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Leer hoy a Cecilia Böhl de Faber es imprescindible para comprender la España del siglo XIX. En este décimo volumen de «Obras completas de Fernán Caballero» la autora plasma a través de sus novelas de costumbres la mentalidad cristiana y conservadora imperante de su época y reivindica a través de sus heroínas su ideal de mujer. Algunos de estos relatos son «La flor de las ruinas», «Los dos amigos», «La hija del sol», «Justa y Rufina», «Más largo es el tiempo que la fortuna» y «Cosa cumplida… solo en la otra vida».
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Seitenzahl: 406
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Cecilia Böhl de Faber
Saga
Obras completas de Fernán Caballero. Tomo X
Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726875331
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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A principios de este siglo, y antes de la invasión de los franceses en la península Ibérica, se había reunido una numerosa sociedad en una de las casas de campo que circundan á Lisboa como macetas de flores.
Entonces la política estaba circunscrita al Gobierno. ¡Ojalá sucediese hoy lo mismo! Así podríamos decirle con el descanso que exclamaba un marido al contemplar el panteón de su mujer:
Ci git ma femme... ¡Ah! qu’elle est bien
Poor son repos, et pour le mien!
(Aquí yace mi mujer...
Ella descansa, y yo también. )
De esto resultaba que en las sociedades no disputaban, sino que se divertían los concurrentes. No tomaban los hombres para darse importancia y talante de hombres públicos esos afectados aires de madurez, harto desmentidos en la vida privada, ni se anticipaba una agria y criticadora vejez. Por el contrario, se prolongaba, alguna vez con exceso, una alegre y móvil juventud; lo que, á lo menos, no hacía á los hombres antipáticos, hipócritas y arrogantes, ni peor al Gobierno.
Las mujeres, sin tener pretensiones algunas al espíritu de independencia que les quieren inocular las ideas avanzadas, no aspiraban á ser libres; pero eran de hecho soberanas ; lo que engendraba el buen gusto y finura de aquella sociedad. La influencia de la mujer es la más selecta cultura que recibe el hombre.
La señora de la casa en que se hallaba reunida la sociedad que hemos mencionado estaba sentada á la mesa, cubierta ésta de un opíparo refresco. A pesar de que había pasado su primera juventud, era aún muy bella; y aunque con su acostumbrado buen trato se ocupaba sin cesar de las personas que tenía á su lado, sus negros y hermosos ojos no se apartaban de un joven elegante y bien parecido que estaba sentado á los pies de la mesa. Uno de sus vecinos, que era íntimo amigo de la casa, lo notó y se sonrió. Entonces ella le dijo en queda y conmovida voz:
—¿No es cierto que es muy hermoso?
—Como que es su retrato de usted—contestó su amigo.
—No, no—repuso la señora;—yo soy pequeña, y él tiene la persona de su padre.
—Verdad es—contestó el vecino—que tiene la aventajada estatura de su padre; lo que no obsta á que tenga las perfectas facciones de su madre.
Este hijo acababa de llegar de Inglaterra, en donde su padre, que era cónsul extranjero, había dispuesto que se educase; y en regocijo de su regreso se daba la presente fiesta.
Habíase la concurrencia levantado de la mesa y formaba ahora diferentes grupos, unos cerca del piano, otros al lado de las mesas de juego y otros en el terrado ante la casa, para gozar del fresco y de la hermosa vista que desde allí se extendía en prolongada lontananza, más bella aún á la mágica luz de la luna que, reflejada en el mar, le daba un brillante horizonte de plata.
La dueña de la casa se sentó al lado de la abierta puerta del jardín, y ápoco el recién llegado vino á sentarse á su lado.
—¡Qué hermoso es esto, madre mía!—exclamó con entusiasmo.
—Con que... ¿no has olvidado del todo á tu patria en los diez años que has estado ausente, hijo mío?
—¡Oh, no!—contestó el joven.—Pero las imágenes que conservaba mi memoria eran las que vi en mi niñez con mis ojos de niño, y que son, por consiguiente, completamente distintas de las que percibo ahora.
—¿Y cuáles te agradan más?
—Me sería difícil decirlo, señora. Lo que sí puedo asegurar á ustedes que lo que ahora veo tiene la ventaja de una sorpresa admirativa, sin haber perdido el indefinible encanto que el recuerdo le presta.. Así es que gozan á un tiempo mis ojos y mi corazón.
—¿Te parece, pues, bella, aun viniendo de Londres, nuestra Lisboa? — preguntó con patrio orgullo la hermosa portuguesa.
—Bellísima, madre. ¿Cómo no me lo había de parecer la hermosa ciudad, cuyos pies besan el Tajo con sus dulces labios y el océano con sus saladas olas, y que, retirándose de ambos, como altiva doncella, se refugia á las faldas de su madre, que la corona de mirtos, azahares y jazmines como á una ninfa?
—¿La amas, pues, más que á la soberbia Inglaterra?—preguntó con gozo su madre.
—Sí, por cierto. Inglaterra es grande y bella; pero lo es como una estatua de mármol. Tiene el porte digno y frío de una princesa, y no inspira amor y simpatía. Así es que todo inglés que puede hacerlo vive la mitad de su vida ausente de su patria; y nosotros no nos hallamos sino en ella. Y es que ellos aman á su país por reflexión, y nosotros al nuestro por sentimiento. Que hayan los ingleses formado á su país ó que su país los forme á ellos, de ambas maneras preside á esta obra de cabeza la frialdad. Así es que en aquel país se piensa más, y en el nuestro se siente más; el inglés admira á su país, nosotros amamos al nuestro.
—¡Muy cierto! — exclamó la madre. — Tu padre me llevó recién casada á Inglaterra. Todo lo hallé muy hermoso en aquel país de las perfecciones materiales; pero, hijo mío—añadió, poniendo su mano sobre su corazón,—este rinconcito que tenemos aquí no lo hay allí!
Tenía Pedro, que así se llamaba el recién llegado, una naturaleza esencial y profundamente poética. No porque tuviese una imaginación vasta y creadora, sino porque tenía un manantial perenne de poesía en su corazón. Por lo cual, si bien no expresaba un pensamiento bello engarzado en buenos versos, lo impregnaba todo de ese maná poético bajado del cielo sobre esta árida vida, sin que por eso prestase una disposición ó viso romanesco á las cosas, pues para él era lo poético lo sencillo y lo cuotidiano, pero no lo extravagante. Su ideal era restricto, y alumbraba con su divina luz interna cada objeto, aunque pequeño, siempre que fuese por naturaleza bueno, inocente y sincero. Apartábase instintivamente de los volcanes y sus ardientes lavas las pasiones; de los fuegos fatuos, de las falsas brillantes ideas, del ruido y de la pompa de la retumbante palabrería, teniendo, cual los Reyes de Oriente, una estrella en el cielo, á la que con fe ciega seguía.
