Años de juventud del doctor Angélico - Armando Palacio Valdés - E-Book

Años de juventud del doctor Angélico E-Book

Armando Palacio Valdés

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Beschreibung

Una precuela que nos presenta a Angélico en sus tiempos de estudiante. El futuro doctor se ha instalado en Madrid para aprender y estudiar. Acogido por amigos en una residencia, y por su mentor en una de las casas más adineradas de la capital, Angélico empieza bien su andadura por la ciudad. Sin embargo, el fracaso y el destino llevarán al narrador a ser testigo de una tragedia terrible. Con un estilo claro y cargado de reflexiones filosóficas, Valdés escribe una novela realista y, a la vez, con un dramatismo de folletín. -

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Armando Palacio Valdés

Años de juventud del doctor Angélico

 

Saga

Años de juventud del doctor Angélico

 

Copyright © 1918, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726771916

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRIMERA PARTE

I

MI VIAJE Y MI INSTALACIÓN EN LA CORTE DE ESPAÑA

Creo que mi padre tenía razón. En último resultado me hubiera convenido más permanecer a su lado, ayudarle en sus negocios, hacerlos prosperar y dejar transcurrir la vida dulcemente en el pueblo trabajando a mis horas, paseando a mis horas, durmiendo a mis horas, rezando a mis horas y no leyendo a ninguna.

Tengo más de cincuenta años, he estudiado mucho, he viajado bastante, he tratado con los sabios, he escrito, he discutido y al cabo me encuentro triste, fatigado, con el estómago descompuesto y los nervios en plena rebelión.

Los problemas que estaba ansioso de resolver, ahí se están frescos y orondos como al comienzo del mundo, y es más que probable que así permanezcan hasta el fin.

Pero no es tiempo ya de volver sobre mis pasos. Si lo fuera seguramente incurriría en otros aun mayores errores.

Lo cierto es que desembarqué en Madrid una mañana del mes de Octubre del año 1870, con el propósito firme de ser un sabio. Me alojé en una casa de huéspedes de la calle de Carretas que habían recomendado a mi padre, y ocupé un gabinete con balcón a la calle y su alcoba correspondiente. No eran lujosas las habitaciones pero estaban amuebladas con decoro y comodidad. Había orden y limpieza, dos cosas que he amado siempre, y aunque la calle no es muy ancha, bastante luz, a causa del piso alto en que me hallaba.

El gabinete comunicaba con la sala por medio de una puerta de cristales. Esta sala era bastante espaciosa y ofrecía todos los encantos de la vulgaridad más refinada; una sillería forrada de terciopelo que había sido rojo y a la sazón tenía el color de hoja seca; una consola de caoba con su espejo de marco dorado encima, cubierto de una gasa para preservarlo de los atentados de las moscas; cortinas de terciopelo igual al de la sillería pero más avanzado en su evolución transformista; sobre el sofá un enorme grabado que representaba la vista de Londres, y en las paredes algunos otros con escenas de galantería pastoril; un pastorcito arrodillado delante de una pastorcita, otro ofreciéndole, con insinuante sonrisa, una flor.

Mi patrona, que se llamaba Doña Encarnación, me enteró pocos momentos después de llegar, de que esta sala pertenecía al género neutro o común a dos. La poseíamos pro indiviso el caballero que ocupaba el gabinete de enfrente y yo. Ambos podíamos recibir en ella nuestras visitas y ocuparla en los momentos que la necesitásemos.

A la hora del almuerzo pasé al comedor, y Doña Encarnación se sirvió presentarme a los cinco huéspedes que ya estaban sentados a la mesa. El que más llamó mi atención desde luego, fué un joven con larga y no bien cuidada melena, que le caía sobre el cuello y casi le llegaba a la espalda. Como en España sólo los artistas se autorizan el llevar los cabellos en esta forma, supuse inmediatamente que era pintor o músico. Podría contar veintidós o veinticuatro años de edad. Sus facciones, un poco abultadas, no eran desagradables, y sus ojos grandes, negros y expresivos, revelaban inteligencia y vivacidad.

Enfrente de él, se hallaba sentado otro joven de la misma edad, poco más o menos. En nada se le parecía, pues era delgado, pálido, imberbe y llevaba el cabello cortado a punta de tijera. De los otros tres, dos de ellos eran extremadamente morenos y acaso tuviesen más años que yo también. En cambio el tercero ofrecía la apariencia de un niño. No se le presumirían mucho más de quince años.

El almuerzo comenzó silencioso. Se notaba cierto embarazo como suele acaecer cuando en cualquier compañía entra repentinamente una persona extraña. Afectando disimulo, todos ellos me dirigían rápidas miradas investigadoras. Todos no; me equivoco; porque el joven pálido de pelo recortado, tenía un libro abierto al lado del plato, en el cual leía, mientras distraídamente iba engullendo los manjares que le ponían delante. Para llevar a cabo una y otra tarea acercaba tanto el rostro que casi tocaba con la nariz en el libro o la metía en el plato.

Al fin, el joven de las melenas, levantó la cabeza y dirigiéndose al que leía le dijo bruscamente:

—Querido Pasarón, ¿no sería más justo, más procedente y desde luego de mejor educación que cerraras siquiera por hoy el libro, a fin de que este señor que se sienta por vez primera a la mesa, no vaya a suponer que en vez de hallarse entre personas civilizadas, ha penetrado en territorio africano?

El interpelado en esta forma levantó un instante la cabeza, y con sus ojos vidriosos de miope, nos dirigió una mirada vaga donde se advertía que no habían comprendido lo que le decían. Inmediatamente volvió a convertirlos al libro.

Yo me apresuré a hacer signos negativos con la cabeza y a balbucear algunas palabras, asegurando que estaba muy lejos de incurrir en tal error geográfico.

—No sería muy extraño que usted se lo figurase—siguió el joven melenudo dirigiéndose a mí—, porque yo me llamo Sixto Moro, estos dos, que son primos hermanos, se apellidan Mezquita, y aquel niño que usted ve allí, se llama Pepito Albornoz.

Este último se puso rojo como una cereza al escuchar tales palabras y dirigió una mirada de ira concentrada al que las había pronunciado, mientras los dos primos soltaron a reir hasta querer salírseles el alimento por las narices. Esto me hizo sospechar que aquel que designaba como niño sólo lo era en apariencia. En efecto, después averigüé que había cumplido ya los diez y ocho años y estudiaba la carrera de ingeniero de caminos.

