Obras completas. Tomo 5. Leyendas, novelas y artículos literarios - Gertrudis Gómez de Avellaneda - E-Book

Obras completas. Tomo 5. Leyendas, novelas y artículos literarios E-Book

Gertrudis Gómez de Avellaneda

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Beschreibung

Esta obra es una recopilación de leyendas, novelas y artículos escritos por Gertrudis Gómez de Avellaneda: "La velada del helecho", "La bella toda", "La montaña maldita", "La flor del ángel", "La ondina del lago azul", "La dama de Amboto", "Una anécdota de la vida de Cortés", "El aura blanca", "La baronesa de Joux", "El cacique de Turmequé" y "La mujer: artículos".-

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Gertrudis Gómez de Avellaneda

Obras completas. Tomo 5. Leyendas, novelas y artículos literarios

 

Saga

Obras completas. Tomo 5. Leyendas, novelas y artículos literarios

 

Copyright © 1877, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726679649

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

La Velada del helécho.

La bella Toda.

La Montaña maldita.

La Flor del ángel.

La Ondina del lago azul.

La Dama de Amboto.

Una anécdota de la vida de Cortés.

El Aura blanca.

La Baronesa de Tours.

El Cacique de Tormequé.

La Mujer: artículos.

LA VELADA DEL HELECHO ó EL DONATIVO DEL DIABLO.

LEYENDA FUNDADA SOBRE UNA TRADICION SUIZA ( 1 ).

I.

Al tomar la pluma para escribir esta sencilla leyenda de los pasados tiempos, no se me oculta la imposibilidad en que me hallo de conservarle toda la magia de su simplicidad, y de prestarle aquel vivo interes con que sería indudablemente acogida por los benévolos lectores (á quienes la dedico), si en vez de presentársela con las comunes formas de la novela, pudiera hacerles su relacion verbal junto al fuego de la chimenea, en una fria y prolongada noche de Diciembre; pero, más que todo, si me fuera dado trasportarlos de un golpe al país en que se verificaron los hechos que voy á referirles, y apropiarme el tono, el gesto y las inflexiones de voz con que deben ser realzados en boca de los rústicos habitantes de aquellas montañas. No me arredraré, sin embargo, en vista de mis desventajas, y la tradicion—cuyo nombre sirve de encabezamiento á estas líneas—saldrá de mi pluma tal cual llegó á mis oidos en los acentos de un jóven viajero, que — tocándome muy de cerca por los vínculos de la sangre—me perdonará sin duda el confiársela á la negra prensa, desnuda del encanto con que la revestia su palabra ( 2 ).

Era la víspera del dia en que solemniza la Iglesia la fausta natividad del Precursor del Mesías. El sol iba á ocultarse detras de las majestuosas cimas del Moleson y del Jomman, magníficas ramificaciones de los Alpes en la parte occidental de la Suiza, y la pequeña y pintoresca villa de Neirivue —situada á alguna distancia de las orillas del rio Sarine, en el canton de Friburgo — presentaba aquella tarde el espectáculo de un movimiento inusitado entre sus pacíficos moradores. La causa, sin embargo, no era otra que el estar convidados una parte de ellos — que en la época de nuestra historia no llegaban á 300 — á pasar la velada en la casa del rico ganadero Juan Bautista Kéller, poseedor del más grande y hermoso chalet de cuantos se conocian en Neirivue, y en el cual celebraba todos los años, en compañía de sus amigos, la noche que antecede á la festividad de su santo.

Los viejos del país, que podian atestiguar la antigüedad que tenía en él la costumbre de solemnizar la mencionada noche con alegres veladas, acudian gozosos á tomar parte en la fiesta del espléndido Kéller, quien en tales circunstancias ponia á disposicion de sus convidados los más exquisitos productos de su quesera, y los mejores vinos de Berna y de Friburgo. Los mozos, por su parte, no desperdiciaban la ocasion de solazarse un poco, descansando de las fatigas de sus diarias faenas; animado ademas cada uno de ellos con la lisonjera esperanza de bailar con Ida Kéller, que no era solamente una de las más ricas herederas del lugar, sino tambien la más apuesta y gentil doncella de cuantas pudieran encontrarse en muchas leguas á la redonda. A pesar de esto, mostrábase tan modesta y tan afable la hija de Juan Bautista, que la querian de todo corazon sus compañeras, y andaban tambien muy solícitas para ir á felicitarla el dia de su padre, luciendo con tan plausible motivo las galas de los domingos.

Veíanse, pues, circular por las calles de la humilde poblacion — dirigiéndose de todas partes al chalet de Kéller— bulliciosos pelotones de zagalas y pastores, entonando á coros aquellos cantos particulares de su país, cuyo mágico poder sería probablemente nulo para los oidos del extranjero, si no conociese de antemano ser tan grande el que ejerce sobre los naturales, que—segun nos ha hecho saber el elocuente autor de La Nueva Eloisa — hubo que prohibir bajo pena de muerte que se tocasen aquellas melodías, llamadas Ranz de las vacas, entre los soldados suizos; pues era tal la impresion que les hacian, que desertaban para volver á su patria ó sucumbian á la terrible enfermedad de la nostalgía.

El siempre limpio chalet del opulento ganadero ostentaba aquella tarde señales del extraordinario esmero con que procuraba la bella Ida hacerlo más agradable y digno de los regocijos de que iba á ser teatro. Hallábase construido aisladamente á las orillas de un arroyuelo formado por parte de las aguas del torrente de Hongryn, que — despues de perderse entre las villas de Allieres y Montvobon—vuelve á aparecer cerca de la de Neirivue, cuyo nombre toma, andando para ello cerca de legua y media por un canal subterráneo.

Lo exterior de aquel sencillo edificio de madera no ofrecia nada de notable; mas cuando se traspasaban sus humildes dinteles, echábase de ver que no carecia en él su dueño de ciertas comodidades poco comunes en los chalets;los cuales no consisten, generalmente, sino en cuatro extensas paredes de madera formando un cuadro, con techo de tablas sobrecargado de piedras, para servir de abrigo en el mal tiempo á los ganaderos y á sus reses, que se aposentan juntos en maravillosa armonía.

Distinguíase el de Kéller tanto por la mayor solidez de su construccion como por su capacidad y buen arreglo. Constaba, como los otros, de un solo piso bajo, pero suficiente para prestar alojamiento á los varios pastores que empleaba el dueño en la guarda de su numeroso ganado; teniendo ademas otro departamento reservado para él, y que será el único de que hablarémos, por estar destinado á servir de punto de reunion á los convidados para la velada de San Juan. Componíase, pues, dicha parte de la casa, de dos salitas cuadrilongas, de las cuales una estaba señalada—el dia á que nos referimos — para la recepcion de los convidados, y la otra para las mesas en que debian disfrutar más tarde la agradable refaccion que se les preparaba. Ornaban las paredes de la primera várias cornamentas de gamuza, que indicaban no ser Kéller ménos buen cazador que ganadero; confirmando la verdad de dichas señales, grandes cuchillos de monte confundidos entre aquéllas, y las escopetas que — en union con gruesos garrotes de agudas y férreas puntas, indispensables á los que transitan por los Alpes—se veian hacinadas debajo de las altas rinconeras en los cuatro ángulos de la sala. Dos largos bancos de pino, pintados de verde; una monstruosa mesa de encina; y algunas sillas de haya—agrupadas cerca del hogar—completaban el mueblaje; que tenía por exuberancia la añadidura de cuatro figuras de aliso hábilmente labrado, representando á la Santa Vírgen, al bienaventurado San Juan Bautista, al glorioso apóstol San Pedro y al bendito San Nicolas, objeto de especial devocion entre los friburgueses. Se ostentaban las mencionadas efigies sobre las rinconeras de encina, entre jarrones de flores, agrupadas con tal arte y variedad de colores, que demostraban haber andado en ellas la delicada mano de Ida Kéller.

