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Sabes una profunda exploración de las dinámicas sociales, la complejidad moral y las aspiraciones individuales dentro del marco de la Cuba colonial. Gertrudis Gómez de Avellaneda cuestiona las jerarquías raciales y de género, examinando la intersección entre el amor, la esclavitud y la justicia en una sociedad marcada por profundas desigualdades. A través de personajes como Sab y Carlota, la novela aborda temas de idealismo, opresión y los límites impuestos por la tradición y las normas sociales. Desde su publicación, Sab ha sido reconocida por su innovadora crítica a la esclavitud y su exploración de sentimientos y derechos negados a los marginados. Su análisis de temas universales como la búsqueda de la libertad, el sacrificio por el amor y la lucha contra las estructuras opresivas ha consolidado su lugar en la literatura hispanoamericana. La profundidad psicológica de sus personajes y la intensidad de su narrativa continúan resonando con los lectores, ofreciendo una visión conmovedora de la injusticia y el anhelo de redención. La vigencia de la novela radica en su capacidad para iluminar los conflictos entre las emociones humanas y las barreras impuestas por el orden social. Al examinar los dilemas morales y las aspiraciones truncadas por la discriminación, Sab invita a reflexionar sobre el peso de la desigualdad y la resistencia de los sentimientos ante un mundo adverso.
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Seitenzahl: 272
Veröffentlichungsjahr: 2025
Gertrudis Gómez de Avellaneda
SAB - Una historia de amor, esclavitud y libertad en la Cuba colonial
SAB : Una historia de amor, esclavitud y libertad en la Cuba colonial
Primera parte
Segunda parte
Gertrudis Gómez de Avellaneda
1814 - 1873
Gertrudis Gómez de Avellaneda fue una escritora y poeta cubano-española, considerada una de las figuras más destacadas de la literatura hispanoamericana del siglo XIX. Nacida en Puerto Príncipe, en la entonces Capitanía General de Cuba, Avellaneda es reconocida por su poesía apasionada y su lucha por la igualdad, así como por sus novelas que abordaron con valentía temas como la esclavitud y la posición de la mujer en la sociedad. Su obra maestra, "Sab" (1841), es una de las primeras novelas antiesclavistas de la literatura en español.
Primeros Años y Educación
Gertrudis Gómez de Avellaneda nació en una familia acomodada de origen español en Cuba. Desde joven, mostró un gran interés por la literatura, escribiendo poesía y teatro. En 1836, su familia se trasladó a España, donde comenzó su carrera literaria con el pseudónimo de "La Peregrina". Su llegada a la península le permitió integrarse en los círculos intelectuales de Madrid, donde recibió reconocimiento por su talento poético y su dominio del verso.
Carrera y Contribuciones
Avellaneda es conocida por su innovadora poesía romántica y sus obras narrativas que desafiaron las normas sociales de su época. Su novela "Sab" expone la injusticia de la esclavitud a través de la historia de un esclavo negro enamorado de su dueña blanca. A diferencia de otras novelas contemporáneas, "Sab" aborda la esclavitud no solo como un problema económico, sino como una cuestión moral y humana.
Otra obra destacada es "Baltasar" (1852), una novela histórica que explora el heroísmo y la libertad individual. En el teatro, Avellaneda también se hizo un nombre con obras como "Munio Alfonso" y "Egilona", ambas con fuertes protagonistas femeninas que desafían el rol tradicional de la mujer. Su poesía, marcada por la pasión y la melancolía, la situó como una de las grandes voces del Romanticismo.
Impacto y Legado
La obra de Avellaneda fue revolucionaria en su tiempo. Fue una de las primeras escritoras en denunciar la situación de la mujer y la esclavitud en el mundo hispano. Su talento y audacia la llevaron a ser propuesta para la Real Academia Española en 1853, aunque fue rechazada debido a su género. Su literatura influyó en generaciones posteriores de escritores feministas y antiesclavistas.
A pesar de enfrentar críticas y rechazo por su condición de mujer y sus ideas avanzadas, Avellaneda se consolidó como una figura esencial de la literatura en español. Su estilo, cargado de emotividad y profundidad filosófica, sigue siendo objeto de estudio en la actualidad.