—En verdad le digo a usted que en esta casa todo tiene un marcado sabor árabe o por lo menos muzárabe—siguió el llamado Sixto Moro gravemente, sin querer advertir las miradas pulverizantes de Albornoz, ni la risa de los otros compañeros—. Pero aunque marroquíes, somos de humor benigno, y cuando se presenta un forastero, le recibimos con zalemas y no queremos que nos juzgue absolutamente desprovistos de cortesía. El amigo Pasarón es un suevo de la provincia de Orense, por consiguiente el único bárbaro que existe en esta casa. Hasta ahora no es peligroso, sin embargo; pero llegará un día, lo estoy temiendo, en que su cabeza, demasiado cargada de ciencia, estallará como una bomba y destrozará a cuantos nos hallemos cerca.

A pesar de que todos le mirábamos sonrientes, incluso Doña Encarnación que en pie y cerca de la puerta vigilaba el servicio de la mesa, el llamado Pasarón no levantaba la cabeza y parecía más y más absorto en la lectura.

—Di tú, amigo Moro, ¿qué significa esa palabra de muzárabe que acabas de soltar?—preguntó uno de los Mezquita.

—Hombre, parece increíble que habiendo nacido en la tierra de los Abderrahmanes no sepas que se designaban así los cristianos que vivían antiguamente entre los árabes y mezclados con ellos. Córdoba estaba llena de esta clase de cristianos.

—¿Y esos muzárabes vivían con los mismos árabes, o en barrios separados?

—¡Ah! eso no me preguntes, no conozco detalles.

El joven que leía y comía a un tiempo mismo, alzó la cabeza haciéndose cargo de la pregunta. Parecía que sus oídos no recogían otros ruidos que aquellos donde viniese mezclada alguna partícula científica.

—Eso dependía de la condición más o menos blanda de los emires, alcaides y valíes que los gobernaban. En general los cristianos muzárabes no sufrían tantas vejaciones como parece desprenderse de los quejidos y lamentos elegíacos que deja escapar el Rey Sabio en la parte de su crónica llamada Llanto de España. Se les dejaba el libre ejercicio de su religión y de sus ritos, se les permitía gobernarse por leyes y jueces propios y conservar sus tierras pagando el tributo estipulado. Particularmente en tiempos del primer Abderrahmán, vivieron admirablemente respetados. Había, en su tiempo, en Córdoba, un magistrado encargado de proteger a los cristianos; los sacerdotes se presentaban en público con su ropa talar y afeitados; los monjes vivían tranquilos en sus claustros y las vírgenes consagradas a Dios, respetadas en sus aulas. En la ciudad misma había tres iglesias y tres monasterios; en la falda de la sierra próximos a ella, se alzaban ocho conventos y algunas iglesias. Sonaban las campanas de éstas y el pueblo cristiano acudía a los oficios divinos sin que nadie osara molestarle. Después... después vino la persecución en los últimos tiempos de Abderrahmán segundo y de Mohamed primero.

Rápidamente, pero con admirable claridad, el joven Pasarón nos dió cuenta de aquellas persecuciones, en las cuales no toda la culpa debía achacarse a los árabes, sino a los cristianos, que no pocas veces, con su intolerancia, las habían provocado.

Cuando terminó su excursión histórica, convirtió de nuevo sus ojos al libro mientras los de los primos Mezquita, Albornoz y aun los de Doña Encarnación, se volvieron hacia mí risueños y triunfantes. Querían, sin duda, que yo participase del asombro que aquel joven les inspiraba.

En efecto; la palabra de Pasarón era un poco precipitada, acaso por la misma exuberancia de conocimientos, pero hablaba con singular corrección y mostraba, desde luego, ser un hombre de inteligencia privilegiada.

Sixto Moro sonreía irónicamente. Uno de los Mezquita, para hacer valer aun más aquel fenómeno a mis ojos, quiso tirarle de la lengua.

—Al parecer, los árabes en aquella época no eran tan rudos como ahora. Por lo menos un médico de ellos, llamado Avicena, ha pasado a la Historia.

—¡Rudos!—exclamó Pasarón levantando vivamente la cabeza.

Y acto continuo hizo un panegírico brillante de la civilización arábiga en tiempo del Califato, la ostentación y magnificencia de la Corte con sus palacios suntuosos, sus bazares, sus baños y acueductos, los certámenes poéticos a que eran tan inclinados. Después nos dió noticias curiosas e interesantes de aquel médico Avicena que no se llamaba así realmente, sino Ibn-Sina; su precocidad extraordinaria, pues a los diecisiete años era ya un maestro en las ciencias; su vida agitada en medio de las revoluciones políticas que sin cesar se sucedían en los diversos principados donde residió; su actividad prodigiosa. Habiendo vivido sólo cincuenta y siete años y ejercido los más elevados cargos políticos, tuvo tiempo a escribir varias obras gigantescas; más de cien libros, donde se trata de todas las ciencias cultivadas en su tiempo. Avicena fué uno de los genios más extraordinarios y uno de los escritores más fecundos que jamás han existido.

Cuando terminó su perorata, otra vez volvió a su libro y a sus bocados aquel joven que realmente me parecía iba en camino de ser un nuevo Avicena. Los comensales y Doña Encarnación, volvieron también a mirarme escrutando el efecto que en mí había causado.

Sixto Moro seguía comiendo sin levantar la cabeza, y en sus labios se dibujaba la misma sonrisa irónica, esta vez un poco más acentuada. Reinó el silencio durante algunos momentos, como si todos estuviéramos bajo el peso de tanta sabiduría. De pronto, Moro, sin alzar la vista y con grave y lenta palabra, dijo:

—Verdaderamente sabio, yo no he conocido otro mayor que un cerdo que mi padre tenía hace años.

Todos le miramos estupefactos y sonrientes.

—Erudito no lo era. Confieso que no era erudito—siguió con la misma solemnidad—; pero no me cabe duda de que era un sabio maravilloso. Durante su vida, que fué mucho más corta que la de Avicena, dió pruebas irrecusables de su saber. Sólo voy a daros cuenta de una. Este cerdo sentía una verdadera pasión por la harina mezclada con agua caliente; era para él una golosina. No se le daba más que dos veces por semana porque, como sabéis, la harina cuesta cara. Ordinariamente se le alimentaba con berzas y nabos y los desperdicios de la cocina, los cuales se les servía en una gran caldera ennegrecida por el uso y el fuego. Cuando le daban harina se le servía en otra más pequeña de color amarillo. Pues bien; cuando le llevaban las berzas y los desperdicios se estaba en su cubil acostado, no hacía más que levantar la cabeza y gruñir con ligera satisfacción. Pero así que divisaba la pequeña caldera amarilla, se ponía en pie lleno de alborozo y comenzaba a gruñir, con tal alegría, que era un verdadero escándalo. ¡Qué admirable penetración!, ¿verdad? Como yo fuí siempre inclinado a gastar bromas con toda clase de animales, se me ocurrió un día darle una. En ausencia de mi madre tomo la calderita amarilla, la lleno con los desperdicios y se la llevo. El cerdo empieza a brincar de gozo y a lanzar los gruñidos más armoniosos de su repertorio; pero en cuanto se cerciora del engaño (y le bastó poco tiempo para ello), aquellos gruñidos melodiosos se trocaron en los más ásperos y bárbaros que os podéis imaginar, y no sólo eso, sino que rugiendo de cólera se lanzó sobre mí. Os digo que si no huyo pronto, no lo hubiera pasado bien. Desde entonces se declaró mi enemigo mortal. En cuanto me divisaba se ponía a gruñir ferozmente para darme a entender que no olvidaba la bromita. Era una inteligencia soberana, y su dignidad igual a su inteligencia.