De este modo resultaba que era Pedro un joven modesto y reconcentrado, porque sólo en su madre hallaba aquella paridad de ideas y de sentimientos, que inspiran y engendran una entera confianza. Divorciado por inclinación y por deber de todos los vicios, no había intimado con los jóvenes de su edad, que los suelen ostentar, no sabemos si como prerrogativas, si como despreocupaciones, si como gracias, ó como trofeos de rebeldía.
Así sucedía que solía pasear solo, sin dejar por eso de gozar entre aquellos mirtos y laureles, que hacen del de Lisboa uno de los más bellos paseos de Europa.
Muchas veces había notado Pedro con extráñeza á una joven de condición humilde, pero de hermosura notable, que se sentaba solitaria en uno de los bancos del paseo, y que puesta la mano en la mejilla, no levantaba sus ojos del suelo sino para fijarlos en él. Había en aquellas miradas una mezcla de tristeza, de inocencia ó ignorancia de los usos establecidos, unida á un interés un sentido, sin ser provocado por el que lo inspiraba, que no pudo menos de sorprenderle. Pero en el sentir delicado de Pedro, lo chocante de la provocación superó todo el atractivo que la hermosura y todo el interés que la tristeza debían naturalmente inspirarle. Cada tarde hallaba Pedro á la muchacha en el mismo sitio; cada tarde veía á algunos jóvenes calaveras, á quienes aquella linda aparición atraía, rudamente rechazados, y cada tarde era más marcado el dolor que se iba grabando profundamente en aquel rostro joven y hermoso.
Dice Kératry que Dios ha dado la compasión por abogada á la desgracia. Así sucedió que algunos días después, al llegar la entrada de la noche, y al notar que la muchacha se levantaba para retirarse, y que por despedida fijaba en él sus grandes ojos, de los que corrían abundantes lágrimas, Pedro, á pesar de la timidez de su carácter y de la rigidez de su conducta, fué arrastrado á seguirla, más por la compasión que las lágrimas inspiran, que no por la seducción que la belleza ejerce.
Después que en su seguimiento se hubo internado por algunas calles solitarias, Pedro se acercó á ella, y le preguntó con timidez si le aquejaba algún pesar, y si era de naturaleza que pudiese él remediarlo ó aliviarlo.
—¡Soy muy desgraciada!—contestó ella, prorrumpiendo en un amargo llanto.
—¿Cuál es su desgracia?
—No puedo decirla.
—Así no hallará consuelo. ¿Por qué viene usted todas las tardes al paseo?
—Antes venía porque me obligaban; ahora vengo por mi propia voluntad.
—¿Quién era, y cuál el motivo que la obligaba á usted, tan linda y tan niña, á venir sola á un paseo público?
—No puedo decirlo.
—¿Y por qué viene usted ahora de motuproprio?
La muchacha calló. Pedro repitió su pregunta.
—¿Qué le importa á usted? — respondió ella con una mezcla de despecho, de aflicción y de brusquería, que, aunque unidos, se hacían cada cual palpables en sus palabras duras, en su acento amargo y en sus dolorosas lágrimas.
—Me importa, puesto que lo pregunto,—dijo Pedro.
—¿Y por qué le importa á usted?
—Porque me interesa usted.
—¿De veras? — exclamó ella.
—Muy de veras, — respondió Pedro. — Dígame usted, pues, el motivo de su aflicción.
—¡No puede ser! Si le intereso, demuéstremelo de otra suerte que no con preguntas.
Pedro sacó del bolsillo una moneda de oro, que presentó á su interlocutora.
—¡Eso no!—exclamó ésta con vehemencia.—No me lo demuestre usted ni con preguntas ni con monedas. Las unas demuestran curiosidad; las otras, caridad; pero ninguna demuestra...
Se detuvo y añadió con tristeza:
—¡Interés!
—Deje usted que la acompañe á su casa,—dijo Pedro, cada vez más empeñado, y cada vez más interesado por aquella extraña mujer.
Esta no pudo disimular un estremecimiento, y exclamó:
—¡No, no! ¡Ni pensarlo! ¡Eso no puede ser!
—¿Es usted casada?—preguntó Pedro.
—Ni soy casada, ni me casaré nunca, ¡nunca!
—Entonces, ¿en qué puedo servirla?—tornó á preguntar Pedro, absorto de encontrar tantas anomalías, tan extrañas reticencias en aquella criatura singular.
—¿Servirme? En nada puede usted servirme,—repuso ella.
—Pues ¿en qué puedo al menos complacerla y mostrarla mi interés?
—Con dejarme que le mire, que le hable y que le ame, sin rechazarme, como hasta aquí ha hecho usted.
El morigerado carácter de Pedro, la delicadeza de sus ideas y sentimientos en cuanto á la reserva y modestia de la mujer, tan instintivas en ella que no necesita la educación ingerírselas, llevaron un rudo choque al oir aquellas palabras.
Viendo que callaba, la joven volvió á prorrumpir en un amargo llanto, exclamando:
—¡Madre, madre! ¿Por qué me pariste? ¡Qué crueles son los hombres todos!
—Pero... ¿y si yo la amase á usted á mi vez, como de cierto sucedería?—preguntó Pedro.
—¿Y qué mal habría en eso?—repuso ella.
—Es — dijo Pedro — que yo no puedo ni debo amar sin saber á quién amo: á un ente misterioso que se oculta de mí; á una mujer que, cual una nube, aparece sin saber de dónde viene, y cual aquélla, puede desaparecer sin que se sepa dónde irá.
—Yo creía — repuso ella — que el amor no hacía más pregunta, ni necesitaba saber más, sino si era correspondido; pero ya veo que hasta para amarse se pide pasaporte. ¡Adiós! ¡Olvide usted á una infeliz, que creyó por un momento hallar un corazón que le diese sólo un poco de amor, en cambio de todo el suyo!
Diciendo esto, se alejó. Pedro corrió tras ella. Entonces la muchacha se paró, y le dijo, cruzando sus manos:
—¡Por Dios! ¡por Dios! ¡No me siga usted! ¡Le juro que mañana me hallará en la alameda!
