¡Y Dios creó la ignorancia! - Raymond Rupén Berberian - E-Book

¡Y Dios creó la ignorancia! E-Book

Raymond Rupén Berberian

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Beschreibung

Burlarse de aquellas creencias con las que hemos sido engañados toda una existencia es alcanzar la gloria de la libertad. Reconocer el daño causado es evolucionar.

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Seitenzahl: 105

Veröffentlichungsjahr: 2025

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RAYMOND RUPÉN BERBERIAN

¡Y Dios creó la ignorancia!

Berberian, Raimundo Enrique¡Y Dios creó la ignorancia! / Raimundo Enrique Berberian. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6129-9

1. Cuentos. I. Título.CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

Índice

Portada

Sinopsis

Sátira

Sinopsis

Burlarse de aquellas creencias con las que hemos sido engañados toda una existencia es alcanzar la gloria de la libertad.

Reconocer el daño causado es evolucionar.

¡Y DIOS CREÓ LA IGNORANCIA!

***

Sátira

En un principio todo era confusión y desorden, el globo terráqueo se codeaba a ciegas con las estrellas dando vuelta carnero sobre sí mismo. De pronto, hubo un relámpago y era la señal, se encendió en el infinito y alguien prendió el velador y era el sol que acababa de nacer haciendo estableciendo su reino sobre las tinieblas.

Con tanto alboroto y, herido en su amor “a lo propio”, el cielo soltó sus lágrimas en escabeche y fueron formando ríos, mares y océanos.

Mientras la creación se desdoblaba a la vista de las estrellas, establecía su residencia definitiva en la tierra.

Llegó el verano y el calor junto con la humedad hicieron brotar plantas y de allí el árbol de Navidad y los bosques de arrayanes.

Del árbol nació una manzana que sería, según la Biblia, aprovechada por la Víbora Madre, única criatura nacida sin cadera, consagrada sagrada por los escribas. Con todos esos preparativos, al mundo le faltaba una pata para el pato: mi vecina Sara.

Se estaba originando un zoológico ocupado por cuadrúpedos de raza privilegiada para que, en colaboración de los piratas y el respaldo psicológico de “Jehován,” le devolvieran el Julío errante su Juguete Prometido.

Una mañana, el titular de tanta magnolia: Jehován, fue a lavarse la cara, cepillarse la barba, sacudirse los hombros y coquetear en el espejo de las aguas de su laguna privada, dijo: “E-ppe-ji-to, e-ppejito, hagamos un hombre a mi imagen y semejanza que señoree en los peces, en las aves y también sobre los que le pondrían piedras en su camino”. “Hagamos que cuide de mis propiedades, de mis acciones en la tierra, que se ocupa de registrar y patentar mis creaciones a mi nombre y me permita disfrutar de mi jubilación de privilegio en mi “Edén Country” en paz.

Según lo difundido, el Gran Personaje invisible del Espacio, conocido por el Gran Hacedor de los Milagros y Amo del universo Jehován. En un día lunes siete, del año cero gregoriano, realizó un muñeco humano amasando barro de la séptima capa que sabe a chocolate con baba, le colocó cinco miembros para luego agregarle la cabeza. Hizo un hueco con el pulgar justo en medio de la panza como un detalle artístico decorativo y como si inflara un globo, le sopló alma y vida, y el “Eureka” aconteció enmudeciendo a todos los cuadrúpedos asistentes en las plateas altas de un estadio. Y el muñeco comenzó a tomar color y a moverse a la vista de todos.

Según las escrituras en el Antiguo Testacuenti, resultó “Varón en Alma Viviente” con todos lo indispensable a la vista y al tacto. Y la criatura se puso de pie, se observó en detalle. Se acarició, se tironeó, viendo que todo estaba bien adherido, intentó sonreír y la boca se le fue para un costado; la sonrisa le salió torcida. Seguidamente se puso a experimentar sensaciones y a revolcarse en el suelo. Allí Jehován van van le paró el carro, lo alzó del cuello, lo sacudió y lo arrojó a las aguas del Éufrates, luego lo enjuagó con jabón espuma, lo secó con rayos infrarrojos, le puso colonia inglesa, importado de París, lo alzó en brazos y lo trasladó al huerto que Él mismo había preparado para su recreo personal al Este de Oriente de Maidén-Paraíso.