A pesar de la buena disposicion de su chalet, el ganadero era bastante rico para no vivir en él, y habia hecho construir en el centro de la villa una linda casa de dos pisos, en la que se daba la importancia de un señor feudal; si bien conservándole siempre á su chalet el exclusivo privilegio de servir de teatro á las campesinas fiestas de la víspera de su Santo.

La tarde aparecia serena, y el sol se aproximaba á su ocaso, dejando coronadas las montañas con brillantes aureolas de sus últimos rayos, cuando los convidados de Kéller comenzaron á llegar al chalet, que al punto fué iluminado con numerosas hachas de viento, sembradas en las márgenes del arroyo, y por grandes faroles que se encendieron en lo interior de la casa. Juan Bautista, con aire de hospitalidad verdaderamente patriarcal, salió al encuentro de sus huéspedes; miéntras que su graciosa hija—puesta de pié en el umbral — tendia por todos los grupos que se acercaban anhelantes miradas, como procurando distinguir algun objeto, que sin duda no logró encontrar, pues — exhalando un suspiro — se adelantó á recibir á sus alegres compañeras, con una sonrisa que tenía algo de forzada y melancólica.

En breve fué tan numerosa lø concurrencia, que hallándose apretados en la pequeña sala del chalet, y viendo la serenidad del tiempo, corrieron los jóvenes de ambos sexos á esparcirse y á bailar á las orillas del arroyo, en tanto que las personas de madura edad tomaban posesion, en fuerza del hábito, de las inmediaciones del apagado hogar.

A los sonidos del tamboril y la zampoña, que tocaban dos pastores, la bulliciosa tropa juvenil comenzó á bailar con creciente vigor; pero Ida continuaba distraida y displicente, negándose á tomar parte en la danza, por más que la invitasen á porfía los mejores mozos de la villa. Sin embargo, quien la observase atentamente hubiera notado, poco despues, iluminarse de súbito su mirada con inefable expresion, y prestar nueva gracia á su fisonomía cierta sonrisa de triunfo, en el instante en que vino á interrumpir momentáneamente el baile la presencia de un nuevo personaje.

Era éste un jóven como de 22 á 23 años, delgado, esbelto, de estructura nerviosa, con hermosos ojos azules y rizados cabellos oscuros, tez fina y pálida, y manos cuya blancura indicaba un hombre no dedicado á los trabajos del campo.

— ¡Arnoldo Késsman! ¡Arnoldo Késsman! exclamaron al verle los circunstantes.— ¡Que baile con Ida! dijeron las doncellas. — Sí, que baile con Ida, repitieron, aunque de mala gana, los mancebos.

El recien llegado obedeció, presentando su diestra á la hermosa hija de Kéller, que no se negó esta vez á tomar parte en la danza; no, empero, sin decir ántes á su pareja con tono de reconvencion amorosa:— Sois el último que habeis venido, Késsman.

—Ya sabeis que me hallo verdaderamente esclavo — respondió el jóven al conducirla; —os he dicho cien veces que estoy sujeto al hombre más adusto é intratable de Helvecia.

— Salid, pues, de su casa; dejad á ese rudo conde de Montsalvens, repuso la doncella. ¿Os parece justo que no podamos vernos sino cuando su capricho lo permite?

El mancebo suspiró, pero no contestó palabra, porque la danza comenzaba. Miéntras ella dura, quiero dar algunas noticias á mis amables lectores del individuo cuya presencia ha disipado los enojos de la linda Kéller, y del otro que parece haber sido causa de la tardanza que les diera orígen.

No era ciertamente la época de nuestra historia de las más prósperas para el feudalismo, en la antigua Helvecia sobre todo; pero hay que advertir que el lugar que tenemos por especial teatro, es el que conservó por más tiempo el sello de aquel sistema.

Corrian los primeros años del siglo xv, y no se contaba todavía Friburgo entre los cantones emancipados, cuya confederacion consolidaron las victorias de Grandson y de Morat, obtenidas á mediados del mismo siglo. No se preveia entónces aquella próxima ruina del poder de Borgoña, ni ménos se contaba con los repetidos desastres que habian de forzar —poco despues—al emperador de Alemania á renunciar sus derechos y á celebrar la paz con la Suiza. Los friburgueses, constantemente agradecidos á los privilegios que les concediera Rodolfo de Hapsburgo por los años 1274, se mantenian fieles y adictos, no obstante el contagio de tan opuestos y victoriosos ejemplos, hasta que en 1450 la misma Austria tuvo á bien eximirle de sus juramentos.

Así, pues, aunque el feudalismo hubiese comenzado á decaer en Helvecia desde el siglo XIII; aunque las cruzadas — disminuyendo las familias privilegiadas — favorecieran el desarrollo de las ciudades; y que la triunfante insurreccion de Uri, Schwytz y Unterwalden, hubiese dado golpe mortal á la nobleza, ligada con el Austria en contra de ellos; ni esto ni los nuevos levantamientos que se sucedian rápidamente, siempre coronados con el triunfo, habian podido destruir el prestigio de las casas aristocráticas en el canton de Friburgo. El feudalismo, pues, aunque amenazado por todas partes, y en muchas completamente hundido, declinaba con gran lentitud en aquel lugar, hallando tenaces simpatías —que en vano hubiera buscado en ningun otro de la antigua Helvecia — cuyo nombre se habia cambiado por el de Suiza desde el sangriento bautismo de Morgarten.

Entre los grandes señores que tenian sus dominios en Friburgo, uno de los más poderosos, despues de los condes de la Gruyère, era el de Montsalvens, al cual servia en clase de paje el jóven Arnoldo Késsman, quien — como ya han comprendido sin duda nuestros perspicaces lectores—gozaba la dicha de ser adorador preferido de la bella Ida Kéller. Segun conjeturaban las gentes de Neirivue, pertenecia aquel paje á alguna noble familia, pero debió quedar huérfano desde los primeros dias de su vida, y con nada—al parecer—habia contado ni podia contar en el mundo, sino con el amparo de su señor; á quien la voz pública no aclamaba, sin embargo, hombre compasivo y generoso.

Enterados los lectores de las antedichas circunstancias, tornarémos á buscar los pastores y las zagalas, que están dando fin á su prolongada danza.

— ¡Arnoldo! decia un robusto moceton, que veia con envidia las preferencias que aquél alcanzaba de la hija de Juan Bautista, y que deseaba probar ante ésta la superioridad de su propio mérito, graduado por él segun la extension de las fuerzas corporales. ¡Arnoldo! ¿quereis luchar conmigo? El que derribe á su contrario tendrá derecho de estar toda la velada cerca de Ida Kéller.

— Forma un talle como el mio cada uno de vuestros brazos, Gester, respondió el provocado; pero no importa, lucharé con vos si lo permiten estas beldades.

— No por cierto, dijo Ida, asiéndose de uno de los brazos de su amante. Mirad, amigos; el cielo se va oscureciendo y viene de las montañas un viento desagradable. Os ruego volvamos al chalet, donde ya debe estar preparada la frugal colacion en que teneis la bondad de querer acompañarnos.

— Dice bien Ida, observó otra de las doncellas; ¡estaba tan hermoso el tiempo hace un momento!..... Késsman,— añadió riéndose,— habeis traido con vos la tempestad.

