Dolores. Página de una crónica de familia - Gertrudis Gómez de Avellaneda - E-Book

Dolores. Página de una crónica de familia E-Book

Gertrudis Gómez de Avellaneda

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Beschreibung

«Dolores» (1851) es una novela histórica escrita por Gertrudis Gómez de Avellaneda que narra un episodio en la historia de su familia. Doña Beatriz de Avellaneda, mujer del conde de Castro-Xeriz, se opone a la boda que el rey Juan II de Castilla ha dispuesto entre Dolores, la hija de Beatriz, y un bastardo: Rodrigo de Luna.

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Seitenzahl: 141

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Gertrudis Gómez de Avellaneda

Dolores. Página de una crónica de familia

ESCRITA POR LA SEÑORITA DOÑA

Saga

Dolores. Página de una crónica de familia

 

Copyright © 1851, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726679656

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CARTA PROLOGO.

SEÑOR DIRECTOR DEL SEMANARIO PINTORESCO.

madrid, enero 5 de 1851.

 

Dos noches de desvelo me ha ocasionado vd., señor director del semanario , con su peticion de una novela para aquel lindo periódico. Deseaba yo complacerle, y me devanaba los sesos, como suele decirse, por encontrar en los escondrijos de mi imaginacion algo que me satisfaciese: pero todo era en balde, pues no parecia sino que aquella rica abastecedora de halagüeñas mentiras se declaraba en quiebra, en quiebra que segun las apariencias nada tenia de fraudulenta. En medio del vivísimo dolor que produjo en mí aquel descubrimiento imprevisto, recordé que mi primera tragedia, Alfonso Munio, tan feliz para con el público, habia debido su ecsistencia á otro momento de inercia de la facultad creadora; á un momento de cansancio y de aburrimiento, en el que no hallando cosa mejor me habia entretenido revolviendo viejos documentos suministrados por el archivo de mi familia. De ellos habia sacado la noble y caballeresca figura del alcaide de Toledo, y en ellos esperaba encontrar algun otro tipo de los pasados tiempos, que por el contraste que ofreciese con los de nuestro siglo, alcanzase la dicha de interesar algunos momentos á los benévolos lectores del ameno periódico cuya prosperidad deseo. Mi esperanza no quedó frustrada del todo, ni del todo satisfecha: los personages que he escogido para componer este pequeño cuadro que hoy va á juzgar vd., no son acaso los mas interesantes que hubiera podido proporcionarme en aquel vasto museo de figuras colosales, si se comparan con las de nuestra época; pero confesaré una flaqueza: la circunstancia de llevar mi apellido los principales actores del drama sencillísimo que copio á continuacion de estas líneas, pudo tanto en mí, que les concedí desde luego la preferencia, no obstante el justo recelo que instantáneamente concebia de que el interes que me inspiraban mis héroes, nacido en gran parte por las simpatías de la sangre, no fuese comunicable á los indiferentes, que solo buscasen en esta historia el interes de los sucesos.

Combatida de dicho temor, pero arrastrada por el afecto del corazon que se recreaba en bosquejar rasgos que se le hacian queridos, escribí los adjuntos capítulos, y aunque cada uno de ellos lleva mi nombre al pié, he creido conveniente encabezar su conjunto con esta carta prólogo en que declaro que ninguna pretension, segun se dice ahora, me anima á dar publicidad á Dolores; que nada he inventado, que ningun esfuerzo de ingenio ha sido menester para presentar bajo las formas de una novela la estraña y dolorosa historia de aquella pobre criatura que ecsistió realmente, como todos los personages que en torno de ella se agrupan en este breve cuadro, y que el lector encontrará tambien si le place buscarlos, en las crónicas mas conocidas del reinado de D. Juan II de Castilla. Mi trabajo, pues, se ha reducido á copiar con fidelidad, y de vez en cuando á llenar algun pequeño vacío que solia advertir en el original, escrito con bastante descuido y con menos pormenores de los que se me hacian necesarios para llenar mi objeto. Por lo demas, ninguna gloria puede resultarme del mérito que haya en la presente historia, y al confesarlo humildemente, ruego á los suscritores del semanario , á quienes la dedico en muestra de mi aprecio y buena voluntad, que tampoco se quejen de mí si no alcanza Dolores la fortuna de agradarles, toda vez que he comenzado por ecsimirme de los honores, y por consiguiente de la responsabilidad de inventora.