Y rápida como esas exhalaciones que se ven sin dar tiempo á fijarlas, desapareció cual ellas en la oscuridad.
––––––––––
Al día siguiente Pedro, sin premeditada intención, y aun sin notarlo, salió más temprano que otras tardes para ir á su acostumbrado paseo. Mas, á pesar de eso, cuando llegó, ya estaba aquella extraña muchacha en su misma actitud triste, en su acostumbrado asiento.
Al poco rato se levantó y salió del paseo. Pedro la siguió á distancia, hasta que, internados por calles solitarias, y debilitada la luz del día por la total ausencia del sol, pudo alcanzarla y dirigirle la palabra sin que fuese notado.
Cuanto por ambas partes se dijeron fué con poca variación lo que se habían dicho la tarde antes, acabando la entrevista, por parte de ella, con la vehemente y angustiosa prohibición de que la siguiese, y la promesa de volver á la tarde siguiente. Cada tarde volvía Pedro más empeñado, más interesado y más seducido por aquella hermosa joven, que era á un tiempo tan delicada y tan inculta, tan sentida y tan áspera, tan franca y tan misteriosa; llegando esta última peculiaridad al extremo de no poder averiguar Pedro lo más mínimo sobre su persona, su familia y su condición.
Por más que la reciente confianza que se establece entre dos personas que sienten ambas, como por mitad, un mismo sentimiento, autorizase á Pedro á ser exigente en sus preguntas, y obligase á ella á ser franca en sus respuestas, nada supo Pedro, porque la tierna y feliz joven que sonreía con dulzura, se tornaba al oir sus preguntas en taciturna y áspera; y si él persistía, ella le amenazaba con ale jarse para siempre de su lado. Sobre lo que más insistía Pedro, que era en saber su domicilio, no pudo nunca arrancarle otra respuesta que la singular y afirmativa repetición de que vivía entre ruinas, sirviéndole esta declaración á un tiempo de respuesta á las indagaciones de su amante, y de pretexto para no introducirle en su casa. Así era que Pedro, á falta de otro nombre, le había puesto el de flor de las ruinas ; pues mientras existan el amor y la poesía, siempre será la flor el emblema de una hermosa, ó de una querida joven.
El amor y la poética mente de Pedro unas veces le llevaban á pensar que fuese la que amaba alguna huérfana encerrada desde niña en algún convento ó instituto de enseñanza, que hallaba medio de disfrazarse y escapar por algunas horas de su encierro; otras conjeturaba que podría ser un miembro de alguna familia arruinada, que vivía aislada y oscuramente en algún ángulo de su derruída casa solariega; otras, en fin, se estremecía con la idea de que pudiese ser alguna mal casada que huyese sigilosamente del techo conyugal. Sobre esto le tranquilizaba la seguridad que le había dado ella de que no era casada; pero al mismo tiempo le había dado otra, y era que no se casaría nunca. ¿Ligábala quizás algún voto? Si había vivido reclusa, ¿cómo era tan atrevida y tan llena de decisión? Si había vivido en el mundo, ¿cómo era tan completamente ignorante de sus usos, de sus miramientos, y casi de su lenguaje? Pedro se perdía en sus conjeturas, se desesperaba en medio del caos de confusiones en que vivia, gracias al capricho de una niña, que le dominaba y seducía, á pesar de su temprana razón y de la severa delicadeza de su sentir.
Pedro había exigido, para que sus relaciones no fuesen notadas, —cosa de que por una de sus muchas anomalías no parecía cuidarse su querida, —que ésta no volviese á la alameda, y que fuesen sus entrevistas en un lugar más apartado y solitario. Siempre en estas citas ella se adelantaba á Pedro; y la señal para encontrarla era la que en el Mediodía prefiere el amor, porque es el idioma del corazón, esto es, el canto, en que á la vez expresa su pensamiento con la letra y su sentir con la armonía. Pedro apresuraba sus pasos cuando llegaba á sus oídos una voz clara y sonora que cantaba estas y otras parecidas estrofas:
He de amar; amar eu quero,
Pro mas que murmure a gente;
Q’ esa gente que murmura,
Tal vez nao seja inocente.
Se o amar fora pecado,
Era eu gran pecador;
Mas o ceu facil perdoa
Culpa que nasce d’ amor.
(He de amar; amar yo quiero,
Aunque murmure la gente;
Que esa gente que murmura,
Tal vez no sea inocente.
Si el amar fuese pecado,
Yo fuera gran pecador;
Mas perdona el cielo fácil
Culpa que nace de amor.)
Cuando ella le divisaba, salíale alegre y ligera al encuentro, se asía ásu brazo como el pámpano á la rama del olmo, y paseaban en el crepúsculo abstraídos de todo, sin pensar en el ayer ni en el mañana , que amargan el hoy con recuerdos, y con cuidados lo agitan; desapareciendo de un todo el sol sin que lo notasen, y acudiendo en el cielo las estrellas sin que las percibiesen. Porque el sol y las estrellas de su existencia eran aquellos momentos en que reunidos paseaban, y en los que se embelesaban repitiendo las eternas variaciones de aquellas palabras te amo, que, según dice un autor, nunca envejecen.
De esta suerte pasó la primavera, la que con otras flores había visto brotar y amparado este amor al aire libre, entre el cielo y la tierra, en medio de las flores, como el amor de los pájaros, como el de las mariposas; cantando cual aquéllos, jugando cual éstas, sin pensar en el mañana cual unas y otros! Pero pasó la primavera y su hermano el verano, siguiendo el otoño, que acorta las tardes y enturbia su cielo, y las entrevistas de los amantes se hicieron más cortas y menos frecuentes. Entonces Pedro resolvió salir de la situación singular y subyugada en que se hallaba.
Tenía él una gran ventaja para poder imponer su voluntad, aun en el corto reinado de la mujer, esto es, en el tiempo que es amada, y era la que tiene aquel de los dos amantes que es querido con más pasión que la que él mismo siente. Así fué que, confiado en el ascendiente que ejercia sobre su querida, le intimó la terminante resolución que tenía de hacerla optar entre la alternativa de terminar unas relaciones envueltas en un misterio que desunía sus almas, y que no podían satisfacer de esta suerte ni á su corazón ni á su razón, ó de introducirle con franqueza y lealtad en su domicilio y en su vida interior.
—¿Para qué quieres—le dijo ella, apurada y cariñosa—conocer las ruinas ? ¿No te basta la flor?
