Obras completas de Fernán Caballero. Tomo XIII - Cecilia Böhl de Faber - E-Book

Obras completas de Fernán Caballero. Tomo XIII E-Book

Cecilia Böhl de Faber

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Beschreibung

Descubre en esta recopilación la entrañable producción literaria que Cecilia Böhl de Faber dirigió a los niños. En este decimotercer volumen de «Obras completas de Fernán Caballero» se recogen diferentes textos de la importante escritora española destinados al público infantil: fábulas como «La hormiguita», «El lobo y la zorra astuta» o «Los caballeros del pez»; relatos infantiles como «La niña de los tres maridos» o «El lirio azul», populares y de fantasía; así como textos morales, canciones, costumbres y actos religiosos, como «Oraciones y relaciones infantiles», «Saetas de Semana Santa» o «Los angelitos en las procesiones de Sevilla».

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Seitenzahl: 336

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cecilia Böhl de Faber

Obras completas de Fernán Caballero. Tomo XIII

 

Saga

Obras completas de Fernán Caballero. Tomo XIII

 

Copyright © 1911, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726875300

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LA HORMIGUITA

Había vez y vez una hormiguita tan primorosa, tan concertada, tan hacendosa, que era un encanto. Un día que estaba barriendo la puerta de su casa se halló un ochavito. Dijo para sí:

—¿Qué haré con este ochavito? ¿Compraré piñones? No, que no los puedo partir. ¿Compraré merengues? No, que es una golosina.

Pensólo más, y se fué á una tienda donde compró un poco de arrebol, se lavó, se peinó, se aderezó, se puso su colorete, y se sentó en la ventana. Ya se ve; como que estaba tan acicalada y tan bonita, todo el que pasaba se enamoraba de ella. Pasó un toro y la dijo:

—Hormiguita: ¿te quieres casar conmigo?

—¿Y cómo me enamorarás?—respondió la hormiguita.

El toro se puso á mugir; la hormiga se tapó los oídos con ambas patas.

—Sigue tu camino—le dijo al toro — que me asustas, me asombras y me espantas.

Y lo propio sucedió con un perro que ladró, un gato que maulló, un cochino que gruñó, un gallo que cacareó. Todos causaban alejamiento á la hormiga; ninguno se ganó su voluntad, hasta que pasó un ratonpérez que la supo enamorar tan fina y delicadamente, que la hormiguita le dió su manita negra. Vivían como tortolitas, y tan felices, que de eso no se ha visto desde que el mundo es mundo.

Quiso la mala suerte que un día fuese la hormiguita sola á misa, después de poner la olla que dejó al cuidado de ratonpérez, advirtiéndole, como tan prudente que era, que no menease la olla con la cuchara chica, sino con el cucharón; pero el ratonpérez hizo, por su mal, lo contrario de lo que le dijo su mujer: cogió la cuchara chica para menear la olla, y así fué, que sucedió lo que ella había previsto. Ratonpérez, con su torpeza, se cayó en la olla, como en un pozo, y allí murió ahogado.

Al volver la hormiguita á su casa, llamó á la puerta. Nadie respondió ni vino á abrir. Entonces se fué á casa de una vecina para que la dejase entrar por el tejado. Pero la vecina no quiso, y tuvo que mandar por el cerrajero que le descerrajase la puerta. Fuése la hormiguita en derechura á la cocina; miró la olla y allí estaba, ¡qué dolor! el ratonpérez ahogado, dando vueltas sobre el caldo que hervía. La hormiguita se echó á llorar amargamente. Vino el pájaro y la dijo:

—¿Por qué lloras?

Ella respondió:

—Porque ratonpérez se cayó en la olla.

—Pues yo, pajarito, me corto el piquito.

Vino la paloma, y la dijo:

—¿Por qué, pajarito, te has cortado el pico?

—Porque el ratonpérez se cayó en la olla, y que la hormiguita lo siente y lo llora.

—Pues yo, la paloma, me corto la cola.

Dijo el palomar:

—¿Por qué tú, paloma, cortaste tu cola?

—Porque ratonpérez se cayó en la olla, y que la hormiguita lo siente y lo llora, y que el pajarito cortó su piquito, y yo, la paloma, me corto la cola.

—Pues yo, palomar, me voy á derribar.

Dijo la fuente clara:

—¿Por qué, palomar, te vas á derribar?

—Porque el ratonpérez se cayó en la olla, y que la hormiguita lo siente y lo llora, y que el pajarito cortó su piquito, y que la paloma se corta la cola, y yo, palomar, voime á derribar.

—Pues yo, fuente clara, me pongo á llorar.

Vino la Infanta á llenar la cántara.

—¿Por qué, fuente clara, te pones á llorar?

—Porque el ratonpérez se cayó en la olla, y que la hormiguita lo siente y lo llora, y que el pajarito se cortó el piquito, y que la paloma se corta la cola, y que el palomar fuése á derribar, y yo, fuente clara, me pongo á llorar.

—Pues yo, que soy Infanta, romperé mi cántara.

Y yo, que lo cuento, acabo en lamento, porque el ratonpérez se cayó en la olla, ¡y que la hormiguita lo siente y lo llora!