Dicho esto, nada tengo que añadir, sino que formo sincerísimos votos por la dilatada vida del semanario , y por las ventajas de todo género que merece su ilustrado director, y porque proporcione su lectura completo solaz y entretenimiento á sus constantes suscritores, y principalmente á sus bellas suscritoras.

G. G. de avellane da .

CAPITULO I.

EL BAUTIZO DE UN PRÍNCIPE HEREDERO.

Apenas serian las nueve de la mañana del dia 12 de Enero de 1425, y por cierto no habia salido el sol á regocijar la tierra con todo el esplendor y la pompa que requeria la gran solemnidad que iba á verificarse en aquel dia. Nebuloso se mostraba el cielo, y fria y punzante la atmósfera, cosas no estraordinarias en aquella estacion; pero asaz desagradables y hasta inoportunas cuando toda la ciudad de Valladolid se aprestaba llena de júbilo á festejar grandemente al sagrado bautismo del primer fruto masculino que se dignaba conceder la Providencia al feliz himeneo de D. Juan II de Castilla y de doña María de Aragon, su esposa prima.

Desde los primeros albores del alba habia comenzado en los barrios mas tranquilos por lo comun en aquella hora, desusado movimiento, que iba aumentándose considerablemente á medida que se veia mas prócsimo el instante solemne de la augusta cere monia: mas donde se hacia mas notable la afluencia de gente y el tumulto consiguiente á ella, era en la calle conocida con el nombre de Teresa Gil, honrada entonces por habitar en ella los reyes, y en la plaza mayor, donde casualmente tenian vecinas sus respectivas moradas los tres poderosos magnates á quienes cabia la alta honra de sacar de pila al heredero del trono. Eran estos el condestable D. Alvaro de Luna, conde de Santisteban; el almirante D. Alonso Enriquez, y el adelantado de Castilla, D. Diego Gomez de Sandoval, conde de Castro–Xeriz, acompañándoles, como madrinas del escelso recien-nacido, sus esposas doña Elvira de Portocarrero, doña Juana de Mendoza y doña Beatriz de Avellaneda.

Cada uno de aquellos felices personajes tenia, como era consiguiente, numerosos adictos y enemigos (que nunca faltan ni unos ni otros á los que ejercen autoridad y se encumbran por cualquier mérito real ó caprichosa fortuna), y segun sus sentimientos particulares cada uno de sus apasionados ensalzaba ó censuraba la nueva distincion regia que colmaba de gloria á los que eran objeto de sus esperanzas ó envidias. Aquí se oian lamentaciones, allá aplausos: unos se escandalizaban de que se llevase á su complemento el orgullo de D. Alvaro de Luna, con honras de que le declaraban indigno, y complaciéndose en recordar la oscuridad de su orígen, pronosticaban desastres increibles en el reino, á causa del favor en que parecia establecido aquel dichoso advenedizo. Otros, por el contrario, ponian en las nubes las cualidades del valido, y aseguraban la creciente prosperidad de Castilla, si continuaba dirigiendo con su prudencia y talento el ánimo del monarca. Algunos se admiraban de que no fuese solo D. Alvaro el honrado con el padrinazgo; muchos llevaban á mal que aceptasen la asociacion de aquel favorito, personages tales como D. Alonso Enriquez y D. Diego Gomez de Sandoval.—El viejo almirante, decian los primeros, solo debia ocuparse de preparar su viaje á la otra vida; y el bueno del conde de Castro, que siempre se ha mostrado mas celoso por el servicio del rey de Aragon que por el bien de Castilla, no merece en verdad que se le conceda hoy la mas señalada muestra de estimacion que puede ambicionar el súbdito mas leal por premio de sus sacrificios.

Un nieto de reyes, esclamaban al mismo tiempo los de otro bando, un varon tan ilustre en todos conceptos como lo es D. Alonso Henriquez, no debia tener por compañero en esta merced á un D. Alvaro de Luna. ¿Y el Adelantado? prorrumpian otros: ¿es justo que el rey iguale á este digno caballero con el aventurero afortunado que no alcanza otra gloria que la de haber seducido el corazon de S. A.? Nadie mas que D. Diego Gomez de Sandoval merecia sostener en la pila bautismal al infante que debe gobernarnos algun dia. El mismo almirante, magüer en sangre real no deja de ser un bastardo, que no puede adornarse con blasones tan legítimos y tan puros como los que honran la casa del conde de Castro–Xériz.

