravagancia y diáfana necesidad era teatro o pura realidad.

Desafortunadamente, se estaba quedando sin tiempo para llegar a una conclusión. Sonny tenía dos visitas más después de esa. El capitán tenía una artritis galopante y se había ofrecido a sustituirle en ambas. Se lo debía. El viejo marinero le había dado trabajo en el Jez cuando tenía dieciocho años y estaba sin un penique. Había pasado varios días durmiendo en el muelle, y hubiera vendido su alma por una hamburguesa y unas patatas fritas.

Aquella tarde lo había hecho casi todo mal. El hambre y la debilidad le habían pasado factura y tampoco sabía nada de barcos entonces. Sin embargo, por primera vez desde la muerte de su madre, se había sentido seguro. Había sentido que valía algo. Sonny le había dado esperanza y por ello tenía una gran deuda con él.

Tenía que tomar una decisión respecto a Ella Radley antes de regresar al muelle. ¿Debía arriesgarse a invitarla a salir esa noche, sin saber muy bien a qué atenerse?

Ella nadó hacia él. Los ojos le brillaban.

Coop levantó el pulgar y entonces señaló el barco. El tiempo se había agotado diez minutos antes. Todos debían de estar de vuelta en la cubierta, listos para regresar a tierra. No disponía de mucho tiempo para decidirse.

Ella nadaba delante de él. Su trasero generoso le reclamaba cada vez que aleteaba. Cooper se dio cuenta de que ya se había decidido. Su cerebro había dejado de tomar decisiones unos cuarenta minutos antes, cuando esas manos suaves le habían acariciado la espalda y se habían detenido poco antes de llegar a su trasero. Y la había oído suspirar…

 

Ella se aferró a la barandilla al sentir el golpe del barco contra el muelle. Su compañero de buceo le dedicó una de sus sonrisas «sello de la casa». Le puso la palma de la mano sobre la rodilla y se la apretó un instante.

–Espera un momento mientras ayudo a la gente a bajar del barco.

Su tono de voz, grave y confidencial, disparó los latidos del corazón de Ella.

«No te dejes llevar. Ha sido una mañana estupenda, pero todo ha terminado ahora».

La expedición de buceo y la absoluta exuberancia del arrecife de coral habían estado a la altura de las expectativas, pero habían sido las atenciones constantes del capitán Delaney, además de su cautivadora sonrisa y su cuerpo glorioso, las que habían convertido el viaje en una experiencia única. Él la había hecho sentir especial, lo cual significaba que debía tener cuidado para no sacar las cosas de contexto. Esperó con paciencia mientras le veía despedirse de May Preston y su esposo. Ella era la siguiente.

May la saludó con un gesto y entonces, para sorpresa de Ella, le guiñó un ojo al capitán al tiempo que le entregaba un pequeño fajo de billetes. Él aceptó el dinero y se tocó la gorra en agradecimiento.

«Una propina…».

Ella sintió que una repentina vergüenza teñía de rosa sus mejillas. Podía darle una propina. Esa era la mejor forma de agradecerle todas sus atenciones. Agarró la mochila, sacó el bolso y trató de decidir cuál era la cifra correcta. El pánico se apoderaba de ella por momentos. ¿Era suficiente con veinte dólares? ¿Treinta dólares? No. Lo mejor era darle cuarenta. Contó el dinero rápidamente, esperando no equivocarse. Quería ser generosa, aunque supiera que eso no era suficiente para pagarle lo que había hecho por ella.

Durante un par de horas maravillosas se había olvidado de todos sus problemas y volvía a sentirse como una mujer, completa y absolutamente normal.

Se colgó la mochila del hombro y se le acercó con los billetes en la mano. ¿Cómo iba a dárselo sin sonrojarse hasta la médula?

Él se volvió justo a tiempo. Esa sonrisa le aceleraba el pulso sin remedio. Su mirada la recorrió de arriba abajo durante una fracción de segundo.

–Hola. Pensaba que te había dicho que me esperaras un momento.

Ella contrajo los labios para contener el temblor. No era capaz de devolverle la sonrisa.

–No te molesto más.

–No me molestas –le sujetó el mechón de pelo que se le había escapado de la coleta detrás de la oreja–. Pero hoy tengo dos visitas más. ¿Qué tal si nos vemos luego? Estaré en un bar de la parte sur de Half-Moon Cove, a partir de las siete…

La sangre le retumbaba en las orejas a Ella, así que apenas oía lo que le decía.

–¿Qué dices? ¿Quieres que nos veamos luego?

