Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Cecilia Böhl de Faber es la maestra del relato costumbrista andaluz. Gracias a su gran interés y respeto por la cultura popular española, en especial, la andaluza, esta escritora española del siglo XIX dedicó buena parte de su obra literaria, etnográfica y ensayística a retratar y documentar el folclore de esta tierra tan rica. En esta recopilación podemos encontrar novelas de costumbres breves como «Simón Verde», «Más honor que honores», «El último consuelo», «Dicha y suerte» o «Lucas García».
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 476
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Cecilia Böhl de Faber
LA ILUSTRACION POPULAR ECONÓMICA. (BIBLIOTECA MORAL.)
Saga
Cuadros de costumbres populares andaluzas
Copyright © 1852, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726875584
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Algunos piensan—sin duda inducidos á ello por la denominacion de populares que llevan nuestros Cuadros De Costumbres, —que los reproducimos para el pueblo; y esto es un error, que está demostrado con sola la sencilla objecion de que el pueblo que nosotros pintamos, no lee. Los pintores flamencos—perdónesenos lo atrevido de la comparacion en favor de su exactitud—no pintaban sus cuadros campestres para los que en ellos figuraban, sino para los que amaban la naturaleza campestre y apreciaban la pintura.
Aquella reflexion podria indicar que los Cuadros de costumbres no son propios de la esfera culta. No obstante, solo el que confunda la forma y la esencia, dejará de conocer que el buen gusto, como el perfume que lleva ese nombre, se compone de mil flores; y que no son las silvestres de las que menos aroma se estrae.
Solo añadiremos una palabra. Hase creido tambien que inventamos los cuentos, dichos, coplas y comparaciones que hacinamos en nuestros Cuadros populares. Está tan lejos de nosotros el dar como propio lo que no lo es, que muchas veces hemos repetido que el mérito que puedan tener, y tienen realmente estos Cuadros, no es otro que lo verdaderos y genuinos que son en el fondo, en los pormenores, en las descripciones, en las ideas y en el lenguaje.
Basta pararso un instante para conocer la fuente de que brotan. La cultura no tiene la inocencia y candidez primitiva; carece del chiste independiente y original: su peinado lenguaje no tiene la energía y la concision—y así carece tambien de la libertad en la espresion—de los rancios y robustos sentimientos religiosos, que aun conserva el pueblo; todo lo cual, bien ó mal, reproducen estos Cuadros.
___________
El pueblo es un gran poeta, porque posee en alto grado el sentimiento, que en mí es el alma de la poesía.
Trueba y La Quintana. (Libro de los Cantares.)
In wita man, simplicity a child.
En la agudeza hombre, niño en la sencillez.
Pope.
Todo el que ha surcado el Guadalquivir, ha parado su atencion en los pueblecitos que, como vanguardia de la decana y noble ciudad de Sevilla, se le presentan, si baja, á la derecha, si sube, á la izquierda del rio.
La Puebla, que es el primero que encuentra el que sube de los puertos, es grande, compacto, desprovisto de arbolado, y parece ocuparse mas de la estensa campiña que domina, que no del rio y del movimiento de sus barcos. Es labrador, calza polainas, y no se quita su sombrero calañés ni á los Grandes, ni á los Lores, ni á los Príncipes, ni aun á los Reyes, que en los vapores suelen pasar por delante de él, echándole el lente.
La segunda poblacion, que es Coria, mas presumida que su vecina, guarnece sus faldas con huertas: es muy amiga del Bétis, al que labró uno de los vapores que le han engalanado, y al que le dió su modesto nombre. El Coriano, pues, ha alternado con los Teodosios y Trajanos (nombres de otros vapores); por lo cual un consecuente y sistemático aleman llamó siempre al modesto homónimo de Coria, Coriolano. Ostenta Coria una elegante fábrica de orozuz, que es surtida de palo dulce por su suelo; es alegre y amiga de toros.
Gelves, que es el tercero de estos pueblecitos, se retira modestamente del surcado rio, y se escalona sin pretensiones, pero con gracia, en la ladera de un monte, en cuya altura están unidos y formando un mismo edificio la iglesia y el palacio de los Condes de Gelves, propiedad de la casa de Alba. Solo los niños al construir sus nacimientos, pueden colocar las casas y las chozas tan sin simetría y tan pintorescamente como se ven en aquel pueblecito, el mas lindo de los cuadros.
El último, que es San Juan de Alfarache, debe ciertamente la preferencia de que goza, á su buen caserío y á la cercanía de la ciudad señora; pues, en punto á vistas, aguas y posicion, le aventaja el modesto y campestre Gelves. Entre este pueblo y el rio se estiende una verde pradera, que pertenece al comun ó propios. Entre la pradera y el terraplen formado ante la iglesia y el palacio, están en declive huertas con mas árboles que hortaliza: el pueblo se encarama como puede, á ambos lados de estas huertas, sobre todo al izquierdo. El pomposo nombre de palacio conviene á aquella casa—que no lo es, —moralmente por las armas de Grande que ostenta, y materialmente porque entre las sencillas y humildes casas que le rodean, puede pasar por tal. Parte la pradera que besa el rio, una vereda, por la que se comunican la Puebla y Coria con la capital; la que despues de atravesar aquella, pasa rozando por un aislado y pequeño ventucho, tan rústico, que gasta sombrero de paja, y tiene melones y naranjas en las alforjas.
Cuando empieza este sencillo relato, era la hora apacible en que ya no deslumbra la luz, y nada oculta ni entristece todavía la oscuridad. El sol habia descendido por detrás del monte, y se habia ocultado entre los olivos que tiene por crespa cabellera, cuyos modestos contornos se dibujaban en los resplandores que en pos de sí arrastra el rey de la luz, como la cola de un manto real de púrpura. El rio exhalaba su húmeda frescura, que como un bálsamo aspiraban los pechos; introducia sus olitas mansas entre los mimbrales, las ramas de los sauces y sobre la tierra, como uñas con las que quisiera asirse á las orillas, á fin de estancarse en aquellos amenos parajes, y de no ir á perderse en la amarga inmensidad del mar. Hacíale resplandecer reflejándose en él, la luna, que poco á poco iba saliendo del anonadamiento en que la sume el sol; y un barco con sus blancas velas se deslizaba silencioso sobre su tersa superficie de tal suerte, que hubiese podido tomarse por una fantasma, si de su centro no hubiese salido una clara y alegre voz trayendo con una sonrisa la imaginacion á la realidad. Esta voz cantaba:
Toma, niña, esta tumbaga,
que te la dá un marinero.
¡ Ojalá que te se vuelva
una lanchita con remos!