Tales eran las pláticas que por do quier se escuchaban, y hasta las damas, que iban apareciendo en los balcones entre cortinajes de seda, discutian acaloradamente en pro y en contra de la eleccion real.

Las otras madrinas, decian unas, van á quedar deslucidas por la muger del condestable. Nadie sabe como él ser espléndido cuando quiere: ni dama brilla en la corte que pueda competir en gracia y en bizarría con su jóven esposa doña Elvira.

Doña Beatriz de Avellaneda vale cien veces mas, replicaban otras: aunque menos jóven es mucho mas hermosa, y nunca podrá aquirir D. Alvaro el buen gusto y la natural magnificencia del conde de Castro–Xeriz, que al fin nació siendo lo que es, y no ha menester aprender los aires de personage.

¡Callad! esclamaba otra: ni la condesa de Castro, ni la de Santisteban, por bellas que las pinteis y por riquezas que ostenten, se harán notar tanto como doña Juana de Mendoza, la esposa del almirante. Porque tiene 60 años, la juzgais fuera de toda competencia: pues sabed que ni Elvira de Portacarrero, con su rostro afiligranado y su juventud florida, ni Beatriz de Avellaneda, con su aspecto arrogante y su orgullosa hermosura, alcanzarán la dignidad natural de la ilustre matrona, que perdiendo con la edad las gracias de la figura, parece haber acrecentado dotes preciosísimas del alma, que se reflejan en aquella, y que la hacen todavía la muger mas amable de Castilla.

En tanto que estas conversaciones se tenian, la calle de Teresa Gil y la Plaza Mayor iban llenándose mas y mas de curioso gentío, y volando rápidamente los instantes, se acercaba á mas andar la hora señalada para trasladarse los padrinos al palacio de los reyes. Verlos salir y ecsaminarlos de cerca, era el impaciente anhelo de aquella multitud que se agitaba en los pórticos, que comenzaba ya á posesionarse de todo el ámbito de la plaza, y que bien pronto debia refluir y dilatarse por las calles del tránsito, hasta las puertas de la real morada, delante de las cuales eran ya numerosos los grupos de cortesanos. Pero ni en el mismo palacio habia tanta agitacion como en las casas de los padrinos. Todo era en ellas movimiento y alegría, todo entrar y salir escuderos y pajes, que en aquel gran dia ostentaban la opulencia de sus señores con el lujo inusitado de sus costosos trages. Adornábanse los primeros con terciopelos y damascos; y hasta los criados de inferior categoría se pavoneaban ufanos con sus vestidos de finísima grana, mientras que los principales actores de aquella fies ta solemne se disponian á aparecer en público deslumbrantes con la profusa copia de brocados y pedrerías que á competencia cargaban en aquellos momentos sobre sus personas, mas ó menos adornadas de antemano por la pródiga naturaleza.

Eran las diez y media: treinta minutos solo faltahan para el instante señalado por los reyes para la ceremonia, cuando, comenzando á satisfacer la inquieta curiosidad del gentio, se presentaron antes que los otros, el almirante y su esposa, saliendo á pié de su morada en medio de una brillante comitiva. Magníficas eran las galas de doña Juana de Mendoza, aunque apropiadas á sus muchos años, y con magestuoso continente llevaba todavía el buen D. Alonso Henriquez su rico manto recamado de oro, y forrado de riquísimas pieles; pero todo su lujo y la verdadera dignidad que podia notarse en aquella venerable pareja, no pudo fijar sino un momento de atencion general, llamada poderosamente hácia la casa del condestable, cuyas macizas puertas se abrieron con ruido de par en par en el instante en que D. Alonso y su muger atravesaban la plaza. Digno de príncipes era ciertamente el lucido séquito que comenzó á salir precediendo á D. Alvaro, y el concurso de espectadores tuvo necesidad de retroceder y oprimirse para dejar campo al tropel de numerosos servidores de aquel suntuoso valido, que se dejó ver por fin, dando la mano á su Elvira, resplandecientes ambos con el doble brillo de la juventud y de la dicha, que hacian parecer inútiles los otros esplendores que les prestaba la opulencia. El condestable pasó con gracioso desembarazo por entre las oleadas humanas, sin que un momento se apartase de sus delgados labios la sonrisa algo desdeñosa que le era característica, mas llevando en su erguida frente y en sus ojos vivaces y penetrantes una espresion de alegría y benevolencia, que no le era tan comun como aquella. Su elegante consorte repartia mientras tanto saludos afectuosos por la triple hilera de balcones que coronaba la plaza, y en los cuales innumerables ojos, negros y fulgurantes, se clavaban en ella ávidamente, para recoger los mas insignificantes pormenores de su magnífico tocado. Cuando hubieron pasado aquellos personajes y sus respectivas comitivas, todas las miradas se dirigieron únicamente hácia la casa del conde de Castro; pero nada anunciaba en ella la prócsima salida de sus dueños. Ya pisaban los otros padrinos los umbrales régios, y todavía no habian visto aparecer los concurrentes de la plaza al adelantado de Castilla, cuya inconcebible tardanza comenzaba á dar pábulo á mil suposiciones mas ó menos verosímiles.

