Los gatos del obispo - Raymond Rupén Berberian - E-Book

Los gatos del obispo E-Book

Raymond Rupén Berberian

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Beschreibung

Los gatos del obispo es un apasionante relato sobre un simpático obispo sanador de origen libanés y su particular iglesia rodeada de gatos en plena Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Un hombre dedicado a sanar enfermos por medio de su comunicación extrasensorial con sus gatos. Solía reiterar en sus sermones: "Un cura que no cura, no es un cura". Un Prelado, considerado un impostor por toda la curia de las parroquias linderas, autoproclamado obispo y reconocido por el Vaticano.

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RAYMOND RUPÉN BERBERIAN

Los gatos del obispo

Berberian, Raimundo EnriqueLos gatos del obispo / Raimundo Enrique Berberian. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4911-2

1. Novelas. I. Título.CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

Tabla de contenidos

PRÓLOGO

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO lV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XV

CAPÍTULO XVI

CAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVIII

CAPÍTULO XIX

CAPÍTULO XX

CAPÍTULO XXI

CAPÍTULO XXII

CAPÍTULO XXIII

CAPÍTULO XXIV

CAPÍTULO XXV

CAPÍTULO XXVI

EPÍLOGO

LIBROS DEL AUTOR

Sinopsis

Los gatos del obispo es un apasionante relato sobre un simpático obispo sanador de origen libanés y su particular iglesia rodeada de gatos en plena Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Un hombre dedicado a sanar enfermos por medio de su comunicación extrasensorial con sus gatos. Solía reiterar en sus sermones: “Un cura que no cura, no es un cura”. Un Prelado, considerado un impostor por toda la curia de las parroquias linderas, autoproclamado obispo y reconocido por el Vaticano.

El Autor

***

PRÓLOGO

Pido perdón por incursionar en un terreno que podría parecerles a muchos una suerte de trasgresión, acaso también un motivo para que me tomen por un oportunista malintencionado. Reconozco que estoy invadiendo el secreto de un hombre consagrado por muchos y cuestionado por otros tantos; un religioso que imparte la fe y la esperanza a numerosos necesitados que acuden a él a diario con su bagaje de sueños rotos y sus problemas existenciales.

Cualquier semejanza de los personajes de mi novela con nombres, lugares y hechos de la realidad, es pura coincidencia...

CAPÍTULO I

Años atrás, Laura, mi amiga, me estuvo contando maravillas refiriéndose a un simpático y agradable Obispo sanador de origen libanés, conocido por el Monseñor Karim. Había acudido a él recomendada por una de sus clientas devotas de la catedral y de su Virgen; donde el mismo Obispo oficiaba misa los domingos al estilo oriental.

Vista desde afuera, la Catedral en cuestión, daba una mala impresión, peor aún era su interior, aunque situada sobre una Avenida principal de la Capital Federal, lindando con una comisaría. Con generosidad de mi parte, diría que se trataba de una suerte de bosquejo; un esqueleto de un edificio sin terminar. Una plaqueta de bronce en el frente, un portón de madera labrada sin afirmar y unos escalones cubiertos con remiendos de alfombras de donantes, recolectadas de variados colores y estilos. El piso inferior de la entrada transparentaba un sótano de enormes dimensiones, repleto de maderas, hierros forjados, escaleras, ornamentos, desperdicios y motores en desuso, todo oxidado y en mal estado. Subiendo algunos escalones y hacia la derecha se encontraba la Estatua de La Virgen en medio de la capilla. Unos bancos de madera alineados en ambos costados del pasillo central; las paredes cubiertas con cuadros, numerosas estatuas aquí y allá, platos, recordatorios e íconos, desparramados a la buena de Dios. Todo ese menjunje de cosas mudas entremezclándose con los recuerdos abandonados de los fieles devotos de la Venerada Virgen, patrona de la Catedral.

Entre tantas maravillas, hacia la izquierda, arrinconado en un altar improvisado, sobresalía una reducida estatua de yeso; encerrada en una caja de vidrio, representando, vaya a saber a qué monje legendario de la prehistoria y gatos; gatos merodeando por todos lados, algunos recostados en los altares, otros estirados a los pie de la estatua de la Virgen.