—Bástame la flor,—respondió Pedro;—pero la quiero con raíces, la quiero sacar de sus ruinas, y traerla á un suelo que sea mío, y en que pueda cultivarla, sin temor de que me sea arrebatada.
—la flor de las ruinas tiene espinas, y sabe guardarse,—repuso ella;—y no puede—añadió con tristeza—transportarse! Además... ¡las ruinas van á desprestigiar á la flor!
—Más la desprestigiará esta prolongada y singular ocultación,—dijo Pedro.
La pobre y apurada niña rehusó, suplicó, lloró; pero fué inútilmente. Pedro, exasperado por su obstinada negativa, insistió inflexiblemente en su determinación, y lá pobre flor de las ruinas cedió al fin con violenta repugnancia y profundo dolor, fijando, para complacer á su amante un determinado día.
Por aquel tiempo había en la parte alta de Lisboa un barrio que destruyó el terremoto de 1755, y que no había sido reedificado. Formaba anchas calles de ruinas sin belleza ni prestigio, decrépitas sin recuerdos, viejas sin nobleza, restos sin antecedentes y sin la solemne calma de la muerte, como los tienen las ruinas que hace el tiempo, teniendo aquéllas el repulsivo sello de la destrucción, como las que hace el hombre, ó produce un cataclismo.
Alzábanse aún trozos de paredes con los huecos que tuvieron; pero los unos, despojados de sus vidrieras y celosías, parecían ojos sin párpados, y los otros, privados de sus puertas, parecían entradas de cuevas. Los patios y las habitaciones, en alberca y rellenos de escombros, mostraban por sola gala alguna díscola ortiga ó algún silencioso lagarto, que vestía del color de las piedras para no ser apercibido. Un débil eco respondía desde algún lóbrego pasadizo con exhausta é indistinta voz á las melancólicas reflexiones que infundían y hacían formular al que las pisaba aquella aglomeración de cosas finadas. ¡Nada quedaba de lo que les diera vida! Con sus moradores habían desaparecido las bellezas, los adornos y las comodidades con que aun la más modesta existencia suaviza su domicilio, como los pájaros sus nidos con plumas y musgo. Nada podía verse que fuese más antipático á la vista y al sentir que aquellas filas de aglomeradas y desnudas ruinas, que parecían la residencia del misterio absoluto, la mansión del crimen impune y el refugio de la desolación solitaria.
Verdad es que al pie de la altura en que se hallaban estiba el magnífico paseo, en el que, entre mirtos y laureles, paseaba la elegante muchedumbre. Verdad es que algo más lejos, y á orillas del Tajo, corrían presurosos por las soberbias plazas el comercio y la vida. ¡Pero estaban separados de los tristes vestigios de la gran catástrofe por lo que desune y aparta más que la distancia, que es el abandono; por lo que anonada y destruye más que la muerte, que es el olvido!
No obstante, ¿dónde habrá lugar en que no se encuentre la vida, cuando hasta en la caja en que se encierra un cadáver y es sepultado en las entrañas de la tierra renace?
Así era que, aun entre aquellos desamparados y lóbregos esqueletos de los que fueron edificios, se había instalado alguno que otro de esos parias voluntarios que viven aislados, porque ese aislamiento que se compadece, á ellos les simpatiza ó les conviene.
Una techumbre de aneas, un pedazo de estera colgado ante los huecos de las ventanas, algunas malas tablas unidas unas á otras por la parte alta, y por la parte baja por barrotes, y cerradas por el interior con una tranca formando puerta, eran los reparos hechos para hacer habitables parte de aquellas ruinas. En lo que habían sido habitaciones interiores y en los patios y corrales, se veían algunos cerdos arrellanarse como sibaritas sobre camas de inamovibles inmundicias, y algún gallo flaco subido en lo más elevado de los amontonados escombros, cacareando con la arrogancía que gastar pudiera aquel guerreador que hubiese tenido la infausta gloria de haberlas hecho.
¡Cuál no sería, pues, el espanto de Pedro, cuando, precedido de su guía, llegó á este lugar de desolación, que fué al que lo condujo, y cuando, empujando una de las descritas puertas, le introdujo en uno de aquellos antros lóbregos y miserables!
—¿Adónde me conduces?—exclamó Pedro con horror, deteniéndose á la entrada.
—¿No te lo decía yo?—respondió ella con abatimiento.—¿No te lo decía? ¡Que las ruinas despojarían á la flor de su prestigio!
—Pero—exclamó Pedro—¿por qué no me has confiado la manera miserable en que vivías? ¿Por qué con inconcebible extrañamiento y orgullo has rehusado los socorros del hombre que te amaba?
—No podía admitirlos, en vista de que no puedo variar en un ápice mi existencia.
—¿Por qué?
—Porque soy esclava.
—¡Esclava! ¿De quién?
—De mis perversos hermanos. He intentado libertarme y huir de su cruel tiranía, ¡y siempre estos ensayos me han salido fallidos y me han costado caro! Mira esta cicatriz en mi cuello, este brazo aún sin movimiento por una dislocación que ha sufrido, y comprenderás, no sólo el yugo que sobre mí pesa, sino también el peligro en que estaría mi vida si me escapase de ellos, pues en todo lugar que me escondiese sabría encontrarme su puñal.
—¿Y á qué te obligan, infeliz?
—Me obligan á cuidar de su casa y á preparar sus alimentos. Me obligan ¡gran Dios! á traerles aquí á aquellos hombres ricos que, imprudentes, se obstinan en seguir mis pasos cuando me fuerzan á ir para ser vista á los sitios públicos.
—¿Qué dices?—exclamó Pedro aterrado.
—¡Sí, sí!—prosíguió ella con vehemencia desesperada.—¡Sí, sí! ¡Para eso aprovechan la hermosura que dicen que Dios me ha dado! Y una vez que han entrado entre estas ruinas que encubren y callan cual cómplices, los despojan; y para que este delito no se sepa ni se trasluzca...
La voz se anudó en la garganta de la que hablaba, que miró en torno suyo con pavor, como si temiese apercibir entre las grietas de las carcomidas y benditas paredes oídos que la escuchasen y ojos que la espiasen.
—Acaba,—dijo Pedro con ansiosa suspensión;—¿qué hacen?
La interpelada se acercó á su amante, y le dijo en queda y profunda voz:
—¡Los... asesinan!
—¡Qué espanto!—exclamó Pedro, desviándose de ella.—¡Y yo he amado á esta funesta mujer, á este reclamo del crimen, á esta sirena de cementerio!