Ella asintió. Un momento después sintió el roce de sus nudillos en la mejilla.

Aterrorizada por las emociones que la embargaban, se apartó del tacto de sus manos. Era el momento de salir huyendo.

Le dio los billetes.

–Lo he pasado muy bien. La visita ha sido increíble. Muchas gracias.

–Eh, espero que sea suficiente.

¿Acaso se había equivocado? ¿Era muy poco?

–Quiero darte las gracias como es debido, por todas las molestias que te has tomado.

Ella vio cómo se le tensaba un músculo de la mandíbula. De repente tuvo la sensación de haberle ofendido.

–Muy bien –aceptó los billetes y los contó–. Cuarenta dólares. Muy generosa.

Ella creyó percibir cierto toque de sarcasmo, pero quiso pensar que se había equivocado al ver que se tocaba la gorra y se guardaba los billetes en el bolsillo de atrás del pantalón.

–Gracias –por primera vez pareció que le costaba sonreír–. Nos vemos, señorita Radley.

A Ella se le cayó el corazón a los pies al oír ese tono formal, esa expresión distante…

¿Acaso había imaginado esa invitación al bar?

Ella se quedó allí de pie, sin saber qué hacer. El momento se prolongó de manera insoportable. Él continuaba observándola. Su expresión era remota, hermética.

–Supongo que debería ponerme en marcha –le dijo ella finalmente.

«Bájate del barco. Seguro que él tiene un montón de cosas que hacer».

–Bueno, gracias de nuevo. Ha sido un placer conocerte. Adiós.

–Sí, claro –él no le devolvió el saludo con la mano.

Sus palabras sonaban secas, inesperadas.

Ella bajó a toda prisa al muelle. No quería mirar atrás.

Capítulo Tres

 

Ella sujetó la columna de plástico y apretó el interruptor. Al sentir el sonido sibilante, sin embargo, gritó y lo dejó caer. Apretó de nuevo el interruptor y guardó el vibrador en su caja.

Probar el juguete sexual le había parecido una buena idea cuando estaba con Cooper, pero después de esa despedida tan extraña ya no tenía tantas ganas de descubrir las delicias de la estimulación artificial.

El teléfono sonó de repente, sacándola de su ensimismamiento. Descolgó y se encontró con la voz de su mejor amiga.

–Ella, hola. ¿Qué tal va todo en el paraíso?

Ella sonrió, contenta de oír la voz de Ruby.

–Ruby, me alegro tanto de que me hayas llamado –asió el teléfono con fuerza.

Aunque la expedición de buceo hubiera resultado interesante, ya estaba deseando irse a casa.

–¿Todo va bien? Pareces un poco agitada.

–No. Nada va bien. No me va esto del paraíso.

Ruby se rio.

–Ajá. Entonces es que todavía no has conocido a ningún guaperas con bermudas, ¿no?

–Eh, bueno…

–Has conocido a alguien. ¡Fantástico! La tía Ruby quiere todos los detalles.

–No es nada, de verdad. Solo es un tipo guapo, el capitán del barco que nos llevó al arrecife a bucear esta mañana. Flirteamos un poco. Pero no es mi tipo. Es demasiado sexy.

Ruby soltó el aliento con fuerza.

–¿Es que has empezado a drogarte o algo así? No hay ningún hombre que sea demasiado sexy. ¿Y qué quieres decir con eso de «un poco»? ¿Quiere decir que puede haber algo más?

–Bueno, de alguna forma, me invitó a salir.

–Eso es genial.

–Pero no creo que vaya a seguirle la corriente.

–¿Por qué no? Pensaba que ese era el objetivo principal de este viaje: tener una aventura salvaje, totalmente inapropiada.

–¿Qué? ¿Quién te dijo eso?

–Tú misma. Dijiste que necesitabas escapar un tiempo, repasar tus prioridades. Me dijiste que te habías obsesionado demasiado con encontrar al hombre perfecto, cuando lo que necesitabas en realidad era encontrar a un hombre.

Ella no recordaba haber dicho nada parecido.

Aquel día estaba envuelto en una espesa neblina, sobre todo a partir del punto en el que había ido al médico. La reserva del viaje la había hecho en el último momento. Había hecho la maleta a toda prisa y se había dirigido al aeropuerto a primera hora de la mañana.

–Pensaba que eso era lo que querías decir –dijo Ruby. Parecía muy confundida–. Pensaba que te ibas a Las Bermudas para ligar.

–No exactamente.

Ella sintió el peso del secreto guardado.