Todos reímos mirando a Pasarón; pero éste se hallaba enfrascado en la lectura sin querer oir o sin oir efectivamente; porque aquel joven parecía no prestar atención mas que a lo que fuese materia de estudio.

Por eso, cuando uno de los estudiantes de Medicina apuntó la idea de que los árabes eran más cultos que nosotros los cristianos en aquella época, y Moro la corroboró diciendo, en su peculiar forma expeditiva, que los españoles de la Edad Media no éramos más que un hato de ignorantes, Pasarón se lanzó de nuevo a la palestra defendiendo a la ciencia española. Entablóse sobre esto una viva disputa. Inmediatamente se echó de ver la gran superioridad de aquél. Era un torrente de noticias y datos eruditos. Citó tantas obras y nombres, que realmente parecía que los tenía ya en la punta de la lengua. Moro, en cambio, mucho más escaso de ciencia, se defendía con ingenio y salidas tan oportunas, que desconcertaba no pocas veces a su adversario.

Era un espectáculo verdaderamente interesante la discusión de aquellos dos jóvenes, y yo la presenciaba con la boca abierta, pues confieso que jamás había conocido hombres de tanto talento. La palabra de Pasarón era precisa, correcta, fría y un poco monótona. En cambio, la de Moro, vibrante y apasionada, tenía tantos matices, que me llenaba de admiración. Sin embargo, su afición a las paradojas me pareció excesiva, y aunque las explicaba con singular donosura, no me convencían.

Pasarón citaba una regla gramatical.

—¡No hay Gramática!—replicaba Moro con graciosa resolución.

—¿Cómo que no hay Gramática?—exclamaba Pasarón en el colmo del estupor.

—No; la Gramática la han inventado los maestros de escuela para darse el gusto de azotar a los niños y vivir a expensas de los padres.

—Esa es una de tantas paradojas como te complaces en verter, y que tú mismo no tomas en serio.

—Al contrario, la tomo muy en serio, y sostengo que la Gramática no sirve absolutamente para nada.

—La Gramática señala el apogeo de todas las lenguas, porque significa que los hombres se dan clara cuenta de sus medios de expresión. Es el idioma adquiriendo conciencia de sí mismo.

—Tal conciencia es innecesaria, como lo es la del poeta respecto a la estética. Tú mismo nos has dicho hace unos días que los arios del Asia Central habían construído el sánscrito, la lengua más hermosa que ha tenido la Humanidad hasta ahora. Y, sin embargo, esos arios eran unos rudos pastores.

—Naturalmente, la obra de formación de un idioma es inconsciente; pero, una vez adquirido, nos toca guardarlo con esmero y venerarlo como un don de la divinidad.

—El pueblo que lo ha formado puede deshacerlo y construir otro si se le antoja.

—Si le antoja no. Los procesos históricos no son obra del capricho; obedecen a leyes providenciales.

—¡Niego las leyes providenciales!

Y acto continuo pronunció con calor unos párrafos de filosofía revolucionaria que estaba entonces a la moda. Las ideas eran huecas y aparatosas más que sólidas; pero Moro las manejaba tan brillantemente y en períodos tan perfectos, que quedé altamente sorprendido de su facundia.

Uno de los Mezquita, advirtiendo mi sorpresa, me guiñó un ojo diciendo:

—El amigo Moro es un gran orador. Allá en la Academia de Jurisprudencia no hay quien le ponga el pie delante.

Moro se encogió de hombros con un gesto de desdén. Y, descontento de sí mismo, profirió bajando el tono:

—No me seduce eso mucho. La oratoria es el arte de decir vulgaridades con corrección y propiedad.

—Pero Mirabeau ha sido un gran orador. Tú eres un apasionado de él.

—¡Mirabeau! ¡Mirabeau!... En los instantes dramáticos porque atraviesan algunas veces las naciones, un hombre de gran palabra y de gran corazón, como Demóstenes o Mirabeau, son necesarios, porque pueden hacer variar el curso de los acontecimientos. Sobre la cátedra sagrada, hablándonos del cielo, o delante de un Tribunal, defendiendo la cabeza de un inocente, también. Pero, ¿qué significa un orador empleando imágenes poéticas y discutiendo con metáforas la reforma arancelaria? La oratoria en la actualidad no es otra cosa que una coquetería, una clase de adorno, como dicen en los colegios; ha pasado a la categoría de los polvos de arroz.

La discusión científica se fué trocando en plática jocosa. Moro concluyó embromando a su amigo Pasarón y haciéndonos reir a todos.

—Pasarón, el día en que te mueras, el Purgatorio habrá hecho una gran adquisición. Espero verte allá explicando un curso de filología comparada a las ánimas benditas.

—¿Cómo sabes que ha de ir al Purgatorio? ¿No puede ir al cielo derechamente?—apuntó uno de los Mezquita.

—No lo creo. Pasarón admira a Lucrecio y a Cátulo y dice pestes del latín de los Santos Padres. Así es que se ha hecho muchos y poderosos enemigos en la Corte Celestial.

—¿Y al infierno?

—Eso menos. A Dios no le conviene que los demonios se instruyan demasiado.

Pasarón sonreía dulcemente sin replicar. Su espíritu exclusivamente científico era refractario al humorismo. Yo estaba verdaderamente maravillado del ingenio y la instrucción de aquellos dos jóvenes. Los comparaba con los más conspicuos que había conocido en la capital de mi provincia, hasta con los catedráticos que allí gozaban de mayor reputación, y me parecían todos unos pigmeos al lado de éstos. Creí haber entrado en un mundo mucho más alto y espiritual y comenzar a vivir en medio de una raza superior.

II

BREVE NOTICIA DE MIS COMPAÑEROS DE HOSPEDAJE

Como puede concebirse, me hallaba en un error. Los estudiantes con que luego tropecé en la Universidad, eran, en general, tan vulgares y aun más que los jóvenes de mi tierra. Pasarón y Moro constituían una brillante excepción.