__________

EL LOBO BOBO Y LA ZORRA ASTUTA

Había una vez una zorra que tenía dos zorritas de corta edad. Cerca de su casa, que era una chocita, vivía un lobo, su compadre. Un día que pasaba por allí, vió que éste había hecho mucha obra en su casa, y la había puesto que parecía un palacio. Díjole el compadre que entrase á verla, y vió que tenía su sala, su alcoba, su cocina y hasta su despensa, que estaba muy bien provista.

—Compadre—le dijo la zorra: — veo que aquí lo que falta es un tarrito de miel.

—Verdad es—contestó el lobo.

Y como acertaba á la sazón á pasar por la calle un hombre pregonando:

Miel de abejas,

zumo de flores,

compróla el lobo, y llenó con ella un tarrito, diciéndole á su comadre que estando rematada la obra de su casa, la convidaría á un banquete y se comerían la miel.

Pero la obra no se acababa nunca, y la zorra, que se chupaba las patas por la miel, estaba deshaciéndose por zampársela.

Un día le dijo al lobo:

—Compadre: me han convidado para madrina de un bautizo, y quisiera que me hiciese usted el favor de venirse á mi casa á cuidar de mis zorritas, entre tanto que estoy fuera.

Accedió el lobo, y la zorra, en lugar de ir al bautismo, se metió en casa del lobo, se comió una buena parte de la miel, cogió nueces, avellanas, higos, peras, almendras y cuanto pudo rapiñar, y se fué al campo á comérselos alegremente con unos pastores, que en cambio le dieron leche y queso.

Cuando volvió á su casa, dijo el lobo:

—Vaya, comadre, ¿qué tal ha estado su bautizo?

—Muy bueno—contestó la zorra.

—Y el niño ¿cómo se llama?

—Empezili — respondió la supuesta madrina.

—¡Ay, qué nombre! — dijo su compadre.

—Ese no reza en el Almanaque. Es un santo de poca nombradía — respondió la zorra.

—¿Y los dulces? — preguntó el compadre.

—Ni un dulce ha habido—respondió la zorra.

—¡Ay, Jesús, y qué bautismo! — dijo engestado el lobo; — ¡no he visto otro! Yo me he quedado aquí todo el día como una ama de cría con las zorritas por tal de comerlos, y se viene usted con las patas vacías. ¡Pues está bueno!

Y se fué enfurruñado.

A poco, tuvo la zorra grandes ganas de volver á comer miel, y se valió de la misma treta para sacar al lobo de su casa, prometiéndole que le traería dulces del bautismo. Con esas buenas palabras convenció al lobo, y cuando volvió á la noche después de haberse pasado un buen día de campo, y haberse comido la mitad de la miel, le preguntó su compadre que cómo le habían puesto al niño. A lo que ella contestó:

—Mitadili.

—¡Vaya un nombre! — dijo el compadre, que, por lo visto, era un poco bobo;—no he oído semejante nombre en mi vida de Dios.

—Es un santo moro — le respondió su comadre.

Y el lobo quedó muy convencido de este marmajo y le preguntó por los dulces.

—Me eché un rato á dormir bajo un olivo, vinieron los estorninos y se llevaron uno en cada pata y otro en el pico, — respondió la zorra.

El lobo se fué enfurruñado y renegando de los estorninos.

Al cabo de algún tiempo, fué la zorra con la misma pretensión á su compadre.

—¡Que no voy!—dijo éste; —que tengo que cantarle la naná á sus zorrillas para dormirlas, y no me da gana de meterme al cabo de mis años á niñera, sin que llegue el caso que traiga usted un dulce siquiera de tanto bautizo á que la convidan.

Pero tanta parola le metió la comadre y tantas promesas le hizo de que le traería dulces, que al fin convenció al lobo á que se quedase en su choza.

Cuando volvió la zorra, que se había comido toda la miel que quedaba, le preguntó el lobo que cómo le habían puesto al niño, á lo que contestó:

—Acabili.

—¡Qué nombre! ¡Nunca lo he oído!—dijo el lobo.

—A ese santo no le gusta que suene su nombre—respondió la zorra.

—Pero ¿y los dulces?— preguntó el compadre.

—Se hundió el horno del confitero y todos se quemaron—respondió la zorra.

El lobo se fué muy enfadado, diciendo:

—Comadre, ojalá que á sus dichosos ahijados Empezili, Mitadili y Acabili, se les vuelvan cuantos dulces se metan en la boca, guijarros.

Pasado algún tiempo, le dijo la zorra al lobo:

—Compadre, lo prometido es deuda; su casa de usted está rematada, y tiene usted que darme el banquete que me prometió.

El lobo, que tenía todavía coraje, no quería; pero al fin se dejó engatusar, y se dió el convite á la zorra.

Cuando llegó la hora de los postres, trajo, como había prometido, la orza de miel, y venía diciendo al traerla:

—¡Qué ligera que está la orcita! ¡Qué poco pesa la miel!

Pero cuando la destapó se quedó cuajado al verla vacía.

—¿Qué es esto?—dijo.