El trabajador volvia alegre á su hogar y á su descanso: oíase de lejos el ladrido del perro de campo, al que la distancia daba la suavidad que le falta, y la invadiente noche el agrado que tiene una señal de fiel vigilancia. Todos los séres tímidos se iban animando; las estrellas se acercaban como de puntillas, é iban ocupando sus altos puestos: miles de insectos viéndose libres de las miradas de los enemigos que los acosan de dia, se decian como chiquillos traviesos: ¡ahora es la nuestra! En seguida las catarronas se ponian á remedar el ruido del trompo con su tosco zumbido; el caballito del diablo ( 1 ) imitaba á la perfeccion el susurro de la cola de papel del pandero ó cometa; las palomitas nocturnas, como las pobres que no tienen que ponerse, salian con las primeras sombras, para ir á la plaza en su humilde pelaje; las luciérnagas meditabundas, á imitacion de Diógenes, encendian sus linternas para buscar un luciérnago; las ranas competian con denuedo y perseverancia con los incansables grillos, que nuevos Acteones escondidos entre las yerbas, asistian al baño de aquellas ninfas poco esbeltas. El ruiseñor lanzaba entre la enramada algunas notas sueltas, á fin de ensayar su melodiosa garganta para los divinos nocturnos con que obsequia al mes de las flores; el azahar exhalaba de su pequeño y puro cáliz su deleitable fragancia, la que unida al canto del ruiseñor, á la dulzura de la atmósfera y á la delicada luz de la luna, hacian de aquella sencilla y rústica naturaleza el Edén mas encumbrado y aristocráticamente poético; y sobre todo este concierto terrestre, la alta torre de la iglesia esparcia dulce y solemnemente las campanadas de la oracion, y el campesino que conserva su fé, pura como la atmósfera que respira, descubríase la cabeza y rezaba.
Venia de Sevilla por la vereda ya mencionada un hombre montado en su burra, dejándola seguir su acompasado paso, sin hacer otra cosa que decirle de cuando en cuando:
—¡ Arre, Papalina! que parece que vas pisando huevos: mira que Aguedilla te vá á reñir si llegamos tarde.
Este hombre tendria como de treinta y ocho á cuarenta años, y vestia muy bien al estilo andaluz: su cara era hermosa y regular, su mirada tenia una gran mezcla de sencillez de corazon y de alegre chuscada, y su risa era tan jovial, como franca y bondadosa. Era viudo hacia muchos años, y vivia con su madre y con una niña, que le habia quedado de su matrimonio. Puesto así por la suerte entre la ancianidad y la niñez, sostenia á cada cual con una mano, y dedicaba á ambas con entera abnegacion su vida, así como tambien les habia dado todos los afectos de su corazon. Habia nacido en una lindísima hacienda que lindada con el pueblo, y de la que su padre fuera capataz; llamábase esta hacienda Simon Verde , y este nombre le habia sido puesto por apodo á nuestro buen campesino, segun la costumbre de los pueblos de campo.
Ganábase la vida llevando cada dia á Sevilla una carga de lo que le salia, la que vendia pregonándola por las calles; y al mismo tiempo hacia de ordinario, llevando y trayendo encargos, cuyo modo de vivir, unido á su genio alegre y bondadoso, á su graciosa verbosidad y á su complacencia, habíanle hecho conocido y querido de todos; y no habia nadie en el pueblo, ni aun en los inmediatos, que al encontrarse con él, no le apostrofase con cordialidad y benevolencia.
—¡Hola! Simon Verde, ¿fuiste á Gibraleon por las naranjas de tu huerta que has vendido hoy? ( 2 )
Tal fué la pregunta que le hizo el Alcalde, que con el medidor estaba sentado á la puerta de la humilde venta, cuando á ella llegó el ginete borriqueño.
—Sí señor: ¿y qué habia de hacer? Si pregonaba naranjas de Gelves, nadie me las habia de haber tomado: y si no, voy á darle á su mercé una prueba. Antaño merqué una carga de bellotas; y para no mentir, señor Alcalde, ne valian náa.
—Por lo visto te engañaron, ¿ no es eso?
—No señor, sino que se las tomé, para hacerle favor, á un serrano, á quien le precisaba volverse á la sierra.
—¡Tus cosas, Simon Verde, tus cosas! dijo el medidor.
—Y ¿qué quiere V.? Yo no puedo ver apuros, me descoyunto: todo el que se queja, me mete el corazon en un puño; y el que llora, me desalienta. Pero volvamos á mi cuento, que no hay cuento desgraciado, como el que lo cuente sea porfiado. Como iba diciendo, me puse á pregonarlas, y en todo el dia de Dios vendí ni una siquiera; se venia la tarde, y yo estaba con la carga completa sin saber qué hacer; ó mas bien como el que vendia la suegra—que la daba de balde,—cuando se me vino á las mientes pregonar bellotas de Cádiz...
El auditorio soltó una unánime carcajada.
—¡ Cristiano! esclamó el Alcalde, ¿pues acaso no sabes que Cádiz no es mas que piedras sobre rocas?
—De sobra que lo sé, y que allí no hay mas arbolado ni mas matas que claveles en tiestos. Pues por lo mismo lo hice, señor. Y asina fué que llamó tanto la atencion, que en un verbo gracia me las quitaron de las manos.
—¿Y tu trigo, Simon, está bueno? preguntó el medidor.
—¡ Qué ha de estar bueno! Yo no pude rodear de sembrarlo á su tiempo, y el trigo tardío es un venturon que salga bueno. Y así siempre se le ha dicho: «¿Dónde vas, tardío?—En busca del temprano.—Ni en paja ni en grano.» Otoño es el ligítimo tiempo de la siembra. «En Octubre echa pan y cubre.»
—Eso es la pura verdad, y dice el refran: al que siembra en Abril, su madre no le habia de parir: y al que siembra en Mayo, ni parirle ni criarlo. Pero no tengas cuidado, Simon, que has de cojer; el año es de buen paño; un tiempo está haciendo para el trigo, que ni mandado hacer, para que caiga de su peso y no se violente. Febrero se portó como un general.
—Verdad es, pero Mayo se ha metido á caniculero con sus solanos; ¡maldito aire! Si supiese el agujero de donde sale, lo tapaba con cal y canto.
—Pues yo te digo, Simon, que el año ha de ser de los de las vacas gordas del rey Faraon; y no ha de ser el del hambre, ni del pan á peseta, dijo el medidor.
—Ni permita su Divina Magestad, esclamó Simon Verde, que veamos á otra Doña Paca ( 3 ), pues:
Del año de Doña Paca
nos tenemos que acordar;
que estaba la Pura y limpia
en el canasto del pan.
—Simon, te merco tu pegujar en yerba, y doy dos mil reales, dijo el Alcalde.
—Señor, si me tiene mas de costo, replicó Simon Verde.
Despues de algunos debates—en los que el medidor por adulacion sostuvo al Alcalde,—quedó el pegujar vendido en tres mil reales. Era este un trato ruinoso para Simon Verde.
—¡Eh! ya vendió V. el pegujar, y se puede reir si el levante se lleva su parte como de costumbre tiene, dijo el ventero que era una especie de Goliat jóven y bonachon, que moralmente derribaba un Davidillo cualesquiera. Su madre, que era de su jaez, le nombraba desde que nació, mi niño; y el mal aplicado epiteto le habia quedado por apodo.—Usted, tio Simon, prosiguió el ventero, saca agua de donde no hay manantial, y sabe mas que un soldado viejo.