El primero gozaba de una fama inmensa, no sólo en la Facultad de Letras, sino en todas las demás. Era el primer estudiante de la Universidad Central, y se decía que jamás había habido en ella un fenómeno de erudición semejante. Algunos le comparaban al célebre Pico de la Mirándola, aquel joven portentoso del siglo XV que en novecientas tesis por él sostenidas brillantemente agotó todas las cosas cognoscibles de omni re scibili. Y con esto ninguna pedantería. Pasarón exhibía su ciencia sin arrogancia, con perfecta naturalidad, como si abriese cualquier libro bien repleto de doctrina. Pertenecía a una familia bien acomodada de Galicia, y estudiaba a la sazón el doctorado de Letras, con ánimo sin duda de hacerse catedrático.

La reputación de Moro era mucho menor. No transcendía de la Facultad de Derecho. Se le consideraba aquí como un joven inteligente, aunque poco estudioso, y se le concedía mucha facilidad de palabra. Su carácter, bastante desigual, y sus frases incisivas, no le hacían simpático. Pasarón no tenía enemigo alguno, pero Moro contaba muchos. En la misma casa donde nos alojábamos, observé pronto que aquél era admirado y venerado como un portento mientras que a éste se le regateaban los méritos. Hablando con toda franqueza, yo pienso que lo mismo los primos Mezquita que Albornoz le odiaban secretamente. Aunque le mostrasen consideración se advertía que era por terror. La misma Doña Encarnación hablaba de él con un poco de desdén y reía de buen grado cuando alguno de los huéspedes se burlaba de sus famosas melenas.

En el leve desdén de nuestra huéspeda entraba por mucho, sin duda, el origen humilde de Moro; porque las mujeres hacen siempre gran caso de tal extremo. Moro era hijo de un pobre zapatero de Alcalá de Henares. Tenía dos tíos ebanistas en la misma población, los cuales habían adquirido cierto desahogo con su oficio y poseían allí el mejor almacén de muebles. Estos dos tíos, solteros, entusiasmados con la precocidad de Sixto, pues en la escuela, cuando contaba sólo ocho o diez años, ya pronunciaba discursos y causaba admiración por la facilidad de su ingenio, se encargaron de subvenir a su educación. Primero le enviaron a un colegio muy barato que existía en el Mediodía de Francia. Allí permaneció tres años, y aprendió el francés y a vivir sin comer. Según nos aseguraba, había padecido tanta hambre que nunca más en su vida pudo quedar saciado. Se hizo luego bachiller, y emprendió en Madrid la carrera de Jurisprudencia, que estaba terminando con singular aprovechamiento. Sus tíos habían depositado en él tales esperanzas, que al mismo Sixto hacían reir.

En cuanto a los primos Mezquita, eran dos seres insignificantes; tímidos y tolerantes para todo el mundo menos para ellos mismos. Es decir, que aceptaban cuanto se les decía y no entablaban jamás disputa con nadie; pero entre sí eran dos fieros contendientes. Uno de ellos se llamaba Bruno; el otro, Manuel. Apenas Bruno sentaba cualquier proposición, ya fuese del orden físico o del espiritual, Manuel se erguía desdeñoso y comenzaba a rebatirla punto por punto. Igualmente cuando Manuel se aventuraba a hacer la más inocente y sencilla afirmación, Bruno saltaba encima de ella como un tigre, y la desgarraba, y la trituraba entre sus dientes. Las disputas que comenzaban en la mesa se proseguían en su cuarto, pues los dos ocupaban uno mismo, y allí se eternizaban.

Pepito Albornoz era un muchacho inteligente y aun pudiera añadirse ingenioso. De vez en cuando tenía ocurrencias felices; pero era tan excesivo y vidrioso su amor propio, que paralizaba su ingenio y le hacía aparecer a menudo como un tonto. Cualquier palabra irónica le desconcertaba, le dejaba incapaz de responder. Fácil es colegir que Moro, al tanto de esta flaqueza, no le escaseaba las burlas y le tenía martirizado y frito.

Se le ocurría al pobre chico cualquier observación graciosa respecto a lo que Moro estaba hablando. Este levantaba la cabeza sorprendido:

—Parece que los pájaros tiran a las escopetas. Ten la bondad de repetir ese chiste, Pepito, para que Doña Encarnación lo envíe a tus papás con las notas de clase.

—Sin embargo, Moro, debes convenir en que la salida de Albornoz ha sido oportuna—apuntó uno de los Mezquita.

—Sí; confieso que en medio de su dulce charla infantil tiene alguna vez ocurrencias felices. Pero no hay que celebrárselas demasiado. Todos los pedagogos están conformes en aconsejar que no se excite el amor propio de aquellos seres que tienen necesidad más tarde de luchar con las agresiones de la sociedad. El de Pepito, ya sabéis que está harto excitado.

Con esto Albornoz se ruborizó fuertemente. Nosotros le miramos y se ruborizó todavía más.

Quedé, pues, instalado en aquella casa muy a mi gusto. Obtuve de los huéspedes tan favorable acogida que, a pesar de mi corta edad, que logré ocultar algún tiempo, pronto me tuteé con todos ellos. La superioridad intelectual de Pasarón y de Moro me causaba admiración.

Estimulado por ella creció el fuego de la sabiduría que me devoraba. Estaba resuelto a instruirme y a libar toda la miel científica que la Universidad Central destilaba en aquella época.

Pero con gran sorpresa mía esta miel se hallaba siempre en vías de fabricación en las cátedras, sin que jamás nos la sirviesen aderezada y apta para nuestra alimentación. Quiero decir, que en todas las clases de la Universidad, lo mismo en la Facultad de Ciencias que en la de Letras o la de Derecho, los profesores en aquella época, que siguió a nuestra gran Revolución, no explicaban la asignatura que les estaba encomendada, sino la introducción a esta asignatura. De tal modo, que pasábamos todos los meses del curso en el zaguán de la ciencia haciendo sonar la campanilla sin lograr jamás franquear la puerta.

Ignoro a qué obedecía esta conducta. Tal vez juzgasen nuestros profesores que convenía tenernos en el portal temerosos de que la escalera nos hiciese daño.

Yo me creía con pecho bastante fuerte para subirla. Compré libros y leí por ellos con ahinco. Y no sólo en casa, sino en la Biblioteca Nacional, pasaba largas horas entregado con furor al estudio. Pasarón me ayudó muchísimo a orientarme en mis trabajos. Porque este joven maravilloso no sólo había profundizado en la Historia, en la Literatura y en la Filosofía, sino que tenía, asimismo, conocimientos muy vastos en las Ciencias Físicas y Naturales. Particularmente era asombrosa su erudición bibliográfica. Cuando yo necesitaba conocer con alguna mayor extensión cualquier materia, él me señalaba al instante el libro en que la hallaría expuesta con mayor lucidez.