—¡Qué ha de ser! — respondió la zorra;—¡que usted se la ha comido toda para no darme parte.

—Ni la he probado siquiera—dijo el lobo.

—¡Qué! es preciso, sino que usted no se acuerda.

—Digo á usted que no, ¡canario! Lo que es que usted me la ha robado, y que sus tres ahijados, Empecili, Mitadili y Acabili, han sido empezar, mediar y acabar con mi miel.

—¿Con que tras que usted se comió la miel por no dármela, encima me levanta un falso testimonio? Goloso y maldiciente, ¿no se le cae á usted el hocico de vergüenza?

—¡Que no me la he comido, dale! Quien se la ha comido es usted, que es una ladina y ladrona, y ahora mismo voy al león á dar mi queja.

—Oiga usted, compadre, y no sea tan súbito—dijo la zorra. — El que comió miel, en poniéndose á dormir al sol, la suda; ¿no sabía usted eso?

—Yo no—dijo el lobo.

—Pues mucha verdad que es — prosiguió la zorra;—vamos á dormir la siesta al sol, y cuando nos despertemos, aquel que le sude la barriga miel, no hay más sino que es el que se la ha comido.

Convino al cabo y se echaron á dormir al sol.

Apenas oyó la zorra roncar á su compadre, cuando se levantó, arrebañó la orza y le untó la barriga con la miel que recogió. Se lamió la pata y se echó á dormir.

Cuando el lobo se despertó y se vió con la barriga llena de miel, dijo:

—¡Ay, sudo miel! Verdad es; pues yo me la comí. Pero puedo jurar á usted, comadre, que no me acordaba. Usted perdone. Hagamos las paces, y váyase el demonio al infierno.

__________

LOS CABALLEROS DEL PEZ

Erase vez y vez un pobre zapatero remendón que no ganaba nada en su oficio, y así determinó comprar una red y meterse á pescador. Muchos días estuvo pescando y no sacó más que cangrejos y zapatos viejos que, cuando era remendón, no veía nunca. Al fin pensó:

—Hoy es el último día que pesco. Si nada saco, me voy y me ahorco.

Echó las redes, y esta vez sacó en ellas á un pez de San Pedro. Conforme tuvo en su mano el remendón al hermoso pez, le dijo éste (que por lo visto no era tan callado como suelen serlo los de su especie):

—Llévame á tu casa, córtame en ocho pedazos y guísame con sal y pimienta, canela y clavo, hojas de laurel y hierbabuena. Dale á comer dos pedazos á tu mujer, dos á tu yegua, dos á tu perra y los otros dos los sembrarás en tu jardín.

El remendón hizo al pie de la letra cuanto le dijo el pescado; tal fué la fe que le inspiraron sus palabras. De esto se deduce y confirma un hecho eminentemente antiparlamentario (harto sentimos no poder disimularlo), y es que los que hablan poco inspiran más fe y confianza en sus palabras que los que hablan mucho.

A los nueve meses parió su mujer dos niños; su yegua dos potros; su perra dos cachorros, y en el jardín nacieron dos lanzas que por flor llevaban dos escudos, en los que se veía un pez de plata en campo azul.

Medró todo esto en amor y compaña maravillosamente, de manera que, andando el tiempo, salieron de casa del remendón dos gallardos jinetes montados sobre dos soberbios corceles, seguidos de dos valientes sabuesos, con dos erguidas lanzas y dos brillantes escudos.

Eran los hermanos tan en extremo parecidos, que dieron en llamarlos El Caballero Doble; y queriendo cada cual, como era justo, conservar su individualidad, determinaron separarse y campar cada uno por su respeto, por lo que, después de abrazarse estrechamente, dirigiéronse el uno al Poniente y el otro á Levante.

Después de unos días de marcha, llegó el primero á Madrid, y halló á la coronada villa mezclando las amargas aguas de sus lágrimas con las puras y dulces de su querido Manzanares. Todo el mundo lloraba, hasta la Mariblanca de la Puerta del Sol. Nuestro bello mancebo preguntó cuál era la causa de aquella desolación, y supo que todos los años un fiero Dragón, hijo de una infernal vieja, se llevaba una bella joven, y que aquel año infausto había tocado la suerte á la Princesa, buena y bella sin segunda, hija del Rey.

Preguntó en seguida el Caballero que dónde se hallaba la Princesa, y le contestaron que á un cuarto de legua de distancia esperaba á la fiera, que aparecía al caer las doce, para llevarse su presa.

Fué el Caballero á cerciorarse al punto indicado, y halló á la Princesa hecha un mar de lágrimas y temblando de pies á cabeza.

—¡Huid!—gritó la Princesa al Caballero del Pez cuando lo vió llegar;—¡huid, temerario, que va á venir el monstruo, y si os ve, pobre de vos!

—No me iré—contestó el bizarro Caballero,—porque he venido á salvaros.

—¿Salvarme? ¿Cómo, si esto no es posible?

—Allá veremos—contestó el valiente campeón.—¿Hay aquí alemanes?

—Sí, señor—respondió con extrañeza la Princesa.—¿A qué es esa pregunta?

—Ya lo sabréis.