—¡Por eso—prosiguió ella—nunca he querido traerte ámi casa! ¡Por eso me he resistido á ello con tanta obstinación! Y cuando, obligada por ti, te he complacido, aprovechando la ausencia de mis hermanos; cuando con obedecerte he querido probarte mi cariño, ¡infeliz de mí! ¡sólo he conseguido perder el tuyo!
El tedio, el horror y el asombro sellaban los labios de Pedro.
—Y no obstante,—prosiguió ella,—tú eres el solo hombre, el solo ser que he querido! ¡Por el amor que te tenía, que me hacía imposible traerles más víctimas, he recibido la herida cuya cicatriz conservo! ¿Y qué te ha pedido en cambio esta pobre flor de las ruinas sino lo que la más humilde pide al sol, florecer al calor y brillo de su luz? ¿Qué te espanta en la que poco ha amabas, que de ella apartas tu vista? ¡Oh! ¡Infelices mujeres! ¡Siempre empujadas al mal por los hombres, y nunca sostenidas por ellos cuando quieren hacer el bien! ¡Míseras desheredadas de perdón, del que son sus corazones inagotables fuentes! ¡Existencias de cristal, de las que con despotismo se apodera el hombre, y que empaña con su amor, quiebra con su crueldad, su abandono ó su desdén.
Cuanto esa mujer decía era tan cierto, aplicado á ella, que Pedro, compadecido, iba por fin á contestarle, cuando sonaron fuertes golpes dados en la puerta.
Cristo crucificado! ¡Ellos son!—exclamó la joven, aterrada al oir los golpes.
—¿Quiénes?...—preguntó Pedro.
—¡Mis hermanos, los asesinos sin piedad, los verdugos sin misericordia!—respondió ella, alzando las manos con espanto.
Los golpes redoblaron.
—¿Qué hacer, Madre de piedad, qué hacer?—murmuró la infeliz, volviendo en torno suyo sus desentonados ojos como para buscar un medio de salvación, que era imposible.
La mal pergeñada puerta cedió en este instante á un vigoroso empuje, y tres foragidos entraron en aquella estancia, mal alumbrada por un candil colgado en una de las salientes asperidades del descarnado muro. Después de hacer á su hermana algunas cortas y brutales reconvenciones por su tardanza en abrirles, se dirigieron hacia Pedro, sin demostrar extrañeza por hallarle allí. Mas su hermana, precipitándose á su encuentro, escudó á su amante con su cuerpo, exclamando con vehemencia:
—¡No, no le mataréis sin atravesar antes mi pecho!
Por única respuesta, el mayor de los tres la cogió por un brazo y la tiró al suelo á distancia, apartándola así del lugar en que pasaba esta escena.
Pedro estaba desarmado; pero, aun en el caso de que hubiese tenido armas, toda resistencia contra tres foragidos era tan inútil como insensata, y sólo habría servido para precipitar la inevitable catástrofe; por lo cual los foragidos le despojaron de cuanto llevaba, sin que opusiese resistencia.
—¡Por Dios, hermanos! — gimió su pobre hermana, que se había arrastrado sobre sus rodillas hasta sus pies. — ¡Os pido que no le matéis! ¡Es el solo hombre que he amado! ¡Con su vida me arrancáis la mía! ¡Tened piedad... una vez siquiera! ¡Tened piedad de él y de mí!
Los foragidos no hicieron caso alguno de estos angustiosos ruegos, y se apoderaron de Pedro.
—¡No, no le mataréis!—exclamó su hermana, levantándose erguida.—Si no le soltáis por compasión, lo haréis por temor de mi venganza. Y eso que vosotros no sabéis hasta dónde puede llevar la venganza una mujer, que si no tiene vuestra mala alma, tiene en sus venas la misma sangre que corre por las vuestras!
—¡Atadla! — mandó el hermano mayor.
—¡No, no! ¡Matadme de una vez, si no queréis que vengue la muerte de aquel á quien amo, y que vosotros, tigres sanguinarios, fieras malditas de Dios, queréis matar ante mis ojos! Pero yo lo impediré; que la desesperación da fuerza y valor; y si no lo logro, me vengaré,—¡tan cierto como hay en el cielo Dios que nos juzga, y sol que nos alumbra!—delatándoos á la justicia.
El hermano mayor dió un paso hacia ella; mas el menor le detuvo, diciéndole:
—No exasperarla más; está fuera de tino, y es capaz de todo.
—Pero no se puede dejar ir á este hombre—repuso el mayor.
—Saquémosle de aquí,—propuso el menor.
—¡Cómo! ¡Si hace una luna que deslumbra!
—¿Y quién pasa por este sitio á esta hora? Para más seguridad lo disfrazaremos,—repuso el menor, que en seguida sacó de un arca un hábito de fraile.
—Saca también la mordaza,—advirtió el que hasta entonces había callado, el que en seguida se puso con el mayor á atar de pies y manos á su infeliz hermana, que se repercutía con violencia y rechazaba con desesperados, pero inútiles esfuerzos, á sus hermanos, que la dejaron atada y presa de una espantosa convulsión, tendida en el suelo.
Habiéndole igualmente atado las manos á Pedro, puéstole la mordaza, revestido el hábito de fraile y caládole la capucha, salieron á la ancha calle que tenían que atravesar para internarse, como lo intentaban, en las ruinas del lado opuesto.
Estaba la calle tan bañada de la luz de la luna, que caía perpendicularmente sobre la tierra, que apenas hacían sombra los objetos. A cada lado de Pedro se colocó uno de los hermanos mayores, siguiéndole el tercero; y así se puso en marcha la fúnebre caravana en absoluto silencio, pues hasta sus pasos cautelosos pisaban mudos la tierra.
Apenas habían llegado á la mediación de la calle, cuando de repente oyeron una voz recia y de mando que les gritó:
—¡Alto ahí!
Cual una centella reanimó y encendió esta voz las apagadas esperanzas de Pedro.
—¡Es una ronda, y somos perdidos! ¡Huyamos!—dijo el menor de los hermanos.
—¡Quietos!—mandó el mayor.
Y sacando un puñal, cuya hoja brilló ála luz de la luna como un relámpago, dijo á Pedro:
—¡Si haces un solo movimiento, eres muerto!
El otro hermano le imitó, y Pedro se halló preso entre las afiladas puntas de dos puñales ocultos en las mantas de sus dueños.