No obstante, al cabo quise entender que su ayuda era más externa que espiritual. Me señalaba los libros, me hablaba de los autores con una riqueza de datos sorprendentes, hacía algunas observaciones críticas de importancia; pero no entraba de lleno en el fondo de los asuntos ni procuraba esclarecerlos. Si he de confesar la verdad, me parecía que le interesaban de un modo secundario.

La filosofía de la Naturaleza, los grandes sistemas metafísicos, la investigación atrevida de las causas esenciales, las ideas que agitaban constantemente mi espíritu y lo tenían anhelante, observé que no le preocupaban. Cuando yo trataba de lanzar nuestra conversación a las alturas y estudiar los hechos capitales de la existencia y decidir de la mayor o menor veracidad de las ideas, en vez de apoyarme o contradecirme solía decir: «—Esa idea que acabas de emitir es hegeliana, o ese concepto de la fuerza cartesiano, o esa opinión se acerca mucho al conceptualismo de Abelardo.» Pero investigar si lo que yo afirmaba era o no cierto, jamás.

Repugnaba la discusión como no fuese sobre la mayor o menor autenticidad de un dato o de una fecha. En fin, era evidente que le interesaba mucho más la historia de la ciencia que la ciencia misma.

Por eso un día a la hora del almuerzo, que era la de las grandes controversias, Sixto Moro le dijo:

—Pasarón, te pareces a cierto joven que ofreció a sus amigos presentarles en el palacio de un marqués donde se celebraban brillantes bailes y reuniones. Sus amigos creyendo de buena fe que era amigo del marqués y frecuentaba su casa, se pusieron el frac y fueron con él al baile. Suben la escalera, entregan los abrigos a los criados, penetran en el salón y nuestro joven se dirige al dueño de la casa que se hallaba en medio de él, le hace una profunda reverencia y le dice: «—Marqués, tengo el honor de presentar a usted a mi amigo Fulano, capitán de artillería; a mi amigo Zutano, ingeniero de montes, etcétera.» El marqués le mira con asombro, y al fin exclama indignado: «—Está bien, ¿y a usted quién le presenta?» «—A mí, nadie — responde tranquilamente—, yo me retiro.» Y girando sobre los talones, se va del salón. Tú haces lo mismo, nos presentas filósofos y literatos, nos explicas con toda perfección sus opiniones y cuando al cabo preguntamos por las tuyas, te decimos como el marqués: «—¿Y usted quién es?» —«Yo no soy nadie, yo me retiro»—nos contestas.

Era exacto. Sin embargo, no se podía negar a Pasarón una grande y lúcida inteligencia. Su crítica era casi siempre acertada, vigorosa, poseía una rara penetración para aquilatar los méritos de cada escritor, no había cuidado que se dejase engañar por armadijos ni oropeles. Mas ya fuese porque el exceso de conocimientos sofocasen en él toda iniciativa intelectual, o porque su desaforada curiosidad y afición a la Historia le impidiese entrar en sí mismo, es lo cierto que no podíamos averiguar qué ideas germinaban en su mente acerca de los grandes problemas de la filosofía ni las secretas inclinaciones de su espíritu.

¡Cuán distinto era Moro! Para éste no existía la Historia sino la actualidad. Sobre cada asunto que se ofrecía en nuestras pláticas formaba inmediatamente su opinión que expresaba siempre de un modo resuelto, inapelable. La mayor parte de las veces, estas opiniones se apartaban cien leguas de las de los demás; pero esto era cabalmente lo que él ambicionaba. Su satisfacción era ostensible cuando después de emitir una de ellas veía el asombro pintado en nuestros ojos.

Moro vivía en perpetuo estado de rebelión contra todos los principios que pasan por inconcusos en nuestra sociedad. Era lo que hoy han dado en llamar ciertos filósofos un no-conformista. En cuanto se ofrecía ocasión de atacarlos, cerraba furiosamente contra ellos o escaramuzaba ligeramente en torno suyo.

Su ingenio sutil y la afluencia de que estaba dotado le servían admirablemente para apoyar las verdades cuando casualmente tropezaba con ellas; pero desgraciadamente también le ayudaban a sostener los errores cuando alguno de sus frecuentes caprichos le arrastraba a ponerse de su lado. En estos casos se convertía en un famoso prestidigitador de las ideas, hacía juegos malabares con ellas, y si no nos convencía por lo menos nos deslumbraba.

En fin, era un retórico que apuntaba al efecto antes que a la verdad, y que no temía despeñarse en un abismo de paradojas y de absurdos si esto le proporcionaba el gusto de mostrar la flexibilidad de su talento y de inquietar a sus oyentes. Por esto su conversación, siempre brillante, concluia algunas veces por hacerse fatigosa.

III

LA CASA DE MI MENTOR

El general Don Luis de los Reyes fué la persona designada por mi padre para servirme de mentor en Madrid durante la carrera. En consecuencia, me presenté al día siguiente de mi llegada, por la tarde, en su casa.

Ocupaba el General el piso primero de una de las mejores casas del barrio de Salamanca. Me abrió la puerta un criado con librea, quien, al enterarse de mi deseo de ver al General, llamó a otro. Apareció un hombre que, al juzgar por su traje, no era un criado ni tampoco un caballero. Después supe que se llamaba Longinos y era un antiguo asistente del General a quien había hecho su hombre de confianza, una especie de intendente o mayordomo. Al escuchar mi nombre sonrió con benevolencia y no vaciló en llevarme a la presencia de su amo.

Se hallaba éste en su despacho escribiendo, y cuando me anunciaron se alzó precipitadamente del sillón, vino a mi encuentro y me abrazó tan efusivamente, que no pude menos de sentirme profundamente halagado.

—¡Ea, ya tenemos aquí al estudiante! Un buen estudiante, ¿verdad? Si semejas a tu padre por dentro como te pareces por fuera, seremos excelentísimos amigos.

Me recibió con una cordialidad verdaderamente conmovedora. Se enteró minuciosamente de la salud de los míos, y de todo lo que ocurría en mi casa, me dió infinitos consejos y un cigarro habano que se empeñó que fumase en su presencia.

Era Don Luis, lo que se llama en términos vulgares, un real mozo. Alto, corpulento con tendencias a la obesidad, la tez sonrosada, los ojos vivos, la dentadura perfecta, y sólo tal cual hebra de plata entre su barba, que gastaba cerrada y corta. Aunque tenía cuarenta y seis años cumplidos nadie le echaría más de los cuarenta. Se ofreció desde luego a mis ojos como un hombre alegre, cordial, impetuoso, un poco ligero, representando el tipo perfecto del temperamento sanguíneo, tal como acababa de estudiarlo en las nociones de fisiología que cursamos en el último año del bachillerato.