–¿Qué era lo que querías decir entonces? Esto tiene algo que ver con la cita con el médico el día antes de irte. ¿Qué es lo que no me estás contando?

Ella podía oír la impaciencia en la voz de su amiga. Ruby era proclive al drama y seguramente en ese momento ya se estaba imaginando una enfermedad terminal o algo así.

–Sea lo que sea tienes que decírmelo, Ell. Podemos resolverlo juntas. Siempre lo hemos hecho.

–No te preocupes, Rube. No es nada serio.

–Pero tiene algo que ver con el médico.

–Sí.

–¿Y qué es?

–La doctora Patel me hizo algunas pruebas. Tendré los resultados el lunes –Ella soltó el aliento–. Pero teniendo en cuenta el historial de mi madre y el hecho de que no he tenido el periodo en más de tres meses, ella piensa que a lo mejor tengo menopausia prematura.

–Muy bien. Pero solo es una posibilidad, ¿no? No hay nada seguro todavía, ¿no?

Ella sacudió la cabeza.

–Estoy bastante segura.

Había tomado una decisión difícil durante la adolescencia. Siempre había creído que al final la castigarían por ello, y la idea de una menopausia prematura era una posibilidad.

Se tocó el abdomen.

–He dejado correr demasiado el tiempo, Ruby. No voy a poder tener niños.

–Eso no lo sabes, no hasta que tengas los resultados. Y aunque sea menopausia prematura, un par de periodos fuera de fecha no te convierten en una mujer infértil.

Eso lo sabía desde los dieciocho años, desde el momento en el que se había despertado en la clínica sola. Randall se había marchado.

–Supongo que tienes razón –le dijo a Ruby.

–Claro que la tengo. No hagas un drama hasta que tengas las pruebas.

–Sí –dijo Ella, sonriendo. Por primera vez era ella quien necesitaba el consuelo de Ruby, y no al revés.

–Bueno –Ruby soltó el aliento con exasperación–. Quiero saber por qué no me habías contado nada de esto en vez de contarme todas esas tonterías de buscar a un tipo con el que ligar.

–Creo que no dije esa palabra exactamente.

–No me cambies de tema. ¿Por qué no me has dicho esto antes?

Siempre lo habían compartido todo, los enamoramientos, los primeros besos… Incluso le había contado lo de su ruptura con Randall. Ruby, por su parte, siempre había contado con su apoyo a lo largo de esa accidentada relación con el abogado que finalmente había resultado ser su gran amor.

–Es que no pude –la voz se le quebró y una lágrima escapó de sus ojos.

–¿Por qué no?

–Supongo que estaba asustada… –respiró profundamente y se obligó a afrontar la realidad–. Y sentía muchos celos, porque tú tienes una familia maravillosa y tres niños preciosos, y a lo mejor yo nunca tendré ninguno –soltó el aliento–. Me da mucha vergüenza sentir envidia de ti, por todo lo que tienes con Cal y los chicos. Has trabajado duro para tenerlo y te lo mereces.

Ya no pudo contener más las lágrimas.

–No podía soportar que esto se interpusiera entre nosotras.

–Eso es lo más absurdo que te he oído decir.

–¿Por qué?

–Bueno, para empezar, no querrías estar con Cal. Créeme. Es demasiado estirado y mandón. Siempre tiene que tener razón en todo.

–Cal no es así. Es encantador.

–Solo porque me tiene a mí y yo le manejo bien, pero… voy al grano. No quieres tener a mis niños. Quieres tener a los tuyos propios. Y si yo merezco tener a mis pequeños tesoros, aunque esta mañana no me lo parecieran tanto cuando declararon la tercera guerra mundial y comenzaron a pelearse entre ellos, entonces tú también. Vas a ser una madre genial algún día –añadió Ruby, completamente convencida–. Y si es absolutamente necesario, hay muchas formas de conseguirlo.

–¿Cómo?

–Bueno, hay inseminación artificial, reproducción asistida, donantes de esperma, adopción…

–Supongo que tienes razón. No había…

–Pero, sinceramente, creo que nos estamos precipitando. Hay muchos buenos sementales por ahí.

–¿Qué?

–Ella, tu mayor problema no es la posibilidad de una menopausia prematura. Tu peor problema es que todos los tipos con los que has salido desde lo de la universidad eran unos sosos increíbles.

Ella frunció el ceño, recordando a todos esos con los que había salido los diez años anteriores. Su amiga no andaba desencaminada.