Gertrudis Gómez de Avellaneda falleció en 1873 en Sevilla. Aunque durante su vida enfrentó prejuicios y desafíos, su obra ha perdurado y hoy es reconocida como una de las más importantes del siglo XIX. Su valentía para abordar temas tabú y su exquisita sensibilidad poética la han convertido en un referente indispensable de la literatura hispanoamericana.
El legado de Avellaneda sigue vigente en el estudio de la literatura y el feminismo. Su lucha por la justicia y la libertad resuena en las generaciones actuales, consolidándola como una precursora del pensamiento moderno y una escritora imprescindible en la historia de las letras hispánicas.
Sobre la obra
Sab es una profunda exploración de las dinámicas sociales, la complejidad moral y las aspiraciones individuales dentro del marco de la Cuba colonial. Gertrudis Gómez de Avellaneda cuestiona las jerarquías raciales y de género, examinando la intersección entre el amor, la esclavitud y la justicia en una sociedad marcada por profundas desigualdades. A través de personajes como Sab y Carlota, la novela aborda temas de idealismo, opresión y los límites impuestos por la tradición y las normas sociales.
Desde su publicación, Sab ha sido reconocida por su innovadora crítica a la esclavitud y su exploración de sentimientos y derechos negados a los marginados. Su análisis de temas universales como la búsqueda de la libertad, el sacrificio por el amor y la lucha contra las estructuras opresivas ha consolidado su lugar en la literatura hispanoamericana. La profundidad psicológica de sus personajes y la intensidad de su narrativa continúan resonando con los lectores, ofreciendo una visión conmovedora de la injusticia y el anhelo de redención.
La vigencia de la novela radica en su capacidad para iluminar los conflictos entre las emociones humanas y las barreras impuestas por el orden social. Al examinar los dilemas morales y las aspiraciones truncadas por la discriminación, Sab invita a reflexionar sobre el peso de la desigualdad y la resistencia de los sentimientos ante un mundo adverso.
¿Quién eres? ¿Cuál es tu patria?
Las influencias tiranas
De mi estrella me formaron monstruo de especies tan raras, que gozo de heroica estirpe en las dotes del alma, siendo el desprecio del mundo.
Hace veinte años, poco más o menos, un joven de hermosa presencia atravesaba a caballo los pintorescos campos que riega el Tínima una tarde del mes de junio, y dirigía a paso corto su brioso alazán por la senda conocida en el país como el camino de Cubitas, por conducir a las aldeas de este nombre, llamadas también tierras rojas. El joven al que nos referimos se hallaba a cuatro leguas de Cubitas, su lugar de origen, y a tres de la ciudad de Puerto Príncipe, capital de la provincia central de la isla de Cuba, como lo es en la actualidad, pero que hacía entonces muy pocos años había dejado su humilde estatus de villa.
Tal vez por desconocimiento del camino que seguía o por placer, el viajero acortaba cada vez más el paso de su caballo y le paraba a trechos para examinar los sitios por donde pasaba. En realidad, era muy probable que sus repetidas detenciones solo tuvieran por objeto admirar más a su antojo los fértiles campos de aquel país privilegiado, que debían resultarle más atractivos si, como indicaban su tez blanca y sonrosada, sus ojos azules y su cabello dorado, había venido al mundo en una región del norte.
El sol terrible de la zona tórrida se acercaba a su ocaso entre ondeantes nubes de púrpura y plata, y sus últimos rayos, ya tibios y pálidos, vestían de un colorido melancólico los campos vírgenes de aquella joven naturaleza, cuya vigorosa y lozana vegetación parecía acoger con regocijo la brisa apacible de la tarde, que comenzaba a agitar las copas frondosas de los árboles agostados por el calor del día. Bandadas de golondrinas se cruzaban.
En todas direcciones, buscando su albergue nocturno, posaban el verde papagayo con sus franjas de oro y grana, el cao de un negro nítido y brillante, el carpintero real de férrea lengua y plumaje matizado, la alegre guacamalla, el ligero tomeguín, la mariposa tornasolada y otras muchas aves indígenas. Se posaban en las ramas del tamarindo y del mango aromático, rizando sus variadas plumas como para recoger en ellas el soplo consolador del aire.