Había sido uno de los caudillos afortunados de la revolución de Septiembre. Durante algunos años fué un temible conspirador, amigo íntimo del general Prim y de los demás militares que aspiraban a derrocar el régimen imperante, hombre valeroso y estimado de sus compañeros. Hizo la campaña de Africa donde se señaló mucho, y cuando no había cumplido aún los treinta y cinco años, alcanzó el empleo de coronel. En aquella época se hizo sospechoso al Gobierno, se le quitó el mando del regimiento y se le envió desterrado a mi pueblo natal. Allí permaneció más de un año, y en este tiempo trabó amistad estrechísima con mi padre.

El lazo de unión entre estos dos hombres de profesiones tan diferentes fué la pesca. Cañas, redes, anzuelos, impermeables, botas de agua; yo no veía otra cosa en mi niñez atestando los rincones de mi casa. Poseía mi padre una pequeña lancha con la cual se lanzaba a la mar la mayoría de las veces solo. Esto era causa de zozobras sin cuento para mi pobre madre. Nadie sabía mejor que él guisar una caldereta a la orilla misma del mar con el pescado que acababa de extraer del agua. Era peritísimo para adivinar y predecir las mudanzas del tiempo. Cuando nuestros amigos y vecinos proyectaban cualquier excursión campestre se le venía a consultar, y si él no daba su beneplácito nadie se movía de casa.

El coronel Reyes tenía más afición que práctica en este noble ejercicio. Su afición era verdaderamente loca y superaba aún a la de mi padre. Sin embargo, éste le inició durante aquel año en todos los secretos del arte. No se apartaban sino para dormir, porque aun en las horas que mi padre destinaba al despacho de sus negocios, el Coronel solía estar presente en el escritorio ocupándose ordinariamente en arreglar los aparejos. Su amistad se estrechó tanto, que llegaron a tutearse como si se hubiesen tratado desde la infancia. No tenían secretos el uno para el otro, y cuando un día, burlando la vigilancia de las autoridades, desapareció el Coronel del pueblo, fué mi padre quien le facilitó los medios y quien le sirvió de intermediario para obtener noticias de su hija, que había dejado en Madrid. El Coronel era viudo y tenía una niña de poca menos edad que yo, cuyo retrato llevaba siempre en la cartera. Mi madre se deshacía en elogios de la belleza de aquella criatura de tres o cuatro años. Imposibilitado de tenerla consigo a causa de su vida azarosa, la había colocado en casa de una prima suya y más tarde en un colegio dirigido por religiosas; pero su pensamiento estaba siempre con ella, porque era hombre afectuosísimo.

Digo, pues, que un día desapareció de nuestro pueblo, y desde entonces corrió todas las aventuras peligrosas de los conspiradores en aquella época. Se batió el 22 de Junio en las barricadas de Madrid y siguió a Prim en su odisea por los campos de Castilla hasta entrar en Portugal. Mi padre conocía por menudo sus azarosos pasos, y me narraba de sobremesa, con emoción, algunos de ellos.

Al cabo dió con sus huesos en París, donde permaneció los dos años que precedieron al triunfo de la revolución. Allí conoció a una joven viuda, brasileña, de gran fortuna, y se casó con ella. Harto lo necesitaba. El Coronel era uno de los hombres más pródigos que pudieran verse. Mi padre no le reconocía otro defecto. Había disipado el corto caudal de su primera esposa que poseía más timbres de nobleza que hacienda, y sería bien capaz de disipar el de ésta si le dieran tiempo y ocasión para ello. De sus trampas y penurias se disculpaba achacándolo a la política; pero mi padre sabía perfectamente que sólo debían achacarse a su inveterada prodigalidad y no poco le tiene sermoneado para corregirle.

Por fin llegó la hora del triunfo. Reyes desembarcó en Cádiz con los militares revolucionarios, se batió en Alcolea y entró victorioso con ellos en Madrid. Fué nombrado inmediatamente general de división o mariscal de campo, como entonces se decía, saltando sobre el empleo de brigadier. Erale debido, pues llevaba diez años de coronel y había expuesto repetidas veces su vida en aras de la causa revolucionaria. Un año después fué ascendido a teniente general. A la sazón ocupaba un alto puesto en el Ministerio de la Guerra.

—Bueno, ahora que ya me conoces (porque reconocerme, aunque digas lo contrario, es imposible), ahora que sabes que estoy dispuesto a no perdonarte la más mínima infracción de tus deberes (salvo las escapadas que harás sin que yo me entere), es necesario que conozcas a mi familia y que te posesiones de esta casa que es, desde hoy, la tuya.

Salimos del despacho, atravesamos un pasillo profusamente iluminado, y penetramos en una estancia muchísimo más iluminada aún.

Era un gabinete cuadrado de regulares dimensiones, decorado con un lujo al cual no estaba yo acostumbrado. Las cortinas de raso encarnado sostenidas por galerías doradas; la sillería dorada también y forrada de la misma tela; del techo pendía una artística araña de cristal y en uno de los rincones un gran quinqué sostenido por tallada columna de bronce esparcía también velada claridad. Sobre la chimenea de mármol rojizo había una magnífica escultura de mármol blanco, y sobre dos mesitas chinescas, algunos juguetes de porcelana. Los pies se hundían en la alfombra; una emanación de suavidad extraordinaria llenaba el aire con su perfume. Al través de una puerta se divisaban otros dos salones; el uno azul, el otro gris, iluminados igualmente con preciosas lámparas.

Todo aquel lujo me produjo un gran deslumbramiento. Allá en nuestra ciudad, mi familia vivía con holgura pero con gran sencillez, y jamás había estado en casa alguna que se le pareciese.

Una linda joven saltó de la silla donde se hallaba hojeando un libro, y se colgó del cuello del General dándole dos apasionados besos.

—Aquí os presento a Angelito, cuyo nombre en alas de la fama ha llegado ya a vuestros oídos. Un estudiante modelo, casi un hombre eminente que llegará a serlo por completo si, como espero, cierra los ojos y tapa sus oídos a los encantos de la capital—dijo Reyes mirando al mismo tiempo hacia un rincón del gabinete.

En aquel rincón descansaba sobre una butaquita roja como el resto del mobiliario, otra joven de deslumbrante hermosura.

La primera me alargó risueña su mano, que yo estreché tímidamente. Era una mano de niña, suave y regordeta. En efecto, aquella joven no era más que una niña raramente desarrollada. Por su estatura y corpulencia, semejaba una mujer, pero su rostro tenía la frescura y la inocencia de la infancia. Sus ojos negros y vivos, guardaban gran semejanza con los del General; la tez finísima, sonrosada, brillante; la boca deliciosa, los cabellos negros y ondulados cayendo graciosamente sobre la frente, una frente estrecha y tersa de estatua griega.

