¡Pobre Dolores! - Cecilia Böhl de Faber - E-Book

¡Pobre Dolores! E-Book

Cecilia Böhl de Faber

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Beschreibung

Hay personas que parecen haber llegado al mundo para sufrir y que, sin embargo, enfrentan la vida con valentía.«¡Pobre Dolores!» es un relato popular escrito por Cecilia Böhl de Faber ambientado en Ronda, el precioso pueblo andaluz. La dulce y joven Dolores queda huérfana después de la dolorosa y triste muerte de su madre en la playa. A pesar de ser acogida por una nueva familia y del cariño de sus vecinos, a Dolores le esperan todavía muchos disgustos y desgracias. -

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Cecilia Böhl de Faber

¡Pobre Dolores!

 

Saga

¡Pobre Dolores!

 

Copyright © 1880, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726875256

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Capítulo I

Hay gentes en este mundo que no pueden contar con nada, ni con la casualidad, pues hay existencias sin casualidades.

BALZAC.

Entre Sanlúcar de Barrameda, que despide al Betis, y la pulida Cádiz, que se abre paso entre las olas, como para ir al encuentro de sus escuadras, en una saliente elevación de terreno, se ha asentado Rota, pueblo que, aunque tranquilo y modesto, es de noble y antiguo origen, como lo atestiguan la historia y su magnífico castillo perteneciente a los duques de Arcos, tan bien conservado y tan cuidado... que han pintado sus rejas de verde: Los seculares cantos sillares que forman los robustos muros del castillo, y el fresco verde casino con que han cubierto sus sólidas rejas, forman no sólo un contraste, sino una disonancia que las personas entendidas y de buen gusto comprenderán mejor de lo que nosotros pudiéramos decir.

Hacia el lado que mira al Sudoeste, esto es, el que hace frente al Océano Atlántico, el elevado terraplén en que se asienta el pueblo desciende abrupta y perpendicularmente desde una gran altura hasta la playa. Ésta presenta el uniforme aspecto que da el contacto del mar a la tierra que lame; muertas arenas alternativamente bañadas y abandonadas por las olas, en las que se busca con indistinto ahínco algún curioso secreto del mar lanzado de su profundo seno, algún triste vestigio de un ignorado y solitario naufragio, pero en las que sólo se hallan inocentes y lindas conchitas; algunas estrellitas del mar, que perdieron su luz con la vida; espumas que, arrojadas por las olas que les dieron ínfulas y brillo, decaen mustias y deslustradas; pesadas y trasparentes aguas malas metidas en su masa de flema cristalina, como la yema del huevo en la clara, pobre pólipo que no se sabe si está vivo o está muerto, porque en él tan inerte es la vida como la muerte; algún torpe cangrejo que alza su deforme mole sobre sus delgadas patas, para correr con el esfuerzo y desmaña del lisiado, que se vale de sus muletas; gran cantidad de algas, que escupen a la tierra las olas que las desdeñan; algún pedazo de cordel o de servida madera, que no son pavorosas ruinas de barcos, sino sencillamente sus desechos, y un lindo arabesco que dibujan en la tersa arena las finas huellas de las gaviotas; esto es de lo que se componen esas playas que engarzan a España; campo neutro que no adorna la tierra y que no cubren las olas, siendo así suelo sin flores y cama de mar sin perlas.

A la izquierda del pueblo se entra el mar a pasear por la tierra, formando una ensenada, que haría un buen puerto a no tener tan poco fondo, que en la baja mar se queda en seco, y presenta una ancha extensión de negro y pedregoso cieno.

Cuando crece el mar, llega hasta las casas, guarnecidas de sus embestidas por una valla natural de piedras, contra las que baten y se agitan con violencia sus olas, como las pulsaciones de un corazón oprimido.

En la punta del triángulo que forma el pueblo está el muelle, y en él los faluchos que diariamente llevan las frutas y legumbres a Cádiz, y las barcas de los afamados pilotos, que van al encuentro de los ricos huéspedes de la bahía de Cádiz, para traerlos por la mano cuidando que no tropiecen.

Lo apartado que está Rota de todo camino, no siendo tránsito para ninguna parte; lo incomunicado que se halla con otros pueblos; sus ningunas pretensiones y lo poco que figura, le dan un sosiego y una índole tranquila y patriarcal poco común, sobre todo en puertos de mar.

Un pueblo campestre, sosegado y tranquilo, asentado a la orilla del mar, que le aturde con su gran e incesante ruido, que le distrae con su inquieto y continuo movimiento, semejante al del siglo en que vivimos, y al que surcan atrevidos barcos, cada cual con su distinto gallardete, ya empujados, ya contrarestados por las olas y las corrientes, como los hombres que actúan en la época presente; un pueblo en estas condiciones, nunca ha podido completar para nosotros el ideal de lo campestre. Simpatízanos más aquel que por horizontes sólo tiene sus campos de trigo y sus olivares, por ruido únicamente el canto de sus pájaros, el cacareo de sus gallos, el murmullo de sus árboles y el toque de su campana, y que por vecino más cercano sólo tiene otro pueblo a quien llama compadre.

