En la vía de un tren que no llega - Raymond Rupén Berberian - E-Book

En la vía de un tren que no llega E-Book

Raymond Rupén Berberian

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Beschreibung

El destierro es la herencia de muchos pueblos cuyo destino les quitó el respeto… Esta novela es una suerte de autobiografía de Charles Sassounian, un joven de padres oriundos de Armenia Occidental, quienes sobrevivieron milagrosamente al Genocidio contra el pueblo armenio perpetrado por el Estado turco. Refugiados en Francia. Charles recordaba que su padre le había dicho que, habiendo nacido en París, debía mentalizarse y vivir como francés porque según él Armenia no existía más. Armenia, en la memoria de su padre, representaba su ciudad natal: Diyarbekir. Recordaba que en su pueblo, los dromedarios cargaban dos sandías, uno por cada lado. Sin embargo, Charles nunca se conformó con aquello: "Toi tu est français, l Àrmenie n´existe plus". Sospechaba que el padre le ocultaba una verdad, le inventaba cuentos que distorsionaban la historia. Llegado a cierta edad, luego de haber cumplido su deber con Francia, quiso emprender la gran aventura de su vida: ir tras sus orígenes en el hueco de la historia, descubrir el origen de la gota de sangre ancestral que en su ADN sigue regando las raíces del árbol de los pájaros perdidos… Una versión más de tantas historias de vida.

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RAYMOND RUPÉN BERBERIAN

En la vía de un tren que no llega

Berberian, Raimundo EnriqueEn la vía de un tren que no llega / Raimundo Enrique Berberian. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4810-8

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

Tabla de contenidos

OPINIÓN

PRIMERA PARTE - EN LA VÍA DE UN TREN QUE NO LLEGA

Por Raymond Rupén Berberian

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

SEGUNDA PARTE - LA TIERRA NEGADA

Por Raymond Rupén Berberian

Libros del autor

Sinopsis

El destierro es la herencia de muchos pueblos cuyo destino les quitó el respeto… Esta novela es una suerte de autobiografía de Charles Sassounian, un joven de padres oriundos de Armenia Occidental, quienes sobrevivieron milagrosamente al Genocidio contra el pueblo armenio perpetrado por el Estado turco. Refugiados en Francia. Charles recordaba que su padre le había dicho que, habiendo nacido en París, debía mentalizarse y vivir como francés porque según él Armenia no existía más. Armenia, en la memoria de su padre, representaba su ciudad natal: Diyarbekir. Recordaba que en su pueblo, los dromedarios cargaban dos sandías, uno por cada lado. Sin embargo, Charles nunca se conformó con aquello: “Toi tu est français, l Àrmenie n´existe plus”. Sospechaba que el padre le ocultaba una verdad, le inventaba cuentos que distorsionaban la historia. Llegado a cierta edad, luego de haber cumplido su deber con Francia, quiso emprender la gran aventura de su vida: ir tras sus orígenes en el hueco de la historia, descubrir el origen de la gota de sangre ancestral que en su ADN sigue regando las raíces del árbol de los pájaros perdidos… Una versión más de tantas historias de vida.

EN LA VÍA DE UN TREN

QUE NO LLEGA

***

OPINIÓN

La obra de Raymond Rupén Berberían EN LA VÍA DE UN TREN QUE NO LLEGA, junto con LA TIERRA NEGADA, refleja la polifacética vocación artística de su autor.

En ella se entremezclan la frescura de los recuerdos lejanos de su infancia y adolescencia con la experiencia actual y cierto sentido del humor en el cual nunca afloja el resentimiento, y sí en cambio, una actitud positiva respecto al futuro individual y de la identidad armenia.

La obra es una ininterrumpida sucesión de imágenes de un rico cromatismo que corroboran la habilidad del ojo avizor y acostumbrado de Raymond Rupén Berberian para descubrir lo oculto en las expresiones más simples de la naturaleza. Aquí no fue la lente de una cámara fotográfica, sino sus vivencias y su rica imaginación los que armaron el mosaico literario.