— La llevo siempre en el corazon, dijo Késsman en voz baja á su linda compañera; y continuó con ella en animada conversacion dirigiéndose al chalet, y siguiéndolos en tropel toda aquella gente turbulenta, que inundó como un torrente el hasta entónces pacífico recinto en que platicaban las personas machuchas.

Habian discutido sin alterarse sobre los precios de los cereales en aquel año; graduado la exportacion de quesos que tuviera Friburgo; y áun entraban ya en la enumeracion de las arbitrariedades y rapiñas del gobernador austriaco (á quien cordialmente detestaban, á pesar de obedecerle sumisos), cuando se vieron de pronto interrumpidas por la bulliciosa tropa que invadió sus dominios y desterró de ellos para siempre toda esperanza de calma. En balde los más ancianos,— que son por lo comun los más tenaces,— intentaron repetidas veces reanudar el roto hilo de sus graves discursos; imposible fué entenderse en medio de la algazara de la jóven cuadrilla, que intentaba continuar en la sala el baile comenzado en el campo. Para acallar á unos y disipar el enojo de otros, Juan Bautista creyó lo más prudente anunciar en alta voz que iban á dar las nueve, y que le parecia conveniente pasar á la otra sala, donde la refaccion los esperaba.

Nadie oyó con disgusto tan halagüeña noticia; y en un instante se vió sitiada por todos lados la ancha y larga mesa, colocada en medio del cuadrilongo que formaba el nuevo recinto, y que—cubierta por blanco mantel — ostentaba ricos quesos del país y exquisitas mantecas, alternando con promontorios de sazonadas y diversas frutas, y flanqueadas por anchas ánforas llenas de vino, y por cestillos atestados de tortas de cebada y panecillos de trigo.

Durante algunos minutos preocupó tanto á los convidados la presencia de aquellos apetitosos objetos—cuyo goce no limitaban solo al sentido de la vista— que reinó gran silencio en toda la compañía y pudo oirse el ruido del viento, arreciando por instantes, y no permitiendo duda de que el inconstante cielo de la Suiza habia hecho suceder la tempestad á la deliciosa calma con que comenzó la noche.

Sin embargo, la gente desvelada no parecia inquietarse por aquel cambio repentino, á que están habituados los moradores del país, y como la estacion alejaba temores de una avalanche ( 3 ), ni los silbidos del viento, ni los sordos y dilatados truenos—que devolvian las montañas— interrumpieron las inequívocas señales con que daban á entender á Juan Bautista que encontraban deliciosa la colacion prevenida.

Dos personas únicamente hacian poco honor á los incitantes manjares: eran Ida y Arnoldo, quienes—aprovechándose de la general distraccion — continuaban charlando en los términos siguientes:

II.

—Vuestro señor me parece un mal hombre,—decia, haciendo graciosos mohines, la hija de Juan Bautista.—No lo he visto sino una vez, que andaba de cacería con otros propietarios de los alrededores; pero os confieso, Arnoldo, que me hizo muy desagradable impresion su figura alta, flaca y acartonada, con aquellos ojillos grises y hundidos bajo la ancha y protuberante línea de sus cejas encrespadas. Apostaria cualquier cosa á que jamas se ve asomar la risa á los labios del tal magnate, y á que apénas conocen su voz las gentes de sus dominios. Pues no: los condes de la Gruyère, con ser tan grandes y poderosos, no tienen el orgullo de vuestro áspero Montsalvens, y no digo nada del jóven baron de Charmey, que es la llaneza misma. ¿ Conoceis al baron de Charmey, querido Arnoldo?

— Su castillo no está distante del de Montsalvens, Ida, pero no recuerdo haber visto nunca al sujeto á quien celebrais. Creo que viene rara vez á sus posesiones.

—¿Sus posesiones?..... no son muy vastas por cierto, aunque dice mi padre que ha sido opulenta aquella ilustre casa, y que áun debia serlo hoy dia, por una herencia á la que le asistia incuestionable derecho. En todo el país se murmura de vuestro señor, porque se ha apropiado dominios pingües, que le corresponden al baron.

—Ésas son, sin duda, habladurías, pues bien debeis conocer que no se dejaria despojar tan tranquilamente el señor de Charmey si tuviera en realidad los derechos que le supone el vulgo. He oido decir que cuando el conde tomó posesion de los señoríos á que habeis aludido, y que son, por cierto, de los mejores de Helvecia, intentó disputárselos el baron; pero pronto debió convencerse de la injusticia de sus pretensiones, toda vez que se apartó de ellas y no ha vuelto á pensar en renovarlas.

— Es verdad, Késsman, muchas veces se ha admirado mi padre de esa conducta del señor de Charmey, que él llama incomprensible; porque nadie le podrá persuadir que no tiene derechos preferentes á los dominios en cuestion. Pero ya veis: el baron es jóven y un poco mala cabeza, segun dicen; así se cuida poco de sus intereses y sólo piensa en divertirse. Os aseguro que me alegraria mucho de verle mostrar más prudencia, porque es tan amable, tan franco!..... habla con los villanos como si fuesen sus iguales, y todos lo quieren como á las niñas de sus ojos. ¡Mi padre, sobre todo, le tiene una ley!..... es verdad que la merece, pues los Kéllers siempre han sido muy favorecidos por los señores de Charmey. Mi difunta madre fué hija de un montero del viejo baron (que Dios haya perdonado), y el dicho montero mi abuelo (que tambien descansa en paz), tuvo una vez la dicha de salvar la vida á la señora baronesa Eleonora, que dicen era la más hermosa dama de su tiempo. Os contaré, si quereis, la ocasion y el modo de prestar mi abuelo tan importante servicio á la casa de su amo.

— Dejadlo para otro momento, mi querida Ida. ¡Alcanzo tan raras veces la felicidad de poder hablaros! Decidme solamente si habeis pensado en mí algunos minutos, durante tantos dias que hemos pasado sin vernos.

— ¡Y qué! ¿necesitais preguntar eso, ingrato? exclamó la jóven, dándole un golpecito sobre las manos con el ramillete que tenía en las suyas.

—No; sé que me amais; pero ¡oh Ida! temo que no haya esperanzas para nosotros..... que nunca, nunca he de poder llamaros mia. Este pensamiento ha de volverme loco.

— Dios protege los sentimientos puros,— repuso ella; ¿ por qué no hemos de confiar en su bondad infinita?

— Soy pobre, lo seré siempre, y vuestro padre (perdonadme el decirlo), vuestro padre es codicioso. Jamas dará su hija á un hombre que nada posee, ni espera poseer.

—Pero sois noble, Késsman, y como mi buen padre es tambien algo vano.....

—¿Noble?..... ¡decis que soy noble!..... ¿sé yo por ventura lo que soy? No he conocido nunca á mis padres; desde muy niño me hallé recogido como por caridad en casa de Montsalvens. No existe nadie por estas cercanías que tenga el apellido que á mí me dan, y que ignoro á qué familia pertenece. ¡El conde es tan taciturno! por más que me he aventurado en diversas ocasiones á hacerle preguntas sobre mi nacimiento, sólo he podido entrever que soy huérfano, y que mis padres, aunque muy desgraciados, no eran personas oscuras. Esto me ha indicado el conde; esto creen—sin darse cuenta de los fundamentos de su creencia — las personas del lugar; pero ni yo mismo puedo estar seguro de que sea cierto, y áun siéndolo, no es mi suerte, querida niña, muy envidiable por ello.

— Sabed, Késsman, que no falta quien sospeche podais ser hijo natural del mismo Montsalvens, y como no los tiene legítimos, bien pudiera suceder..... Pero no, no quiero aceptar la suposicion de que tengias por padre á ese antipático personaje. Vos, tan hermoso y tan bueno, ¿habriais de proceder de un hombre tan feo y tan egoista?