–La cosa es, Ella, que yo sé que la química sexual no lo es todo en una relación, y el tonto de Randall es un buen ejemplo de eso.

Ella hizo una mueca al oírla mencionar ese nombre. Llevaban dieciséis años evitando pronunciarlo. Pero ya no le hacía daño oírlo. Simplemente sentía vergüenza. ¿Cómo había podido enamorarse así, tan fácilmente? ¿Cómo había podido confundir un par de orgasmos increíbles con el amor?

–A veces la química viene muy bien, no obstante, y eso nos trae de vuelta al asunto del capitán. Bueno, cuéntamelo de nuevo. ¿Por qué no le tomaste la palabra con lo de la cita?

–Porque no sé muy bien qué quería decir.

–¿Y por qué piensas eso? Cuéntamelo todo.

–Bueno, me preguntó que si me gustaría quedar con él para tomar algo en un bar cuando terminara de trabajar, a las siete. A mí me entró el pánico y entonces tuve que bajarme del barco, porque él estaba ocupado. Todo quedó sin atar y no llegamos a concretar nada.

–¿Y ese bar tiene nombre?

–No, pero creo que… –Ella hizo un esfuerzo por recordar–. Creo que me dijo que se llamaba Half-Moon Cove o algo así. Me dijo que estaba en el lado sur de Half-Moon Cove.

–Estupendo. Es todo lo que necesitamos saber.

–¿Ah, sí?

–Sí. Ahora calla y escucha a la vieja Ruby. El capitán Tío Bueno te invitó a salir. Eso está claro. Lo único que necesitas saber con certeza es el lugar y la hora. Y vas a ir a esa cita.

–¿Pero y si…?

–Sin «peros». Ya es hora de que Ella Radley empiece a salir con un bomboncito que la haga pasar de primera velocidad.

–He pasado de primera en la última década. Pero no creo…

–Ajá. ¿Es que no me escuchaste cuando te dije que no hay «peros» que valgan? –Ruby hizo una pausa–. Y nada de ataques de pánico tampoco. Si sientes que empiezas a hiperventilar porque el capitán Tío Bueno es demasiado, piensa que solo se trata de rodar un coche, de hacer unos kilómetros para probarlo. Tienes que flirtear un poco, Ella, y parece que el capitán es la persona perfecta para eso.

Capítulo Cuatro

 

–¿Seguro que quiere quedarse aquí, señorita? El Rum Runner no es muy de turistas. Es el bar de la zona, más bien. Puedo llevarla a algún sitio de Hamilton, donde atracan los cruceros. No le cobro ningún extra.

–No, gracias. Aquí está bien, Earl.

Ella bajó del taxi y contempló el destartalado bar que estaba al final de la carretera de la playa, llena de baches. Luces de colores añadían cierto encanto al sitio, que no era más que una estructura de madera apoyada en pilares que se hundían en el agua. El aroma del mar disipaba la nube de humo y sudor que se formaba en la entrada a medida que salían los clientes. La puerta era como las de los salones del oeste. La multitud fumaba y charlaba en el porche y algunas parejas bailaban dentro, más allá de las mesas. La tarima de madera retumbaba bajo sus sandalias.

–¿Seguro que este es el único bar que está al sur de Half-Moon Cove? –le preguntó al taxista al pagarle.

–Ajá. Cove está más adelante.

El taxista señaló una enorme playa que comenzaba más allá de las rocas, al final del terraplén. Rodeada de palmeras, la cala no dejaba indiferente. Era un lugar increíblemente romántico. La luz de la luna se reflejaba sobre las olas, que acariciaban la orilla.

–Por aquí no hay ningún otro bar –el taxista se sacó una tarjeta del bolsillo–. Llámeme cuando necesite volver. No hay mucho tráfico por aquí.

Ella se despidió del taxista y se dirigió al local. Abriéndose camino entre el grupo que se agolpaba en la entrada, logró entrar en el bar. Se tomaría un par de copas. Si Cooper no aparecía llamaría al taxista y se volvería a casa pronto.

La música que sonaba en ese momento tenía una cadencia suave y agradable, y no podía evitar seguir el ritmo mientras andaba. Al atravesar la zona de las mesas, repletas de gente, no pudo contener la sonrisa. De repente sentía un optimismo que ya casi ni recordaba.

Un grupo de hombres se agolpaba junto a la barra. Al verla pasar, uno de ellos levantó el botellín de cerveza, saludándola en silencio.

–¿Qué va a tomar, señorita? –le preguntó el camarero.

La gruesa capa de sudor que le cubría la piel hacía brillar el tatuaje de una serpiente que tenía en el brazo.