Unos pasos más adelante, un caminito, también cubierto con deslucidas alfombras, conducía al patio descubierto, rodeado por cuatro o cinco habitaciones con puertas y persianas cubiertas de telarañas, abarrotadas con muebles en desuso, una nube de gatos recostados aquí y allá, haciendo juego con el ambiente, muchos con ojos claros o gris verdoso y un enorme pino solitario rozando la pared medianera.

***

Al hijo de Laura de apenas catorce años se le había producido una especie de callosidad en la lengua que le dificultaba el habla. La madre alarmada había acudido a pedirle socorro al Obispo luego de haber consultado en vano a varios profesionales y él lo había curado.

Era de imaginar la exclamación de mi amiga cuando le dije que desconfiaba de aquellos seres que dicen obrar milagros con el Poder Divino a través de la persuasión o del tacto. Que para mí, lo suyo se asemejaba a una parodia con algo de sugestión psicológica.

—¡Todo el mundo habla de él! – Interrumpió ella – ¡Ese hombre es un santo! Hay quienes lo califican de curandero y de chaman, pero para mí, como para muchas de mis amigas, es un Santo; ha curado a mi hijo y con esto me basta.

Yo ya no tenía argumentos ante semejante convencimiento y opté por resignarme sonriéndole.

***

Acudí a uno de mis amigos, un policía de carrera, fanático Católico, Apostólico y Romano; un hombre apegado a varias clases de sotanas y demás vestimenta consagrada como sagrada, queriendo saber qué opinaría él como agente del orden de los milagros en general. Dijo conocer al hombre en cuestión; más de una oportunidad se había cruzado con él, pero, que él, como buen policía y descreído, no le daba demasiado crédito a las habladurías promocionales que relacionarían un obispo con los milagros. Me contó que le contaron, que el personaje en cuestión, se hacía pasar por obispo sin haber sido consagrado y que alguien le había comentado que el mismo había sido excomulgado por la Santa Sede.

Como es de imaginar, lo expresado por mi amigo incentivó aún más mi curiosidad. “No sé por qué – me dije – los policías se enteran siempre de las versiones negativas. Ellos meten a todo el mundo en una misma bolsa, menos; claro está, a su santa madre y hermanas si las tienen; sus sospechas son gratuitas y rigen para todos por igual.

Llegué a la conclusión que lo de mi amigo debió ser un complejo policial, difícil de resolver para un hombre común como yo.

Tomé el teléfono y marqué el número de un cura párroco con quien tenía una discreta confianza y le pregunté qué opinaba del mencionado personaje. Al principio me contestó con evasivas; diplomáticas evasivas; eclesiásticas evasivas; evasivas de médicos que culpan al virus cuando no logran diagnosticar la enfermedad de sus pacientes. No obstante su hermetismo, logré rescatar tras su disimulada discreción, que estaba insinuando que el Obispo en cuestión no era digno de confianza, que resolvía todo con regalitos, llaveros, medallitas, estampitas y promesas. Que con una sonrisa a flor de labios compraba la voluntad de quienes pisaban el umbral de su catedral en busca de pan y trabajo, amén de alguna porción remanente de la torta de Navidad.

Era obvio que el cura párroco en cuestión evidenciaba tenerle celos al Monseñor Karim. Debió haberlo conocido de cerca y vaya a saber si no lo estaría marginando por una suerte de competencia parroquial. Y ya que no sabía cómo nivelar la balanza a su favor, desmerecer al otro, era una opción.

Como por arte de magia o por esas causalidades que se dan de vez en cuando, mi oportunidad no tardó en llegar. Fui contratado por El Obispado para registrar la llegada al país de un alto prelado, invitado de honor del Gobierno Nacional en su visita pastoral a Sudamérica.

Ah, olvidé decir que aquel entonces ejercía mi oficio de fotógrafo profesional y había sido contratado por la Parroquia por teléfono.

Estando en el Aeropuerto Internacional preparando mis equipos, alguien me tocó la espalda. Era el Monseñor, sonriéndome me estaba ofreciendo un llavero y una imagen de un santo: “Es San… (…) –dijo él– protector de (…)”.

Le agradecí sin que le prestara demasiada atención por aquello del Santo. El hombre se alejó con su sonrisa pegada a los labios rumbo a los demás sacerdotes y autoridades oficiales que aguardaban acartonados el aterrizaje de la nave, para darle la bienvenida al Ilustre Visitante en las escalinatas del avión.