Y echando á escape su caballo partió para la desolada villa, volviendo á breves instantes con un inmenso espejo que había comprado en una tienda de alemán. Apoyólo contra el tronco de un árbol, lo cubrió con el velo de la Princesa, puso á ésta delante, advirtiéndole que cuando estuviese cerca la fiera descorriese el velo y se escondiese tras el espejo; dicho lo cual, hizo él otro tanto detrás de un vallado cercano.

No tardó en aparecer el fiero Dragón y en acercarse lentamente á aquella beldad, mirándola con tal insolencia y tal descaro, que sólo le faltaba el lente para igualar á otros culebrones menos temibles que él. Cuando ya estaba cerca, la Princesa, según le había prescrito el Caballero del Pez, descorrió el velo y, pasando detrás del espejo, desapareció á los enamorados ojos del fiero Dragón, que quedó estupefacto al hallar dirigidas sus amorosas miradas á un Dragón como él. Frunció el gesto; su igual hizo lo mismo. Sus ojos se pusieron rojos y brillantes como dos rubís; no se quedaron en zaga los de su contrario, que se pusieron como dos carbuncos. Aumentóse con esto su furor, y erizó sus escamas como un puerco-espín sus púas; las del otro Dragón hicieron otro tanto. Abrió una tremenda boca, que hubiese sido única en su especie á no haber sido porque el amenazado, lejos de intimidarse, abrió otra idéntica. Furioso se abalanzó el Dragón contra su intrépido contrario, dándose tal calamochazo en la cabeza contra la luna, que quedó aturdido; y como había roto el espejo, y en cada pedazo vió una de las partes de su cuerpo, infirió de esto que con el golpe se había hecho él mismo pedazos.

Aprovechó el Caballero este momento de mareo y asombro, y saliendo instantáneamente de su escondite con su fiel perro y su buena lanza, le quitó la vida, y le hubiese quitado ciento que hubiera tenido.

Déjase pensar el júbilo y algazara de los madrileños, que son gente alegre, cuando vieron llegar al Caballero del Pez trayendo á ancas á la Princesa, más contenta que unas Pascuas, y al Dragón atado á la cola del brioso corcel, que tiraba de él tan ancho y donoso como si hubiese sido la cola del manto de una Orden de Caballería.

Colegiráse también que tal hazaña no se podía pagar al Caballero del Pez sino con la blanca mano de la Princesa; que hubo boda, que hubo banquete, que hubo toros y cañas, y que yo fuí y vine y no me dieron nada.

Vamos ahora á que el esposo le dijo á la esposa algunos días después de casados, que quería ver todo el Palacio, que era tan grande que ocupaba una legua de terreno. Hízose así, y echaron tres días en verlo. Al cuarto subieron á las azoteas. El Caballero se quedó admirado; ¡qué vista, amigo! Jamás has visto tú una igual ni yo tampoco. Se veía toda España y hasta los moros, y al Emperador de Marruecos, que estaba llorando por el Dragón su amigo.

—¿Qué castillo es aquel—preguntó el Caballero del Pez—que se ve allá á lo lejos tan solo y tan sombrío?

—Ese es—respondió la Princesa—el castillo de Albatroz, el que está encantado, sin que nadie pueda deshacer el hechizo, y ninguno de los que lo han intentado ha vuelto de allá.

El Caballero calló al oir estas razones; pero como era valiente y emprendedor, á la mañanita siguiente, sin que lo sintiese la tierra, montó su corcel, cogió su lanza, llamó á su sabueso y se encaminó hacia el castillo.

Estaba, el tal castillo que daba espeluzos mirarlo. Más sombrío que una noche de truenos, más engestado que un facineroso y más callado que un difunto. Pero el Caballero del Pez no conocía el miedo sino de oídas, y no volvía la espalda sino á los enemigos vencidos; así, pues, tomó su corneta ó clarín y tocó una sonata.

Al toque despertaron todos los dormidos ecos del castillo y de las peñas, que repitieron en coro, ya más cerca, ya más lejos, ya más suave, ya más hueco, los sonidos de la sonata. Pero en el castillo nadie se movió.

—¡Ah del castillo!—gritó el Caballero.—¿No hay quien atienda á un Caballero que pide albergue? ¿No tiene este castillo alcaide, escudero anciano ni paje mozalbete?

—¡Vete! ¡vete! ¡vete!—clamaron los ecos.

—¿Que me vaya?—dijo el Caballero del Pez.—¡Yo no retrocedo en mis empresas por cuanto hay!

—¡Ay! ¡ay! ¡ay!—gimieron los ecos.

El Caballero empuñó su lanza y dió un fuerte golpe contra la puerta.

Abrióse entonces el rastrillo y asomóse la punta de una larga nariz que sentaba sus reales entre los hundidos ojos y la hundida boca de una vieja más fea que el Mengue.

—¿Qué se ofrece, imprudente alborotador?—preguntó con voz cascada.

—Entrar — contestó el Caballero. — ¿No puedo acaso gozar aquí algún descanso en esta tarde de estío? ¿Sí ó no?

—No, no, no—dijeron los ecos.