—Mi hija Natalia—dijo Reyes besando aquella frente—. Y aquí tienes a la señora de la casa—añadió señalando a la joven que se había levantado de la butaca y venía hacia nosotros.

Ésta me estrechó la mano también, y el General exclamó riendo:

—Estréchala con respeto que es la de un sabio.

La bromita del General me iba pareciendo un poco pesada.

Una sonrisa divina se esparció por el rostro de aquella mujer que más parecía una diosa. Era alta, esbelta, admirablemente torneada; pero nada puede dar idea de su rostro amasado con rosas y leche, donde se unían el amor y la gracia, la dulzura y la altivez. Sus ojos garzos tallados en almendra, brillaban debajo de sus cabellos rubios con luz tibia y voluptuosa y su boca sonreía como una rosa que se abre dejando ver dos filas de perlas. Aquella cabeza encantadora estaba sostenida por un cuello de alabastro que se unía a su espalda con una curva de indecible elegancia, y su seno se alzaba fiero y majestuoso bajo la tela sutil de su bata azul.

—Si no es un sabio todavía, lo será, ciertamente, con el tiempo.

—Y si intenta desviarse del camino recto, le pondremos orejeras como a los caballos de tiro para que mire siempre hacia adelante.

—No haga usted caso de este rudo soldadote que no piensa más que en tirar la Ordenanza a la cabeza a todo el mundo. Usted seguirá siendo el estudiante modelo de que hace tiempo teníamos noticia sin necesidad de que nadie le señale el camino.

—¡Usted! ¡usted!... ¿Qué significa ese usted? Angelito viene confiado a nosotros, y tú eres desde hoy en Madrid, su única madre.

¿Quién dejará de imaginarse el grato cosquilleo que sintió mi pecho al encontrarme con tan gentil mamá? Su voz entró en mis oídos como una música suave. Mis ojos debieron expresar tanta admiración, que su tez delicada se tiñó de carmín.

—Bien, pues desde ahora no dudes que aquí estás en tu casa y que todos tendremos un placer en que nos trates y consideres como tu familia.

Hablaba mi buena mamá bastante bien el español, aunque con cierto dejo portugués, alargando un poco los labios, lo cual hacía su discurso suave y mimoso.

—Ven a tomar una copita de Jerez — me dijo entonces Natalia tuteándome ya también con la mayor franqueza.

Y cogiéndome de la mano me arrastró fuera del gabinete.

—¡Eso es! Has tenido una idea feliz—exclamó el General—. Dale un buen latigazo de Jerez y di a Juan que ponga un cubierto más en la mesa porque este buen mozo se queda hoy a comer con nosotros.

Natalia me llevó al través de los dos salones, azul y gris, hasta otra gran pieza donde dos magníficos aparadores de roble tallado se hallaban adosados a la pared cubierta de tapices que representaban escenas campestres. En el medio, debajo de una lámpara donde el gas brillaba amortiguado por la pantalla verde, estaba ya la mesa puesta. Un centro de plata adornado de flores perfumaba la estancia. Natalia se dirigió al criado que, con corbata y guantes blancos, estaba allí esperando.

—Sirve una copa de Jerez a este señor.

¿Por qué a esta niña encantadora se le ocurrió tan repentinamente darme una copa de Jerez? He aquí un problema que no se presentó entonces a mi espíritu. La bebí como si fuese algo que estuviese en el orden de la creación, y di las gracias.

Volvimos al gabinete, nos sentamos todos, y el General tornó a hacerme preguntas acerca de mi familia y de los conocidos que habían dejado en el pueblo. Inútil me parece decir que sintiéndome escuchado por tan gentil auditorio, procuré dar a mis discursos la forma más ingeniosa y amena de que era capaz mi cerebro.

El General me hizo narrar las impresiones de viaje. No pude menos de confesar que algunas distaron de ser agradables. En cierta estación subió a nuestro coche un caballero que se condujo conmigo del modo más grosero que cualquiera puede imaginarse. Sacó violentamente mi maleta de la rejilla y me la arrojó sobre las rodillas. Decía que tenía derecho a un sitio para la suya. ¿Por qué no sacó la de cualquier otro viajero? Porque yo era un muchacho y no podía hacerle frente. ¿No les parece una cobardía? Después se echó a roncar y puso los pies sobre mí con unas botazas sucias que daban asco.

—¿Por qué no le rompiste la cabeza a ese indecente?—exclamó Natalia con una impetuosidad que nos hizo sonreir—. ¡Sí! ¿Por qué no le dejaste caer una maleta sobre la cara cuando estaba durmiendo?

El General soltó una carcajada.

—¡Niña, eso ya es demasiado fuerte! ¿No comprendes que una maleta por poco que pesase le dejaría chato para toda la vida?

—¡Qué lástima! Yo le hubiera dejado sin narices.

El General, sin dejar de reir, acarició el rostro de su hija, diciendo:

—Sosiegate, hija mía. Eres una polvorilla que se inflama con la más leve chispa.

—Tiene a quien parecerse—apuntó Guadalupe sonriendo.

—¡Verdad!—replicó el General acariciando también la mano de su esposa—. ¡Cuánto daría por ser dueño de mí siempre como lo eres tú! Se vive más tranquilo, y, sobre todo, se deja vivir tranquilos a los otros, lo cual es más importante.

—¡Qué sé yo!—exclamó Natalia haciendo un gesto de desdén—. Por lo menos a nosotros dos no se nos podrá tachar de hipócritas.

—¿Se me tacha a mí?—preguntó Guadalupe dirigiéndole una mirada de reconvención cariñosa.

—Nadie podrá siquiera imaginarlo—se apresuró a decir el General respondiendo por su hija—. La tranquilidad del alma no excluye la lealtad. Sabes guardar tus sentimientos y haces bien, porque siendo puros los verías muchas veces profanados.

Al pronunciar estas palabras, el General clavó en su esposa una mirada de intenso cariño que la obligó a ruborizarse.

Mi impresión en aquel momento fué que el General amaba entrañablemente a su hija; pero estaba loco por su mujer. Ni lo uno ni lo otro me sorprendía, porque yo estaba a dos dedos de participar de aquellos sentimientos. Natalia, con sus ojos límpidos, con la movilidad graciosa de su rostro, con sus ademanes impetuosos e infantiles, provocaba la ternura que se siente por los niños; pero Guadalupe infundía, por su belleza escultórica, por la serenidad altanera de su frente, por la sonrisa divina que se esparcía por su rostro, la admiración más profunda.