La mar y la tierra son contrapuestos, como lo son lo tranquilo y lo agitado, la estabilidad y el movimiento, la seguridad y el peligro; como lo son lo que produce y lo que destruye.

No obstante, difícil sería hallar otro lugar más pacífico que Rota, y que tuviese habitantes más laboriosos e industriosos en agricultura, que es la industria genuina del país.

Todos los roteños tienen su tierra propia, que cultivan; porque hay pocos labradores en escala grande. La uva, el melón, la sandía, y toda clase de legumbres, que son siempre tempranas y muy buenas, constituyen sus principales ramos de cultivo. Entre éstas sobresalen, por su tamaño, cantidad y buena calidad, las calabazas y los tomates, cuya abundancia ha valido a los roteños el apodo de tomateros; así como es igualmente notable la enorme cantidad de canastos puestos allí en uso para la traslación de sus cosechas.

Los andaluces, que, como es sabido, hacen burla de todo, sin exceptuarse los unos a los otros, y que con este fin inventan una innumerable cantidad de cuentos, sobrenombres, chascarrillos y coplas, tienen un abundante repertorio, en que son víctimas los buenos roteños.

Entre los muchos, sacaremos unos cuantos, no sólo porque nos parecen muy graciosos, sino también porque son una muestra legítima de la clase de chiste y del giro de ideas de este agudo e ingenioso pueblo andaluz.

En una ocasión quisieron hacer los roteños una función a su santo patrono San Roque.

Con este motivo convidaron a un predicador de fama y a otros dos clérigos, que vinieron a hospedarse en casa del alcalde.

Averiguado por éste que lo que querían cenar sus huéspedes era chocolate, llamó a la cocinera y le mandó hacerlo.

-Pero ¿qué se le echa? -preguntó aturrullada la cocinera.

-Agua, -contestó su amo.

La cocinera se quedó suspensa; mas acordándose que allí cerca vivía una mujer que tenía fama de ser la mejor cocinera del pueblo, se fue allá y le preguntó que cómo se hacía el chocolate.

-¿Y qué te ha dicho tu amo? -preguntó la profesora.

-Que lo haga con agua.

-¿Con agua no más? -repuso la otra.- ¡Jesús! Sépaste, mujer, que quien le quita al chocolate el tomate, le quita toda la gracia.

Tema que han puesto muy bien enversado de la manera siguiente:

Una señora fue a Rota

para buscar cocinera,

y la encontró desde luego;

pero le advertía ella

que no sabía guisar

con tocino la puchera,

sino con pringue de olivo

y con salsa tomatera.

Éste es otro:

Los roteños se propusieron escalar el cielo cor sus canastos. Al intento, los fueron poniendo unos sobre otros, de manera que pasaron más alto de la luna y las estrellas. Sólo les faltaba uno para llegar al cielo, y ese uno no lo tenían, por estar ya todos colocados. Para no dejar por tan poca cosa de conseguir su intento, sacaron de debajo de todos el primero que habían puesto, con lo que todos los demás se vinieron al suelo.

A lo que acompaña la misma idea en verso:

Un roteño de los listos,

sobre canastas quería

subir al cielo, por ver

si tomales allí había;

mas para llegar al cielo

una canasta faltó,

agarró la de debajo...

y junto a Londres cayó!

Y éste el tercero:

Una vieja de Rota se encontró en un camino con uno del Puerto, que venía cantando el romance del Gran Capitán, y ambos se encararon en el momento que el del Puerto cantaba:

Aquella sangrienta espada

que a los bárbaros derrota.

-¡Los del Puerto serán los bárbaros, so tunante! -le dijo furiosa la vieja.

En cuanto al sinnúmero de coplas, sólo unas cuántas daremos por muestra:

No se ha podido saber,

ni se sabrá a punto fijo,

los borricos que hay en Rota,

porque llega a lo infinito.

Los roteños a sus novias

acostumbran regalar

pepitas de calabaza,

que son confites allá.

Un hombre sabio de Rota,

estaba pensando un día,

que si no hubiese tomates,

el mundo se acabaría.

En fin, para concluir, hasta en la calamitosa época de los franceses les sacaron ésta:

Si a Rota le apuntaran

las baterías

ella con sus tomates

las hundiría.