Y allí estaba él otra vez en primera plana, yendo y viniendo, radiante, simpático, recomendando no sé qué cosa a la muchacha encargada del protocolo. Era un hombre robusto, de sonrisa fácil y de mirada cautivante, sus gestos eran enérgicos pero amables, tenía una tonada marcadamente extranjera. Me parecía extraño notar que nadie se le acercara; me refiero a las autoridades religiosas y que fuera él quien se les arrimara, les conversara y les esforzara a sonreír con algún que otro chiste apto para religiosos. Karim, parecía un elegido, un apoderado de la Eterna Felicidad.

Supongo que tendría más edad de lo que aparentaba tener estimativamente, ya que a los obispos la edad es lo de menos. Al igual que los médicos; cuánto más viejo, mejor –dicen las malas lenguas…

Un concepto que no siempre encaja en la práctica y les cuento por qué: Mi vecino, un viejo y canoso médico, casado y con hijos varones, descendiente de la Calabria, tenía instalado en el barrio de La Paternal, Bs. As., su consultorio justo al lado de mi local de fotografía. Vuelta y vuelta nos saludábamos y a veces conversábamos de nuestras cosas. Me contó que sus pacientes le tenían confianza gracias a su edad, cuando en realidad había recibido su diploma ya con canas luego de tres fracasos.

Al rato, alguien atento al accionar de la asamblea, me señalaba al hombre, diciendo: ¡Es el Obispo Karim, el Sanador! “El de los milagros…” Fue quien te obsequió el llavero y la imagen.

Reunidos, se encontraban los armenios católicos romanos, los armenios apostólicos, los maronitas de habla arameo, los coptos egipcios sobrevivientes de la Atlántida, los siríacos de Alejandreta, los ortodoxos griegos, los rusos “de Rusia”; los melquitas, los ucranianos, una delegación musulmana y por supuesto: una selecta representación de la Curia Metropolitana. Estaban todos. Cada cual con su túnica, turbante y sotana de gala.

***

Ya tenía motivos de sobra para ir a entrevistar al Obispo Karim: Lo había retratado junto al Patriarca y él mismo me había solicitado que le llevara a su oficina todas las fotografías donde apareciera junto al ilustre huésped, incluyendo las tomas durante la visita del Prelado a su residencia particular, luego del suculento banquete que ofreciera a todos los presentes, a la delegación de la seccional policial, incluyendo los integrantes de la banda de música de la Policía Federal Argentina y efectuara al ilustre Huésped la entrega de los tradicionales regalos: El Martín Fierro en una encuadernación de lujo, la Biblia ilustrada de catorce tomos en colores, una billeteras de cuero repletas con dólares, varias plaquetas de plata repartidas entre los presentes.

Para mí: Un despilfarro de generosidad eclesiástica… Se me hace que el Monseñor Karim lo tendría todo bien calculado: “Aquello que se arroja por la ventana y cae al patio, queda en casa” –pensaría él.

***

A los pocos días ya había separado las fotografías que pudieran interesarle al Obispo.

Llamé por teléfono a la Parroquia y me atendió una mujer. Recuerdo que me preguntó si me pasaba algo grave. No le entendí.

—¿Necesita alguna clase de ayuda espiritual? –repitió–. ¿Su caso es de gravedad? ¿Solicita un turno con Monseñor?

—“No, señorita, me siento perfectamente bien y no me duele nada. El señor Obispo me había encargado fotografías y me gustaría entregárselas, es todo”.

—Bueno… Veamos…Hoy es lunes... Venga el jueves, sin turno. Yo misma me encargaré de que Monseñor lo reciba. Antes es imposible, él está muy ocupado. Atiende sólo casos graves y de urgencia, ¿entiende? ¡Venga el jueves al mediodía!

El telefonema me pateó el hígado. Yo no era un paciente del Monseñor; era su fotógrafo.

***

Llegó el jueves. Los pacientes de la esperanza, se aglomeraban en el patio y aguardaban su turno hasta ser atendidos, por separados, en la oficina particular del Monseñor. Eran en su mayoría mujeres; exceptuando las jóvenes y bonitas que también las había, las demás parecían recogidas de los geriátricos; algunas hasta traían amuletos y otras, eran arrastradas en sillas de ruedas.