En ese lugar, crecían las mejores hortalizas y frutas destinadas a la exportación. Había sandías de siete brazadas, pepinos escandalosos no menos de siete pulgadas, pistachos, almendras y avellanas tostadas, cerezas y frutillas bañadas en chocolate con leche. Todo parecía estar en regla, sin embargo la trampa existía, a la sombra del Hacedor de los Milagros. Al Este de Paraíso, las tribus salvajes de Asia Central, pasando por Armenia Occidental venían a robarle las manzanas con las que hacían su América. Y de allí surge aquél dicho: “No todo lo que brilla, brilla”. Y ese otro: “Cuando la generosidad echa panza de obispo, siempre habrá quien se anime a acariciarla”.

En ese huerto, colgado de un mástil, existía un cartel que advertía:

Se prohíbe la entrada a los bípedos de cualquier género. Firmado; Jehován Dueño del Huerto.

Mandamiento uno, dos, tres, cuatro, cinco seis y siete.

Al costado del duraznero se deslizaba un río que regaba con sus aguas el ancho huerto que medía siete mil setecientos setenta y siete millas cuadradas, para luego repartirse en siete ramales. Uno pasaba por las siete minas de oro, prioridad de Jehován. El siguiente cubría las siete minas del Rey Salomón. Allí el oro era tan puro y tan tentador que al muñeco le parecía tener aroma a sirena una noche de plenilunio. Además, cada unidad sellada venía en pepitas de siete kilogramos; setenta pulgadas de circunferencia. Los había blanco y también negro que alimentaba y mantenía encendidas las siete hogueras. Como si esto fuera poco, las cornalinas abundaban y estaban al alcance de la mano. Otro ramal hacía la vuelta al Paraíso en sólo siete días, los restantes se repartían en siete pedazos el mundo conocido por las “élites”; pedazo uno, pedazo dos, pedazo tres y sucesivamente. Pero volvamos al tema que nos convoca.

Jehován, guió al “semejante” y lo instaló a la sombra del duraznero a conferenciar con sutileza de letrado, sobre la advertencia y los siete mandamientos del cartel que lleva su firma. Ya que el “semejante” no sabía leer, le advirtió que debía abstenerse de copiar el placer de los monos ya que a la pronta o a la larga moriría mortificado por no experimentar el consagrado sagrado pecado mortal.

El “Semejante” lo escuchó, abrió los ojos, despegó un mechón de su cabello que le cubría la frente, movió las orejas a más no poder y no entendió nada. Jehován, le estaba hablando en Jehovaniano clásico. Olvidaba que el “Semejante” apenas entendía gestos, muecas y ademanes.

Allí, en un arrebato emocional, Jehován abrió los brazos y estrechó al “semejante” contra su voluminosa panza y barba voladora; un gesto inaudito de su parte, era la primera vez que Jehován se enternecía ante su propio invento y le tenía lástima. Conmovido, lo palmeó pronunciando las siete palabras mágicas: “No sé por qué, esa cosa me da no sé qué” – agregando -“Aunque no tenga experiencia en el tema pareja, por intuición entiendo que no debe ser bueno que un “Semejante” esté sólo.

Así fue que Jehován decidió hipnotizar al “semejante” que aún no tenía ni nombre ni carnet de identidad y extirparle la séptima costilla y gran parte de su inteligencia. Se tomó dos copas de vodka para entonar su ánimo y con una uña le hizo un tajo en el tórax y de allí le arrancó la costilla.

Suturó la herida con láser.

Al cabo de siete días y sus respectivas noches la magistral obra de Jehován ya estaba lista y puesta de pie. Había sido moldeada una angelical criatura curvilínea y mirada espacial.

Recién cuando el “Semejante” se puso de pie, Jehován se abrazó a él y lo consagró mayordomo para su Huerto Paraíso. Le dio por nombre Tatán y le dijo al oído que le había preparado a Maronna de complemento como regalo. Estuvo a punto de confesarle que había fracasado con su primer intento al confeccionar a Lilithich, una criatura que sería según sus cálculos, el complemento ideal, en la salud como en la enfermedad, pero no se había acordado de agregarle inteligencia a su cerebro y tuvo que eliminarla por frívola e impúdica.

—Aquí en mi huerto corre la abstinencia por decreto –terminó diciendo.

—“Antes de ocupar mi asiento en mi nube viajera y regresar a mi atalaya en el séptimo cielo, quisiera que sepas “Animalogía”. Te ayudará a reconocer quién es quién. Ya aprendiste que el cielo comienza a ras del suelo, luego sube siete pisos escalera arriba hasta perderse en las brumas del riachuelo”.

Jehován creyó haberle orientado bastante. Lo arrimó a Moronna y les provocó a ambos un sueño profundo y reparador, según Él, se trataba de una cura de sueño.

Al despertar Tatán se vio envuelto en la mirada espacial de una bellísima criatura rubia, de ojos verdes, labios carnosos y que no se parecía en nada con los demás animales que lo acompañaban. Se sentía desorientado y le tenía miedo, pero ya no estaba solo.