El viajero, después de haber atravesado sabanas inmensas donde la vista se pierde en los dos horizontes que forman el cielo y la tierra, y prados coronados de palmas y gigantescas ceibas, tocaba por fin a un cercado, anuncio de propiedad. De hecho, divisaba a lo lejos la fachada blanca de una casa de campo y, en ese momento, el joven dirigió su caballo hacia ella, pero lo detuvo de repente y se apostó a la vereda del camino, dispuesto a esperar a un paisano que se acercaba a pie hacia aquel sitio con paso mesurado y cantando una canción del país cuya última estrofa el viajero entendió perfectamente:
Una morena me mata,
Tened de mí compasión, pues no la tiene la ingrata que adora mi corazón.
El campesino estaba ya a tres pasos del extranjero y, al verle en actitud de aguardarle, se detuvo frente a él y ambos se miraron un momento antes de hablar. Acaso la notable hermosura del extranjero causó cierta suspensión en el campesino, el cual, sin duda, atrajo las miradas de aquel.
El recién llegado era un joven de alta estatura y proporciones regulares, pero de una fisonomía particular. No parecía un criollo blanco, tampoco era negro ni parecía descendiente de los
de los primeros habitantes de las Antillas. Su rostro presentaba una combinación singular en la que se descubría el cruce de dos razas diversas, y en la que se amalgamaban, por así decirlo, los rasgos de la casta africana con los de la europea, sin ser, sin embargo, un mulato perfecto.
Su color era un blanco amarillento con cierto fondo oscuro; su ancha frente estaba medio cubierta con mechones desiguales de un pelo negro y lustroso como las alas del cuervo; su nariz era aguileña, pero sus labios gruesos y amoratados denotaban su procedencia africana. Tenía la barba un poco prominente y triangular, los ojos negros, grandes y rasgados, bajo cejas horizontales, en los que se reflejaba el fuego de la primera juventud, a pesar de que surcaban su rostro algunas ligeras arrugas. La combinación de estos rasgos formaba una fisonomía característica, una de aquellas que fijan las miradas a primera vista y que jamás se olvidan cuando se han visto una vez.
El traje de este hombre no se diferenciaba del que usan generalmente los labriegos en toda la provincia de Puerto Príncipe: un pantalón de cotín de anchas rayas azules y una camisa de hilo listada, ceñida a la cintura por una correa de la que pende un ancho machete, y un sombrero de Yarey bastante desgastado cubriendo la cabeza: un traje demasiado ligero, pero cómodo y casi necesario en un clima abrasador.
El extranjero rompió el silencio y, hablando en castellano con una pureza y facilidad que parecían desmentir su fisonomía septentrional, dijo al labriego:
— Buen amigo, ¿tendría la bondad de decirme si la casa que se divisa desde aquí es la del Ingenio de Bellavista, perteneciente a don Carlos de B...?
El campesino hizo una reverencia y contestó:
— Sí, señor, todas las tierras que se ven allá abajo pertenecen al señor don Carlos.
— Sin duda es usted vecino de ese caballero y podrá decirme si ha llegado ya con su familia.
— Desde esta mañana están aquí los dueños, y puedo servirle de guía si quiere visitarlos.
El extranjero asintió con la cabeza para aceptar el ofrecimiento y, sin esperar otra respuesta, el labriego se puso en camino para conducirle a la casa, que ya estaba cerca. Pero tal vez no deseaba llegar tan pronto, pues hizo que su caballo anduviera muy despacio, volvió a entablar conversación con su guía mientras examinaba con miradas curiosas el lugar en el que se encontraba.
— ¿Dice usted que todas estas tierras pertenecen al señor de B...?
— Sí, señor.
— Parecen muy fértiles.
— Lo son, en efecto.
— Esta finca debe producir mucho a su dueño.
— Tiempos ha habido, según he llegado a entender, en que este ingenio daba a su dueño doce mil arrobas de azúcar cada año, porque entonces más de cien negros trabajaban en sus cañaverales; pero los tiempos han variado y el propietario actual de Bellavista no tiene más que cincuenta negros y su zafra no supera las seis mil arrobas de azúcar.
— Vida muy fatigosa deben de tener los esclavos en estas fincas — observó el extranjero —, y no me extraña que su número haya disminuido tanto.
— Es una vida terrible, en efecto — respondió el labrador arrojando a su interlocutor una mirada de simpatía —. Bajo este cielo de fuego, el esclavo casi desnudo trabaja toda la mañana sin descanso, y a la hora terrible del mediodía jadea, abrumado bajo el peso de la leña y de la caña que lleva sobre sus espaldas, y abrasado por...