Algunas oraban en voz alta rosario en mano y unas velas recién adquiridas a la secretaria; la misma que me había atendido por teléfono. Ya, y en carne y hueso, ella era otra cosa. Apenas me asomé al patio, salió a recibirme. Era una mujer alta, de facciones bonitas, no obstante la edad que no perdona, había comenzado a roer la magnificencia de su aspecto físico.

No sé por qué razón, de pronto asocié su mirada con la de los gatos que desde que me asomé al patio no cesaban de observarme. Ella con su mirada espacial, lo mismo que los gatos, miraban directamente a los ojos. Al igual que ellos, la mujer daba impresión de estar poseída por espíritus del más allá.

Veía a los gatos como que participaran del banquete; mejor dicho, formaran parte en complicidad de la obra sanadora del Monseñor. Asechaban a los pacientes; cada gato parecía haber elegido su candidato de entre los demás, refregaban disimuladamente su pelaje en las polleras y en los pantalones sin que nadie pudiera objetar, y con ello registraban el grado de sus tensiones; aunque la de ellos pareciera una travesura, para mí, detectaban las inquietudes de los presentes que los impulsara a confiar en un supuesto cura que cura…

—No se preocupe Señor. Él ya fue avisado de su presencia. Lo atenderá enseguida. El Monseñor es muy bueno. Hoy no hay mucha gente que digamos...

Miré alrededor y conté veintiocho personas. Veintiocho desesperados aguardaban la mano mágica, el toque milagroso que aliviara sus problemas.

—Venga conmigo un rato a la cocina. El Monseñor no tardará en salir.

La seguí en silencio envidiado por todas las mironas. Era de imaginar que se trataba de un privilegio como pocos.

El Obispo seguía sin aparecer…

Vuelta y vuelta, la puerta del consultorio privado se abría, salía una mujer acompañada por un gato y de inmediato otra ocupaba su lugar acompañada por otro gato. La saliente daba la impresión de haberse despojado de todos sus problemas existenciales, de flotar por el aire, de andar descalza sobre nubes de algodón.

Me resultaba emocionante el hecho de detenerme y observar la reacción de esas mujeres, hurgar en sus miradas tantas emociones desconocidas, casi, casi… contagiosas.

—¿Por qué no me cuenta algo sobre el señor Obispo, alguna anécdota, alguno de esos logros milagrosos que más recuerde? –le pregunté a mi acompañante, a modo de romper el silencio, ya instalados en la cocina.

—¿No sabía Usted que Monseñor es uno de los cinco sacerdotes sanadores de América Latina? Pues ahora ya lo sabe. ¡Muchos, muchos milagros pasaron por sus manos! –respondió, casi como un recitado de memoria.

Tenía los ojos bien abiertos tratando de impresionarme.

—¡Ahora, retírese! –ordenó impulsivamente en un tono carente de cordialidad– ¡Póngase en la fila junto a los demás, como para que Monseñor lo vea cuando abra la puerta y no pierda su turno!

Obedecí sin pestañar. Abandoné mi asiento y salí: “No es cuestión de estar cargoseando a esta buen dama –me dije–. Vengo a entregar unas fotografías y a que me paguen; es todo. Nada tengo que ver con todo este circo. Vienen aquí a descargar su cruz sobre los hombros del Obispo y a respaldarse en él espiritualmente. Lo mío es otra cosa. No vengo a espiar ni pretendo meter las narices donde no me corresponde, pero mis dudas, siguen siendo dudas…”

***

Finalmente se abrió la puerta tan anhelada, la ranura al octavo cielo engalanada con cortinas de encajes y el Obispo salió a recibirme radiante como de costumbre, como que fuera un héroe, un mensajero de la Providencia, exclamando: ¡Bienvenido, Profesor! Me ofreció un conmovedor abrazo y mientras me invitó a pasar a su oficina, se dirigió hacia sus pacientes diciéndoles: “El Profesor viaja para Francia. Viene a dejarnos un recado y se va. Por favor tengan paciencia: “¡La Santa Paciencia!”.

Ya en su oficina, me ofreció ocupar uno de los dos sillones en derredor de una enorme mesa ovalada sobrecargada de libros, papeles y cuadros con fotografías junto al Papa.