Golpeando el suelo con la punta del pie al ritmo del bajo, Ella leyó los nombres de las bebidas que estaban escritas sobre la pizarra. No reconocía casi ninguna.

–¿Qué me recomienda?

El camarero tenía un marcado acento caribeño.

–Un rum swizzle.

–Eso suena genial.

Ella no sabía qué era, pero esa noche se sentía libre. Tenía ganas de flirtear un poco con el capitán Tío Bueno.

El camarero regresó unos minutos después. En las manos llevaba un vaso alto con un líquido de color naranja fosforescente.

Ella bebió un sorbo. El potente sabor del ron, mezclado con el zumo de frutas y el licor, hizo estallar sus papilas gustativas.

–Delicioso. ¿Cuánto es?

–Nada. A la primera siempre invita la casa.

–¿Es el dueño?

El hombre asintió.

–Ese soy yo.

Una avalancha de adrenalina la recorrió por dentro de repente.

«Sobre todo, sé atrevida y toma la iniciativa. Flirtear es mucho más divertido si lo controlas tú».

La voz de Ruby retumbó en su cabeza.

–¿Conoce a Cooper Delaney?

–¿Coop? Claro que sí. ¿Por qué pregunta por él? Ese chico no trae más que problemas.

–¿Cree que vendrá hoy?

–Sí. Vendrá.

–¿Sí? ¿Está seguro?

–Ajá –dijo el camarero, mirándola a los ojos de nuevo.

–Aparta, Henry.

Ella se volvió al oír esa voz que le resultaba tan familiar.

–Maldita sea, Henry, ¿cuántos de esos le has dado?

–Solo uno –dijo el camarero.

–Ah, ¿sí?

Ella parpadeó, sorprendida. Cooper Delaney parecía inquieto, molesto. ¿Acaso se había enfadado por algo?

Cooper dejó un par de billetes sobre la barra. El gesto fue brusco, hosco.

–Lo del ponche. La chica viene conmigo.

Ella no daba crédito a lo que acababa de oír. Entonces no se había imaginado lo de la cita…

–Pero no me he terminado la bebida.

Ella giró sobre sí misma. Trató de asir el vaso de cristal, pero no pudo. Cooper Delaney la agarró de repente y la apartó de la barra.

–Creo que ya has bebido bastante.

–Lo siento, señorita –gritó desde la barra–. Ya le dije que no traía más que problemas.

–No tenías por qué haberme pagado la bebida –le dijo, intentando seguir el ritmo de sus enormes zancadas.

–Henry me dijo que invitaba la casa.

–Sí, claro.

La gente no paraba de saludarle a cada paso que daba.

–Muy bien –de repente la agarró de los brazos y la hizo detenerse–. ¿Qué estás haciendo aquí?

–Yo…

Había cometido un gran error. ¿Cómo se le había ocurrido presentarse en ese bar?

–Si has venido a darme otro portazo en las narices, no te molestes. Capté el mensaje a la primera. Alto y claro.

«¿Portazo? ¿Qué portazo?».

–Debería irme –masculló Ella. Dio un paso adelante, pero él no la dejó ir.

–Oye, espera un momento. No me has contestado a la pregunta.

–¿Es que era una pregunta?

Ya no parecía enfadado, y eso debía de ser bueno.

–No querías que fuera un portazo, ¿no?

Ella se soltó y dio un paso hacia atrás.

–De verdad tengo que irme.

Echó a andar, pero él la agarró de la muñeca.

–Oye, no… No te vayas.

Estaba tan cerca. Olía a agua de mar y a jabón.

–Capitán Delaney, no creo que…

–Llámame Coop.

Ella respiró profundamente. No era capaz de recordar ni uno solo de los consejos de Ruby.

–Escucha, realmente pensaba que me lo habías preguntado, y lo pasé tan bien esta mañana que no quiero estropearlo ahora. De verdad creo que ahora debería irme.

 

***

«Vino para verte, idiota».