Con melancolía llegamos al final de la lectura de esta obra que había logrado despertar en el lector vínculos de afecto y simpatía hacia sus personajes. Nos hubiera gustado poder seguir acompañándolos en su peregrinaje y trayectoria personal.

Irma N. Avdjian de Arias Duval

Buenos Aires, junio de 1998

Nacer en un sitio determinado es un accidente y yo nací en París allá por los años treinta. También mi padre se accidentó en plena avenida inaugurando un auto nuevo y casi pierde los dedos de su mano izquierda que solían a duras penas arrancarle a su violín notas disonantes.

Mi madre que para mí, en un principio lo fue todo, y como todo se transforma luego se pierde, a ella también la perdí. La perdí junto a un hermano que no logré conocer.

Mis padres sobrevivientes del genocidio armenio “sobrevivieron” a su drama hasta su fallecimiento final. A partir de allí, tomé a mi cargo la responsabilidad de sobrevivir injerto, la mirada en el cielo y las raíces de mi corazón envueltos en mis sentimientos.

En la búsqueda de mi identidad, remonté mi ensoñación a lomo de tortuga. Con el tiempo la tortuga se hizo amiga y me enseñó a desterrar los odios rezagados y a perdonar.

Así comencé mi trayectoria, perdido en mis primeros pantalones largos y una camisa que me rebalsaba por las mangas.

Fuimos a conocer Tierra Santa y la conocimos durante diez largos años. Tenía dieciséis años cuando estalló la guerra intitulada “Volver”.

En la otra punta del Mediterráneo me aguardaba otra contienda, intitulada “Fuera” y de allí la tercera, intitulada “¿Hasta cuándo?”

Cansado de tantos intitulados, quise darme el lujo de conocer lo mejor del mundo... Y aquí me encuentro, en la vía de un tren que no llega.

PRIMERA PARTE

EN LA VÍA DE UN TREN QUE NO LLEGA

Por Raymond Rupén Berberian

Capítulo 1

Año 1949

Subió al barco que lo habría de arrojar a los brazos de la incertidumbre. Tenía puesto un saco de verano, un par de zapatos malolientes de cuero inglés, una bufanda de lana tejida por su madrastra y un pantalón largo. Llevaba una pequeña valija con ropa interior, su cuaderno de anotaciones, el pasaporte con una foto de su cara cual hortaliza fresca y mirada desconcertada.

—¿Tienes algo que aclarar? –le había preguntado un oficial de aduana y él había movido la cabeza de derecha a izquierda, conteniendo la respiración. –¿Y si me descubren…? –se dijo palideciendo. – ¿Si se dan cuenta de que los botones forrados de mi saco contienen tres libras esterlinas de oro…?

Le distrajo el llanto de un niño en brazos de una mujer que fumaba y lloraba en silencio, cuyas lágrimas marcaban surcos grotescos a lo largo de sus mejillas. Él, que a duras penas contenía sus emociones, tuvo que enjugar dos lágrimas que le hacían cosquillas en la punta de la nariz con el puño de su manga. Se le hacía un nudo en la boca del estómago.

Se encontraba solo, obstinadamente solo y por encargo, a no ser por esa mujer y su niño de meses que, providencialmente se hallaban junto a él.

—¿A dónde vas? –preguntó ella, cesando de llorar, tragando una bocanada de humo, manifestando un cierto cansancio.

—A Orán. –murmuró él irresoluto. ¡Orán! –repitió, tratando de serenarse y parecer educado.

—¿Dónde queda eso? –insistió la mujer, fusilándolo con la mirada color chocolate amargo.

—Argelia. –apuntó él. –África del Norte. A los moros. Wahran Al Yazaer.

—Ah… –dijo ella, quitando importancia a la cosa. –Yo voy a Marsella. Mi marido es militar. Está haciendo un curso, en Francia.–acotó con voz dolorida.

Era joven, esbelta, de rasgos bonitos, quizá de su misma edad y estatura.

—¿A qué vas a Argelia? –añadió ella volviéndose hacia el muchacho, tras haberle secado los mocos al niño con un pañuelo bordado.

—No lo sé. –dijo nostálgico. –Uno siempre está yendo…

A lo lejos se veían las últimas luces que rodeaban a Beirut, la perla del Cercano Oriente.