—Pues ya se vé que no soy un bulto con ojos como tú, Joaquín, mi niño, repuso Simon Verde;y que en fin, mas corre un galgo que un mastin. Pero no sé qué tiene, que son mis dineros como los del sacristan, que cantando se vienen y cantando se van.
—Tu culpa es, Simon Verde, dijo el Alcalde; lo ganas muy bien y podrias estar mas descansado que caballo de regalo. Pero tu dianche de buen corazon te pierde: no puedes ver lástimas, ni sabes decir que no. ¡ Malo hubieras sido tú para muger! tienes una buena fé que no está en uso, y por mas chascos que te dan, no escarmientas.
—Señor, si en este mundo no nos ayudásemos los unos á los otros, ¿qué seria de los hombres?
—Cada cual se rascaria con sus uñas, como debe ser, Simon. A Nicolás el carretero le diste para mercar un buey: ¿te lo ha pagado?
—¡Pues si se le murió! ¿habia el desdichado de pagar un difunto?
—A Matías le diste para techar su casa cuando se le hundió el techo: ¿te ha pagado?
—Se lo dí á réito, señor.
—Pues cuenta ese desembolso y sus ganancias con el buey difunto.
—¡Jesus, señor, que está su mercé siempre pregonando lo malo, como campana de doble! Á bien que no necesito yo esos dineros para comer, y que no nos ha faltado nunca, á Dios gracias, el pan nuestro de cada dia.
—Pero tienes una hija, hombre.
—Y la quiero mas que á mi corazon, porque la chica se lo merece. Es tan bonita que la envidia el sol; tiene un genio que ni que se lo hubieran hecho de flores las abejas, y un sentido que parece que tiene metida una vieja dentro del cuerpo. Pero no me he de hacer ciquiña ni agarrao por mor de ella: con eso de los hijos salen los codiciosos y avarientos; porque disculpa quieren las cosas, señor. A mas de cuatro conozco yo, á los que no se les caen los hijos de la boca cuando se trata de dar un cuarto, y que si pudiesen, se habian de llevar sus caudales al hoyo, dejando á los hijos mirando al celeste. Su mercé iba á embargar al guarda Juan Martin por la contribucion; ahí me le encontré tan atribulado al infeliz, y le dí lo que saqué de mi carga de naranjas. Puede que no vuelva á ver esos treinta reales; pero nadie me quita que con haber remediado esa desdicha, me sepa esta noche mi gazpacho mejor que un pollo.
—¡Gasta, derrocha, Simon Verde! dijo con encono y burla el Alcalde, que se creia aludido en cuanto habia dicho sin malicia alguna el escelente hombre. ¡ Echala de pródigo; á bien que buenos mayorazgos tienes!
—¿Yo? no señor; pero no le debo náa ni á su mercé ni á nadie, respondió Simon Verde.
—No saldrás nunca de un coje y come, dijo el medidor, ni llegarás á estar acomodado.
—Nunca lo he intentado, pues mas vale no desear, que tener; que rico es el que tiene, y feliz el que no desea.—Señores, VV. se queden con Dios, que en mi casa me estarán echando de menos.
Diciendo esto, Simon Verde saltó sobre su burra, y atravesó la pradera entonando con clara y sonora voz un romance.
El Alcalde le gritó por despedida.
—Si quieres que te aplaudan
Y te desprecien,
En tu vida reparte
Lo que tuvieres.
Desde el terraplen que está ante el palacio, desciende bruscamente el terreno algunas varas. En el fondo de este escalon estaba labrada la casa de la huerta de Simon Verde. Aunque decente y aseada, era pequeña y no tenia patio; mas como el patio es una casi necesidad para los andaluces, servia de tal un espacio empedrado que ante la casa habian allanado. Sostenialo al frente y de ambos lados, por hacerlo necesario el declive del terreno, un pretil de piedra y cal, del cual partian unos postes que mantenian un gran emparrado, soberbia gala de pobres moradas, magnífico techado de frescas y movibles tejas, tan bien sujetas, que no las arranca de su puesto sino la violencia ó la muerte: techo paterno del pobre, que se renueva cada primavera de por sí; cuya mision es suavizar la luz sin ahuyentarla, quitar á los rayos del sol su ardor sin que pierdan su alegría, refrescar el ambiente con miles de abanicos, avisar á voces la caida de un chaparron, y detener sus aguas, mientras la familia recoje los enseres de su labor y busca abrigo. Cumple este hermoso protector su cometido, sin retribucion alguna de parte de su protegido, ni aun la del riego: ya en el otoño, como regalo de despedida, inclina hácia los niños, que le alegraron con sus cantos y juegos todo el verano, enormes racimos de su hermosa fruta; y despues, dando sus hojas ya inútiles al viento, se encoje y se duerme como una marmota, habiendo merecido bien de sus dueños, y sin que en su benemérita carrera se le pueda echar otra cosa en cara que su intimidad escesiva con las poco simpáticas abispas.
Del lado de afuera del pretil habia una gran cantidad de flores, que se inclinaban hácia adentro del gran salon de verdura, como para buscar la sombra, ó para lucir sus galas. Tambien aparecian en él las gallinas con sus echaduras ( 4 ), haciendo regodeos, y muy anchas y afanosas con su dignidad de madre, repitiendo su uniforme clu, clu, que quiere decir ¡cuidado, cuidado! rodeadas de sus polluelos, que respondian en su voz de tiple, pí, pí, que quiere decir ¡pan, pan! Lo de angustias que pasaban esas aves tan madreras, con los saltos, gritos y corridas de la echadura humana que bullia á la sombra de aquel artesonado vejetal, solo las madres lo pueden concebir. Pero ello es que los niños tienen para las gallinas con echaduras un cierto agri-dulce, como en escala gigantesca lo tienen las corridas de toros para ciertas gentes.
En la huerta habia un gran meeting ( 5 ) de árboles, entre los cuales los naranjos, como decanos y poco versátiles, obtenian la presidencia; pero el que siempre llevaba la voz, era el olivo, porque el laurel, su opositor, no se hallaba en aquella pacífica huerta. La hortaliza, que se criaba allí á la buena de Dios, no era fina, ni tierna; pero era abundante y robusta. Habia coles elefantes, acelgas girafas, rábanos boas y habichuelas dromedarios.
La mañana del dia en que conoció el lector á Simon Verde, se veian una porcion de niñas reunidas bajo el emparrado antesala de la casa de Simon. Todas ellas hablaban; todas las flores que las rodeaban, florecian; y todos los pájaros domiciliados en aquellas enramadas, cantaban á la par. Como las flores formaban casi círculo, y las niñas se agrupaban en medio, podia compararse la vista que ofrecian, á aquellos cuadros flamencos y estampas francesas, en que pintan un grupo de génios ó de niños en una guirnalda de flores. A la puerta de la casa estaba sentada una anciana, de aire dulce y grave, aseadamente vestida. Esta anciana, en medio de tantas niñas, pájaros y flores, y separada de ellos por tan larga série de años, les estaba, no obstante, íntimamente unida por el cariño en ella, por la gratitud en ellos. Era la abuela de las niñas, la madre de las flores que habia plantado, y la providencia de los pájaros, á los que daba de comer, quizás de parte de Dios. Conservaba esta anciana sus facultades en toda su lozanía; pero no así los sentidos corporales: oía poco, y veía menos. Por lo cual, cuando aplicaba la vista hácia el centro del emparrado, confundia las niñas con las flores, y cuando aplicaba el oido, no distinguia entre sí el alegre gorjeo de los pájaros y la infantil algarabía de sus nietos.