Había levantado el Caballero su visera porque era fuerte el calor; y al verlo la vieja tan bien parecido, le dijo:

—Pasad adelante, bello doncel, que seréis atendido y bien cuidado.

—¡Cuidado! ¡cuidado!—advirtieron los ecos.

Pero el Caballero entró diciendo:

—Yo no temo sino á Dios.

—¡Adiós! ¡adiós! ¡adiós! — suspiraron los ecos.

—Vamos, madre anciana...

—Me llamo doña Berberisca—interrumpió la vieja, muy amostazada, al Caballero;—y soy señora de Albatroz.

—¡Atroz! ¡atroz!—le gritaron los ecos.

—¿Queréis callar, malditos vocingleros?—exclamó con coraje doña Berberisca.—Soy vuestra servidora — prosiguió, haciendo una cortesía á la francesa al Caballero;—y si queréis, seré vuestra esposa y viviréis conmigo aquí como un bajá.

—¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja!—rieron los ecos.

—¿Que me case con vos, que tenéis cien años? Estáis loca, y tonta también.

—Bien, bien—dijeron los ecos.

—Lo que quiero—prosiguió el Caballero,—es registrar el castillo, é irme después que haga ese examen.

—¡Amen! ¡amen! — suspiraron en latín los ecos.

Doña Berberisca, picada hasta el corazón, echó una torva mirada al Caballero del Pez, é intimándole que la siguiese, le enseñó todo el castillo, en el que vió muchas cosas; pero no las pudo referir, porque la pícara Berberisca lo llevó por un callejón oscuro, en que había una trampa, en la que cayó y desapareció en un abismo, y su voz se fué con los ecos, que eran las voces de otros muchos bizarros y cumplidos caballeros, que la pícara Berberisca había castigado de la misma manera por haber despreciado sus venerables hechizos.

Vamos ahora al otro Caballero del Pez, que había seguido viajando y que vino á parar á Madrid. Al entrar por las puertas de ésta, los soldados se formaron, los tambores batieron marcha real, y muchos criados de Palacio le rodearon, diciéndole que la Princesa se deshacía en lágrimas al ver lo que se había prolongado su ausencia, temiendo le hubiese acaecido alguna desgracia en el maldito castillo encantado de Albatroz.

—Preciso es—pensó el Caballero—que me tengáis por mi hermano, á quien parece que tan buena suerte ha cabido. Callemos, y veamos en qué vienen á parar estas misas.

Lleváronlo casi en triunfo al Palacio, y fácil es hacerse cargo de los cariños y obsequios de que fué objeto por parte del Rey y de la Princesa.

—¿Con que fuiste al castillo?—preguntaba éste.

—Sí, sí—contestaba.

—¿Y qué viste?

—No me es permitido decir una palabra sobre ello hasta que vuelva allá otra vez.

—¿Piensas acaso volver á ese maldito castillo, tú único y solo que jamás haya vuelto de él?

—¡Me precisa!

Cuando se fueron á acostar puso el Caballero su espada en la cama.

—¿Por qué haces eso?—preguntó la Princesa.

—Porque he hecho promesa de no acostarme en cama hasta que vuelva otra vez de Albatroz.

Y al día siguiente montó su bridón y se encaminó hacia el castillo encantado, temiendo que alguna desgracia le hubiese sucedido á su hermano.

Llamó al castillo, y se asomaron luego al rastrillo las fieras narices de la vieja, que parecía un pez-espada. Pero apenas hubo visto la vieja al Caballero, cuando sus narices se pusieron lívidas, porque le pareció que los muertos resucitaban, y huyó invocando al objeto de su devoción, Belcebú, haciéndole promesa de comer cuantas peras y manzanas le presentase si la libertaba de aquella visión de carne y hueso salida de la mansión de los muertos.

—Señora senectud — le gritaba el recién llegado,—¿no ha venido por acá un Caballero que viste así?

—Sí, sí, sí—respondieron los ecos.

—Y ¿qué habéis hecho con ese Caballero tan cumplido, tan rematado?

—¡Matado! ¡matado! —gimieron los ecos.

Al oir esto y al ver á la vieja que huía, el Caballero del Pez no fué dueño de sí; corrió tras ella y la atravesó con su espada; y como hacía mucho viento y era la vieja muy delgada y ligera, se puso á girar dando vueltas en la punta de la espada como un volador.

—¿Dónde está mi hermano, vieja traidora y falaz, hechicera del diablo?—preguntaba el Caballero.

—Yo os lo diré—respondió la bruja;—pero como voy á morir y estoy mareada de las vueltas que doy mal de mi grado, no lo diré, hasta que me hayáis resucitado.

—Y ¿cómo he de hacer yo ese mal milagro, pérfida bruja?

—Id al jardín — respondió la vieja.—Cortad siempre-vivas, eternas, moco de pavo y sangre de dragón; haced con estas flores un cocimiento en la caldera, y preparad con él un baño en el que me meteréis.

Y diciendo esto la vieja, se murió sin decir Jesús.

Hizo el Caballero todo como se lo había prescrito la vieja, la que efectivamente resucitó, y más fea que antes, porque sus narices, que no cupieron en el caldero, se quedaron muertas y tan blancas, que parecían un colmillo de elefante.