En este momento llegaba la ronda.
—¿Quién va?—preguntó el que hacía de cabeza.
—Un Padre que llevamos para auxiliar á nuestra madre moribunda,—respondió con serena voz el hermano mayor.
El jefe de la ronda se cercioró de que lo que decían era cierto viendo al callado religioso, y Pedro, sin poder exhalar el más leve sonido, ni hacer el más mínimo movimiento, oyó con desesperación alejarse á la ronda, y debilitarse gradualmente el mesurado compás de sus pisadas.
—Aligerar el paso,—dijo el mayor de los foragidos, volviéndose los tres á encaminar hacia las ruinas.
Mas, antes de llegar á ellas, volvió á oirse al jefe de la ronda, que gritó con voz enérgica:
—¡Alto ahí!
Los ladrones se pararon, murmurando imprecaciones. La ronda se acercaba con pasos apresurados, precedida por una mujer que, con el cabello suelto, el rostro desencajado y con las muñecas ensangrentadas, corría y gritaba con desgarrador acento:
—¡Salvadle! ¡salvadle!
Y precipitándose en el grupo de los detenidos, arrancó la capucha que cubría la cabeza y el rostro de Pedro, exclamando con delirio:
—¡Está salvo! ¡Bendita sea la Providencia y la justicia de Dios! ¡Líbrese la sangre ¡nocente, aunque sea á costa de la culpable!
—¿Qué has hecho, infeliz?—exclamó Pedro.
—Lo que sólo me quedaba que hacer,—contestó ella:—procurar tu salvación y buscar mi muerte.
—¡Oh! ¡No morirás, que yo te salvaré!—exclamó Pedro.
—No de mi puñal,—dijo en voz ahogada por la ira el mayor de los foragidos, el cual, antes que nadie hubiese previsto ni podido impedir su acción, había cumplido su amenaza.
—¡Oh! ¡Qué frío es este acero!—dijo la herida, poniendo la mano sobre su traspasado pecho.—¡Adiós, Pedro!..—añadió, dirigiéndose á éste, que se había precipitado á ella y la sostenía en sus brazos.—Muero por haberte salvado; y así es mi muerte más feliz que lo ha sido mi vida!
—¡No mueras, no!—exclamó desesperado Pedro.—Mi salvadora será mi compañera á la faz del cielo y del mundo.
—¡No, no!—repuso en balbuciente voz la moribunda.—la flor de las ruinas debe morir entre ellas... ¡sola y abandonada como ha vivido! ¡Juez de los corazones,—añadió, alzando sus ya quebrantados ojos, — ten conmigo la compasión que los hombres no han tenido!
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Algún tiempo después se ajusticiaba en Lisboa á tres bandídos, entre los cuales uno atraía con particularidad la atención de la muchedumbre por llevar la señal de Caín en la frente; mientras en una de las casas más ricas y conocidas se celebraba una junta de facultativos por hallarse en inminente peligro, de resultas de unas calenturas cerebrales, el hijo de los dueños.
FIN
Lanzaba el sol sus ardientes rayos sobre una llanura de Andalucía, árida y estéril. No corrían por ella ríos ni arroyos; secas yacían las flores y tiernas plantas de la primavera; sólo verdegueaban allí algunos espinos, lentiscos y áloes, cuya dureza resiste el rigor de las estaciones. Un furioso levante formaba nubes de polvo, ardiente como lava de volcán.—El cielo puro y el día claro parecían sonreirse al dar tormentos á la tierra.—Sólo los ganados del país, con su dura piel, y el animoso éimpasible español, que desprecia todo padecimiento físico, podían tolerar aquella encendida atmósfera; ellos, durmiendo, y él, cantando!
Veíanse sobre esta llanura el 20 de Agosto de 1782 las muestras de un reciente combate; caballos muertos, armas rotas, plantas pisadas y teñidas de sangre.—A lo lejos desfilaba en buen orden un destacamento inglés.—A otro lado, el comandante de un escuadrón español ocupábase en formar sus impacientes soldados y sus caballos fogosos, para perseguir á los ingleses, que, inferiores en número, se retiraban con la calma de vencedores.
En el que había sido campo de batalla, un joven, sentado en una piedra al pie de un acebuche, apoyaba en el tronco su pálido rostro; mientras que otro joven, en cuya fisonomía se manifestaba la más violenta desesperación, arrodillado á sus pies, procuraba detener con un pañuelo la sangre que le corría del pecho por una ancha herida.
—¡Ah. Félix, Félix!—exclamaba con la mayor angustia.—¡Vas á morir, y por mi causa! Has recibido en tu fiel pecho el golpe que me estaba destinado. ¿Por qué, generoso amigo, me libraste de una gloriosa muerte, para entregarme á una vida de desesperación y de dolor?
—No te desesperes, Ramiro,—le decía su amigo con apagada voz.—Estoy debilitado porque he perdido mucha sangre; pero mi herida no es mortal. Entretanto, Ramiro, ¿tú no reparas que tu mano, que supo vengarme, está herida también?
—¡Socorros,—decía Ramiro sin escucharle,—prontos socorros podrían sólo salvarte! Pero aislados, abandonados como estamos, ¿cómo te los podré procurar? No me encuentro capaz de separarme de ti; pero, Félix, moriremos juntos!!!
En este momento oyeron el galope de un caballo, Ramiro, lleno de ansiedad, dirigió su vista al lado por donde el ruido se sentía, y descubrió á su fiel criado, que, habiéndolos perdido en el combate, los buscaba lleno de inquietud.
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Félix del Arahal y Ramiro de Lérida pertenecían á dos familias, unidas mucho tiempo hacía por la amistad más sincera. Educados juntos, servían en un mismo regimiento, adonde muy jóvenes pasaron de capitanes, habiendo sido pajes del rey.
Félix, de alguna más edad que Ramiro, con un carácter más firme, con un temperamento más tranquilo y con razón más madura, tenía sobre su amigo un ascendiente que, en vez de disminuir la ternura de su amistad, añadía á este sentimiento, en el uno, la consideración y reconocimiento que inspira la protección que se recibe; en el otro, el interés y apego que engendra la protección que se concede. Después de tan evidente prueba de atecto como la que Félix acababa de dar á Ramiro exponiéndose á morir por salvar la vida de éste, arriesgada con imprudencia, el vehemente cariño de Ramiro para con su amigo ya no tuvo límites. Le miraba como á su ángel tutelar; y extremoso como era, habría destruído sus fuerzas y su salud asistiendo á su amigo en la larga enfermedad ocasionada por su herida, si el mismo Félix no lo hubiese impedido, valiéndose de la autoridad que le prestaban su amistad y su estado doliente.