Nosotros, en vez de fatigar al lector con la noticia de ellas, le haremos salir de duda, introduciéndole sin ceremonia en lo interior de aquel edificio, delante del cual tanto se afanaba la curiosidad, sin atinar ni remotamente con la simple y verdadera causa del retardo que la sorprendia é impacientaba. En uno de los departamentos de aquella gran casa, mas notable por su capacidad que por su construccion, se nos presenta á la vista, amables lectores mios, una graciosa estancia compuesta de sala de forma oval, gabinetito redondo y espaciosa alcoba casi cuadrada. Los dos primeros están tapizados de damasco azul celeste: á la tercera la reviste coquetamente (pásesenos esta palabra) una seda mas ligera, de color de perla, sembrada de grandes rosas. Todos los muebles de aquel elegante aposento son de un gusto sencillo y esquisito, poco comun en la época: se ven esparcidas por las sillas del gabinete en agradable desórden varias labores femeniles no terminadas aún; sobre la mesa del tocador abundan tambien mil lindas baratijas que anuncian el secso del dueño de aquella estancia, y al fondo de la alcoba se descubre un lecho blanco, delante del cual ha olvidado sin duda la negligente camarera dos zapatillas de terciopelo verde, cuyas breves dimensiones dan testimonio de haber calzado los mas pulidos piés que pueden haber hollado la tiorra de Castilla.

La puerta de cristal de aquella alcoba tiene enfrente otra igual, pero tan cerrada y cubierta por sus cortinillas de tafetan púrpura, que no nos es dado por ahora penetrar mas adentro. Nadie aparece por allí: cuando en toda la casa reina el bullicio mas alegre, aquel aposento yace en calma y en silencio, no interrumpiendo este sino los gorgeos de dos jilguerillos que en sus jaulas doradas celebraban la claridad del dia, desde las dos ventanas que dan paso á la luz en la sala y en el gabinete. La de este último, no aclarando la alcoba por su frente, pues está situada á su lado izquierdo dando vistas á un jardin, deja el recinto del lecho en una semi-oscuridad que place á la vista y á la imaginacion, prestándole un no sé qué de vago y misterioso que armoniza con aquel dormitorio virginal en donde el mismo sol parece penetrar respetuoso.

El frio intenso de la estacion no se percibe en aquella estancia: se encuentra uno envuelto en tibia y perfumada atmósfera, en aquella atmósfera especial que distingue en todos los paises del mundo la mansion habitual de una muger hermosa y delicada.

La que ecsaminamos nos parece tan característica, que hasta inferimos de ella la edad, la índole y las inclinaciones de su modesta habitadora; y tanto es así, que cuando vemos entrar de repente á una matrona hermosísima cubierta de espléndidas galas que sabe llevar con desdeñoso desembarazo, nos sentimos dispuestos á esclamar sin vacilacion: ¡no ella!

Pero al nombre de Dolores, que en alta voz articula al lanzarse al gabinete, se abre de súbito la puertecita de cristal, hasta entonces cerrada, y aparece como encuadrada en su centro la casi ideal figura de una jóven de diez y seis años, blanca, esbelta, con sencillísimo arreo, y con tal espresion de delicadeza, sensibilidad y modestia en la melancólica mirada de sus grandes ojos pardos, que no nos es posible dejar de reconocerla por la apacible deidad de aquel modesto santuario.