Los rayos del sol tuestan su cutis, y el infeliz llega así a gozar de todos los placeres que la vida le ofrece: dos horas de sueño y una ración escasa. Cuando llega la noche con sus brisas y sus sombras para consolar a la tierra abrasada, y toda la naturaleza descansa, el esclavo va a regar con su sudor y sus lágrimas el recinto donde la noche no tiene sombras ni la brisa frescura. Porque allí el fuego de la leña ha sustituido al sol, y el infeliz negro gira sin cesar alrededor de la máquina que arranca la caña y ve pasar horas y horas, y el sol que se pone le encuentra todavía allí. ... ¡Ah, sí! Es un cruel espectáculo ver a la humanidad degradada, hombres convertidos en brutos que llevan en su frente la marca de la esclavitud y en su alma la desesperación del infierno.
El labriego se detuvo de repente como si hubiera notado que había hablado demasiado, bajó los ojos y dejó asomar una sonrisa melancólica, y añadió con prontitud:
— Pero la causa principal de la decadencia del Ingenio de Bellavista no es la muerte de los esclavos, sino la venta de muchos de ellos y de tierras, y, sin embargo, aún es una finca de bastante valor.
Dicho esto, volvió a andar en dirección a la casa, pero se detuvo a pocos pasos al darse cuenta de que el extranjero no le seguía. Al volverse hacia él, sorprendió una mirada fija en su rostro con una expresión de notable sorpresa. En efecto, el aire de aquel labriego parecía revelar algo grande y noble que llamaba la atención, y lo que acababa de oírle el extranjero, con un lenguaje y una expresión que no correspondían a la clase que denotaba su traje, acrecentó su admiración y curiosidad. El joven campesino se había acercado al caballo de nuestro viajero con el semblante de un hombre que espera una pregunta que adivina que se le va a dirigir, y no se engañaba, pues el extranjero no pudo reprimir su curiosidad y le dijo:
— Presumo que tengo el gusto de estar hablando con algún distinguido propietario de estas cercanías. No ignoro que los criollos
Cuando están en sus haciendas de campo, gustan vestirse como simples labriegos, y sentiría ignorar por más tiempo el nombre de la persona que con tanta cortesía se ha ofrecido a guiarme. Si no me equivoco, usted es amigo y vecino de D. Carlos de B...
El rostro de aquel a quien se dirigían estas palabras no mostró la menor extrañeza al oírlas, pero fijó en el que hablaba una mirada penetrante; luego, como si la dulce y graciosa fisonomía del extranjero dejase satisfecha su mirada indagadora, respondió bajando los ojos:
— No soy propietario, señor forastero, y aunque mi corazón late con fuerza y siempre está dispuesto a sacrificarse por D. Carlos, no puedo llamarme amigo suyo. Pertenezco — prosiguió con una sonrisa amarga — a aquella raza desventurada sin derechos, soy mulato y esclavo.
— ¿Conque eres mulato? — dijo el extranjero, tomando nota de la declaración de su interlocutor y adoptando el tono de despreciativa familiaridad con el que se habla con los esclavos — : bien lo sospeché al principio, pero tienes un aire tan poco común en tu clase, que luego cambié de opinión.
El esclavo continuaba sonriéndose, pero su sonrisa era cada vez más melancólica y, en aquel momento, también tenía un deje de desprecio.
— Es — dijo volviendo a fijar los ojos en el extranjero — que a veces el alma es libre y noble, aunque el cuerpo sea esclavo y villano. Pero ya es de noche y voy a conducir a su merced al ingenio, que está muy próximo.
La observación del mulato era exacta. El sol, arrancado violentamente del hermoso cielo de Cuba, había cesado de alumbrar aquel país que ama, aunque sus altares estén ya destruidos, y la luna pálida y melancólica se acercaba lentamente para tomar posesión de sus dominios.
El extranjero siguió a su guía sin interrumpir la conversación:
— ¿Conque eres esclavo de don Carlos?
— Tengo el honor de ser su mayoral en este ingenio.
— ¿Cómo te llamas?
— Mi nombre de bautismo es Bernabé, mi madre me llamó siempre Sab y así me han llamado luego mis amos.
— ¿Tu madre era negra o mulata como tú?