—Ya está la cigüeña machacando el gazpacho ( 6 ), dijo una de las niñas mas chicas.
—Sí, respondió otra de la misma categoría—que debia á su respetable gordura el sobrenombre de Albóndiga,— ya vino de la tierra de los moros la zancona.
—¡Pobres ranas! dijo suspirando la primera, ¡anoche cantaban tanto! y le decia la rana al rano: Ranoque, ¿ ha venido Picuaque?—Ranoque respondia: No ha venido Picuaque.—Pues si no ha venido, decia la rana, cantemos el reniquicuaque.
—¡ Cantemos el reniquicuaque! contestaron todas á gritos.
—Chiquillas, que me atolondrais, dijo la abuela, á pesar de lo tarda de oido. Agueda, hija, tú que eres la mayorcita, vé que se diviertan ustedes con mas asiento. Jugad á algun juego, ó decid acertijos, ó contad cuentos. Pero tú, que eres ya una media muger, estás como los pájaros de marisma, que no sirven ni por mar ni por tierra.
Agueda, que era dócil, hizo callar y sentarse al ejército que estaba bajo su disciplina. Aunque esta niña no era una belleza, como le parecia á su padre, agradaba mucho; privilegio bastante general en las hijas de Eva, sobre todo en la primavera de la vida. Era morena, colorada, tenia la cara corta, la barba picuda y saliente, la frente pequeña y muy calzada; lo que le hacia ponerse el pelo muy remangado, descubriendo unas entradas que se acercaban á las cejas. La risa la favorecia mucho, dejando ver una hermosa dentadura, y formando dos hoyuelos en sus megillas. Era altita, y tenia mas gracia que garbo, mas atractivo que seduccion.
—Mariquilla Albóndiga, dí tú un acertijo. Mis narices pongo á que eres tan zorrollona que no sabes ninguno, dijo Agueda.
La Albóndiga se irguió indignada, como si quisiese trocar su talento habitual en el de croqueta, y respondió:
—¿Que no sé un acertijo? ¡Vaya! ¡ y mas de tres, y mas de mil! Y sino ahora lo verás:
Cuando baja, rie;
Cuando sube, llora.
—El carrillo:—¿á que no lo sabes tú?
—¿ Y tú sabes lo que es, repuso Agueda,
Una vieja jorobada,
Con un hijo enredador,
Unas hijas muy hermosas,
Y un nieto predicador?
—¡Es, es... la tia Pilonga!
—¡ Qué desatino! ¿ tiene la tia Pilonga hijas muy hermosas?
—Pues yo no conozco mas vieja jorobada; se acabó.
—¡Es la parra, muger, la parra!.... que tiene sarmientos, uvas y un nieto que se sube á la cabeza, que es el vino: ¿ lo sabes ahora?
—Lo sé y no lo sé, contestó la Albondiguilla, que en seguida esclamó: ¡ Ay! ¡ oye el cucú! está en la huerta.
—Dí los cucús, observó otra de las niñas; ¿no ves que son dos voces? el hijo que dice cu, y el padre que le responde sobre la marcha, cu.
—El cucú es el mas descastado de todos los pájaros—dijo la abuela, que se impuso en la conversacion, gracias al agudo timbre de las voces de las niñas.—Vá el pícaro al nido del escula-mata ( 7 ), que es un pájaro muy chiquito, se come sus huevecitos y en su lugar pone los suyos. Despues que la pobre escula-mata saca los huevos, abren los polluelos su gran pico, pues son muy comilones, y la pobre pajarita, que cree que son sus hijos, se mata para poder criar los voraces cuneros.
—Dice padre, añadió Agueda, que otro pájaro hay muy pícaro y de mucho sentido, que es el alcaraban. Las zorras le persiguen mucho para comérselo, porque les gusta mas que un confite. Un dia le dijo el alcaraban á la zorra que su carne no tenia todo su sabor, si antes de comerla no se decia: alcaraban comí. Así lo hizo la zorra cuando poco despues le cogió. El alcaraban aprovechó la ocasion de que abriese la boca la zorra para decir alcaraban comí, y se voló diciendo: ¡ á otro que no á mí!
—Mira—dijo una de las oyentas al ver posada sobre una rosa una palomita blanca y oir revolotear un moscon;—cate aquí una palomita blanca, que lleva los recados á MARIA ; y un moscon, que es el que se los lleva al diablo.
Corrieron siguiendo la direccion del vuelo del moscon diciendo á la par:
—Moscon, dile al diablo que se vaya con los moros de Berbería, y que no aporte por acá.
—Moscon, dile al diablo que sepa para su gobierno que está en la iglesia San Miguel, que es quien con él se las sabe barajar.
—Moscon, dijo á su vez Mariquilla Albóndiga, dile al diablo que mi mae Ana me ha puesto una cruz de retama macho al cuello para librarme de él y de la arecipela (la erisipela).
—Y á la palomita blanca, ¿qué recado le das para Maria, Mariquilla? preguntó Agueda.
Mariquilla se acercó andando de puntillas, y hablando muy quedo para no ahuyentarla, dijo:
—Palomita, que le des muchas memorias á Maria.
— ¡Qué tontuna! eso no.
—¿Pues qué?
—Se dice: palomita, dile á la Señora de nuestra parte como en las letanías se le dice: ¡ ora por obis!
Y como si la mariposa hubiese atendido al encargo y á esa súplica, que nada decia y tanto significaba, á palabras tan incorrectas, y á aquella fé tan pura y sencilla, elevóse al impulso de sus blancas alas, y se perdió en el éter como un suave perfume, ó como un dulce sonido.
Las niñas, que eran pobres, comieron todas allá, y á la caida de la tarde dijo la mayor:
—Ea, ya el sol se vá
—Y yo tambien me voy, que ya vendrá pae, dijo la Albóndiga.
—Y yo, añadió la tercera.
—¡ Y yo..... y yo! con Dios, mae Ana, repitieron todas.
Y el alegre coro se fué cantando, al observar la luna que parecia mirarlas:
Luna lunera,
cascabelera,
mete la mano
en la faltriquera;
saca un ochavo
para pajuela.
Una de las muchas luces del siglo—¡LOS FÓSFOROS! —ha quitado su oportunidad y sentido á esta infantil plegaria á la luna; y pronto, solo en estas hojas quedará el recuerdo del referido coro á Diana, tan desentonada, pero tan graciosamente ejecutado. ¡Pueda perdonárselos la luna! Nosotros no nos sentimos con fuerza y valor para ello.