Díjole entonces al Caballero dónde estaba su hermano.

Bajó al abismo, en que halló á éste y á otras muchas víctimas de la pícara Berberisca, y las fué metiendo una tras otra en el caldero, y todas iban resucitando; y conforme resucitaban venía alegre el eco que era su voz, tomando posesión de sus gargantas, y lo primero que decían era:

—¡Maldita vieja! ¡Berberisca sin piedad! ¡Malvada sin entrañas!

Lo que hizo con estos hidalgos, hizo el Caballero con muchas bellas jóvenes que se había llevado el dragón, que era hijo de la vieja, y cada cual de ellas daba gracias al Caballero del Pez, y su mano á uno de los hidalgos resucitados, y la pícara Berberisca, al ver esto, se volvió á morir de envidia y de coraje.

__________

LA NIÑA DE LOS TRES MARIDOS

Había un padre que tenía una hija muy hermosa, pero muy voluntariosa y terca. Se presentaron tres novios, á cuál más apuestos, que le pidieron su hija; él contestó que los tres tenían su beneplácito, y que preguntaría á su hija á cuál de ellos prefería.

Así lo hizo, y la niña le contestó que á los tres.

—Pero, hija, si eso no puede ser.

—Elijo á los tres,—contestó la niña.

—Habla en razón, mujer,—volvió á decir el padre;—¿á cuál de ellos doy el sí?

—A los tres—volvió á contestar la niña, y no hubo quien la sacase de ahí.

El pobre padre se fué mohino, y les dijo á los tres pretendientes que su hija los quería á los tres; pero que como eso no era posible, que él había determinado que se fuesen por esos mundos de Dios á buscar y traerles una cosa única en su especie, y aquel que trajese la mejor y más rara, sería el que se casase con su hija.

Pusiéronse en camino, cada cual por su lado, y al cabo de mucho tiempo se volvieron á reunir allende los mares, en lejanas tierras, sin que ninguno hubiese hallado cosa hermosa y única en su especie. Estando en estas tribulaciones, sin cesar de procurar lo que buscaban, se encontró el primero que había llegado, con un viejecito, que le dijo si le quería comprar un espejito.

Contestó que no, pues que para nada le podía servir aquel espejo tan chico y tan feo.

Entonces el vendedor le dijo que tenía aquel espejo una gran virtud, y era que se veían en él las personas que su dueño deseaba ver, y habiéndose cerciorado de que ello era cierto, se lo compró por lo que le pidió.

El que había llegado el segundo, al pasar por una calle, se encontró al mismo viejecito, que le preguntó si quería comprarle un botecito con bálsamo.

—¿Para qué me ha de servir ese bálsamo?—preguntó al viejecito.

—Dios sabe—respondió éste,—pues este bálsamo tiene una gran virtud, que es la de hacer resucitar á los muertos.

En aquel momento acertó á pasar por allí un entierro; se fué á la caja, le echó una gota de bálsamo en la boca al difunto, que se levantó tan bueno y dispuesto, cargó con su ataúd y se fué á su casa; lo que visto por el segundo pretendiente, compró al viejecito su bálsamo por lo que le pidió.

Mientras el tercer pretendiente paseaba metido en sus conflictos por la orilla del mar, vió llegar sobre las olas una arca muy grande, y acercándose á la playa se abrió y salieron saltando en tierra infinidad de pasajeros.

El último, que era un viejecito, se acercó á él, y le dijo si le quería comprar aquella arca.

—¿Para qué la quiero yo,—respondió el pretendiente—si no puede servir sino para hacer una hoguera?

—No, señor,—repuso el viejecito,—que posee una gran virtud, pues que en pocas horas lleva á su dueño y á los que con él se embarcan adonde apetecen ir y donde deseen: ello es cierto; puede usted cerciorarse por estos pasajeros, que hace pocas horas se hallaban en las playas de España.

Cercioróse el caballero, y compró el arca, por lo que le pidió su dueño.

Al día siguiente se reunieron los tres y cada cual contó muy satisfecho que ya había hallado lo que deseaba y que iba, pues, á regresar á España.

El primero dijo cómo había comprado un espejo, en el que se veía, con sólo desearlo, la persona ausente que se quería ver; y para probarlo, presentó su espejo, deseando ver á la niña que todos tres pretendían.

¡Pero cuál sería su asombró cuando la vieron tendida en un ataúd y muerta!

—Yo tengo,—exclamó el que había comprado el bote,—un bálsamo que la resucitaría; pero de aquí á que lleguemos, ya estará enterrada y comida de gusanos.

—Pues yo tengo,—dijo á su vez el que había comprado el arca,—un arca que en pocas horas nos pondrá en España.

Corrieron entonces á embarcarse en el arca, y á las pocas horas saltaron en tierra y se encaminaron al pueblo en que se hallaba el padre de su pretendida.

Hallaron á éste en el mayor desconsuelo por la muerte de su hija, que aún se hallaba de cuerpo presente.