El Monseñor se acomodó en el segundo sillón; “El Obispal”. En ese ínterin una saltó a la mesa una gata gris que al franquear la puerta se había introducido junto a mí sin que lo percatara; se estiró a sus anchas sin quitarme los ojos de encima. Al notar mi asombro por la presencia de la gata, el Obispo sonrío con cierta ternura y dijo: “Tú tienes grandes planes en vista, Profesor”.

Bajé la vista y sin más le ofrecí las fotografías.

Las tomó, las observó un rato y las puso a un costado sin dejar de murmurar. Me hablaba de cosas intrascendentes, pero entendía que en momentos como ese era necesario decir cosas por el estilo, aunque pareciese intrascendente, a fin de partir el hielo suscitado por la larga espera en el patio.

Aproveché la pausa en que se puso acariciar la gata para mostrarle uno de mis últimos libros que pensaba obsequiarle. No podría asegurar que me estaba escuchando, lo que sí, con la misma agilidad practicada con las fotos, tomó el libro, observó la tapa y lo agregó al conjunto del desorden reinante. Algo me decía que no lo leería jamás. Y era obvio: su interés por acabar con la construcción del edificio parroquial le consumía todo su tiempo y por ahí, también su energía. Lo suyo urgía mucho más que conocer lo que le podían ofrecer mis escritos y mi particular modo de pensar. No obstante, cordial como siempre, me prometió leerlo en el avión durante su próximo viaje al exterior.

—¿Qué planes traes con tus escritos? –preguntó, buscando mis ojos–.

En ese momento me ocurrían tantas cosas, tantas cosas, que opté callarme.

Recordaba aquella conclusión británica que decía algo así: “El dinero es miel, mi pequeño hijo, y el chiste del hombre rico es siempre divertido”.

“Money is honey my little sonny and the rich man’s joke is always funny…”

—Me han hablado maravillas de usted, Monseñor – dije, cambiando de tema –Me interesaría saber de sus milagros. Usted posee una personalidad avasallante que llega con gran facilidad a conmover a cualquiera, siempre da el primer paso hacia los que no se atreven a ventilar sus mezquindades.

—Eso no interesa ahora –interrumpió él, cambiando de postura en su sillón.

En ese momento la gata gris se enderezó. El Obispo estiró los brazos, atrajo la gata hacia él, la besó en la frente y la depositó suavemente en el suelo diciéndole: Gracias Matilde, cumpliste con tu misión; puedes retirarte.

El Monseñor se reacomodó en su sillón y me miró profundamente sin agregar palabra. Parecía como que me hubiese sermoneado. Hasta pude leer en su mirada que La Gata me estaba pidiendo que agradeciera su presencia acariciándola.

Por supuesto no lo hice, no la toqué. Me parecía descabellado hacer partícipe de mis cosas a un animal.

La gata movió la cola y se escondió debajo de la mesa.

El Monseñor volvió a sonreír. Se dirigió a la gata sorprendiéndome: “Gracias Matilde. Más tarde te daré tu recompensa. Ahora sal a sintonizar tu telepatía con los demás pacientes y no abandones tu lugar.”

Digamos que todo lo ocurrido fue una impresión, un sentir poco confiable, una rara intuición de una frecuencia de ondas, una percepción insólita. Y sin embargo algo me decía que estaba tras la pista correcta, la de un mundo accesible a pocos iluminados y que yo me estaba convirtiendo en uno de sus habitantes privilegiados.

—¿Cuál es tu problema, Charles? ¿A qué cumbre apuntas? –volvió a preguntarme paternalmente como prestándome mayor atención. Esta vez me había llamado por mi nombre, aquello de Profesor me estaba resultando empalagoso; no me causaba ninguna gracia, más no encajaba con mi personalidad.

Estuve a punto de revelarle algo de mis sueños, de mis castillos de arena y de mis proyectos irrealizables. Hablarle de mi idea de la resurrección, cuando me interrumpió diciendo:

—No me cuentes más nada, amigo Charles. ¡Lo sé todo! Conozco todo sobre ti. Tu drama es la impaciencia, como que corrieras tras un espejismo que tú mismo has creado. Deduzco que estás detrás de temas nuevos para tus escritos, pues yo podría facilitarte uno. Aquí lo tengo… Recogió unas hojas recopiladas a mano y comenzó a leerlas. “Se trata de mitos y leyendas de los indios” –explicó.