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Por las calles de San Roque, donde estaba destacado para el sitio de Gibraltar, desfilaba el regimiento de la Princesa, precedido de su música militar, irreflexiva y animada como una bacante. Lindas mujeres se asomaban á los balcones para ver á los oficiales, que las saludaban con su música alegre y con sus miradas lisonjeras.
—Mira allí y veras ¡por vida mía! una hermosa mujer,—dijo Ramiro á Félix, que marchaba á su lado.
Alzó Félix la cabeza, pálida aún, y vió en el balcón de una de las mejores casas de la ciudad á una joven de maravillosa belleza, medio oculta detrás de las macetas de flores que cubrían su balcón, como una hora de felicidad precedida por las de la esperanza.
—Eres buen hurón para descubrir muchachas lindas,—respondió Félix sonriéndose.
Pasaron; pero Ramiro volvía de cuando en cuando la cabeza á ver de nuevo á aquella que había llamado tanto su atención, mientras que ella seguía también con sus miradas á los dos oficiales: el uno, alto, palido, de porte interesante y noble; el otro, más pequeño, pero ágil, bien formado, arrogante y vivo.
—Harías muy bien en retirarte, Laura,—dijo el corregidor, tirando del brazo á su mujer y quitándola del balcón.—Esos pisaverdes te miran como si tuvieses una danza de monos en la cara.
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—Al menos, si no muy brillante, podemos decir que estuvo bien alegre el baile de anoche,—decía Ramiro á un grupo de oficiales reunidos en la plaza de la ciudad.
—Debió parecerte así,—contestó un teniente de Cazadores, cazador tan infatigable en el baile como en el campo de batalla;—porque, á fe mía, que te divertiste en él muy bien. Yo me divertí observando al corregidor, que quería tragarte con los ojos.
—¿Tragarme? ¿Y por qué?—preguntó Ramiro.
—Me gusta la pregunta! ¿Quieres que un marido celoso vea con buenos ojos al que los pone en su mujer?
—Y más si el tal es buen mozo,—añadió un oficial de Granaderos, apartando de su frente las mechas de pelo de oso de su gorra.
—Y elocuente como un San Agustín,—dijo otro oficial.
—Y emprendedor como Colón,—continuó otro.
—Y que sabe insinuarse como la serpiente de Eva,—dijo un tercero.
—Si así fuese,—contestó Ramiro con aire serio,—el corregidor se inquietaría por cosa muy corta, y debería gastar más flema.
—Eso estaría más de acuerdo con su gran barriga,—replicó el de Cazadores;—pero, amigo, es que él guarda un tesoro que no merece poseer. Lérida,—prosiguió el mismo,—mis gloria y placer hay en esta conquista que en la de la plaza de Gibraltar.
—Basta ya de chanzas, señores,—repuso Ramiro.—Desgraciadamente, el sitio de la plaza, que marcha con tanta lentitud, nos tiene ociosos, y he aquí lo que ocasiona estas vaciedades y habladurías.
—Ya te veo en cuerpo y alma metido en una intriga,—dijo Félix á su amigo al separarse de los demás.—pues te has formalizado. No olvides, Ramiro, la copla:
Yendo y viniendo
Fuíme enamorando;
Empecé riendo,
¡Y acabé llorando!
—¡Retlexiones! ¡Raciocinios!—respondió Ramiro.—Mira, Félix, esas fortificaciones que nos vomitan muertes. ¡Sabe Dios cuántas horas viviremos! Además, pregunta á los viejos cuánto duraron sus veinticinco años. ¡Gocemos, Félix, gocemos de la vida!
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Nada gozaba, no obstante, el pobre Ramiro, cuando, al abandonar su lecho sin haber conciliado el sueño, y apoyándose en la barandilla de su balcón, miraba y apenas veía el sol, que, elevándose sobre el horizonte, despertaba al universo como una campana de luz. Vehemente como era, su amor había llegado al último grado, por los insuperables obstáculos que se le oponían. En vano su ternura era correspondida con igual ardor: un maridoceloso levantaba impenetrables barreras entre los dos amantes. Laura no salía de su casa desde que su marido había principiado á sospechar. Mudas y temerosas entrevistas en la iglesia; algunas palabras por la noche en la reja, cuando Ramiro podía pasar disfrazado; pobres billetes, que más que palabras contenían lágrimas, eran el único alimento de su exaltada pasión; pasión, en todo, joven; en todo lozana, y en todo andaluza; sedienta de lo futuro, y sin pasado para vivir de recuerdos. Maldecía Ramiro tantos obstáculos, y se entregaba á una verdadera desesperación.
Estaba tan embebido en sus tristes pensamientos, que por dos veces fué necesario le advirtiera una disimulada tosecilla que la buena vieja María, nodriza y confidenta de Laura, pasaba por debajo de su ventana, para que él lo notase. Apresuróse Ramiro á bajar, y siguió á lo lejos á la buena mujer, no atreviéndose á mirar á nadie por miedo de ser visto.
Después de muchos rodeos, María llegó á una callejuela solitaria, pues de un lado se levantaban las altas y severas paredes de un convento, y del otro las del jardín del corregidor. Paróse entonces María, llegó Ramiro, y ella le entregó un billete, que él abrió precipitadamente, y que contenía estas pocas palabras: «Mi marido se va al campo. Estoy libre esta noche, ypodré verte. Es la primera, y será la última!»
¡Quién podrá dar su justo valor al arrebatamiento de Ramiro, careciendo de su ardiente alma, y no estando apasionado como él!! Besó con el mayor ardor el billete, que por esta vez no estaba empapado en lágrimas, pero cuyas letras temblorosas y mal trazadas probaban la agitación con que se había escrito. Con el mismo enajenamiento besaba las descarnadas manos de la anciana María. Sacó después una bolsa bien llena, y se la entregó, llamándola su genio tutelar, su madre y su amiga ben é fical Más la fisonomía de María cambió de repente de expresión, enderezó su encorvado cuerpo, sus apagados ojos se vivificaron, y miró á Ramiro de pies á cabeza con arrogancia é indignación.
—Señor: ¿quién ha creído usted que soy yo?—le dijo.—Lo que acabo de hacer por amor de mi niña puede ser una debilidad; pero si lo hiciese por interés, sería una infamia.