—¡Maronna! – susurró ella observando a Tatán de pies a cabeza, apuntando con un dedo de su mano izquierda a su ojo derecho -.

—¿Moronna? –repitió él haciendo eco de su voz, analizando su humanidad sin disimulo. Se sentía conmovido por el olor a sirena de una noche de plenilunio que emanaba de su cuerpo.

Casi sin darse cuenta, Tatán extendió sus brazos hacia ella, imitando a Jehován y avanzó hacia ella.

—¡Hueso de mis huesos! –susurró, tragando saliva -. ¡Carne de mi carne! – Volvió a insistir, viendo que ella no respondía - ¡Caracú de mi caracú! – Volvió a articular suspirando por primera vez, sacando pecho y aspirando la panza para adentro.

—¡Maronna! –repitió ella, estremeciéndose, también por primera vez.

—¡Déjame ver! –masculló él, dándose aire de gran conocedor mundano. Me parece que no estás completa y tienes el pecho doblemente hinchado. Debes estar enferma. ¿Te duelen esas cosas?

—¡Maronna! –volvió a murmurar ella tímidamente, en voz baja.

Doña Serpiente que era el bicho más escurridizo y malo del huerto, aprovechó que a Maronna se le iban los ojos tras la libélula de Tatán, la llamó, diciendo:

—“De tu durazno se trata, mi niña. ¿Me entiendes, cabeza hueca? Aquello que hayas oído decir a las chismosas cacatúas de que moriréis si no obedeces aquello del cartel, es falso. Yo os lo aseguro. Lo juro por mi madre, por nuestra Tierra Prometida y por mis hermanos también. Lo juro por este huerto sagrado, digo: Paraíso. En el preciso momento en que cedas tu fortaleza, me refiero a tu durazno, el cielo te pertenecerá, vuestros ojos se embriagarán y vuestro corazón se abrirá. Al cabo de siete segundos dejarás de ser una sirena con olor a plenilunio para convertirte en una diosa y así regresarás a tu esencia divina de dónde saliste originalmente”.

—¿Lo del cartel, entonces…?

—El cartel es un simple semáforo trabado en luz roja. Ya te lo aclaré… ¡No me hagas silbar que desentono y eso me pone nerviosa! A Jehován le encanta abusar de las criaturas inocentes que él mismo crea.

Esa misma noche Moronna le relataba a Tatán lo de la serpiente con lujos de detalles.

—Ella me contó la verdad sobre mi esencia celestial y me indicó cómo aprovechar los dones de mi organismo y convertirnos en dioses uniendo nuestras diferencias.

—¿Y el cartel…?

—Es un semáforo trabado en rojo. Tú déjate llevar. Yo te haré ver las estrellas y mañana nos convertiremos en dioses y tendremos una nube propia.

Y el cuento continúa…

A las dos semanas aparecieron las evidencias coincidiendo con la reaparición de Jehován que al estar al tanto, expulsó a Tatán y Moronna al Este del Paraíso. Antes de salir tuvieron que canjear sus taparrabos con piel de chinchillas por dos hojas de higuera. Frente al gran portón de Oriente que da al Golfo Pérsico Jehován ubico sus querubines armados con lanza llamas y espadas de fuego.

En pleno éxodo les sorprendió la llegada del primogénito Kann y fue parido debajo de un ombú.

Ocho meses más tarde apareció Appel.

Yendo a pescar al río, Kann tomó un atajo poco transitado y allí descubrió a su hermano Abel sometiendo sexualmente a su madre. Enfurecido, Kann se abalanzo contra Appel y lo desnucó con un golpe de karate. Muerto Appel, Kann, defendiendo el honor de Moronna, su madre ocupo el lugar vacante del hermano.

Al enterarse de lo sucedido Tatán enterró a Appel y agradeció a Kann haber defendido a su madre y salvado el honor de la familia.

***

—¿Te acuerdas, vieja? – Le dijo Tatán a la Reverenda Moronna -. Te acuerdas lo divertido que era jugar al caballito enano y al gusanito curioso y qué confortables eran los taparrabos elaborados con piel de chinchilla que nos obsequió Jehován, un para a cada uno? ¿En cuánto fueron valuados, vieja?

—En dos camellos de doble joroba, una asna preñada, cuatro corderos, siete cabras lecheras y una carpa de arpillera tejida a mano importada de Taiwán y mi bombacha unisex que tu llevas puesto.

—Tienes razón Moronna, ahora lo recuerdo. ¡Ahora me acuerdo… Yo jamás te fui infiel Moronna, y tú?