Ellos le pidieron que los llevase á verla, y cuando estuvieron en el cuarto en que se encontraba el féretro, se acercó el que tenía el bálsamo, echó unas gotas sobre los labios de la difunta, la que se levantó tan buena y risueña de su ataúd, y volviéndose á su padre, le dijo:

—¿Lo ve usted, padre, cómo los necesitaba á los tres?

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BELLA-FLOR

Había una vez un padre que tenía dos hijos; al mayor le tocó la suerte de soldado y fué á América, donde estuvo muchos años. Cuando volvió, su padre había muerto y su hermano disfrutaba del caudal y se había puesto muy rico. Fuese á casa de éste y le encontró bajando la escalera.

—¿No me conoces?—le preguntó.

El hermano le contestó con mala manera que no.

Entonces se dió á conocer, y su hermano le dijo que fuese al granero, que allí hallaría un arca, que era la herencia que le había dejado su padre, y siguió su camino sin hacerle más caso.

Subió al granero y halló un arca muy vieja, y dijo para sí:

—Para qué me puede á mí servir este desvencijado arcón? ¡Pero, anda con Dios! Me servirá para hacer una hoguera y calentarme, que hace mucho frío.

Cargó con él y se fué á su mesón, donde cogió un hacha y se puso á hacer pedazos el arcón, y de un secreto que tenía cayó un papel. Cogiólo, y vió que era la escritura de una crecida cantidad que adeudaban á su padre. La cobró y se puso muy rico.

Un día que iba por la calle encontró á una mujer que estaba llorando amargamente; la preguntó qué tenía, y ella le contestó que su marido estaba muy malo, y que, no sólo no tenía para curarlo, sino que se lo quería llevar á la cárcel un acreedor, al que no podía pagar lo que le debía.

—No se apure usted—le dijo José;—no llevarán á su marido á la cárcel ni venderán lo que tiene, que yo salgo á todo; le pagaré sus deudas, le costearé su enfermedad y su entierro si muere, y así lo hizo todo; pero se encontró que cuando el pobre se hubo muerto, después de pagado el entierro no le quedaba un real, habiendo gastado toda su herencia en esa buena obra.

—Y ahora, ¿qué hago?—se preguntó á sí mismo;—¿ahora que no tengo que comer? Me iré á una corte y me pondré á servir.

Así lo hizo, y entró de mozo en el Palacio del Rey.

Se portó tan bien y el Rey le quería tanto, que le fué ascendiendo hasta que lo hizo su primer gentilhombre.

Entre tanto su descastado hermano había empobrecido, y le escribió pidiéndole que lo amparase; y como José era tan bueno, le amparó, pidiendo al Rey le diese á su hermano un empleo en Palacio, y el Rey se lo concedió.

Vino, pues, pero en lugar de sentir gratitud hacia su buen hermano, lo que sentía era envidia al verlo privado del Rey, y se propuso perderlo. Para eso se puso á inquirir lo que para su intento le importaba averiguar, y supo que el Rey estaba enamorado de la Princesa Bella-Flor, y que ésta, como que era el Rey viejo y feo, no le quería, y se había ocultado en un palacio escondido por esos breñales, nadie sabía dónde. El hermano fué y le dijo al Rey que José sabía dónde estaba la Bella-Flor, y correspondía con ella. Entonces el Rey muy airado mandó venir á José, y le dijo que fuese al momento á traerle la Princesa Bella-Flor, y que si se venía sin ella lo mandaba ahorcar.

El pobre, desconsolado, se fué á la cuadra para coger un caballo é irse por esos mundos sin saber por dónde tirar para encontrar á Bella-Flor. Vió entonces un caballo blanco, muy viejo y flaco, que le dijo:

—Tómame á mí y no tengas cuidado.

José se quedó asombrado de oir hablar á un caballo; pero montó en él y echaron á andar, llevando tres panes de munición que le dijo el caballo que cogiese.

Después que hubieron andado un buen trecho se encontraron un hormigal, y el caballo le dijo:

—Tira ahí esos tres panes para que coman las hormiguitas.

—Pero ¿para qué—dijo José,—si nosotros los necesitamos?

—Tíraselos—repuso el caballo,—y no te canses nunca de hacer bien.

Anduvieron otro trecho y encontraron á un águila que se había enredado en las redes de un cazador.

—Apéate—le dijo el caballo—y corta las mallas de esa red y libra á ese pobre animal.

—¿Pero vamos á perder el tiempo en eso?—respondió José.

—No le hace; haz lo que te digo y no te canses nunca de hacer bien.

Anduvieron otro trecho y llegaron á un río, y vieron á un pececito que se había quedado en seco en la orilla, y por más que se movía con ansias de muerte, no podía volver á la corriente.

—Apéate—dijo á José el caballo blanco,—coge ese pobre pececito y échalo al agua.

—Pero si no tenemos tiempo de entretenernos—contestó José.

—Siempre hay tiempo para hacer una buena obra—respondió el caballo blanco,—y nunca te canses de hacer bien.

A poco llegaron á un castillo, metido en una selva sombría, y vieron á la Princesa Bella-Flor que estaba echando afrecho á sus gallinas.