Cooper sintió un calor repentino en el pecho. ¿Por qué se estaba comportando como un imbécil? No sabía qué se había apoderado de él cuando había entrado en el bar y la había visto charlando con Henry. A lo mejor esa reacción tan brusca tenía algo que ver con la frustración sexual que llevaba unos meses experimentando, pero eso tampoco era excusa. Y lo cierto era que lo había manejado todo bien hasta el momento en que ella le había puesto ese fajo de billetes en la mano. Aceptaba propinas todo el tiempo y se las daba a los mozos, tal y como Sonny solía hacer con él. La generosidad de turistas como May Preston y su marido era bien recibida, pero cuando Ella había intentado darle el dinero se había visto en el pasado de repente, de vuelta en el instituto, humillado y pisoteado. Aquella lista interminable de trabajos miserables que había tenido que hacer para mantenerse a flote junto a su madre había salido a la superficie de nuevo. Por aquel entonces se había visto obligado a aceptar las limosnas de gente que despreciaba a su madre a sus espaldas, pero no había tenido más remedio que hacerlo. La vieja espina, sin embargo, aún la tenía clavada, aunque creyera haberlo superado ya.

Cooper se pasó una mano por el cabello y trató de hacer uso de ese encanto que solía tener con las mujeres.

–No puedes volver al hotel ahora. Tienes que bailar una auténtica soca de Las Bermudas conmigo.

–No sé…

Ella miró atrás, hacia el bar. Cooper podía oírla vacilar.

–Sí que sabes. Será divertido –la tomó de la mano, se la llevó a los labios y le dio un beso en los nudillos–. Has venido hasta aquí, y yo me he comportado como un imbécil, así que te lo debo.

–No es necesario –Ella se mordió el labio inferior.

–Claro que sí. Una canción, a modo de disculpa… Eso es todo lo que pido.

La tímida sonrisa que esbozó fue suficiente. Le había perdonado.

–Muy bien. No veo qué daño me puede hacer un baile.

–Estupendo –la agarró de la cintura y la guio de vuelta al local.

–A lo mejor me da sed –gritó Ella por encima del estruendo del bajo y la batería–. A lo mejor debería ir a buscar mi bebida.

–Primero sudemos un poco –le dijo él, agarrándola de las caderas y conduciéndola hacia la pista de baile–. Luego te invito.

Bailar con ella iba a hacerle sudar mucho, pero no tenía pensado darle más rum swizzle. Esos cócteles eran fulminantes, sobre todo con el estómago vacío.

Su perfume, suave y frutal, le envolvió de repente cuando ella le colocó las manos en los hombros. Comenzó a mover las caderas al ritmo de la música, siguiendo la cadencia de forma natural.

Sonreía. Era esa sonrisa dulce, una tentadora mezcla de inocencia y provocación. De pronto se puso de puntillas para hablarle al oído.

–Sí, sí, capitán, pero… se lo advierto. Esta noche tengo una misión y voy a conseguir lo que quiero.

Cooper le apretó las caderas al tiempo que sentía su abdomen contra la bragueta.

–No hay problema, cielo.

«Porque yo también».

 

–Ya basta –Cooper le quitó la bebida de las manos y la mantuvo fuera de su alcance–. Quiero que seas capaz de salir de aquí por tu propio pie.

Ella hizo una mueca, pero no fue capaz de esconder la felicidad que asomaba en su rostro.

Bailaron al ritmo de los temas de soca hasta quedarse sin aire y entonces se dejaron llevar por la seductora cadencia del soul que comenzaba a sonar a medida que avanzaba la noche.

La media noche no tardó en llegar y el bar comenzó a vaciarse. La mayor parte del grupo de amigos de Cooper se fue dispersando y solo quedaron unas pocas parejas en la pista de baile. Junto a la barra ya solo quedaban unos pocos clientes.

Ella también había bailado con otros dos hombres. La camaradería entre ellos era relajada y le recordaba a su propio grupo de amigos de Camden.

–¿Y adónde crees que voy a ir? –le preguntó a Cooper, arqueando una ceja. Su tono de voz sonaba firme y seguro, lleno de esa confianza en sí misma que creía haber perdido mucho tiempo atrás.

Cooper le acarició la mejilla. Apoyando la frente contra la de ella, la agarró de la nuca.

–Mi casa está al otro lado de la cala. ¿Quieres dar un paseo conmigo hasta allí a la luz de la luna?

Aquella era la invitación que Ella había estado esperando, pero el golpe de la emoción hacía que le diera vueltas la cabeza. Casi podía sentir esos dedos fuertes y capaces en la entrepierna, acariciándola. Quería probarle, tocarle, aspirar ese aroma delicioso…

Le rozó los labios y le lamió. Él dejó escapar el aliento. Le enredó los dedos en el cabello y la agarró de la cabeza para poder meterle la lengua en la boca.

Ella le dejó entrar. Sus lenguas se enfrascaron en una dulce batalla frenética.

Él fue el primero en apartarse.

–Supongo que eso es un sí.