Caía la noche cuando fueron invitados a ocupar sus respectivos camarotes y pasar al comedor de tercera clase.

Miriam Dáu y Charles Sassounian habían entablado una cierta relación basada, en gran parte, en la complicidad del peligro. Ella lo miraba a los ojos y a él se le ponían coloradas las orejas. Lo tomaba de la mano y él goteaba sudor. Era obvio, con él disfrutaba, aunque disimuladamente, de su condición de mujer. Un juego inocente: el del gato y el ratón, (si se me permite la comparación).

Una noche, habiendo acostado a su bebé, subió al encuentro de su compañero que solía sentarse en un banco a observar las aguas y a husmear el viento. Se deslizó a su lado, lo rodeó con sus brazos, se alzó la falda más allá de las rodillas y le habló de sentimientos. Él la miró sin entender y enseguida apartó la vista. Entonces, Miriam se le arrimó aún más y le rozó exprofeso la barbilla con los labios. Olía a perfume francés y del bueno.

—¿Qué te sucede, amor? –susurró, llena de ternura carnal.

Él le observó la boca, tomo la actitud de un perito en vicio–logía, le echó una mirada despectiva y gruñó como nunca lo había hecho antes, apartándola bruscamente con un gesto de quien arroja una piedra.

—¡Hueles a cigarrillo! Tus dientes tienen marcas de nicotina. ¡Eso es malo! ¡¡Malo!!

Ella, sin poder creer lo que oía, desconcertada, los ojos llenos de estupor, cubrió la boca con ambas manos y rompió a llorar como un niño. Sólo atinó a decir. Te prometo no fumar nunca más. ¡Nunca más! ¡Nunca…más!

Él tenía dieciocho años cumplidos y ella, la experiencia de un hijo.

Cuando él apartó su mirada de las aguas, la mujer se había ido.

De pronto recordó con nostalgia a Amal Malhas, una princesa beduina que conociera siendo él un modesto empleado de un estudio fotográfico, allá y a lo lejos… por Nablus, Palestina. Una criatura angelical en cuyas pupilas brillaban luciérnagas con mil destellos de diamantes…

Eran épocas de real pobreza aquellas. – Justificó, sonriendo con una sonrisa vaga – en las que uno parecía carecer de sus derechos de pelear la emancipación de los propios sentimientos.

Ocultó las manos en sus bolsillos. Sintió que el corazón le estallaba. El azul nocturno del cielo le había resultado tan intenso que en un momento pudo parecerle agresivo.

Era tan sólo un niño crecido con caparazón de hombre, lanzado a la deriva del destino, tras un sueño que lo tenía a maltraer.

Empujó la puerta de su camarote con el puño cerrado y entró. Compartía el cuarto con un joven sirio, llamado Suleiman Abu Tabía, mayor que él, que acababa de embarcar en Alejandría, quien le había contado que se dirigía a Italia debiendo dos muertes a la justicia de su país. Pero Charles no le había creído. Los jóvenes inventamos aventuras magistrales para ganar respeto e impresionar a los débiles de carácter –pensó–. A los jóvenes les obsesionan las impertinencias. Cuánto más malos dicen ser, mejor calan la debilidad de sus oponentes.

—Tú, ¿qué eres? –le había preguntado el sirio a quemarropa con su voz cavernosa y nasal.

—No sé… –había respondido Charles con evidente deseo de sustraerse a sus preguntas.

—¿Me estás gastando una broma? –reprochó el sirio, dejando caer sobre Charles una pesada mirada fría.

Esa respuesta, lejos de satisfacer, había descontrolado al sirio. Le pareció incoherente, trivial y hasta ofensiva, a tal grado que, enfurecido, se permitió contar con detalles la historia de su vida: Dijo conocer una muchacha con la que simpatizaba, pero tenía miedo de entablar con ella una relación seria debido a dos impedimentos. Primero; los padres de ella, de clase alta, jamás lo habrían consentido. Segundo; temía hacerle daño.

—¿Daño; de qué forma?– preguntó Charles intrigado, tirando del ovillo.