— Mi madre nació libre y princesa en un país donde su color no era un signo de esclavitud. Bien lo saben todos aquellos que, como ella, fueron conducidos aquí desde las costas del Congo por los traficantes de carne humana. Pero en su país fue princesa y aquí fue vendida como esclava.
El caballero sonrió disimuladamente al oír el título de princesa que Sab daba a su madre, pero como parecía interesado en la conversación de aquel esclavo, quiso prolongarla:
— Tu padre sería blanco indudablemente.
— ¡Mi padre! Yo no le he conocido jamás. Salía mi madre apenas de la infancia cuando fue vendida al señor don Félix de B..., padre de mi amo actual y de otros cuatro hijos. La infeliz gimió inconsolable durante dos años, sin poder resignarse a la horrible mudanza de su suerte; pero, pasado este tiempo, algo cambió en ella y volvió a amar la vida porque mi madre amó. Una pasión absoluta se encendió con toda su intensidad en aquel corazón africano. A pesar de su color, mi madre era hermosa, y sin duda su pasión encontró correspondencia, pues salí al mundo por entonces. El nombre de mi padre fue un secreto que jamás quiso revelar.
— Tu suerte, Sab, será menos digna de lástima que la de los otros esclavos, pues el cargo que desempeñas en Bellavista demuestra el aprecio y afecto que te tiene tu amo.
— Sí, señor, jamás he sufrido el trato duro que generalmente se da a los negros ni he sido condenado a largos y fatigosos trabajos. Tenía solamente tres años cuando murió mi protector, don Luis, el hijo más joven del difunto don Félix de B..., pero dos horas antes de dejar este mundo, aquel excelente joven tuvo una larga y
— secreta conferencia con su hermano don Carlos —, y, según se conoció después, me había dejado en manos de su bondad. Así encontré en mi amo actual el corazón bueno y piadoso del amable protector que había perdido. Se casó algún tiempo después con una mujer... ¡Un ángel! Y me adoptó. Yo tenía seis años cuando mecía la cuna de la señorita Carlota, fruto primero de aquel feliz matrimonio. Más tarde, fui su compañero en los juegos y los estudios, porque hija única durante cinco años, su inocente corazón no medía la distancia que nos separaba y me concedía el cariño de un hermano. Con ella aprendí a leer y a escribir, porque nunca quiso recibir lección alguna sin su pobre mulato Sab. Gracias a ella, cogí afición a la lectura; sus libros y los de su padre han estado siempre a mi disposición, han sido mi recreo en estos páramos, aunque también muchas veces han suscitado en mi alma ideas aflictivas y amargas cavilaciones.
El esclavo interrumpió su relato, no pudiendo ocultar la profunda emoción que a pesar suyo revelaba su voz. Pero se hizo al momento señor de sí mismo: se pasó la mano por la frente, sacudió ligeramente la cabeza y añadió con más serenidad:
— Por mi propia elección fui calesero durante algunos años, luego quise dedicarme al campo y hace dos que asisto en este ingenio.
El extranjero sonreía maliciosamente desde que Sab habló de la conferencia secreta que el difunto don Luis tuvo con su hermano, y cuando el mulato cesó de hablar, le dijo:
— Es extraño que no seas libre, pues don Luis de B... te quiso tanto y parece natural que don Carlos te otorgase o te diera posteriormente la libertad.
— ¡Mi libertad! — exclamó el mulato —. Sin duda, la libertad es algo muy dulce, pero yo nací esclavo: era esclavo desde el vientre de mi madre.
— Estás acostumbrado a la esclavitud — interrumpió el extranjero, muy satisfecho de haber expresado el pensamiento que suponía del mulato.
No le contradijo, pero se sonrió con amargura y, como si se recrease con las palabras que profería lentamente, añadió:
— Desde mi infancia fui escriturado a la señorita Carlota: soy su esclavo y quiero vivir y morir en su servicio.
El extranjero picó un poco con la espuela a su caballo; Sab iba delante, apresurando el paso a medida que el hermoso alazán de raza normanda en el que iba su interlocutor iba más deprisa.
— Ese afecto y esa buena ley te honran mucho, Sab, pero Carlota de B... Va a casarse y quizá la dependencia de un amo no te resultará tan grata como la de tu joven señorita.
El esclavo se paró de repente y miró fijamente al extranjero, que prosiguió:
— Detuve mi caballo también por un momento.