Y desapareció, entrándose por el postigo del jardín.
Félix, al entrar en el cuarto de su amigo para desayunarse, quedóse espantado al encontrarle entregado á la desesperación más violenta.
Arrancábase los cabellos de sus hermosos y negros rizos, tiraba con rabia cuantoencontraba á la mano... ¡rompía los muebles!
—¿Qué tienes, Ramiro?—le preguntó.
Pero él sólo repetía:
—¡Maldito sea el estado militar! ¡Maldita esta dorada esclavitud! ¡Maldito el coronel, tirano absoluto! ¡Maldita la hora en que con estas charreteras recibí una cadena que no me es posible romper!
—Pero, hijo mío,—le dijo Félix,—nada comprendo de tus arrebatos. ¿Has tenido algún disgusto con el coronel?
—¡Ah!—respondió Ramiro.—¡No se trata de disgustos, sino de la felicidad de mi vida! ¡Nada tengo oculto para ti! ¡Toma y lee!
Dióle el billete de Laura, y Félix, después que lo leyó.
—¿Y bien?—dijo.
—¡Y bien!—replicó Ramiro.—¿No soy yo el más desgraciado de los hombres?
—Estos renglones—contestó Félix—me hacían suponer lo contrario.
—¿No sabes, pues,—exclamó Ramiro,—que estoy nombrado de guardia para la avanzada?
Félix se hechó á reir.
—¿Y es esa la causa de tu desesperación?—le dijo.—Eso sí que es propiamente lo que se llama ahogarse en una gota de agua. Yo haré el servicio por ti; tú lo harás por mí cuando me toque.
Ramiro estrechó entre sus brazos á su amigo, diciéndole:
—Félix... Félix mío... naciste para mi felicidad; eres mi Providencia; un ser benéfico que siembra de flores mi vida. ¿Cómo podré yo jamás pagar tu ternura y tu amistad generosa?
—Pero ¿he hecho yo alguna cosa—contestaba Félix—que no hubieras tú hecho en mi lugar, mi querido Ramiro?
Este no dió otra respuesta que estrechar á su amigo contra su corazón, tan lleno de amor y de amistad como de esperanza y de gratitud.
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Elevábase el sol sobre el horizonte con su majestuosa monotonía.
—Mucho te apresuras hoy, rubio mío,—decía Ramiro, echándole una colérica mirada y deslizándose por la puerta del jardín, que María cerró con prontitud luego que aquél salió.
¡Qué dichoso se encontraba Ramiro! Estaba lleno de orgullo, de reconocimiento y enternecido. Todo su ser parecía haberse triplicado. Saboreaba en el profundo santuario de su corazón cuantas emociones produce una verdadera pasión correspondida. Embriagado de felicidad, bendecía su suerte. En su éxtasis, no reparó en el teniente de Cazadores que salía á su encuentro. Al verle, quiso, haciendo el distraído, echar por otro lado. Mas el teniente se apresuró á unírsele, diciéndole:
—¡Cuánto me alegro de verte, Lérida! Te creía de servicio en la avanzada.
—Bien, ¿y qué?—contestó Ramiro.
—¡Es una friolera!—respondió el de Cazadores.—Los ingleses han hecho una salida, y el comandante del puesto ha sido muerto.
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Ved la antigua Sevilla sentada sobre una llanura, como una viuda en su poltrona. Vedla envuelta en sus viejas murallas, como en un manto real desechado. Mirad al viejo Betis besando sus pies, con la respetuosa galantería española. Oid cuál le pregunta dónde están sus flotas que daban la vela, llevando á los Colones, los Corteses y Pizarros al descubrimiento y conquista de un nuevo mundo, y volvían cargadas de plata y oro.—¡Sevilla suspirando le enseña sus barcos de vapor! ¡Oh, progresos del tiempo!—Aproximaos.—Hablad con ella. Como vieja, le gusta hablar de las épocas de su juventud y grandeza.—Ella, pues, os llevará desde luego á su catedral. Os enseñará el cuerpo de San Fernando! Pero... arrodillaos... adorad... venerad con ella!.. Si no, estad seguros de que la vieja Sevilla no volverá á hablaros: no podríais comprenderla.
Después la seguiréis al Alcázar, palacio de reyes, viejo y romántico como ella. En los baños de las Reinas moras, de Doña María de Padilla, es donde os contará en romances su historia, sus vicisitudes, sus triunfos, sus glorias y sus creencias; y los ecos del palacio, habitado sólo de recuerdos, repetirán sus palabras con sus aéreas bocas. Enseguida os sentaréis con ella á la fresca sombra de floridos naranjos en las orillas del Betis, y os hablará de sus hijos queridos; os recitará con magia y encanto los versos tan bellos de Herrera, Rioja y Góngora; las hazañas de los Ponces de León y los Guzmanes, y os llevará de la mano á admirar las portentosas obras de su Murillo, su Velázquez y su Montañés.
—La veréis joven, ardiente, poética, exaltada; mas luego, volviendo á su verdadero estado de mujer anciana, acabará por deciros suspirando: «¡Cómo han mudado los tiempos!»
Saliendo por la puerta llamada de Triana, seguiréis dos calles de árboles que conducen á los Malecones, que son unas gradas elevadas para precaver la ciudad de las inundaciones del río, cuando éste sale de madre. Pasados aquéllos, encontraréis una llanura llamada el Arenal, de donde sale el puente que conduce á Triana. Veréis en ésta una concurrencia elegante dirigiéndose hacia la izquierda, donde principian los hermosos paseos, que adornan á Sevilla cual una guirnalda de flores. La vecindad del río es quien sostiene ese lujo de vegetación, esa multitud tan variada de flores que los embellecen; pues no pudiendo ya enriquecer á su amada con tesoros, la adorna con flores.
A la derecha de la puerta de Triana, veréis la Plaza de Armas, que hizo construir el general marqués de las Amarillas. Los pilares que sostienen sus cuatro puertas están adornados de un león de bronce destrozando un águila, y hacen alusión á los nombres que llevan aquéllas, que son Bailén, Vitoria, San Marcial y Albuera. ¡Honor al noble español, que eleva un monumento á la gloria de su patria!... que procura libertarla del injusto olvido donde la sepulta el culpable descuido nacional!... que conservó en su corazón, verdaderamente patriótico, el recuerdo de esta gloria potente, elevada, sublime, que existirá en los venideros siglos, cuando yazcan en el olvido las disensiones domésticas que la hacen descuidar hoy!
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