(Mitos y leyendas de los indios “Chiriguanos”)

Ñanderuvucú, el dios civilizador de los Apapocuvá, cuyo nombre significa: Nuestro padre grande, se había descubierto a sí mismo en las tinieblas mientras los murciélagos reñían en la oscuridad. Colocó la Tierra sobre una cruz de madera que le sirvió de puntal. Ñanderuvucú llevaba como ayudante a Ñanderú Mbaecuad, personaje de importancia secundaria a pesar de su nombre.

Él, Ñanderuvucú, creó con su fuerza mágica a una mujer llamada Ñandecy, quien fuera la “Madre Grande” que surgió del interior de un plato de arcilla. Ñanderuvucú hizo una casa en medio del puntal que sostenía la Tierra. Ordenó a Ñanderú Mbaecuad que desflorase a su mujer para que su hijo se confundiese con el de su ayudante.

Mientras Ñandecy llevaba en su seno al hijo de Ñanderuvucú y el de Ñanderú Mbacuad…

—¿Me sigues…?:

Ñanderuvucú armó una chacra y plantó maíz. Cuando el maíz creció y maduró regresó a su casa y ordenó a su mujer Ñandecy que fuese a traerle algunos choclos. Ella se negó porque el hijo que llevaba en su seno no era su hijo sino de su ayudante Ñanderú Mbacuad… Ya él no tenía derechos sobre ella.

Se cree que Ñanderiguey, hijo de Ñanderú Mbacuab y su hermano Tyuyrú, hijos de Ñanderuvucú fueron quienes conquistaron el fuego para la humarada; se lo robaron a los buitres.

Ñanderiguey resultó tan ingenioso que inventó una danza mágica y con su hermano bailaron durante cuatro meses, al cabo de los cuales, Ñanderuvucú apareció y los llevó al cielo, premiándolos.

Desde entonces Ñanderiguey vigila la Tierra.

¡Toma; te las regalo! Podrían serte útiles para un próximo libro sobre la indiada.

Ah; aquí hay más… ¡Mira qué interesante! : Sus mujeres se depilaban las cejas… Eran en general pueblos errantes que señoreaban en extensas praderas. De las pieles de los baguales fabricaban sus casas. Sus techos eran cubiertos y cocidos con cueros de caballos, con hilos confeccionados de los nervios y venas de los mismos animales.

La india al parir, se encaminaba a la laguna con el recién nacido en brazos a sumergirse en las aguas, aun en pleno invierno. Toda la tribu iba a bañarse antes del alba, sin distinción de sexo o edad. Eran expertos en el arte de arrojar el lazo y las boleadoras…

…Yo los conozco bien. He vivido entre ellos. He seguido sus historias y estoy al tanto del drama que padecieron en manos de los europeos… En la Argentina tuvimos un presidente que los combatió en nombre de la civilización. Fue recordado por su estigmática frase: “El indio es domesticable, pero no civilizable”. Los del Norte “Los Yanquis”, refiriéndose a los “pieles rojas”, decían que “El indio bueno, era un indio muerto”.

Y otra vez, la gata gris se hizo presente.

—“Discúlpame Tesoro. Ven Matilde, ven, lo siento, olvidé abrirte la puerta.

El Obispo abandonó su asiento, fue hacia la puerta y dejó salir a la gata. Y ya que se encontraba junto a la salida, me sonrió a modo de despacharme:

—¿Por qué no vienes a verme el próximo jueves? Hoy estoy bastante complicado, además me aguarda resolver muchos temas. ¿Te espero el jueves a la misma hora, así arreglamos las cuentas?

Afuera me aguardaban las caras largas de los pacientes. Me encaminé hacia la cocina a despedirme de la secretaria. Habré hecho unos pasos cuando la vi asomarse con esos ojos gatunos de mirada penetrante espacial…

—Vaya con Dios, señor. Lo acompaño a la salida. Monseñor va a rezar por usted.

“Necesito más que esto”, me dije, atravesando la iglesia de punta a punta. “Si fuera creyente, oraría por mí y por toda mi parentela; resolvería la tirantez y el hambre de la humanidad. No sé hasta dónde sirven de terapia los rezos de intermediarios. Preferiría, en vez de rezar por mí, que leyera el libro que acabo de obsequiarle”.