Ella asintió con la cabeza. No estaba segura de poder articular palabra.

Cooper se puso en pie, la agarró de la mano y la hizo levantarse de su silla. Dejó unos cuantos dólares sobre la mesa y se despidió de Henry con un gesto. Ella hizo lo propio.

–Nos vemos, preciosa –le dijo Henry, despidiéndose con la mano–. Y no hagas nada que no haría yo, Coop.

Coop la llevó fuera. Le lanzó una sonrisa pícara por encima del hombro a medida que la noche se cerraba alrededor de ellos.

–Teniendo en cuenta lo que harías tú, tengo un montón de posibilidades –le dijo a Ella al oído.

Por alguna razón, a Ella el comentario le pareció muy gracioso y no pudo contener la risa. El sonido de su voz se diluyó rápidamente en el murmullo de las olas al tiempo que salían a la playa. Cooper le puso el brazo alrededor de los hombros y la atrajo hacia sí, guiándola a lo largo de la orilla, hacia la oscuridad.

Los grillos y los insectos nocturnos añadían un acompañamiento acústico a las luces intermitentes de las luciérnagas que se escondían en la maleza. Ella se quitó las sandalias para llevarlas en las manos.

El paseo a la luz de la luna acabó en un abrir y cerrar de ojos. Ninguno de los dos hablaba. Ella no oía nada más allá del ruido de las olas, de los insectos, además del latido rítmico de su corazón. La casa de Cooper era una especie de casa de madera de una planta, levantada en la misma playa, encima de una plataforma. Una lámpara colgaba del porche. La luz que emitía brillaba como el haz de un faro, iluminando la rudimentaria estructura.

Cooper la agarró de la mano y la condujo al porche.

–¿Vives aquí? –le preguntó, maravillada ante aquella vivienda espartana.

–Sí, la mayor parte del tiempo sí –dijo, abriéndole la puerta.

La estancia era espaciosa. Había pocos muebles, pero todo estaba bastante ordenado. Un sofá con cojines gastados ocupaba el centro del área del salón. La cama estaba frente a la plataforma abierta y una diminuta cocina separada por una encimera abarcaba la pared de atrás. La única puerta que había debía de dar acceso al cuarto de baño.

Sin embargo, fue la plataforma abierta, que unía el interior de la vivienda con la playa, lo que dejó sin aliento a Ella. El resplandor de la luna teñía de plata el horizonte y se derramaba sobre la superficie del agua, haciéndola brillar.

–Te pega –le dijo a Cooper.

Él soltó el aliento, casi riendo.

–¿Por qué? ¿Porque es barato? –había un toque cínico en su voz que no pasó desapercibido para Ella.

–No. Lo digo porque es un sitio encantador, sin pretensiones, y peculiar.

Cooper volvió la lámpara para darle un resplandor dorado a la modesta cabaña. Fue hacia la plataforma exterior. Cerró dos persianas grandes y deslizó la puerta corredera. Lo único que atravesaba las lamas era el brillo de la luna y el sonido de las olas, interrumpido en algún momento por el ruido de algún insecto.

–No quiero que nos vayan a picar los mosquitos –dijo Cooper, volviendo a su lado.

Ella se rio. La dura barba de unas horas que le cubría la mandíbula le hacía cosquillas en el cuello. Él la agarró de las caderas y comenzó a acariciarle la piel sensible de debajo de la oreja.

–Y menos en un trasero tan bonito –añadió, dándole un pellizco en una nalga.

Ella le rodeó la cintura con ambos brazos y le metió los dedos por dentro del pantalón vaquero para acariciarle los músculos duros de la espalda.

–Estoy totalmente de acuerdo.

Él dejó escapar una carcajada y metió las manos por dentro de la camisola que Ella llevaba, deslizándole las palmas por el pecho.

–Con la adulación conseguirás todo lo que quieras –le dijo él, besándola en los labios por fin.

Soltándole el trasero, Ella levantó los brazos y los apoyó sobre sus hombros. Enredando las puntas de los dedos en su cabello, dejó que se la comiera a besos. Él movió las caderas de tal forma que la hizo sentir la dura barra de su erección contra el abdomen.

«Oh, sí. Cuánto deseo esto».

Ella lo deseaba con todo su ser. Quería preguntar y obtener respuesta, quería enfrascarse en ese ritual instintivo liderado por las endorfinas.

Él deslizó las manos por su cuerpo hasta llegar a sus mejillas. Había oscuridad en sus ojos, la oscuridad del deseo más primario.