Las pajuelas, descoloridas y lánguidas sultanas, recostadas en sus muelles divanes de yesca, á las que solo animaban los esfuerzos unidos del hierro y de la piedra, aquellas pálidas vestales del fuego doméstico, se han visto arrebatar su reinado por un ejército de pigmeos y efímeros republicanos fósforos, que con su gorro encarnado, é íntimamente unidos en sociedades secretas, merced á su sansfazons, se han introducido por todas partes. Pero nosotros—que somos palaciegos de la desgracia,—guardamos fidelidad á las destronadas sultanas que, segun la tradicion de los niños, estaba á cargo de la luna proporcionar en las casas. De esta tradicion se desprende que los niños—que saben mucho y enmiendan la gramática con gran tino,—hicieron el descubrimiento de que la luz de las pajuelas no era la roja luz del sol, sino la amarilla luz de la luna.
Aconsejamos á los sábios que tomen algunas veces informes de los niños sobre problemas que no alcanzan; pues los niños saben muchos misterios que ellos ignoran. ¿Quién se los dice? Ellos lo callan. No sabemos si será un niño al que sonrien dormido, si será un pajarito, pajarito que sus padres calumnian, haciéndole pasar á sus ojos por acusador;—pero los niños no le creen, y en eso llevan los calumniadores su castigo.—¿Si será el aura cuando los besa? ¿ si serán las flores cuando los acarician? ¿si será el agua, cuando á los golpes que le están dando mientras desnudos en ella se bañan, salpica sus rostros de líquidos brillantes? ¿O si tendrán algo de divino en su mirada, que estiende su alcance á lo desconocido mientras son inocentes? Ello es, que saben cosas que nadie les enseña, y que la razon matemática no esplica: cosas con las que simpatiza el poeta, que conserva con el bello don de Dios—la poesía creyente ,—la inocencia del sentir; pero de que se burla y moteja el hombre positivo, que en este suelo no quiere flores, ni nada inútil ni sin objeto, sino que exije que todo él se are, y despues de arado se siembre de..... ¡patatas!
Volvamos á la narracion, puesto que nos echan en cara nuestras digresiones. ¡ A narrar, á narrar! ¡ al arado, y á sembrar patatas! Las digresiones están de mas; que tambien en literatura hay hombres positivos. ¡Digresiones! ¡pues no es nada! La prosa se escandaliza; la narracion se indigna; el verso grita ¡ usurpacion!; el tiempo pide estrecha cuenta; el interés reniega de esos jaramagos parásitos, y la atencion dice que no quiere vagar como un papanatas, sino que quiere caminos de hierro para estar al nivel de los adelantos de la época. ¡A tus agujas, sastre! ( 8 )
—¡Alabado sea Dios! dijo Simon apeándose de la calmosa Papalina, que se encaminó sin salir de su paso hácia la cuadra, cuando Simon le hubo quitado la albarda. ¡La bendicion, madre! añadió al acercarse á la anciana.
—Con la de Dios, hijo: ¿vendiste las naranjas?
—Toas, y mas que hubiese llevado. Pero no traigo un cuarto, madre.
—¡ Hombre, válgame Dios! ¿ y qué has hecho con el dinero?
—Se lo presté al guarda del cortijo que linda con mi haza; me le encontré en el camino en unos grandes conflictos, porque ese alma de Judas el Alcalde le iba á embargar por las contribuciones. ¡Pues no clama al cielo que pague contribucion el infeliz, que no tiene ni pan que comer!
—¿Pero no sabes que estamos debiendo al panadero?
—Ese no nos ha de embargar, madre; y bien sabe que tiene su dinero seguro. ¡Jesus, y qué gañotes tan chicos tiene V., que en un instante está ahogada señora!
—¿Y tú sabes, hijo, que Juan Martin, el guarda, tiene mas trampas que misterios la pasion, y que ese dinero no te ha de volver á pesar en tu bolsillo?
—Lo sé, madre. Pero ¿qué habia de hacer? agradecido, me guardará mi pegujar con celo; y ya vé V. que «real que me guarda ciento, es buen real.»
—¡ Vaya con el Alcalde! dijo la anciana; que otro mas duro no le ha habido. Mira tú, ¡cebarse con Juan Martin, que es primo de su muger, que en gloria esté!
—El Alcalde, repuso Simon señalando una de sus venas, es malo de esta que corre; y desde que tiene la vara, se ha hecho un D. Pedro de Palo de los mas tiesos. ¿Pues no le oí decir el otro dia, hablando de su hijo Julian: «este muchacho no tiene amor al dinero; y eso es lo peor que puede tener.» ( 9 )
—¡Hombre, Simon! esclamó absorta la anciana, ¿esa heregía dijo? —Con estas orejas que se ha de comer la tierra, lo oí, madre, contestó Simon tirándose bárbaramente de una de ellas, inducido á ello por la energía de la accion y el fuego de la indignacion.
—Mientras mas rico se ha puesto, mas duro y mas avariento se ha hecho, dijo la buena anciana; ese vicio es mas malo que ninguno, porque endurece el corazon, y vá siempre á más, como el cáncer. Mi padre contaba que un hombre de muchos posibles casó á cuatro hijas que tenia, y á cada cual le dió una cantidad crecida de dinero. Al año fué á verlas.
—¿Cómo te vá? preguntó á la primera.
—Padre, contestó ésta; desde que tomó el dinero mi marido se ha enviciado en los naipes; no hace caso de mí, y todo lo está jugando.
—No te dé cuidado, ni te apures, le respondió su padre: en acabándose el dinero, tendrá que trabajar: se acabaron entonces los naipes, y serás feliz.
Fué en seguida á la segunda de sus hijas, que le respondió llorando á la misma pregunta que le hizo, que su marido era muy enamorado, y que se gastaba todo el dinero en queridas.
—No te dé cuidado, le contestó su padre: en acabándose el dinero, tendrá que trabajar, y se acabaron las queridas, y serás feliz.
La tercera se le quejó de que su marido era borracho, y pasaba su vida en las tabernas.
—No te dé cuidado, le contestó su padre: en acabándosele el dinero, tendrá que trabajar, y se acabó el vino y las tabernas, y serás feliz.
La cuarta respondió á la misma pregunta que le hizo su padre, quejándose amargamente de lo avariento de su marido, que no le daba un cuarto y la tenia muerta de hambre.
—¡Ay pobrecita de mi alma! dijo su padre abrazándola, ¡hija de mi corazon!, que no le veo fin á tu desgracia! ( 10 )
Lo que demuestra á las claras, prosiguió la anciana, que el peor de los vicios es la avaricia, porque es un vicio del corazon. Y así bien hiciste, hijo mio, en socorrer á aquel pobre afligido. Mas que lo pierdas aquí, allá te lo hallarás. Y mas vale atesorar para la eternidad que no para estos cuatro dias de vida temporal.
—Ese Alcalde-rapiña no merece al hijo que tiene, opinó Simon Verde. Es Julian un muchacho de los mejores del pueblo, tan modosito, tan ajuiciado, y mas fino que una ele.
—Sale á su madre, que era una vida de mi alma: la gloria se la ganó con la paciencia que tuvo con su marido.
Desde que habia entrado, no habia cesado Simon de volver la cara por todos lados, como si buscase algo.