—Atiende—le dijo á José el caballo blanco;—ahora voy á dar muchos saltitos y hacer piruetas, y esto le hará gracia á Bella-Flor; te dirá que quiere montar un rato, y tú la dejarás que monte; entonces yo me pondré á dar coces y relinchos, se asustará, y tú le dirás entonces que eso es porque no estoy hecho á que me monten las mujeres, y montándome tú me amansaré; te montarás, y saldré á escape hasta llegar al Palacio del Rey.

Todo sucedió cual lo había dicho el caballo, y sólo cuando salieron á escape conoció Bella-Flor la intención de robarla que había traído aquel jinete.

Entonces dejó caer el afrecho que llevaba al suelo, en que se desperdigó, y le dijo á su compañero que se le había derramado el afrecho y que se lo recogiese.

—Allí donde vamos—respondió José—hay mucho afrecho.

Entonces, al pasar bajo un árbol, tiró por alto su pañuelo, que se quedó prendido en una de las ramas más altas, y dijo á José que se apease y se subiese al árbol para cogérselo; pero José le respondió:

—Allá donde vamos hay muchos pañuelos.

Pasaron entonces por un río y ella dejó caer en él una sortija, y le pidió á José que se apease para cogérsela; pero José le respondió que allí donde iban había muchas sortijas.

Llegaron, por fin, al palacio del Rey, que se puso muy contento al ver á su amada Bella-Flor; pero ésta se metió en un aposento en el que se encerró, sin querer abrir á nadie. El Rey la suplicó que abriese, pero ella dijo que no abriría hasta que le trajesen las cosas que había perdido por el camino.

—No hay más remedio, José—le dijo el Rey,—sino que tú que sabes las que son, vayas por ellas; y si no las traes, te mando ahorcar.

El pobre José se fué muy afligido á contárselo al caballito blanco, el que le dijo:

—No te apures; monta sobre mí, y vamos á buscarlas.

Pusiéronse en camino, y llegaron al hormigal.

—¿Quisieras tener el afrecho?—preguntó el caballo.

—¿No había de querer?—contestó José.

—Pues llama á las hormiguitas y diles que te lo traigan, que si aquél se ha desperdigado, te traerán el que han sacado de los panes de munición, que no habrá sido poco.

Y así sucedió; las hormiguitas, agradecidas á él, acudieron, y le pusieron delante un montón de afrecho.

—¿Lo ves—dijo el caballito—cómo el que hace bien, tarde ó temprano recoge el fruto?

Llegaron al árbol al que había echado Bella-Flor su pañuelo, el que ondeaba como un banderín en una de las ramas más altas.

—¡Cómo he de coger yo ese pañuelo—dijo José—si para eso se necesitaría la escala de Jacob!

—No te apures—respondió el caballito blanco,—llama al águila que libertaste de las redes y ella te le cogerá.

Y así sucedió. Llegó el águila, cogió con su pico el pañuelo, y se lo entregó á José.

Llegaron al río, que venía muy turbio.

—¿Cómo he de sacar esa sortija del fondo de este hondo río, cuando ni se ve, ni se sabe el sitio en que Bella-Flor la echó?—dijo José.

—No te apures—respondió el caballito;—llama al pececito que salvaste, que él te la sacará.

Y así sucedió; y el pececito se zambulló y salió tan contento meneando la cola, con el anillo en la boca.

Volvióse, pues, José muy contento al palacio; pero cuando le llevaron las prendas á Bella-Flor, dijo que no abriría ni saldría de su encierro, mientras no friesen en aceite al pícaro que la había robado de su palacio.

El Rey fué tan cruel que se lo prometió, y dijo á José que no tenía más remedio que morir frito en aceite.

José se fué muy afligido á la cuadra, y contó al caballo blanco lo que le pasaba.

—No te apures—le dijo el caballito,—móntate sobre mí, correré mucho y sudaré; úntate tu cuerpo con mi sudor, y déjate confiado echar en la caldera, que no te sucederá nada.

Y así sucedió todo; y cuando salió de la caldera, salió hecho un mancebo tan bello y gallardo, que todos quedaron asombrados, y más que nadie Bella-Flor, que se enamoró de él.

Entonces el Rey, que era viejo y feo, al ver lo que le había sucedido á José, creyendo que á él le sucediese otro tanto, y que entonces se enamoraría de él Bella-Flor, se echó en la caldera y se hizo un chicharrón.

Todos entonces proclamaron por Rey al Chambelán, que se casó con Bella-Flor.

Cuando fué á darle gracias por sus buenos servicios al que todo se lo debía, al caballito blanco, éste le dijo:

—Yo soy el alma de aquel infeliz en cuya ayuda, enfermedad y entierro gastaste cuanto tenías; y al verte tan apurado y en peligro, he pedido á Dios permiso para poder á mi vez acudir en tu ayuda y pagarte tus beneficios. Por eso te he dicho, y te lo vuelvo á decir, que nunca te canses de hacer bien.

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EL LIRIO AZUL

VERSIÓN VALENCIANA

Había vez y vez un Rey que tenía tres hijos, á los que dijo que daría la corona á aquel de los tres que le trajese el lirio azul.

Echáronse los hijos cada cual por distinto rumbo á buscarlo por esos mundos.