Esta mujer extraordinaria, que podía contar a la sazón treinta años, había sido casada en Río Janeiro muy niña con un rico comerciante, que al morir le legó toda su fortuna. Rica y libre, se vino con su madre a Europa, y se estableció en París. Allí la conoció Reyes, y consiguió enamorarla. Su arrogante figura y el prestigio de héroe que le daban sus aventuras románticas de revolucionario, efectuaron el milagro. Haría poco más de cuatro años que estaban casados, y la hermosa viuda no tenía motivo para arrepentirse. El proscripto, a quien había dado su mano, era a la hora presente general y personaje influyente en España. Sobre esto, la adoración de Don Luis no cedía un punto de su primera intensidad; su rendimiento, sus caballerescas atenciones con ella despertaban no pocas veces una sonrisa entre sus amigos.

—Faltan veinte minutos para las siete—dijo Reyes mirando su reloj—. Natalia, hija mía, ¿quieres teclear un poco en honor de nuestro huésped?

Amablemente, la niña se levantó de su butaca, y nosotros la seguimos al salón contiguo, donde se hallaba el piano. Nos sentamos. Natalia se acercó a mí, y poniéndome una mano sobre el hombro, me preguntó:

—¿Eres aficionado a la música?

—Muchísimo.

—Entonces te haré oir algo escogido.

Se sentó al piano y comenzó a tocar un nocturno de Chopín que yo conocía. El efecto que en aquel momento me produjo no puede describirse. Natalia tocaba con una maestría que me pareció insuperable. Era una profesora consumada. Delante de mí, cerca del piano, se hallaba Guadalupe, que me espiaba con sus hermosos ojos, y de vez en cuando me sonreía. Yo creía estar en el cielo. Naturalmente en el cielo de Mahoma, porque no era lo suficiente espiritual en aquel momento para entrar en el cristiano.

Me sentía conmovido hasta lo profundo del alma; me acometieron deseos de llorar. En aquella edad padecía una emotividad exagerada que me hacía sufrir y gozar como pocos hombres habrán gozado y sufrido en este mundo. Debí quedar pálido, y, a despecho mío, es posible que una lágrima haya asomado a mis ojos.

Natalia terminó. Yo, haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, aplaudí con todas mis fuerzas. Guadalupe se acercó a mí solícita y me preguntó:

—¿Te sientes mal, hijo mío?

—No, señora.

—Es que he observado que tus manos temblaban un poquito y que tu cara bajaba de color mientras Natalia nos ha hecho oir el nocturno... Me alegro—añadió sonriendo—de que estas señales de agitación se deban solamente al efecto de la música. Eso prueba que además de un oído delicado tienes un corazón sensible.

Si yo hubiera respondido que su voz sonaba más grata en mi corazón que el nocturno de Chopín, no diría una falsedad. Era una voz angélica que se deslizaba en los oídos y llegaba a lo más secreto del alma. Cuando la Naturaleza se decide a fabricar un sér perfecto no abandona ningún detalle.

—¿Cómo no se ha de sentir mal este chico?—manifestó el General riendo—. Estará muerto de hambre. ¡A ver, ahora mismo a la mesa!

Y se lanzó al comedor seguido de nosotros.

Nos sentamos a la mesa. Las poéticas emociones que había experimentado no alteraron poco ni mucho mis facultades digestivas. Comí con el mayor apetito. Lo mismo el General que las damas me animaban a hacerlo. Cuando el criado nos sirvió unos salmonetes con salsa, el General dejó escapar un suspiro y exclamó con acento dolorido:

—¡Oh, qué hermosos salmonetes he pescado con tu padre detrás de las peñas en la concha de Argañón!

—Mejores los pescas en el Manzanares—dijo Natalia.

Su padre hizo como que se enfadaba, y me confesó que alguna vez se consolaba tomando el coche y haciéndose conducir a las afueras de Madrid, cerca del río. Allí se pasaba algunas horas con la caña en la mano «sólo para recordar tiempos mejores». Ordinariamente venía sin nada; pero en cierta ocasión trajo una tenca que pesaba libra y media.

—Fué un acontecimiento que ocupó la atención pública varios días—dijo Natalia—. Había que ver la cara de papá cuando se presentó con la tenca. Ni que viniese de ganar una batalla a los moros. Y luego ¡qué cuidados exquisitos para guisarla! No se fiaba del cocinero; él mismo en persona fué a dirigir la operación. Cuando la sirvieron a la mesa se la condujo bajo palio, y Guadalupe y yo tocamos a cuatro manos la Marcha Real.

—Ríe, ríe, picarilla—dijo su padre pellizcándola—; pero no es menos cierto que has hecho los honores a mi tenca y que ambas os habéis alegrado bastante cuando la he pescado.

—Es natural, como que tu gloria al fin y al cabo refluye sobre nosotras—dijo Guadalupe.

—¿También tú?—prosiguió el General amenazándola con el dedo.

—Papá, si me prometes no enfadarte te diría una cosa.

—Di lo que quieras.

—¿No te enfadarás?

—Palabra de aragonés.

—Pues bien, esta mañana he leído en un periódico la siguiente definición: «Una caña de pescar es un instrumento al cabo del cual se encuentra siempre un tonto.»

—¡Bah! Y una pluma es otro instrumento al fin del cual se tropieza no pocas veces con un asno.

—¿Lo ves cómo te has enfadado?

—No me enfado; pero defiendo el noble arte de la pesca de los ataques insidiosos que se le dirigen por quien no lo conoce o carece de aptitudes para practicarlo.

—Será todo lo noble y todo lo difícil que quieras, papá, pero debes convenir en que no es divertido.

—Si se tratase de la caza...—apuntó Guadalupe.

—¡Estáis en un error! En la pesca existen goces que no puede sospechar el que no la haya practicado. En primer lugar se respira el aire libre del mar, se contempla su vasta llanura unas veces en calma, otras agitada. Es un espectáculo desde luego más sublime e interesante que el de los jarales que ordinariamente recorre el cazador. Después hay el misterio, esto es, lo que más seduce al hombre en este mundo. Allá en las profundidades del agua, invisible siempre, se encuentra lo que apetecemos apresar. No sabemos si está lejos o cerca de nosotros; pero llega un momento en que la caña se dobla o en que el aparejo se estremece en nuestras manos. No podéis sospechar el sabor que tiene tan precioso instante para el pescador. Esta sensación única, que a nada se parece, compensa sobradamente la paciencia que hemos gastado esperándola. Luego comenzamos a ver al prisionero; no sabemos quién es ni cómo se llama, pero ya se vislumbra su bulto entre los cristales del agua. Al cabo aparece en la superficie: es una lubina, es un sollo, es un salmonete, ¡Con qué gozo le asignamos su nombre!

—Pero es un gozo bárbaro—manifestó Guadalupe—. El hombre en la caza y en la pesca se transforma en animal de presa, espía a su víctima, la engaña y cuando observa que ya no puede escapar ni defenderse cae sobre ella, como el gato sobre el ratón, o el ave de rapiña sobre el polluelo. ¡Es innoble!