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Ser inútil, aunque se rían de lo que vaya a decir, es un arte de privilegiados. No cualquiera es inútil, es un concepto filosófico. Me atrevería a decir que existen categorías de inútiles y yo me mantengo inamovible en la clase más destacada. Algunos presumidos se tildan semidioses. Es posible que no seamos bien acogidos en la sociedad porque la desafiamos con nuestra marginalidad y vagancia. Si por ejemplo hubiera nacido con dos cabezas habría pensado que todos los que poseyeran una serían anormales. Pero nobleza obliga: nosotros los auténticos inútiles no rechazamos a nadie. No criticamos, y nuestras puertas están siempre abiertas para cobijar a quienes deseen unirse a nosotras filas.
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Seitenzahl: 51
Veröffentlichungsjahr: 2025
RAYMOND RUPÉN BERBERIAN
Berberian, Raimundo Enrique El arte de ser inútil / Raimundo Enrique Berberian. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5865-7
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
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Sinopsis
El arte de ser inútil
Soy Gina Pastorino
Ser inútil, aunque se rían de lo que vaya a decir, es un arte de privilegiados. No cualquiera es inútil, es un concepto filosófico. Me atrevería a decir que existen categorías de inútiles y yo me mantengo inamovible en la clase más destacada. Algunos presumidos se tildan semidioses. Es posible que no seamos bien acogidos en la sociedad porque la desafiamos con nuestra marginalidad y vagancia. Si por ejemplo hubiera nacido con dos cabezas habría pensado que todos los que poseyeran una serían anormales. Pero nobleza obliga: nosotros los auténticos inútiles no rechazamos a nadie. No criticamos, y nuestras puertas están siempre abiertas para cobijar a quienes deseen unirse a nosotras filas.
Nina
Aparecí en forma indeseable como resultado de un descuido en ese conglomerado de ineptos que era mi familia. Salí de un vientre de una extraña que después amé, pese a mi resentimiento. Porque…, no me vengan a decir que fui gestada por amor; fui producto de una rutina, algo menor que una pasional calentura del momento.
A los cinco años ya conocía las tablas de los teatros baratos. Mi madre, teñida de rubio y con pestañas postizas maniobraba de ópera en los cabarets y mi padre se ganaba la vida, cuando se la ganaba, de guitarrero.
Vivían divorciados bajo el mismo techo y se volvían a unir al faltar candidatos durante las reuniones de “asado party”, vino de damajuana y guitarreada, en el patio de la casa junto al gallinero, en la que se incluía un servicio completo ofrecido por mi mamá Doña Monona.
Un día mi madre se encaprichó más de la cuenta y no pienso que haya sido por un despecho sentimental ya que ella disponía sus sentimientos sólo para mí. Ese día echó a mi padre de casa. “¡No te soporto más!”, gritaba como loca. “Me estás arruinando el negocio con tu presencia”. “Si sigo así, perderé a mis admiradores”. “Ya ves, Juancho no viene más; dejó de traer la verdura, porque cada vez que viene por mí, te encuentra a ti en casa”.
Felizmente mi padre acató las órdenes y optó retirarse sin pronunciarse. Sabía además que contestarle a la Monona no le serviría de nada. Se fue con su gorra a casa de su vieja a reemplazar, en el oficio de cartonero al boliviano que nos traía achuras.
Mientras tanto mi madre que de vez en cuando me llevaba consigo, seguía frecuentando las tablas nocturnas, invitaba a beber y hacía reír a los hombres que le proponían cosas, le acarician las piernas, zambullían las narices entre sus tetas y le besaban el cuello sin importarles que los estaba observando haciendo la dormida, tendida sobre dos sillas rotas detrás del escenario donde la vulgaridad musicalizada servía de aliciente para incentivar los instintos sexuales reprimidos.
Cuando por las madrugadas mamá desaparecía en brazos de algún galán de turno, colegas suyas me alzaban en brazos y me entregaban a una vecina justo al frente de nuestra casa. Ella me recogía, me sacaba las guillerminas de charol y me acostaba en la cama junto a su hijo Miguelito, un niño de mi edad, a seguir durmiendo hasta el retorno de mi madre, quien volvía descalza con las sandalias doradas atadas a la cintura. Me despertaba, cruzaba conmigo la calle media dormida, nos preparaba la comida del día, a mí y a Nacha, nuestra perra y sin más, bostezando se iba a encerrarse en su habitación.
Vivíamos en una casona vieja, alquilada en el barrio de Chacarita, con paredes sin revoque, muebles viejos, sillones rotos, recogidos en la calle; todo viejo, incluso quienes la visitaban eran viejos. Se me hace que mamá tenía debilidad por los mayores de edad.
Nunca tuvimos necesidades apremiantes puesto que los amantes de mamá cumplían cada cuál puntualmente con su entrega semanal. Eso sí; el pan lo comprábamos en la panadería de la esquina, cuya dueña, separada por excelencia, familiarizaba con mamá; de vez en cuando le mandaba clientes. Ah, también la soda la pagábamos nosotras. El mayor gasto lo efectuaba un militar retirado favorito de mi madre por su condición de aspirante a viudo.
Por lo visto mamá era una mujer consuelo, una samaritana de la tercera y cuarta edad, y no sé si papá tuvo que ver en ello. Probablemente no; ella era una persona sumamente generosa, con el dinero ajeno. El haberse relacionado con mi padre fue un error. Era alcohólico y perezoso; para colmo le insinuaba que pagara ella misma sus cigarrillos y el alquiler del inmueble con el sudor de su frente. A mamá nunca la vi sudar la frente. Además me consta, ella nunca tuvo el “hobby” del dinero, su debilidad era rodearse de ancianos y de vagos para lucirse entre ellos como una emperatriz y eso para mí no representaba pecado alguno.
Hay épocas en que la vida pasa tan aprisa que de pronto una se ve distinta reflejada en el espejo cronológico y se pregunta qué es lo que los hombres miran en nosotras que tanto les apetece.