—Daño en su integridad física, ¡tonto! –había respondido el sirio con marcada tristeza, señalando con ambas manos si símbolo de varón, y añadió: A mí me han echado de muchos burdeles… Tú eres muy joven todavía… No entiendes esas cosas… ¡Dicen que soy un caballo! ¿Me entiendes, ahora?

—¡Oh, sí, claro! Cómo no he de entenderte… Además, eso justifica tus asesinatos… Sufres a costa de muchas privaciones. –exclamó Charles intentando alzar una muralla imaginaria entre ambos.

Para Charles eso era un lenguaje nuevo. No era algo que involucraba sus procesos mentales. En su intimidad, personificaba al astro cinematográfico de moda, estampando besos imaginarios en los labios carnosos y purpurinos al estilo Hollywood de sus imaginarias enamoradas.

—¡Sassounian, no me conformó tu respuesta anterior!– dijo el sirio. ¡Uno es o no es nadie; no existe! –advirtió.

—No le des tanta trascendencia a mis palabras. Pienso que… Mejor dicho; uno es porque quiere ser… Bueno mira, Suleiman: Soy armenio por parte de madre, caldeo por parte paterna, francés por nacimiento, inglés por haber sido ciudadano palestino y Hashemita por adopción del territorio palestino que fuera anexado por Jordania; eso sólo por ahora.

Charles ya tenía un morboso temor al ridículo, sus apreciaciones eran total y diametralmente opuestos a las del sirio Suleiman.

—Entonces, ¿qué diablos eres? –insistió aquél.

Una sonrisa le hizo brillar la blancura de sus dientes.

—No sé en realidad… Tal vez árabe por agradecimiento, francés por ilusión, caldeo para colgarme de la historia y armenio de sentimiento. Creo que no hay malo en sentirse así.

—Ah… Ahora me resulta mucho más simpático tu perfil –articuló con malicia el sirio, como si se tratara de curar una herida, aunque de hecho no estuviese plenamente convencido de su atropello.

Suleiman era flaco y alto, de nariz prominente, ojos vivaces y cabello abundante y rizado. Cada vez que dirigía la palabra sostenía una conversación algo fuera de lugar. No hacía mucho, otro diálogo similar había desorientado a Charles, le había preguntado quién era él, cosa que por un momento no supo contestar.

Al mediodía, Miriam entró al comedor. Estrenaba un vestido de terciopelo oscuro, bastante escotado, por cierto. Saludó con una sonrisa crispada y buscó sentarse bien lejos de Charles. Tenía los párpados morados. A él no le amedrentó tal actitud, no habiendo habido escena ni disputa previa que motivara la ruptura de sus relaciones. Charles le devolvió el saludo con la mano, aunque con marcada discreción, y de inmediato tomó posesión de su cotidiano plato de macarrones, como queriendo borrar su impresión de verla en ese estado. Además, encontrándose ella ubicada en otro sector, le impedía evaluar su drama en detalle. Y por qué no decirlo, su palidez se acentuaba aún más, contrastaba visiblemente con la agresividad del color de su vestido.

Charles hundió el tenedor en su plato y su estómago se le subió a la boca. Se le dio vuelta todo. Abandonó la mesa y salió corriendo en dirección al camarote. El barco había comenzado a bambolearse, trepaba las olas para luego caerse en picada en las entrañas del mar. Según un mozo, la tormenta estaba prevista anunciada al momento de zarpar.

Como por arte de magia el comedor quedó vacío y sobró macarrones.

Ese día Charles creyó despedir el hígado a pedazos. No podía sostener la cabeza. El malestar le hacía recordar las penurias sufridas a consecuencia de la guerra, la emigración y muchas privaciones inesperadas. Familiarizado con el hambre, y ahora que podría darse un banquete con uno o más platos de macarrones a la italiana, su estómago se lo estaba negando. De pronto se acordó de Miriam y se sintió un cobarde, se reprochó haberla abandonado sin darle una explicación.

En ese momento le vino a la mente unas frases escritas con puño y letra, heredadas de su madre: “Uno recuerda a Dios en los momentos de apremio, nunca cuando se está bien. El cielo y el infierno están dentro de uno”.