Sonrióse el paje y respondió:—Sois muy lisonjera conmigo y muy severa con mi protector; pero pienso, como vos, que carece de toda verosimilitud la suposicion á que os habeis referido. Sí, el conde de Montsalvens no es mi padre. Mas hablemos del vuestro, Ida. ¿Teneis alguna esperanza de que pueda ablandarse en favor nuestro?

— Confieso que lo conceptúo un milagro, y que, por tanto, sólo lo aguardo del poder y de la piedad divina.

— ¡Ah! ¡no! yo no espero nada,—exclamó el mancebo con profundo dolor. Nací con aciaga estrella; no hay para mí felicidad en la tierra!.....

— Es cosa horrible que os desalenteis de ese modo, mi buen Arnoldo, le dijo la doncella esforzándose por ocultar una lágrima—que temblaba á pesar suyo en sus hermosos párpados.—¡Escuchad! hablábamos hace poco del baron de Charmey, y no sin idea he pronunciado su elogio, porque más de una vez se me ha ocurrido implorar su poderosa mediacion en favor de nuestros amores. Habeis de saber que cuando fuimos mi padre y yo á felicitarle y á ofrecerle nuestros respetos, la última vez que estuvo en su castillo, me dijo muy bajito al despedirme: «Ya sé por William (William es su conserge, querido Késsman); ya sé por William que un buen mozo delira por tus ojos y que el papá no se muestra propicio; cuenta con mi apoyo cuando lo necesites.» Por desgracia dejó el castillo algunos dias despues, hace ya dos meses, y áun no ha vuelto..... Y eso que en aquella ocasion le dijo tambien á padre: «Resérvame un jarro de vino y el mejor pedazo de queso, la noche de la velada de San Juan, pues te advierto que quiero visitar tu chalet en aquella época de su gloria.»

— No presteis crédito, ángel mio, á las promesas de los nobles señores, porque tan prontos son en hacerlas comoen olvidarlas. Ademas, por grande que pueda ser el respeto de vuestro padre por el baron de Charmey, no condescenderia en dar su hija única á un pobre mancebo como yo, sin porvenir en el mundo. Necesito ser rico, y me es imposible. ¡Oh! ¡no acertaréis á imaginar cuán devorante es esta sed de oro que el amor ha despertado en mi alma! Daria mi vida por un solo dia de riqueza, porque ese dia, Ida, lo pasaria en vuestros brazos. ¡Dios mio! ¡perdonadme! pero momentos hay en que creo pagaria el oro á precio de mi salvacion eterna.

— No digais eso, Arnoldo; ¡oh! ¡no digais eso nunca!

Quiero que me ameis más que á todas las cosas del mundo, pero no consiento en que me prefirais á vuestra felicidad en la otra vida. Á pesar de todo lo que nos aflige, tengo el presentimiento de.....

La doncella no habia acabado su frase, cuando una de las puertas de la pieza en que se hallaban se abrió de repente con estrépito, y entró por ella un gallardo jóven de hasta ventisiete ó ventiocho años, en traje de cazador, dejando oir al mismo tiempo la concurrencia esta exclamacion unánime: ¡El señor baron de Charmey!

— El mismo en persona, respondió el nuevo personaje, apoderándose sin ceremonia de una de las sillas próximas á la mesa. Héme aquí, rollizo Kéller; vengo en busca de la parte de tu refaccion que te encargué me reserváras. No os molesteis por mí, buenas gentes—añadió al ver que se mantenian en pié los circunstantes:—volved á ocupar vuestros asientos y continuad divirtiéndoos como mejor os plazca, miéntras reconozco por mí mismo si Juan Bautista tiene, cual se asegura, los mejores quesos y los más añejos vinos del país.

Acabando estas palabras, empezó á comer y á beber con muestras de muy buen apetito; si bien echando investigadoras miradas por su alrededor, hasta que—descubriendo á Ida — las detuvo en ella, exclamando con galantería: — ¡Bendita sea por el glorioso San Juan la rosa de Neirivue, la estrella del Moleson! Brindo por la salud de Ida Kéller. —Y desocupó de un solo trago los restos del ánfora que tenía delante.

Juan Bautista se apresuró á acercarle otra enteramente llena, hacinando ademas junto á ella todos los cestillos de tortas y los diferentes platos de mantecas y quesos que quedaban en la mesa; no sin expresar al mismo tiempo cuán sensible le era no los hubiese comenzado su ilustre huésped, y que — si se dignaba aguardar un instante — se traerian nuevos manjares, más exquisitos é intactos.

—No hagas tal, contestó á esto el jóven cazador; los restos de tu refaccion bastarian para abastecer por muchas semanas la cartuja del Val-Sainte, fundada por mi digno abuelo el baron Gerardo de Corbières. Bebo segunda vez á la salud de todos los de la velada, y en particular por la persona que sea más grata entre todas á los bellos ojos de Ida Kéller.

— ¡Os ha mirado, Arnoldo! dijo en voz baja la doncella á su amante.

— A vos es á quien mira demasiado —respondió él, dominado por cierto impulso de celos.—Y desde aquel momento, á pesar de la hermosa y simpática presencia del jóven baron, y de la llaneza casi excesiva de su trato, se sintió poco dispuesto á participar del orgullo y la satisfaccion que causaba en los campesinos ver á un gran señor alternando con ellos. Kéller, sobre todo, en quien recaia la mayor parte de tan extraordinaria honra, no cabia en sí de gozo, y tan trastornado lo puso el regocijo, que rompió seguidamente dos grandes ánforas llenas de vino, de cuyo contenido hizo partícipes á los vestidos del mismo Charmey y de otros varios de sus convidados. Todo, empero, se le perdonaba en circunstancia tan rara como gloriosa.

Cuando hubo dado fin el baron á la doble racion de queso que él mismo se sirviera, sazonándola con repetidas libaciones, dijo volviéndose al ganadero: — Ya ves que soy fiel á mi palabra, pues he venido á tomar parte en tu fiesta desde no pequeña distancia; y luégo, ¡con qué tiempo! ¿Sabeis, mis buenos amigos, añadió dirigiéndose á la reunion, que hace una noche horrible para los que intenten velar el helecho este año? Vosotros al ménos velais debajo de un buen techo, y si aprieta el viento frio—que va haciéndose sentir— teneis abundante fuego, que he visto encender á mi llegada.

— Cuando vuestra señoría lo disponga, dijo Kéller, nos acercarémos á él; pero me sorprende, señor baron, que tengais noticia de la velada del helecho, pues creia que sólo nosotros, los hijos del pueblo, conociamos esa vieja costumbre.

— Permitidme decir, vecino Kéller, repuso otro ganadero llamado Tomas Huber — reputado hombre muy instruido entre sus compañeros — que la costumbre á que aludis no existe desde hace bastante tiempo; y tan es así, que acaso los jóvenes que se hallan presentes no tienen noticias de ella.

— ¡Yo sí!—¡Yo sí! — ¡Yo tambien! exclamaron muchos pastores y zagalas.

— No está tan olvidada como pensais la velada del helecho, Sr. Huber, dijo entónces el anciano Nicolas Bull. Sin ir más léjos, os puedo asegurar que dos personas la hicieron el año último, y no creo falte alguna que la haga en éste, á pesar de la tempestad que aumentará los horrores del camino de Evi.

— ¿ Conoce vuestra señoría, preguntó Kéller á su noble huésped, todas las particularidades de la tradicion de que se habla?

— Mejor sin duda de lo que crees, contestó aquél; pero, pues me brindabas hace poco con el calor de tu hogar, vamos allá, y me contaréis todo lo que sepais de esa antigua costumbre, que sentiría hubiese caido en desuso, como afirma el buen Tomas; pues tengo grandísima inclinacion y singular respeto por las viejas tradiciones.