Capítulo II

Nada recrea más la vista ni alegra más el corazón, que ver al caer la tarde volver del campo a los labradores. Cada cual viene montado en su burra, que las más veces es seguida de un ruchillo que corre y salta, gozando de su corta niñez, como si le avisase un instinto profético que esa alegría, ese solaz, esos alegres saltos, serán los primeros y los últimos en su triste vida de trabajo y de desprecio. Traen los labradores sus serones llenos de frutas y de legumbres, coronados de frescos tallos de maíz, que son la cena de su buena compañera: ésta apresura su lento paso al ver llegar a los niños, que salen al encuentro de sus padres. Completa la comitiva un perrito basto y feo, pero humilde y fiel, que se cuenta como de la familia, y que no dejaría el pedacito de pan que le da su amo por todos los manjares de un palacio. Unos padres alzan al más pequeño de los niños y le sientan delante de sí, mientras los mayores abrazan y retozan con el ruchillo. Otros se apean, sientan en la burra a los mayores, y llevan en sus brazos al más pequeño; y cada uno de estos variados grupos se dirige a su casa, en que les aguarda la madre y la esposa feliz.

¡Oh! ¡Qué de veces hemos mirado con profundo enternecimiento estos cuadros de íntima y pura felicidad, que no se ostenta ni se oculta, que no brilla ni se esconde, como la suave luz de la luna! Y nos hemos preguntado con amarga melancolía: ¿Por qué la cultura material, con su insaciable ambición, su refinamiento de goces y su estúpida elegancia de formas, ha reemplazado estos santos y puros goces, con otros que tan poco satisfacen al corazón, a la poesía del alma ni a la conciencia? Porque, despreciando esta felicidad que Dios nos brinda y enseña, ha concebido otra facticia, que con sus anhelos por lo irrealizable, osa echar el desprestigio sobre aquella que nuestro destino, Dios y la razón nos señalan.

¡Cuándo comprenderemos que lo ideal no se debe buscar en los aires, en un globo sin dirección y sin rumbo, llevado al soplo de las pasiones; sino que el que nos debe servir de norma y de anhelo está bajo nuestra mano, como flores con que Dios siembra la senda que nos ha trazado! ¡Cuándo se convencerán los poetas, esos ruiseñores que cantan y nos alegran en los días claros, y nos consuelan en las noches mustias de que se compone nuestra existencia, que mientras exalten, exageren e idealicen las pasiones del hombre podrán agradarle y lucirse, pero que no contribuirán, como deberían hacerlo, a su bienestar y a su mejora!

No es decir por eso que no existan las pasiones. Ellas en lo moral, así como las calenturas en lo físico, son males de la humanidad, que no llegan a destruir ni los esfuerzos de los moralistas, ni los trabajos de la medicina; y sería difícil -a no escribir un idilio- el pintar escenas de la vida humana sin que en ellas, tarde o temprano, ocupasen un lugar. Pero la mala y extraviada propensión está a nuestro entender, en graduar de bello, noble o interesante, el estado en que nos ponen; y aún es peor el craso error que las pinta como propias de almas superiores. Las almas superiores las moderan, si son buenas; las vencen, si son malas.

Venía hacia el pueblo de Rota, una suave tarde de verano, un anciano montado en su burra. Seguíanle dos mozos bien parecidos, morenos y airosos, llevando sus azadas al hombro. Ya cerca de su casa, vieron venir a un niño de cinco años que traía a remolque una niña de tres, sofocado y colorado con los esfuerzos que hacía para apresurar la marcha, aún vacilante de su hermanita. Parose el jinete, y el mayor de los mozos, cogiendo a los niños, que eran sus sobrinos, colocó el uno al lado derecho, y el otro al lado izquierdo del anciano; hecho lo cual, la burra, sin recibir aviso, volvió a emprender su pausada marcha hasta llegar a una casa, a cuya puerta se paró sin ser necesario que resonase el ¡soo! en sus orejas gachas.

Antes de entrar en esta casa, que pertenecía al anciano jinete, es preciso describirla y dar cuenta de quiénes eran sus moradores.

Entrábase, al atravesar la casa-puerta, en un gran patio entrelargo, empedrado de menudos chinos: a la derecha tenía un gran arriate, en que se aglomeraban tantas flores, arbustos y enredaderas, que parecía un congreso de plantas; a la izquierda lo cubría un espeso emparrado, del cual colgaban racimos colosales; al frente estaban las puertas de la cocina, cuadra y corral, y una escalera maciza de ladrillo sin techar, que llevaba a un sobrado o desván. A la derecha de la puerta de la calle había una salita y una alcoba; a la izquierda otra igual, a las que seguían unas cuantas habitaciones con salida al patio. Cerca de la cocina, y con ventana al corral, tenía otro cuartito tranquilo e independiente.

Esta buena y desahogada casa, a pesar de repetir su dueño, el tío Mateo López, muy a menudo: «Vecina, ni Santa Catalina», tenía todas cuantas podía contener.

El partido de la izquierda lo vívia su dueño con su familia, inclusa su hija Catalina, casada con un yegüerizo, y madre de los niños que hemos visto venir a recibir a su abuelo.