***

Me despedí de los ojos gatunos. Fui en busca de mi auto, puse el motor en marcha y arranqué, sin las fotos, sin mi libro y sin haber cobrado un centavo.

***

Durante la semana pensé mucho en la causalidad de los encuentros. Mi raro presentimiento sobre aquello de los gatos. No comprendía por qué algunos permanecían encerrados en las habitaciones y otros erraban entre los visitantes. ¿Por qué motivo los primeros daban sensación de estar agotados, mientras que sus hermanos mimoseaban entre los pacientes? Había mucho que pensar en todo aquello…

Ahora que lo recuerdo, me pareció haberme visto personificado en los ojos de la gata gris. Visto personificado, digo bien, como si percibiera mi imagen en el espejo de un estanque, pero fue tan fugaz, que me resultó algo confuso y casi improbable. Además, no podía ser, no encuadraría en ninguna lógica. No cabe en la mente de nadie comentar lo ocurrido como algo cierto, habrá causado gracia, cuando no preocupación por mi salud mental; habría sido considerada una suerte de demencia, un absurdo total, o bien, una transmisión de pensamientos en imágenes y colores. ¡Otro absurdo! Yo me vi en los ojos de aquella gata, aunque desfigurado y desconocido, pero era yo; doy fe de ello, lo puedo afirmar. Y esa idea no me la quita nadie.

Podría preguntarme ¿por qué esta gata y no otra, habiendo tantas aguardando en el patio? ¿Ésta y no otra, se introdujo conmigo en la oficina del Monseñor? ¿No será –digo yo– que la gata fuera una suerte de informante por medio de ondas cerebrales sintonizadas telepáticamente con las del Monseñor; una gata que recogía información de mi mente, conocía mis inquietudes y mi estado de ánimo tan sólo mirándome a los ojos y rozando mis pantalones mientras aguardaba en el patio?

No me asombraría además por el prestigio que envuelve al Obispo que existiera una estrecha relación sobrenatural y extrasensorial, desconocidos para mí, entre Él y Matilde.

Porque... la ignorancia es el culto mayor de la humanidad, en ella se recrean todos los imposibles. Si uno no se percata de que el lado oculto de la luna forma parte de la misma luna, creerá que tiene una sola cara.

Ahora que estoy analizando el asunto pausado y detenidamente… estando en el patio de la iglesia donde se reunía la gente y servía de sala de recepción, sin darme cuenta intenté simpatizar con todos los gatos, porque amo a esos animalitos y ellos lo presienten; lo perciben.

A decir verdad, a excepción de la gata gris, ningún otro gato se me había acercado. Conocí gatos con ojos violetas, azules, amarillos y de muchos otros colores, pero eran de razas diferentes, nada comparables con los de Obispo. Éstos, pese a tener el pelaje negro, gris, blanco, anaranjado o marrón, curiosamente, todos llevaban el mismo color de ojos. Por lo menos, eso me había parecido.

Entendía que los brujos, los parapsicólogos, los médiums, los adivinos, los falsos profetas y los magos, recurrían a engaños. La magia es sin duda el arte del engaño, como la diplomacia el arte de la mentira. Utilizan una energía que tiene sus reglas; es condicionada y se agota al ser consumidas sus reservas. Cualquiera podría jugar con la fe de pocos, pero pocos son los que pueden jugar con la fe de muchos, al mismo tiempo. Tampoco podrán hacerlo en forma constante, salvo que sea poseedor de un carisma excepcional, un don sobrenatural y tenga recursos mayores de energía. Un “mano santa” podría curar a un enfermo que está dispuesto anímicamente a ser engañado.

Creer en alguien, sea apóstol, monseñor o ladrón, también sirve, puesto que dos hacen más fuerza que uno. Y la fe se suma, se multiplica, se divide, se resta. Es matemática pura, la misma que aprendimos en el colegio; ¡la misma! La intuición posee la facultad de leer la mente; de allí a pronosticar el futuro, es jugar a la ruleta rusa.

Comunicadores los hay a montones, ¿por qué no gatos? ¡¿Por qué no?! La energía de los cuerpos de sangre caliente son ondas comunicativas. La mente es energía en constante ebullición. Tanto el contacto físico como el telepático operan sobre la psiquis.

***