El baron se levantó, se acercó á Ida, la ofreció el brazo, no sin mirar ántes al jóven Késsman con incalificable expresion, y toda la compañía fué á instalarse al rededor de la gran chimenea, en que chisporroteaba la gruesa leña de encina invadida por las llamas.

— No sé, dijo entónces Kéller—sentándose en frente de su ilustre huésped,—ni creo que pueda nadie saber, desde qué tiempo data precisamente la popular creencia, cuyas particularidades desea conocer su señoría; así como tampoco podriamos decir su orígen: lo cierto es que de padres á hijos se ha trasmitido durante muchas generaciones, y que—segun ella — es cosa notoria que la víspera de mi glorioso patron, cuando se cubren de helecho—planta hija de las sombras y de la humedad—los bordes del precipicio que llaman los de la tierra camino de Evi, precisamente á la mitad de la noche aparece en aquel lugar el mismo Satanas en persona, y, mediante ciertas condiciones, enriquece cada año á aquel ó á aquellos que se encuentren velando el helecho en un paraje cubierto por dicha planta.

— ¿Y no se explica cuáles son las condiciones que impone el diablo á los que alcanzan sus donativos? preguntó el baron, que parecia tratar con seriedad aquel asunto, ridículo probablemente á juicio de nuestros lectores.

— Sólo se dice, repuso Juan Bautista, que la persona agraciada debe hallarse completamente sola y en profunda oscuridad, y no falta quien asegure que el demonio exige, ademas, se le entregue un papel, y que en dicho papel escribe, para hacerlo constar á su debido tiempo, la compra que hace de aquella pobre alma.

— ¡Dios mio! exclamó Ida estremeciéndose; ¿luego se condena para siempre quien recibe el donativo?

— El diablo no regala nunca, niña mia, dijo con acento grave el anciano Nicolas; sólo hace cambios en provecho propio. Cualquiera que acepta sus dones queda esclavo suyo por toda la eternidad.

— Yo no lo entendia así, dijo el baron; pensaba que ese donativo era un castigo que imponia Dios á Satanas, obligándole á ser generoso á su despecho, y á festejar el dia del santo Precursor del Mesías. Tengo razones para creer que no son funestos sus dones para quien los recibe en tan fausta ocasion, y que el documento exigido debe ser como una prenda, que —depositada ante el trono de su Juez—pruebe hallarse cumplido su mandato.

— Eso no es tan horroroso, observó Ida, quien, sin embargo, continuaba temblando y acercándose maquinalmente á Arnoldo, que habia vuelto á su lado; pero éste por primera vez de su vida parecia olvidado del objeto de su amor. Con la mirada fija, la frente más pálida que de costumbre, y el aliento casi suspenso, atendia con todas sus potencias á la conversacion que se habia entablado.

— El señor de Charmey hace demasiado honor al demonio, dijo á su turno el erudito Tomas, cuando presume que desempeña con tal fidelidad las comisiones del Altísimo. Sabido es que aquel enemigo de nuestras almas es un rebelde pertinaz, y si alguna vez nos dispensa aparentes beneficios, no cabe duda en que lo hace por cuenta propia, y siempre seguro de resarcirse con usura. Pero no veo en la tradicion de que se trata sino un cuento de viejas; nadie, que yo sepa, ha recibido nunca el tal donativo de la velada del helecho.

— Es verdad, dijo otro interlocutor, que la tia Andrea, —que fué una de las dos personas que pasó en el camino de Evi toda la noche víspera de San Juan hace un año,— sólo sacó de allí una pulmonía, que la llevó al sepulcro algunas semanas despues.

— Y el pastor Lami, añadió una zagala, ha hecho la velada tres años seguidos, y tan pobre se está como se estaba.

— ¡Jesus, María! exclamó otra; ¿con que, hay quien desee el oro hasta de manos del diablo?

— ¡Dios nos preserve! dijo santiguándose Nicolas Bull; pero por desgracia es cierto que existen muchas gentes que no reparan en nada cuando tratan de enriquecerse, y que si no se venden al diablo, es porque no quiere comprarlas por el precio en que se estiman.

— ¿Qué teneis, Arnoldo? preguntó en aquel instante Ida á su jóven amante. Estabais pálido, y ahora parece que quiere saltar la sangre de vuestra cara.

El paje nada respondió: evidentemente todo su sér estaba concentrado en un pensamiento único. Tan extraña preocupacion debió ser notada por el baron, pues tenía clavados en él sus penetrantes ojos — color de venturina—cuando pronunció estas palabras:

— Como la conversacion que hemos entablado pudiera afectar á las personas excesivamente nerviosas é impresionables, os ruego, mis buenos amigos, que cambiemos de asunto; pero permitiéndome ántes deciros que aunque vosotros— los poseedores de la tradicion — no teneis noticia de ningun hecho que la acredite, yo, con pertenecer á una clase que apénas tiene conocimiento de ella, puedo atestiguar su verdad con un ejemplo respetable.

Todas las miradas se fijaron con ardiente curiosidad en el semblante del ilustre jóven, quien—echando de ver que se esperaba con ansiedad la relacion del suceso que acababa de indicar,—atizó la leña, tosió por dos veces, para desembarazar su garganta y aclarar su voz, y se expresó como verán á continuacion nuestros lectores benévolos.

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III.

«Mi abuela, que Dios tenga en su reino, señora de cuya escrupulosa veracidad no nos es dable admitir la menor duda, referia gravemente que allá en los tiempos de su mocedad tuvo por amiga á una hermosa dama llamada Emma (espero que me dispensaréis de decir los nombres de familia), la cual amaba apasionadamente al doncel Arturo de ….. con quien la naturaleza anduvo tan pródiga, como avara la fortuna. Para mayor desgracia, el baron, padre de la doncella, se hallaba arruinado y era hombre incapaz, por su carácter, de comprender el invencible poderío de una pasion generosa. Así, pues, negándose á aceptar por yerno al noble doncel sin patrimonio, se decidió á dar la mano de su hija á cierto plebeyo rico, que se ofrecia—ambicioso de emparentar con gente ilustre—á pagar las enormes deudas del magnate. En tal estado las cosas, llegó al país en que pasaban, la vieja Margarita, labradora de Albeuve, y que habia sido nodriza de la madre de Arturo, á quien recibió en sus brazos cuando vino al mundo. Halló al pobre mozo en triste situacion, y pronto echó de ver que corrian á la par inminente riesgo su razon y su vida, si llegaba á perder de todo punto la esperanza que—áun contra todas las probabilidades—alienta todavía en el fondo del corazon más destrozado. La anciana labradora se acercó al lecho en que yacia, postrado por su tristeza, el amante de Emma, la noche en que acababa de saber estar definitivamente fijado el dia funesto que pondria entre los dos un muro insuperable, y colocando su diestra sobre el pecho del jóven, — ¿Teneis valor? le preguntó.

— ¡Oh! exclamó él, ¡si sólo se necesitase arrostrar los más inauditos peligros para conquistar á Emma!.....

— Pues no es menester otra cosa, dijo—sin dejarle concluir—Margarita. ¡Levantaos, Arturo! id á presentaros al baron, pedidle que difiera por sólo dos meses el casamiento concertado, y que si al cumplimiento de dicho plazo volveis á su presencia siendo poseedor de una fortuna superior á la del rival á quien sois pospuesto, os conceda el derecho de entrar con él en competencia, decidiendo Emma cuál de los dos es más digno de su mano.