— Siendo un sirviente en el que confían tus dueños, no ignorarás que Carlota tiene concertado su casamiento con Enrique Otway, hijo único de uno de los más ricos comerciantes de Puerto Príncipe.
Tras estas palabras se hizo un momento de silencio, durante el cual es indudable que se verificó en el alma del esclavo un incomprensible trastorno. Se le cubrió la frente de arrugas verticales, lanzaron sus ojos un resplandor siniestro, como la luz del relámpago que brilla entre nubes oscuras, y como si una idea repentina le hubiera aclarado las dudas, exclamó después de un instante de reflexión:
— ¡Enrique Otway! Ese nombre y vuestra fisonomía indican un origen extranjero... — Vos sois, sin duda, el futuro esposo de la señorita de B...
— No te engañas, joven, yo soy en efecto Enrique Otway, futuro esposo de Carlota, y el mismo que procurará que su unión contigo no sea un mal para ti, al igual que ella, te prometo hacer menos dura tu triste condición de esclavo. Pero aquí está la
Taranquera: ya no necesito guía. A Dios, Sab, puedes continuar tu camino.
Enrique metió espuelas a su caballo, que atravesó la taranquela a galope. El esclavo le siguió con la vista hasta que le vio llegar delante de la puerta de la casa blanca. Entonces clavó los ojos en el cielo, dio un profundo gemido y se dejó caer sobre un ribazo.
Diré que su frente brilla,
más que nieve en valle oscuro:
diré su bondad sencilla,
y el carmín de su mejilla.
como su inocencia pura.
— ¡Qué hermosa noche! Acércate, Teresa, ¿no te encanta respirar una brisa tan refrescante?
— Para ti debe ser más hermosa la noche y las brisas más puras: para ti, que eres feliz. Desde esta ventana ves a tu buen padre adornar por sí mismo con ramas y flores las ventanas de esta casa; este día en que tanto has llorado debe ser para ti motivo de placer y regocijo. Hija adorada, esposa futura del amante de tu elección, ¿qué puede afligirte, Carlota? Tú ves en esta noche tan bella la precursora de un día más bello aún: el día en que verás a tu Enrique aquí. ¿Cómo lloras, pues? Hermosa, rica, querida... no eres tú la que debe llorar.
— Es cierto que soy dichosa, amiga mía, pero ¿cómo podría volver a ver sin profunda melancolía estos sitios que encierran para mí tantos recuerdos? La última vez que vivimos en este ingenio, yo gozaba de la compañía de la madre más tierna. También era madre tuya, Teresa, pues como tal te amaba: ¡todo ternura era aquel alma! Han pasado cuatro años desde que habitó con nosotras esta casa. Aquí lucieron para ella los últimos días de felicidad y vida. Pocos transcurrieron desde que dejamos esta hacienda y volvimos a la ciudad, cuando la atacó la mortal dolencia que la condujo prematuramente al sepulcro. ¿Cómo era posible que al volver a estos sitios, que no había visto desde entonces, no sintiese el influjo de memorias tan queridas?
— Tienes razón, Carlota, ambas debemos llorar eternamente una pérdida que nos privó a ti de la mejor de las madres y a mí de mi única protectora.
Tras este breve diálogo, se produjo un largo intervalo de silencio que aprovecharemos para dar a conocer a nuestros lectores a las dos protagonistas.
Señoritas cuya conversación acabamos de referir con escrupulosa exactitud, y el local en que se llevó a cabo.
Era una pequeña sala baja y cuadrada que se comunicaba con la sala principal de la casa a través de una puerta de madera pintada de verde oscuro. Además, tenía una ventana rasgada casi desde el nivel del suelo, que se elevaba hasta la altura de un hombre, con antepecho de madera formando una media luna hacia fuera y compuertas también de madera que, a la sazón, estaban abiertas para dejar pasar la brisa apacible de la noche y refrescar la estancia.
Los muebles que adornaban esta habitación eran muy sencillos, pero elegantes, y se veían hacia el fondo, uno junto a otro, dos catres de lienzo, como los que se usan comúnmente en todos los pueblos de la isla de Cuba durante los meses más calurosos. Una especie de lecho flotante conocido como hamaca, pendía oblicuamente de una esquina a otra de la estancia, invitando con sus suaves ondulaciones al adormecimiento producido por el calor excesivo.