Dobló el rostro contra la pared y trató de huir de la persecución de sus pensamientos.

Cuando el sirio entró al camarote y vio a su compañero en ese estado, meneó la cabeza y apartó la vista.

Al día siguiente la nave anclaba en Atenas, Grecia. La tormenta había sido superada, el malestar, también.

¿Valía la pena una descompostura semejante para conocer tierra helénica?– se cuestionó Charles. Y qué decepción… Con el cuento del perfil griego, las beldades y sirenas de la mitología… al oeste del Paraíso… Él, quien sentía una particular pasión oculta por Afrodita, decepcionado, echó una mirada de indiferencia a su alrededor, buscó un banco en la terraza a espaldas del puerto y se puso a contar gaviotas.

En ese momento; ¡Oh, casualidad!, pasaba Miriam, y él le hizo señas, se corrió a un costado y la atrajo a su lado.

—No te enojes Miriam por lo que dije – balbuceó en un tono de arrepentimiento– Lo que quise decirte es que, siendo tú tan bonita y tan dulce, el fumar te afea la sonrisa. Es todo. ¡Créeme!

¡Pobre Miriam!; estuvo tan a gusto con su aclaración que se echó a llorar y luego se rió ampliamente con su dentadura a la vista, celebrando lo dicho como si tuviera propósito de chiste. Una vez más rodeó a Charles con sus brazos e insinuó acariciarle la oreja con la punta de la lengua, más recapacitó y se frenó a tiempo.

—Hablando con la verdad, –susurró ella, luego de un largo y sostenido suspiro–. Soy incapaz de soportar la soledad de un viaje tan largo. Es la primera vez que me sucede sentirme oprimida. No creas que soy una mujer fácil que se arroja a los brazos del que venga. Simplemente, quise ser amable contigo y brindarte compañía, por si acaso. No es tan sólo porque le temo al mar…, no. Hay algo en ti que me atrapa…, me enamora, me pasea por el aire como sobre una alfombra mágica, como que tuviera trenzas de ébano con que sujetarte a mi cuerpo.

¡Pobre Miriam! –pensó él. Me da la impresión de que me está hablando con el corazón: un lenguaje tan complicado y de difícil acceso.

Charles bajó la mirada y le apretó la mano testimoniando su aprecio.

Para Charles, los amores eran los imposibles, contenían una gran dosis de sufrimiento y jamás se entregaban a la vuelta de la esquina y menos en el estado en que él se hallaba: lleno de inseguridades e ingratitudes, rumbo a una aventura de la que nadie sabía a ciencia cierta sus reales alcances. Hasta dónde cabía en su saber, el amor era una especie de fantasía carnal a la que no tenía acceso. No podía comprender que una mujer casada, a punto de reunirse con su marido, ¡militar de carrera! y, con un hermoso bebé a cuestas, estuviese hablándole de sentimientos amorosos y, acaso…, ofreciéndole de beber hasta saciarse en sus manantiales paradisíacos. Lo que más se teme es lo que más se desea –se dijo–, y de eso estaba convencido. Si él hubiese cedido ante sus encantos, quizá estos mismos lo habrían de traicionar, desvaneciéndose tan pronto les echara la mano, le habrían causado un sufrimiento acaso mayor al de un amor imposible. Porque un amor imposible es agua estancada, su dolor es soportable, interrumpido en lo mejor de su desarrollo, es un torbellino demente que provoca crisis hasta en el más fuerte.

En Génova el sirio Abu Tabía desapareció tras los añorados burdeles. Desde el día de la tormenta, Charles y el sirio se habían vuelto más extraños que nunca, Cada uno se amparaba en su propio razonamiento. Cada uno se rebelaba ante la insensibilidad del otro y este consideraba la descompostura como una real vergüenza; poca hombría.

La idea de ocupar el camarote a su antojo, ahora solo, inquietaba a Charles. Sabía que tarde o temprano lo induciría a dar con Miriam con el propósito de indagar los secretos de la vida amorosa. A esa edad –como en todas– la tentación siempre rebalsa por los poros.