— ¿Estais loca, buena anciana? repuso el doncel. ¿Qué caso ha de hacer el baron de semejante proposicion, ni qué ganaria yo con verla admitida? Bien sabeis que no puedo abrigar la menor esperanza de hacerme rico en tan breve tiempo.

— ¿No estamos en los últimos dias del mes de abril? preguntó Margarita.

— Así es.

— ¡Pues bien! en los últimos dias de Junio podréis ser más opulento que el villano que osa competir con vos; porque aquel que ha de dotaros ha sido llamado, y debe serlo todavía, príncipe del mundo.

— Ningun poderoso de la tierra me ha protegido nunca, observó el mancebo.

— Hay poderes superiores á los terrestres, respondió la vieja.

— Nada comprendo de cuanto quereis decir, Margarita, pero no importa; necesito una esperanzá, por quimérica que sea: ¡mandad! haré cuanto querais.

— Marchad, pues, sin tardanza á pedir al baron el plazo que os he indicado. Sois noble, y alcanzaréis desde luégo que os prefiera—en igualdad de las otras circunstancias—al caballero de nuevo cuño, á quien quiere honrar con su alianza. Aseguradle que, de hoy en dos meses, sus deudas estarán satisfechas y os ofreceréis á Emma con una corona de conde.

— Pero, Margarita.....

— ¡Callad! Nada lograréis, os lo advierto, si no teneis, en primer lugar, fe; en segundo, valor.

— ¡Bien! voy á obrar como si poseyera la una, y os afirmo que deseo ardientemente pongais el otro á prueba.

En efecto, Arturo hizo al baron su demanda, y aunque sin duda le pareció á éste muy risible ó extraordinaria, se prestó — despues de algunas vacilaciones — á los deseos del mancebo, y le empeñó su palabra de no casar á su hija ántes del postrer dia del mes de Junio, á cuyo tiempo, si volvía á presentársele tan rico como su rival, Emma sola decidiria la eleccion.

Volvió Arturo con esta promesa adonde lo esperaba Margarita, y la dijo: — ¡El plazo está concedido; héme aquí! ¿ qué debo hacer ahora?

— Acompañarme á mi lugar, respondió ella.

— Estoy determinado á seguir en todo vuestros consejos, repuso Arturo; pero ¿no quereis darme alguna luz respecto á vuestros intentos? ¿Qué esperanzas teneis? ¿Adónde me mandaréis á buscar esos tesoros que deben adquirirme la posesion de mi amada?

— Al camino de Evi, respondió sin vacilar Margarita.

— Pero, si no estoy trascordado,— observó el jóven,—el camino de Evi no es otra cosa que una senda casi intransitable que conduce al Moleson. ¿Cómo es posible que encuentre allí los medios de enriquecerme?

— Allí es donde únicamente podeis hallarlos, contestó Margarita.

— Me parece, replicó Arturo, que habeis hablado de no sé qué protector..... ¡de un príncipe! ¿Quién es ese personaje, de quien tanto esperais?

— Es poderoso; todos los hombres nacen siervos suyos: todos le rinden tributo durante su vida.

— ¿Pero su nombre?..... decidme su nombre, Margarita.

— Va á daros miedo.

— Os juro que no soy susceptible de otro temor que el de perder á Emma. Pronunciad, pues, ese nombre, cualquiera que sea.

—Pues bien, Arturo, el protector que os ofrezco se llama.....¡Satanas!

Palideció el doncel y quedóse suspenso por algunos instantes, mas no abandonó su empeño. Siguió á Margarita á la villa de Albeuve, que, como sabeis, se halla vecina del camino de Evi, y dos meses despues—el dia 30 de Junio—volvió á verlo entrar por las puertas de su castillo el arruinado baron, que por su parte cumplió religiosamente la promesa empeñada.

Mi abuela asistió algunas semanas más tarde á la suntuosa boda de la hermosa Emma con el muy alto y poderoso conde Arturo de..... poseedor de vastísimos dominios en la parte occidental de la Helvecia. Aquella enamorada pareja disfrutó muchos años en este mísero mundo la felicidad más completa que pueda en él alcanzarse, y debemos esperar piadosamente, mis buenos amigos, que el soberano dispensador de todos los bienes la haya prolongado más allá de su vida pasajera, puesto que dieron ejemplo, durante ella, de acrisoladas virtudes; habiéndoles proporcionado el donativo del diablo poder alegar muchas buenas obras delante de Dios.

— Que descansen en paz, como su señoría lo desea, dijo el viejo Bull cuando acabó su relacion el baron; pero que nos preserven nuestro divino Redentor y el bienaventurado San Juan Bautista, á todos los que aquí estamos, de anhelar jamas tesoros venidos por semejante conducto.

— ¡Liberanos, Domine! repitieron los labriegos, y el mismo señor de Charmey respondió devotamente:—¡Amen!

En aquel momento la gran campana de la parroquia de Neirivue sonó lentamente las once, y—al espirar la última vibracion—se vió levantar al paje de Montsalvens, como si súbitamente le hubiese mordido una víbora, y lanzarse hácia la puerta con tal ímpetu, que hubiera podido creerse era impulsado contra su voluntad por la fuerza superior de una potencia invisible.

— Késsman, Késsman! le gritó Ida, ¿quereis dejarnos ya? no son más que las once, y hasta la media noche no se termina la velada.

— Volved, Arnoldo, añadían las demas doncellas. Mirad que — con el permiso del señor baron— bailarémos un poco todavía; venid y tendréis á Ida por pareja. ¿No ois cómo brama la tempestad? Dejadla calmar un poco su violencia ántes de poneros en marcha para el castillo.

El paje—que se habia detenido en el umbral de la puerta miéntras se le dirigian tan persuasivos ruegos—volvió, en efecto, hácia la reunion; pero fué para despedirse de ella, haciéndose sordo á todas las instancias con que se pretendia detenerlo.

Apénas traspasó los umbrales, cuando una sonrisa indefinible apareció y desapareció fugaz en los labios del baron, y si hubiese habido allí algun maligno observador que recordase el disimulado empeño con que aquel personaje habia provocado y sostenido la conversacion de la Velada del Helecho, y las penetrantes ojeadas que de tiempo en tiempo lanzaba sobre el amante de Ida, acaso hubiera sospechado que — adivinando la nerviosa vehemencia de aquel pobre jóven y la especial predisposicion en que se hallaba su espíritu,— obraba en todo con refinado artificio, para alejarlo de allí y poder suplantarlo cerca de la linda criatura.

Esta suposicion, que no nos atreverémos á decir fuese de todo punto infundada, hubiera adquirido mayor fuerza al ver que — no bien pasados tres minutos de la ausencia de Késsman — el galante Charmey fué á ocupar la silla que dejára vacante junto á Ida; andando no ménos listo — cuando un instante despues se trató de renovar la danza—para ofrecerse por su caballero. La doncella, sin embargo, no parecia muy lisonjeada con las preferencias de que era objeto; desde que Arnoldo dejó la reunion, Ida perdió su alegría, y hablaba y bailaba como autómata, pintándose en su semblante la preocupacion de su ánimo.

Por poco perspicaces que pudieran ser en general los asistentes á la velada, no dejaron de hacer aquella doble observacion, y se entablaron en voz baja algunos dialoguillos, poco más ó ménos de la índole del siguiente:

— Mirad qué derretido está el baron con la hermosa hija de Kéller; el pobre Arnoldo se ha marchado sin duda por eso. Habia estado acechando las miradas del jóven caballero, y conoció ser Ida el objeto á quien se dirigian constantemente. Se ha alejado de aquí loco de celos; ¿no notasteis qué cara tenía tan desencajada, y cuán desatinado se iba, sin decir adios á nadie?