No había ninguna luz artificial en la habitación, que estaba alumbrada únicamente por la claridad de la luna que penetraba por la ventana. Junto a esta ventana y frente a otra, estaban las dos señoritas sentadas en dos anchas poltronas conocidas como butacas. Nuestros lectores hubieran conocido sin duda a la tierna Carlota en las dulces lágrimas que derramaba todavía por la memoria de su madre muerta hacía cuatro años. Su hermosa y pura frente descansaba en una de sus manos, mientras apoyaba el brazo en el antepecho de la ventana. Sus cabellos castaños, divididos en dos mitades iguales, caían formando multitud de rizos en torno a un rostro de diecisiete años. Examinado escrupulosamente a la luz del día, aquel rostro tal vez no hubiera presentado un modelo de perfección; pero el conjunto de sus delicadas facciones y la mirada llena de alma de sus grandes y hermosos ojos pardos daban a su fisonomía, alumbrada por la luna, un no sé qué de angélico y penetrante imposible de describir. Aumentaba lo ideal de aquella
Su figura, con un vestido blanquísimo que marcaba los contornos de su esbelto y gracioso talle, denotaba una estatura elevada y admirables proporciones, aun cuando estaba sentada.
La figura que se notaba frente a ella presentaba cierto contraste. Joven todavía, pero privada de las gracias de la juventud, Teresa tenía una de aquellas fisonomías insignificantes que no dicen nada al corazón. Sus facciones no eran ni repugnantes ni atractivas. Nadie la llamaría fea después de examinarla; sin embargo, nadie la creería hermosa al verla por primera vez, y su rostro sin expresión parecía tan impropio para inspirar odio como amor. Sus ojos, de un verde oscuro, bajo dos cejas rectas y compactas, miraban con frialdad y sequedad, sin el encanto de la tristeza ni la gracia de la alegría. Tanto si reía como si lloraba, aquellos ojos eran siempre los mismos. Su risa y llanto parecían un efecto del arte en una máquina, y ninguna de sus facciones participaba de aquella conmoción. Sin embargo, tal vez cuando una gran pasión o un fuerte sacudimiento hacía salir de su letargo a aquella alma apática, entonces la expresión repentina de los ojos de Teresa era pasmosa. Su mirada era rápida, su expresión fugitiva, pero viva, enérgica y elocuente. Y, cuando volvían aquellos ojos a su habitual nulidad, el que los veía se admiraba de que fuesen capaces de un lenguaje tan terrible.
Hija natural de un pariente lejano de la esposa de D. Carlos, perdió a su madre al nacer y vivió con su padre, un hombre libertino que la abandonó a su suerte y a la crueldad de una madrastra que la odiaba. Así fue desde su nacimiento oprimida con el peso de la desventura, y cuando por la muerte de su padre fue acogida por la señora de B... y su esposo, ni el cariño que halló en esta feliz pareja ni la tierna amistad que la dispensó Carlota fueron ya suficientes para despojar a su carácter de la rigidez y austeridad que había adquirido en la desgracia. Su altivez natural, herida constantemente por su nacimiento y su escasa fortuna, que la constituían en una eterna dependencia, habían agriado insensiblemente su alma, y a fuerza de ejercitar su sensibilidad parecía haberla agotado. Ocho años atrás, en la época en que comienza nuestra historia, se...
Teresa vivía bajo la protección del señor de B..., el único pariente en quien había encontrado afecto y compasión. Aunque este tiempo pudiera ser el más dichoso de su vida, no estuvo exento de grandes mortificaciones. El destino parecía haberla colocado junto a Carlota para hacerle conocer toda la inferioridad y desgracia de su posición mediante un triste contraste. Junto a una joven bella, rica, feliz, que gozaba del cariño de unos padres idólatras, que era el orgullo de toda una familia y que se veía sin cesar rodeada de obsequios y alabanzas, Teresa se sentía humillada y disimulaba su mortificación, volviéndose cada vez más fría y reservada. Al verla siempre seria e impasible, se podía creer que su alma imprimía sobre su rostro aquella helada tranquilidad que, a veces, se asemeja a la estupidez; pero aquella alma no era incapaz de grandes pasiones, sino que estaba formada para sentirlas. Pero, ¿quiénes son los ojos lo bastante perspicaces para leer en una alma cubierta con la dura corteza que forman las largas desventuras? Muchas veces descubrimos la señal de la insensibilidad en un rostro frío y severo, y casi nunca adivinamos que es la máscara que cubre al infortunio.