—Madre, dijo ahora, ¿dónde está la niña, que no la he visto?
—Haciéndote una camisa con su pechera bordada, hijo. Pero no quiere que lo sepas, hasta que la tenga rematada.
—¡Agueda! ¡Aguedita! gritó el padre; ¿dónde estás que no te veo?
Salió entonces de entre las flores la niña, que vino saltando como una ardilla al encuentro de su padre. Mas en este momento llegó Julian, el hijo del Alcalde, que traia un saco de dinero en la mano. Era un bonito mozo de diez y ocho años, de modales finos, de talante gallardo sin arrogancia, de mirada dulce, tímida, pero firme y serena.
—Aquí tiene V., dijo á Simon Verde, los tres mil reales de su pegujar en yerba.
—¡Hijo, vendiste el pegujar! esclamó consternada la anciana.
—¡Y yo que no queria que lo supiese V., madre! Pero, anda con Dios, ya que lo sabe, le diré que lo vendí por aquello de «mas vale un toma que cien te daré.»
—Mal hizo V. en venderlo, tio Simon, opinó el muchacho; porque valia mas de lo que le han dado, y el año vá bueno, y así se lo he dicho á mi padre. Más lo sentí cuando lo supe, que si hubiese sido mio el perjuicio.
—¡ Válgame Dios, hijo! esclamó la madre, ¡el pan de todo el año!
—Y ¿qué se le ha de remediar? A lo hecho, pecho, madre. Tome V. los tres mil reales, y los emplearemos en trigo en la cogida. Me lió tu padre, Julian, y el medidor, que es como el vino, que ayuda al diablo. Pero anda con Dios, mas vale ser liado que no liar.
La anciana fué á guardar el dinero.
—Cuéntelo V., dijo Julian á Simon, que no habia pensado en hacerlo, que quien destaja, despues no baraja.
Simon siguió á su madre.
—Agueda, ¿me dás ese clavel? dijo Julian á la niña cuando estuvieron solos.
—No.
—¿Pues para qué lo quieres?
—Para ponérmelo ¡mire!
—¿Y á quién quieres parecer bien?
—A mi padrecito.
—¿Y á mí?
—Tanto me dá.
Agueda hizo un gracioso gesto de indiferencia desdeñosa, en el que apareció la muger eclipsando á la niña, como la rosa que se abre, al capullo.
—¿Ya desdeñosa? dijo Julian; tanto mejor, que siempre se ha dicho:
Morena tiene que ser
La tierra para claveles;
Y la muger para el hombre
Morenita y con desdenes.
¿Me dás el clavel?
—¡El clavel... que es el mejor de la maceta! esclamó Agueda; ¡que nones! Primero daria el corazon.
—Pues dámelo y quédate con el clavel.
—Ni lo uno ni lo otro, recalcó Agueda.
—¿Y qué, quieres ser monja?
—No lo tengo pensado ¿estás? Pero por ahora no quiero ni convento no zorroclocos.
—¿Pues qué quieres?
—El clavel, dijo, y entróse corriendo en su casa la niña.
A la mañana siguiente se puso Simon en marcha con su inseparable compañera la buena Papalina, encaminándose hácia una hacienda vecina, donde solia comprar aceitunas en salmuera para revenderlas en Sevilla.
Con las bruscas mutaciones de la primavera, veíase aquella mañana el cielo cubierto y enviar las nubes como itinerarios de las que debian seguirles, gruesas gotas de agua, que absorbia ansiosa la tierra, produciendo ese grato olor á búcaro, tan apetecido por muchas personas. Daban estas gotas al caer sobre los árboles sonoros golpecitos, como si quisiesen armar una alegre asonada para avisar á la naturaleza que era llegada la deseada hora del baño. Caian sobre la tersa superficie del rio, en el que dibujaban lijeros y móviles círculos que parecian suaves sonrisas con las que el agua de la tierra acogia á la del cielo. Los pajaritos se dirigian unos á otros pitíos preguntones, como consultándose si se guarecian ó no de aquella lijera lluvia. Las ranas que al sentir el agua estaban en sus glorias, saltaban, cantaban y alborotaban, como lo hacen on el vino los borrachos en las tabernas; y no menos que ellas lo hacian los chiquillos, que al ir á la escuela cantaban:
Señora Santa Ana,
Abuela de Cristo,
Mándanos el agua
Para los triguitos.
Y las chiquillas, que tocándose un pañolito por la cabeza, salmodiaban al ir á la amiga:
¡Agua limpia, Padre Eterno!
Sin relámpagos ni truenos.
—Si no hubiese vendido el pegujar, iba murmurando Simon, hoy no habria aun parado de cantar el levante; lo vendí, y agua en tierra. Pero al que no le sopla la suerte, si vá al monte por leña, halla conejo; y si vá por conejo, halla leña.
Simon se habia internado por los olivares, que á gran distancia y á espaldas del pueblo se estendian; y costeaba ahora un espeso mimbral que nacia en una cañada, humedecida por las estancadas aguas de un manantial pobre y sedentario.
Seguia caviloso con el disparate á que se habia dejado persuadir vendiendo su sembrado; y de cuando en cuando decia en voz recia:
—¡Cómo ha de ser! Ya no tiene remedio. En este mundo siempre ha de haber quien ria, y quien llore. ¡Qué agallas tiene ese Alcalde, María Santísima! ¡Su ansia es como la misericordia de Dios... infinita!
Iba tan absorto en sus pensamientos, que solo un inusitado y estraño acontecimiento pudo sacarle de su arrobamiento. Papalina, aunque sin alterar su paso, levantó de repente sus dos enormes orejas —paralíticas y con talante de sauce lloron hacia muchos años,—y se puso á mirar hácia el mimbral. Simon siguió con la vista la direccion de las miradas de la burra, y vió y oyó moverse los mimbres. Como todos los campesinos que están connaturalizados con toda clase de riesgos y peligros, no era hombre que conociese el miedo; pero tampoco era desprevenido. Y así, sin alterarse, se puso en observacion.— Toro no es, pensó, porque haria mas ruido; zorra ni lobo, tampoco; porque haria menos. Este es animal de dos pies, como yo y otros; y si se esconde, sus motivos tendrá, y á mí poco me se importa. Será algun gitano que viene á robar mimbres.
Apenas habia hecho estas reflexiones, cuando salió de entre las ramas un hombre de aspecto fiero, que se dirigió á él.
—No traigo escopeta; y así, me quedo sin ato... pensó Simon sin conmoverse.
—Dios guarde á V., buen hombre, dijo el desconocido.
—Y á V. tambien, amigo: ¿qué se ofrece? ¿en qué se le puede servir? contestó Simon Verde.
—Puede V. salvarme.
—¿ Yo? ¿ qué está V. diciendo?
—Que soy perseguido, y que si me cojen, soy afusilado sobre la marcha.
—¡ Caramba, compadre, y qué buenos papeles traerá V.!
—Lo que traigo son méritos, ¿ está V.? Pues mi delito es pelear por el rey ligítimo Cárlos V.
—¿ Faccioso?
—Asina nos llaman los traidores.