— Pues lo que es la muchacha no le da, por cierto, motivos para estar celoso. Mirad cuán displicente se muestra miéntras baila con el señor de Charmey. Está perdidamente enamorada del paje, y no comprendo qué esperanzas puede alimentar; pues es bien seguro no consentirá nunca Juan Bautista en que se case su hija única con un hombre que no tiene más que la noche y el dia, como decirse suele.

— ¡Escuchad! decia otra voz femenil. Se han visto grandes señores casarse por amor con humildes pastoras. Tiene tan feliz estrella ese Kéller, que no será mucho le veamos convertido en padre de todo un baron.

— Ala verdad, añadió un acento ménos blando que el anterior, son extraordinarias las demostraciones de aprecio que dispensa á esta familia el señor de Charmey, y sólo se pueden explicar creyendo que encierran miras particulares. Pero ¡qué! no hay que pensar por eso que se le ocurra la idea de casarse con Ida. ¡Vosotras las mujeres sois á veces tan cándidas!..... Las gentes de cierta clase se persuaden que honran mucho á una villana tomándola por querida.

— ¡Pues no, lo que es eso no sucederá con Ida! dijo un mozo, no insensible á los encantos de la que nombraba. Se engaña su señoría si piensa que nos dejarémos robar la perla de las doncellas del país, para que le sirva de juguete. No le faltan á Ida Kéller buenos partidos para establecerse, aunque no seamos barones.

— Pero es extraño que no esté más alegre, bailando con un caballero tan galan, que se conoce la va diciendo cosas muy dulces, dijo una rolliza zagala que se habia quedado sin pareja. A mí me parece mejor mozo el baron de Charmey que ese Arnoldo, tan descolorido y tan triste. ¡Oh! ¡tiene el baron unos ojos!.....

— Los mismos de su madre, observó Nicolas Bull. La baronesa Eleonora era de las bellas si las hay. ¡Lástima que la hubieran casado con un hombre que podia ser su padre! Lo ménos hace diez años que murió, y me parece que la estoy mirando. ¡Qué talle aquél! ¡qué garbo! su hijo se le asemeja bastante; sólo que tiene la boca un poco grande, como el padre, pues lo que es la de la baronesa, aquello no era boca, sino un boton de rosa.

Miéntras así charlaban los excluidos del baile, la parte de la reunion que gozaba de aquel placer daba muestras de ser verdaderamente incansable, y no sabemos hasta cuándo se hubiera prolongado la velada si Ida no se hubiese sentido ligeramente indispuesta. Desde el punto en que la reina de la fiesta se mostró poco deseosa de continuarla, la general animacion comenzó á decaer visiblemente, y acabó del todo cuando el baron — no obstante las miras que le sospechaban — declaró no hallarse dispuesto á prolongar por más tiempo su permanencia allí. Al chasquido del látigo que llevaba en la mano, apareció el palafrenero que le acompañára, y— cumpliendo órdenes perentorias—fué corriendo á ensillar los caballos, volviendo muy en breve con el anuncio de que ya estaban prontos.

Despidióse el ilustre jóven de todos y de cada uno en particular, con cuya atencion acabó de ganar los corazones; por manera que luégo que se ausentó hubo por algunos minutos numeroso coro de alabanzas, que Kéller escuchaba con tanto orgullo como si fuese el baron un miembro de su familia.

Era tan grande el vacío que dejaba éste en la rústica sociedad, encantada con su presencia, que no fué posible reanimar los espíritus, y á la primera campanada de las doce todos se apresuraron á separarse; los más para ir á dormir tranquilamente, descansando de los placeres de la velada; algunos para pensar en ellos; y la hermosa Ida para contar hora tras hora en fatigante insomnio; pues se hallaba enteramente perturbada por la inexplicable conducta de su amante en los últimos momentos pasados junto á ella. ¿Qué orígen pudo tener la profunda preocupacion en que cayó Arnoldo, haciéndose sordo é insensible á la voz que hasta entónces ejerció siempre tan gran poder en su alma? ¿Por qué se habia alejado, despreciando una hora más que podia pasar junto á su amada? ¿Se habria enojado contra ella? ¿Estaria realmente celoso del baron? Pero, de todos modos, ¿qué significaba aquella salida súbita y desordenada? ¿Adónde habia ido?

La pobre Ida no podia adivinarlo, por más que martirizase su pensamiento en aquella noche de vigilia; mas yo me apresuraré á sacar de iguales dudas á los amabilísimos lectores — que se dignen dispensar al héroe de mi historia sus lisonjeras simpatías — haciéndoles saber dónde se encuentra Késsman, en tanto que vela, pensando en él, su interesante Ida.

Oscura por demas estaba la noche en el momento en que abandonó el paje la casa de Juan Bautista. Sólo le alumbraban de cuando en cuando los relámpagos, que—como fugaces sierpes de fuego — se tendian y desaparecian instantáneamente sobre las montañas. Algunas gotas de lluvia comenzaban á desprenderse de las densas nubes que envolvian el cielo, y el viento—que las movia al parecer con trabajo—dejaba oir fuertes y penetrantes silbidos, confundiéndolos con los rimbombantes ecos del trueno, que rodaban incesantemente desde aquellas alturas.

Arnoldo respiró con avidez los soplos de la tempestad, y recibió la lluvia en su cabeza descubierta, como si quisiera apagar con ella el devorante pensamiento que sentia abrasarla. Andaba de prisa, y—cuando brillaba la siniestra luz de los relámpagos—volvialos ojos atras con notable azoramiento, como recelando ser seguido y acechado por algun malicioso espía.

El castillo de Montsalvens, cuyas ruinas se enseñan todavía al viajero, estaba situado al declive del puntiagudo Mont-Merlan, guardando—por decirlo así—ála villa de Cruck, que se extiende en la orilla derecha del Sarine, en la confluencia de dicho rio y de los torrentes de Jogne y de Treme; pero no era ésta la direccion que tomaba Arnoldo Késsman. Encaminábase hácia el S. E. del Moleson, y al cabo de media hora de marcha se encontró á la entrada de un sendero sombrío, del cual se oia salir la amenazante voz de un torrente, sobresaliendo entre los bramidos de la tempestad. Detúvose allí el mancebo; gruesas gotas de sudor se mezclaban en su frente con el agua que destilaban sus empapados cabellos, y si alguna vista humana hubiera podido contemplar—en medio de las tinieblas—la mortal palidez que le cubria, su mirar extraviado, sus rodillas trémulas, y la expresion de cruel vacilacion que se pintaba en todas sus facciones, hubiera creido sin duda hallarse presenciando los últimos esfuerzos de la razon y del instinto contra el atroz pensamiento del suicidio. Sin embargo, Arnoldo no iba á buscar la muerte; sin que nos atrevamos á decir por esto que era ménos culpable y horrorosa la idea que se albergaba en su alma. ¡Tenía delante de sus ojos el camino de Evi!

Todavía existe allí, tal cual estaba en la época de que hablamos, aquella gruta abierta en peña viva, y encajonada— digámoslo así—en los bordes de un hondo precipicio, en cuyo fondo muge incesantemente—aprisionado entre murallas de piedras, que apénas dejan paso á la luz del dia—un espumoso torrente. Los ganados que tienen sus pastos hácia aquella parte del Moleson, toman algunas veces tan peligroso sendero; mas los pastores no dejan entrar sus reses sino de dos en dos, ó de tres en tres, y el cura del lugar — con el hisopo en la mano—los espera para bendecirlos ántes de que penetren en aquella especie de abismo.