Carlota amaba a Teresa como a una hermana y, acostumbrada ya a la sequedad y reserva de su carácter, nunca se ofendió por no ver correspondida dignamente su afectuosa amistad. Viva, ingenua e impresionable, Carlota apenas podía comprender el carácter triste y profundo de Teresa, su energía en el sufrimiento y su constancia en la apatía. Carlota, a pesar de su maravilloso talento, había llegado a creer, como todos, que su amiga era uno de esos seres buenos, pacíficos, fríos y apáticos, incapaces de crímenes como de grandes virtudes, y a los que no se les puede pedir más de lo que dan, porque el tesoro de su corazón es escaso.
Inmóvil, Teresa se estremeció de repente con un movimiento convulsivo al oír que era su Enrique quien galopaba.
— Oigo el galope de un caballo — dijo — : sin duda es tu Enrique.
Carlota de B... levantó su linda cabeza y un leve matiz de rosa se extendió por sus mejillas.
— En efecto — dijo —, oigo galopar, pero Enrique no llegará hasta mañana: mañana fue el día señalado para su vuelta de Guanaja. Sin embargo, puede haber querido adelantarlo... ¡Ah, sí, él es! Ya oigo su voz que saluda a papá. — Teresa, tienes razón — añadió, echando su brazo izquierdo al cuello de su prima y enjugando con la otra la última lágrima que se deslizaba por su mejilla — ; tienes razón. ¡Soy muy dichosa!
Teresa, que se había puesto en pie y miraba atentamente por la ventana, volvió a sentarse con lentitud: su rostro recobró su helada y casi estúpida inmovilidad, y pronunció entre dientes:
— ¡Sí, eres muy dichosa!
Carlota ya no lloraba: los penetrantes recuerdos de una madre querida se desvanecieron a la presencia de un amante adorado. Junto a Enrique solo ve a él. Para ella, el universo entero es aquel reducido espacio donde mira a su amante, porque ama Carlota con todas las ilusiones de un primer amor, con la confianza y abandono de la primera juventud y con la vehemencia de un corazón formado bajo el cielo de los trópicos.
Tres meses habían transcurrido desde que se planteó su matrimonio con Enrique Otway, y en ese tiempo habían pronunciado diariamente los juramentos de un eterno cariño: juramentos que eran tan santos e inviolables para su corazón tierno y virginal como si hubiesen sido consagrados por las más augustas ceremonias. Ninguna duda, ningún asomo de desconfianza había emponzoñado un afecto tan puro, porque cuando amamos por primera vez, hacemos de Dios al objeto que nos cautiva. La imaginación le prodiga ideales perfecciones, el corazón se entrega sin temor y no sospechamos que el ídolo que adoramos puede convertirse en el ser real y positivo que la experiencia y el desengaño nos muestra con harta prontitud, desnudo del brillante ropaje de nuestras ilusiones.
Aún no había llegado para la sensible isleña esta época dolorosa de una primera desilusión: aún veía a su amante como un ser encantado.
Prisma de la inocencia y del amor, todo en él era bello, grande y sublime.
¿Merecía Enrique Otway una pasión tan hermosa? ¿Participaba de aquel divino entusiasmo que hace soñar un cielo en la tierra? ¿Comprendía su alma a aquella alma apasionada de la que era señor? Lo ignoramos: los acontecimientos nos lo dirán en breve y fijarán la opinión de nuestros lectores sobre este punto. No queriendo anticiparles nada, nos limitaremos por ahora a darles algún conocimiento de las personas que figuran en esta historia y de los acontecimientos que precedieron a la época en que comenzamos a referirla.
Mujer quiero con caudal.
Sabido es que las riquezas de Cuba atraen en todo tiempo a innumerables extranjeros, que con una industria y actividad medianas no
tardan en enriquecerse de una manera asombrosa para los indolentes isleños, que, satisfechos con la fertilidad de su suelo y con la facilidad con que se vive en un país de abundancia, se adormecen, por así decirlo, bajo su sol de fuego y abandonan a la codicia y actividad de los europeos todos los ramos de agricultura, comercio e industria, con los cuales se levantan en corto número de años innumerables familias.
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