–Antes de que vayamos más lejos… –la acorraló contra la pared de la cabaña–. Tengo que saber si tomas la píldora.

La pesada losa de la decepción cayó sobre Ella de repente.

–¿No tienes condones? Yo tampoco. No pensé…

–Oye, no te preocupes. Yo tengo.

–Oh, gracias a Dios –Ella sintió un alivio inconmensurable.

–Pero yo soy un tipo muy precavido. Los condones a veces se rompen. Le apartó el pelo de la cara y le dio un beso en el cuello.

–Así nací yo. No quisiera engendrar otro Cooper Delaney.

Ella oyó cierto arrepentimiento en sus palabras.

–Pero si eres hermoso –le dijo, sujetándole las mejillas–. Tu madre debió de estar encantada de tenerte, aunque fueras un accidente.

Le oyó reírse. ¿Había dicho algo gracioso?

–En realidad no –Cooper le dedicó una de esas sonrisas espléndidas que le había regalado cuando estaban bajo del agua, explorando el arrecife.

–¿Alguna vez te han dicho que eres genial para el ego de un hombre cuando estás borracha?

–No estoy borracha –le dijo Ella, segura de que no lo estaba.

Solo la había dejado tomarse dos rum swizzle más y se los había mezclado él mismo en el bar. Al probarlos, apenas había notado el alcohol.

–Si usted lo dice, señorita –le dijo, rozándole la nariz e imitando el acento del camarero.

Ella se echó a reír, pero su risa se convirtió en un gemido cuando le sintió meter las manos por dentro de la camisola que llevaba para acariciarle los pechos.

–Oh, sí –arqueando la espalda se acercó más a él, buscando el tacto de sus pulgares en los pezones–. Eso es estupendo.

Él se rio.

–Deja de distraerme y contesta a la maldita pregunta.

Ella abrió la boca para preguntarle a qué pregunta se refería, pero en ese momento él le tiró de un pezón y comenzó a masajeárselo con el pulgar y el dedo índice.

–Sí –dijo Ella en un susurro.

–Aleluya.

Sus dedos juguetones le quitaron la camisola por la cabeza y entonces le desabrochó el sujetador. Él también se quitó la camisa y la tiró por encima del hombro, descubriendo así un torso con el que Ella llevaba soñando toda la mañana.

Cooper la tomó en brazos y la colocó contra la pared. Se metió entre sus muslos y apretó su duro miembro contra el refuerzo de sus pantalones. Ella se aferró a sus hombros. La cabeza le daba vueltas. Él se inclinó. Capturó uno de sus pezones con los labios y comenzó a chupar suavemente.

Ella se retorció. Movió las caderas al sentir la creciente presión de su magnífica erección.

Cooper sopló sobre su pecho húmedo. El aire fresco hacía que los pezones se le endurecieran más y más.

–Maldita sea, eres preciosa.

–Y tú también –le dijo ella, admirando sus poderosos bíceps al tiempo que él la levantaba en el aire. Sus pectorales y sus abdominales parecían esculpidos en piedra. La línea de vello que le descendía por el abdomen se convertía en una pequeña mota de rizos de color rubio oscuro allí donde se le habían bajado los pantalones vaqueros.

–¿Puedo verte desnudo, por favor? –le pidió.

Cooper dejó escapar una risotada a modo de respuesta.

–Supongo que sí, como me lo has pedido tan bien –la soltó de repente.

Ella se tambaleó y tuvo que sujetarla del brazo.

–Te echo una carrera –le dijo él, sacándose una bota.

Ella se rio.

–No te quedes ahí de pie –lanzó la bota hacia el otro extremo de la habitación–. Quítate los pantalones o tendrás que pagar una multa.

Desabrochándose los pantalones, Ella los dejó caer por sus caderas lentamente, como hacían las strippers.

La sonrisa de Cooper se hizo más grande, y Ella sintió que el corazón se le aceleraba al ver que comenzaba a quitarse los pantalones. Sin quitarle la vista de encima, los echó a un lado con la punta del pie. La mirada de Ella fue a parar a su gloriosa erección.

–Vaya… Es increíble.

Él se rio.

–¿Te he dicho que me encanta tu acento? –Cooper señaló lo último que le faltaba por quitarse–. Ahora quítate las braguitas. Si no, te las acabaré rompiendo.

Ella se deshizo de la prenda rápidamente. Se colgó las braguitas de la punta del dedo y las tiró hacia el otro lado de la estancia.

–Buen trabajo –la brisa fresca que entraba a través de las persianas llevaba el aroma del mar.