Nadie, empero, se hallaba allí en tan tempestuosa noche para dar una bendicion al desdichado huérfano, que—dominado casi á su pesar por sus ideas religiosas, mas empujado por la irresistible fuerza de una pasion delirante—se adelantaba y retrocedia repetidas veces delante de aquella entrada tenebrosa, que bien podia representar una de las bocas del infierno. De repente se le ocurrió que miéntras perdia el tiempo en cobardes vacilaciones, acaso estaba á punto de sonar la hora solemne de la media noche..... Inexplicable vértigo se apoderó entónces de su turbada cabeza; pensó que llegaban hasta su oido las palabras que la vieja Margarita habia dirigido un siglo ántes á otro amante tan desesperado como él:—¡Tened valor!—Y desatentado, loco, con el cabello erizado y las trémulas manos extendidas, se precipitó entre las tinieblas por la angosta garganta del precipicio.

Los campanarios de Neirivue y de Albeuve, villas cercanas á aquel lugar, daban en el mismo momento las doce. ¡Aquélla era la hora precisa de la aparicion del diablo!.....

El ruido de las pisadas de Késsman habia cesado de percibirse ya, y sin embargo, á la pálida luz del relámpago se hubiera podido descubrir una figura siniestra, que se deslizaba silenciosa por la entrada de la gruta.

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IV.

Lucia el 28 de Junio; habian trascurrido tres dias desde la noche de la velada, y Arnoldo Késsman no habia vuelto á aparecer por la casa de su amada. No era ciertamente la primera vez que pasase tanto tiempo, y áun otro más dilatado, sin verse nuestros jóvenes; pues distaba cerca de tres leguas el castillo de Montsalvens, y no siempre alcanzaba permiso el paje para ir á pasearse á Neirivue, ni tenía proporcion de escaparse sin que se notase su ausencia. Nunca, empero, habia sido tan alarmante y dolorosa para Ida la separacion de su amante como lo era la vez á que nos referimos. La doncella—que no podia explicarse á sí misma satisfactoriamente la conducta de aquél en las últimas horas de la velada—ansiaba ocasion de hablarle, y—despues de pasar tres largos dias en inútil espectativa—resolvió hacer alguna diligencia para encontrar á aquél que parecia olvidarla.

Era domingo, y tales dias, en la buena estacion, solian las zagalas subir al Moleson en las primeras horas de la mañana, para correr y bailar á sus anchuras, aprovechando la festividad. Arnoldo asistia algunas veces á aquellas reuniones matutinas, porque no dejaba Ida de tomar parte en ellas, siempre que Juan Bautista se hallaba favorablemente dispuesto en el instante de pedirle permiso. Por fortuna sucedió así el dia 28 de Junio, y la jóven—que no habia dormido mucho la noche anterior—saltó del lecho á los primeros gorgeos de las aves, saludando el alba, y vistiéndose con ligereza corrió á juntarse á la lozana tropa juvenil, que iba á emprender la subida al compas de tamboriles y zampoñas.

Estaba alegre y fresca la madrugada, y las muchachas gozosas y juguetonas como los pájaros, que saltaban trinando entre las ramas de los árboles, y como los corderos y ternerillos, que triscaban subiendo por las herbosas faldas de la montaña; pero nada alcanzaba á distraer á nuestra heroína de sus amorosas inquietudes, y en medio del regocijo de la naturaleza parecia presentir que aquel dia, tan sereno y tan puro al despuntar, sería señalado para ella por graves é inesperados sucesos.

El Moleson, elevado 1.997 metros sobre el nivel del mar, notable por su forma pintoresca, por sus riquísimos pastos y por las plantas útiles y raras que en él abundan, es, ademas, uno de los puntos de más hermosas vistas que pueden gozarse en aquella parte de la Suiza. No léjos de su cúspide se eleva tambien la del Jomman, desde donde exclamaba, trasportado, el célebre autor del Childe Harold: — «¡Esto es hermoso como la ilusion de un sueño!»

En efecto, así en aquella altura como en la del Moleson, admira el viajero uno de los cuadros más grandiosos que puede presentar la naturaleza. La vista se extiende por todo el rico territorio de Friburgo; contempla el de Vaud, encajonado entre elevadas cumbres; recorre gran parte del de Berna, Soleure y Neuchatel, con su borrascoso lago; alcanza las amenas orillas del Morat, y—siguiendo la inmensa cordillera del Jura—penetra en el canton de Basilea, descubre la Saboya y el bajo Valais, y se pierde en el magnífico anfiteatro de los Alpes.

Vacadas y rebaños cubrian las pendientes de la montaña, y miéntras los pastores que las custodiaban se reunian á las jóvenes, y preparaban—sentados en la yerba—un desayuno frugal, Ida de pié en lo más elevado de la cima, tendia á un lado y á otro sus afanosas miradas, indiferentes, sin embargo, al soberbio panorama que se desplegaba ante ellas. ¡Arnoldo no estaba allí! ¡Arnoldo no aparecia por ninguna de las subidas del monte!

Ida — que con tal circunstancia no hallaba atractivo alguno en aquella fiesta campestre — se escabulló al cabo, sin ser notada, en el instante en que se disponia una danza, y comenzó á bajar tristemente por el sendero más corto.

Insensible á la fatiga y á los ardores del sol, regresaba cabizbaja á su domicilio, sin conceder una mirada á los bellos paisajes que la rodeaban, cuando de repente un grito de júbilo se escapó de su pecho, que palpitó conmovido: la voz de Arnoldo acababa de pronunciar su nombre, y dos minutos despues se apoyaba en aquel brazo que le era tan querido.

— ¿Qué os habeis hecho? articuló entónces con quejumbroso acento:¿os ha sido imposible hasta ahora alcanzar permiso del conde para venir á Neirivue?

— De hoy en adelante, respondió él, no será menester licencia de nadie para veros. He dejado el servicio del señor de Montsalvens.

— ¿Habeis sido despedido?

— No, Ida; pero le he dicho al conde que no podia permanecer más tiempo en su casa, porque iba á casarme.

—¡A casaros!

— De eso necesitamos hablar, querida mia.

— ¡Arnoldo! temo que no esté muy en caja vuestra cabeza. Os veo demudado, y las palabras que proferís.....

El jóven se pasó la mano por la frente, cual si quisiera borrar todas las señales de la extraña turbacion que leia la doncella en su semblante, y dijo luégo con acento más tranquilo:

— Oso esperar que obtendré vuestra mano, que quiero pedir inmediatamente al Sr. Kéller. ¿Sabeis dónde se halla?

— Pero, ¡Dios mio! ¿no estais persuadido de que jamas consentirá?.....

—Callad, Ida; ya tocamos los umbrales de vuestra casa, y veo aparecer en ellos á vuestro padre. Dejadme con él: pronto saldrémos de dudas.

— Decidme ántes, en nombre del cielo, Késsman.....

No pudo Ida terminar su frase, porque se les acercó Juan Bautista, fruncido el entrecejo y desapacible el gesto al ver llegar á su hija acompañada de Arnoldo; pero éste, sin intimidarse le dijo resueltamente:

— En vuestra busca vengo, Sr. Kéller; hacedme el favor de que entremos ambos en el chalet, donde podamos hablar sin testigo alguno.

— Retírate á tu cuarto; pronunció el ganadero, dirigiéndose á su hija, miéntras que—sin mirar siquiera al paje de Montsalvens — atravesó, precediéndole, los umbrales de la casa.

Ida, amedrentada de la audacia de su amante, que no acertaba á explicarse, se arrinconó, ocultándose en un extremo de la estancia en que iba á tener lugar la conversacion del ganadero y del paje, la cual no tardó en entablarse de la manera siguiente:

— ¿Qué me quereis? dijo Kéller, no sin alguna aspereza.