Total; ella regresaría a su marido y él se iría alzándose con una nueva y trascendental experiencia terrenal.

Además, cuando se es joven, se cree saber todo y lo ignorado carece de importancia.

Quedaban pocas horas para que barco anclara en Marsella y él debía aprovecharlas en su favor. No tengo que preocuparme demasiado para llegar a los hechos –se dijo. La fruta está madura y sólo falta que me decida.

Dicho y hecho… Ese día la llevó de la cintura y le sonrió más veces que durante todo el trayecto. Le brillaban los ojos como nunca y no precisamente de alegría.

Mientras caminaban abrazados contemplando el mar, él la besaba y la empujaba de vez en cuando con la cadera, tirándole del pelo hasta arrancarle un grito de dolor, manifestando de ese modo su particular interés, su supremacía, como se estilaba entre los jóvenes. Ya en su camarote, la arrinconó contra la pared y la apretó en sus brazos.

De pronto se sintió inseguro, dejó de actuar y se puso a cazar moscas. Se trataba de afrontar la etapa siguiente y él desconocía la lección. Por un momento se cuidó de manifestar su ignorancia, pero ella, ni lenta ni perezosa, no queriendo perder su oportunidad ni desaprovechar el momento, tomo la iniciativa de guiarlo y darle cátedra sobre el pizarrón de su cuerpo lleno de cruces y encuentros. Y otra vez a él se le congestionaron de sangre las orejas y se le nubló el panorama.

Digamos, no le era nada fácil desterrar su timidez como tampoco admitir su nula experiencia, su hombría estaba en juego. Más luego, ella lo tomó de la mano y juntos descendieron por las escaleras. Miriam lo estaba llevando a su camarote. Pero él tiró de ella con más fuerza y la desvió hacia el suyo. Es lo que corresponde– pensaba él en ese momento. Estuvo a punto de cargarla en brazos como acontece en las películas, pero no se animó, le pareció algo pesada. Las gotas de sudor le resbalaban por las mangas, cuando recordó que allí dentro se sacaría los zapatos malolientes de cuero inglés, se detuvo y estuvo a punto de arrojar todo por la borda, pero ya era tarde. Miriam había cerrado la puerta tras ellos con la traba.

Sin soltarse, ella extendió el brazo y apagó la luz, otorgándole a la intimidad toda la oscuridad que requería su romanticismo “mielista”. Charles cerró los ojos y se dejó llevar transformando los hechos en sueños, sin fallas visuales, sin miradas que pudieran cohibirlo en esa su primera y gran hazaña amorosa.

Atendiendo a los ruegos mudos de la pasión, alocados, se apresuraron en apretujarse parados, se besaron de parados y se acariciaron sin darse tregua, también de parados… No hubo ni tiempo de ocupar la cama, ni ponerse descalzo.

…Salieron a la usanza matrimonial derecho al comedor. Él ya cargaba al niño en brazos y ella colgándose de su hombro sonreía sin motivos. A él todo le brillaba. Se sentía el Coloso de Rodas, la esfinge del Nilo, el Tarzán de la jungla, todo al mismo tiempo, pese a sus reales dudas sobre su actuación.

Almorzaron en silencio: macarrones. Y él repitió y comió dos bananas.

—Mañana llegaremos a Marsella –murmuró ella cabizbaja. ¿¡Cómo hago!? ¡Esto es… esto es una verdadera pesadilla!

Charles le captó la mirada y sostuvo victorioso:

—Tendrás que arreglártela sin mí. La vida no comienza ni acaba con un solo sueño. Tendrás tu marido para amarme en él.

—¡Oh…! ¡Qué pesadilla! –susurró horrorizada. ¡Lo que me aguarda…!

—No te inquietes por querer comprenderlo todo. Los grandes interrogante no tiene explicaciones para gene como nosotros– sentenció vanidoso con cierto sarcasmo.

—Dime, por favor, algo bonito, aunque sea una mentira –suplicó, tratando de adentrarse en la mirada de su muchacho–. Dime que me quieres, por lo menos.

—Aunque nunca más nos veamos, siempre estarás en mis recuerdos– apunto él. Y parecía sincero.