—Pues señor, dijo Simon echando una mirada escudriñadora á su interlocutor, yo estoy para mí que el Sr. D. Cárlos de Borbon poco habia de agradecer que tomase el que se le antojase su nombre para bandera. ¿Por qué, como los otros, no se van VV. á las Provincias á pelear cara á cara?
—Aquí estamos para reclutar gente.
—Y caballos y dinero tambien. Perdone V., señor; pero yo soy un hombre pacífico y un hombre establecío, y no me quiero meter en berenjenales.
—Déme V. siquiera un pedazo de pan, dijo con la cara desatentada por el hambre el forastero; que hace dos dias que estoy metido en ese mimbral, y no cómo.
El semblante de Simon se inmutó instantáneamente, y la mas viva compasion se pintó en él.
— ¡ Válgame Dios, cristiano! esclamó, ¿y por qué no empieza V. por lo primero? ¡Y yo que no traigo pan! Pero aguarde V., que estoy aquí de vuelta en un brinco.
Y antes que el desconocido lo hubiese podido impedir, habia Simon desaparecido, dejándole frente á frente con Papalina, que no siendo dada á la política, no habia puesto al que se dominaba carlino, ni bueno ni mal gesto.
El forastero dió una fuerte patada en el suelo; quedóse un momento suspenso, y murmuró:
—¿Si será que solo ha huido, ó si me irá á delatar? Pero aun dado el caso, ¿dónde voy yo, si todos los caminos están tomados por la caballería? No, añadió despues de un rato de reflexion: las gentes del campo no delatan; no ha hecho mas que huir: volveré á esconderme, y esta noche buscaré amparo.
No bien se hubo metido entre los apiñados mimbres, cuando oyó cecear; púsose en observacion y vió á Simon Verde, que con una hogaza de pan en la mano, corria las lindes del mimbral diciendo:
—Ssssp, ssssp, amigo, ¡eh! ¿dónde demonios está V. metido? aquí está el pan; ¡ sssp, amigo, eh!
El perseguido salió precipitadamente de su escondite, y se echó con ánsia sobre el pan, repitiendo:
—¡ Dios se lo pague á V.! que ha hecho una gran obra de caridad.
—Pues, hombre, repuso Simon Verde, ¿quién no dá de comer al hambríento? me querrá V. decir. Dos cosas no ha conocido nunca el hijo de mi padre; ni miedo, ni hambre. Pero cargo me hago de lo que será el hambre.
—Pues hágase V. tambien cargo de lo que será, repuso el forastero, el estar uno acosado como fiera, no tener donde descansar su cabeza, y estar en tierra estraña, sabiendo que si es cogido le aguardan cuatro tiros.
—Ya, ya me lo figuro, dijo Simon Verde; el que como toda alma caritativa, que empieza á hacer una buena obra y á sentir la delicia que arrastra tras sí como su recompensa, ansiaba por ponerle cima, pero no veia medio de lograrlo.
En pasando unos dias, prosiguió el forastero, podria escapar; pero lo que es ahora, andan tras de nosotros, y están las veredas tan guardadas, que ni los pájaros pueden pasar.
—Pues... donde ha estado V. escondido dos dias, estése V. otros dos, opinó Simon: que yo le traeré á V. el pan, como el cuervo á San Pablo, primer ermitaño.
—¿ Y qué, acaso estoy allí seguro? Este olivar será registrado de punta á punta, y en él me hallo como en una jaula. Si V. me escondiese por un par de dias en su casa, me salvaba, pues allí no me habian de buscar.
—Hombre, si eso se sabe, me van á llamar encubrior; y me cuesta la torta un pan.
—¿Y cómo se ha de saber? ¿se ha sabido de otras tantas, en que las buenas almas me han dado albergue? ¡Así estuviese en la sierra! Allí no se arredran tan fácilmente las gentes cuando se trata de salvar á un defensor del rey ligítimo.
—Déjese V. de rey ligítimo, que acá no me comulga V. con ruedas de carreta. No se trata de eso, sino de salvar á un prógimo; y lo haré, lo haré; porque si cogiesen á V. y le despachasen para el otro mundo, me habia de quedar un gusano para mientras viviese, y no quiero gusanos. Ahí no se puede V. quedar; estoy hecho los cargos. Además, con el tiempo que está haciendo en ese pantano, agua por arriba y agua por abajo, se iba V. á volver rano. Esté V. esta noche despues de ánimas detrás de la iglesia del lugar, que linda con los olivares: á esa hora no velan en el pueblo sino los gallos y los novios, y podrá entrar en mi casa sin ser visto. Pero... ¿se irá V. en pasando dos dias?
— ¡ Por esta! contestó el forastero, haciendo con los dedos la señal de la cruz.
—Pues... ¡convenidos! dijo Simon. ¡Ea, salud! Y llamando á Papalina, que por discrecion se habia alejado, y por pasatiempo descabezaba algunos cardos de los que llevan por galardon el nombre de su casta ( 11 ), volvió Simon á emprender su marcha, cuidando de no ser visto en la cercana hacienda, donde habia ido á pedir el pan.
Simon volvió á su casa, desocupó y aseó un gallinero, que estaba á espaldas de ella, y despues fué á sentarse al lado de su madre, á quien dijo con su boca de risa:
—Madre, esta noche tenemos huésped.
—¿Nosotros?—esclamó sorprendida la anciana.—¿Y quién puede ser ese huésped? Será un amigo tuyo de los mas estimados.
—No señora, no es amigo, ni lo permita Dios. Es un faccioso, madre, y de los de mala calidad: le andan siguiendo la pista de cerca, y si le pillan lo despachan en un trís, y sin confesion, lo que es un dolor.
—¡ Ay hijo, sea por Dios! Si lo descubren, te van á armar una, de la que sabe Dios cómo saldrás. Cuando menos, se irá cuanto tienes, entre costas y dádivas, entre músicos y danzantes.
—Verdad es, madre; y bien se me ha prevenido. Pero, señora, cuando me le hallé, estaba muerto de jambre, esfallecío y esatentáo: me dijo que no tenia amparo; me cogió la blanda; ¿qué habia de hacer? ¡Anda con Dios! ¡ha sido un mal encuentro! Pero si de algo me he de arrepentir, mas vale que sea de haber dicho á un desamparado que sí, que no de haberle vuelto la espalda sin gastar progimidad, como Dios manda.
— ¡Verdad, hijo, verdad! haz bien, y no mires á quien, dijo la buena anciana.
Al toque de ánimas Simon salió de su casa.
Al notarlo, un jóven se escondió detrás de un naranjo; y al salir del huerto Simon, un hombre se ocultó tras de una esquina. Pero él nada observó.
El muchacho era Julian, á quien atraian el clavel y la niña; el hombre era el Alcalde, que habia notado la escapatoria de su hijo, y le acechaba.
—¿Qué se le ofrecerá á estas horas al padre de Agueda? ¿si habrá alguien malo? pensó Julian.
—¿Dónde demonios vá Simon Verde tan tarde? á nada bueno será, pensó el Alcalde.
Entre tanto Simon habia subido hasta la iglesia y el palacio, que solitarios y silenciosos parecian mayores y mas magestuosos á la triste y grave luz de la luna; pasó ante la puerta de la iglesia, y se quitó el sombrero pensando:
—Esta puerta tampoco se cierra á ninguno que llama á ella.
Llegó al sitio que habia indicado al forastero, al que halló ya aguardándole.
—Ea, le dijo, véngase V. como la soga tras el caldero. No me pierda de vista, ni tampoco se me acerque, que á seguro lo llevan preso.
—En V. confio, dijo en honda voz el perseguido. Mire V., que á usted me entrego y sin recelo: ¿hago bien?
—Pues, ¡ hombre de Dios, tendria que ver que viniese cargado de esteras! Oiga V., señor, ¿tengo yo cara de traidor? Si no fuera mirando que la jindama ( 12 ) que trae, le perturba el juicio, perdiamos las amistades. ¡Por vida de la Vírgen del Lagar! ¡Ya se deja ver que no conoce V. á Simon Verde! Ea, ande V., y deje los malos pensamientos fuera de la casa mia, en la que no tienen cabida.
Simon se volvió á su casa, á la que poco despues llegó el forastero. —¿Quién será? pensó Julian; me ha parecido el hijo del capataz de Porcuna. Despues de un rato de reflexion murmuró: ¡qué! todavía es Agueda muy niña para que piensen en casarla.
—¡Yo no conozco á ese hombre! ¡ aquí hay gato encerrado! pensó el Alcalde.
Simon llevó á su huésped á la guarida que le habia preparado, se alejó, y poco despues volvió con un pan, un chorizo, unas naranjas y una alcarraza de agua.
—Ahora, le dijo, vá V. á estar aquí metido, sin decir esta boca es mia. Puede V. descansar, que estoy para mí que lo necesita; y dormir el sueño de San Juan, que duró tres dias.
—Puede que alguna vez se lo pueda yo retribuir, contestó el otro; y si llegamos á vencer, como hubiera sucedido en la sierra si hubiese muchos de mi calidá.....
—Déjese V. de bocas de la Isla ( 13 ) dijo Simon Verde, interrumpiendo á su huésped. Yo no quiero retribuciones, compadre: lo que quiero es sacar á V. del atajo, y despues... ¡salud! Pobre soy, pero en mi vida de Dios he hecho nada por el interés.
—¿Usted es pobre? preguntó el forastero; pues me pensé que estaba usted bien acomodado, y que tenia peso(14).
—Pues amigo, se engañó V.: no tengo mas que esta huerta. Un pegujar tenia, en el que habia metido toda mi calor, y ayer me tentó el diablo de venderlo; me metí en trato con el Alcalde, que es la sanguijuela del pueblo, y me lo sacó en indinos tres mil reales, que es todo mi caudal. ¡ Vamos! ¡ si esto ha sido una animalada de las enormes! Pero ha de saber V., que cualesquiera me lleva de calle: esta falta la he tenido desde que nací, y la he de tener mientras viva; que lo que entra con el capillo, sale con la mortaja. Pero, en fin, no me amilano, que rico es quien nada desea; y yo tengo, sino dineros, una madre que vale un Perú, y una hija que vale un imperio.
Mientras tenia lugar esta conversacion, Agueda, como una niña y curiosa, se habia venido acercando de puntillas al gallinero, habia aplicado sus ojos á una rendija, y examinado al forastero; despues de lo cual, temiendo que saliese su padre, se habia encaminado, como vino, hácia la casa.
De repente hizo una esclamacion de sorpresa y asombro, al ver salir un bulto de detrás de un naranjo.
—Calla, Agueda, que soy yo, dijo una voz queda conocida.
—¡Jesus! ¡ qué susto me has dado, Julian! dijo Agueda; ¿y tú qué haces aquí?
—Vengo por el clavel.
—¡ El clavel! El clavel está mejor en mi cabeza que en tus manos.
—No digo que no, si es amigo de lucir; mas no así si prefiere ser estimado. Pero... ante todas cosas, ¿de dónde venias tú?
—Cuchareta, donde no te llamen, no te metas.
—¿ A que venias porque sabias que estaba yo aquí?
—Ni que lo pienses: venia del gallinero aquel; ya lo sabes.
—¿Y á qué fuistes allí?
—A ver á un hombre que en él tiene metido mi padre.
—¡Un hombre! ¿Os toca algo?
—No me toca nada, ni lo permita Dios.
—¿Es mozo?
—¡Qué! es mas viejo que el paño azul.
—¿ Es bien parecido?
— ¡Es un real mozo! Tiene los ojos como perro acosado; las narices como una libra de filete; la boca como una morcilla, y la color como si lo hubiesen teñío con chocolate.
—¿Quién será?
—Algun gitano que le viene á comprar á padre la marrana.
—Eso será. ¿ Me das el clavel?
—¡ No eres tú porfiado en gracia de Dios! ¿ No ves, cabezon, que no lo traigo puesto?
—¿Me lo darás mañana?
—Lo mismo que hoy. Pero vete, que ahí viene mi padre.
—Me iré si me prometes dármelo mañana,—dijo el muchacho cogiendo por el vestido á Agueda, que queria alejarse.
—¡ Que no! ¡y en diciendo yo que no, como si lo dijese el rey! Suelta, guason, ( 15 ) que viene padre.
—¿ Me darás el clavel mañana?
—No.
—¿Pues cuándo?
Simon Verde se acercaba.
—El dia de la Ascension,—dijo con angustia la niña, deslizándose silenciosa entre los árboles como una mariposa.
—¿El dia de la Ascension, eh?—dijo de repente Simon Verde, á cuyos oidos llegó esta palabra.—Ya veo que el dia de la Ascension cuajan la almendra y el piñon. ¡ Por vida de los mozos y mozas tempraneros! ¿á qué venias aquí, dí, Julian de mis pecados?
—Tio Simon... venia... venia á decirle si me queria traer mañana de Sevilla...
—¿ El qué, acabarás?
—Un... un... almanaque.
—¿Para que no te se pase el dia de la Ascension? Lo que voy á traer de Sevilla es un candado para mi puerta, ¿estás? Pues tu padre tiene los humos muy altos, te tiene á tí por esas cumbres, y no ha de consentir en ese noviajo. Y como mi hija no ha de llevar un feo de nadie, le cojo á tu padre la delantera. Y así, Julian, aunque te estimo, te digo que pongas los pies en la del rey, y que en tu vida de Dios aportes por acá. Ea, hijo, coje dos de luz, y cuatro de traspón.
Al dia siguiente fué Simon Verde con su carga de aceitunas á Sevilla, las vendió bien, y resignado ya con la mala venta de su pegujar, llegó como siempre á su casa, contento y cantando; mas no pudo entrar en ella, porque á la puerta fué preso.
El pobre hombre se quedó consternado.
—¡ Ahora sí, pensó, que la hice buena, y que me cayó la lotería! ¡ De esta hecha cogen al faccioso, y soy perdido! ¡Hija mia! ¡ Madre mia! ¡ No siento mas sino las lágrimas que van á llorar!