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Una historia de aventuras marinas trepidantes como solo puede serlo la infancia. Emi y su hermano Tato se embarcan en un viaje en alta mar junto con su padre. Lo que en principio parece unas vacaciones tranquilas acabará convirtiéndose en toda una aventura digna de los mejores corsarios.
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Seitenzahl: 103
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Francisco Díaz Valladares
ÁLBUM: VERANO 2005
Saga
El fantasma de la bodega
Copyright © 2005, 2021 Francisco Díaz and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726886405
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Entre una historia real y una de mentirijilla no hay mucha diferencia, la verdad. Pero lo bueno es que la primera casi nadie se la cree y la segunda se la cree todo el mundo. ¡Qué cosas, ¿no?!
Mi nombre es Emi y la historia que voy a contar es una de esas que cuesta creer, pero es real; nos ocurrió a mi hermano Tato y a mí hace ya algunos años.
Hoy, día veinticuatro de diciembre, preparando la mesapara la cena de Navidad, abrí el cajón del aparador para sacar un mantel y me di de bruces con un álbum de fotos: «Verano de 2005». Algo se removió en mi interior. ¡¿Qué hacía allí aquel álbum?! Lo cogí casi con veneración y me senté en el sofá. Al abrirlo, se desplegaron ante mí todas las sorprendentes, intrigantes y, en algunos momentos, terroríficas aventuras vividas en aquel crucero que cambiaría la vida a mí y a mi familia.
Foto a toda página del Mare Nostrum.
¡El barco era enorme!
Negro y blanco; con dos chimeneas en lo alto echando humo que parecían dos volcanes.
Sobre el lateral estaba pintado en letras grandes el nombre del barco: Mare Nostrum.
—Parece un monstruo, ¿verdad Emi? —preguntó mi hermano Tato y giró un poco la silla de ruedas
Lo contemplé. Tato tenía entonces seis años, cuatro menos que yo. Un problema en la columna vertebral lo obligaba a permanecer la mayoría del tiempo ensilla de ruedas. Ya había sufrido varias operaciones, pero nada, no conseguían dar con la tecla.
Su nombre de pila, Andrés, como mi padre, pero mamá, para diferenciarlos, utilizaba el primer apellido: Tato.
Tato era delgadito, con los ojos muy grandes y la sonrisa pícara. Un flequillo rubio desfallecido sobre la frente rubricaba su fama de travieso, sin embargo, conseguía encandilar a quien se acercaba a él.
—¿Grande? —respondí al fin—. A mí me parece un…, un monstruo. Tan alto como el edificio de la abuela María Luisa, o más. Parece un dragón.
—¿Tú crees que los dragones son tan grandes? —preguntó Tato con cara de asombro.
—Y más —concluí.
—¿Cómo algo tan grande puede flotar si yo cuando me meto en la piscina me hundo?
—Porque le ponen flotadores en el fondo —aseguré.
Tato me miró entre pensativo y dudoso.
—¿Flotadores?
—Sí. Me lo ha contado el padre de Ramón. Todos los barcos llevan flotadores, si no ya me dirás cómo iban a flotar.
—¿Te lo ha contado Ramón? ¿Ese es tu novio?
—Yo no tengo novio —respondí un poco irritada—. Además, no ha sido él, me lo ha explicado su padre: llevan flotadores debajo y a los lados.
—¿Como los que me pone mamá en la piscina?
Tomé aire, resoplé y luego contesté:
—¡Sííí!, pero más grandes. ¿Te acuerdas de la peli que vimos con mamá en la que se hundió aquel barco?
—¿La que lloró tanto?
—Sí, esa. Pues un iceberg le rompió los flotadores de un lado y se hundió.
—¿Qué es un iceberg?
—Un trozo de hielo muy grande.
—¿Qué…?
—¡¡¡Emi, Tato!!! —el grito era de mi madre. Ya habían bajado las maletas del taxi en el que habíamos llegado. Un mozo del puerto había acudido con un carro y mi padre trataba de colocar el equipaje para transportarlo hasta el barco.
—No os despistéis. Emilia, trae a tu hermano ¡Anda, date prisa! ¡Venga, vamos! ¡Jesús, qué calor y eso que son ya las seis de la tarde! ¡Empezamos bien agosto!
—¡Afú ya! —giré la silla de ruedas y la empujé con rabia. No me gusta que me llamen Emilia, no me gusta, prefiero Emi, pero ella como si nada.
Dos horas más tarde, cuando nos encontrábamos ya en el camarote deshaciendo las maletas, se oyeron dos tremendos bocinazos:
¡¡¡Buuu!!! ¡¡¡Buuu!!! ¡¡¡Buuu!!!
Rugido de motores en las entrañas del gigantesco buque. Los cuatros prestamos atención: el monstruo comenzaba a navegar.
—¡Zarpamos! —grité.
—Muy bien —soltó mi madre de sopetón—, reunión y charla familiar.
Ahora venían las consabidas instrucciones.
El camarote era doble: en un lado había dos camas adosadas a las paredes, un pequeño armario, una mesita, un televisor y un minúsculo cuarto de baño; y en el otro, un espacio mucho más reducido con dos literas y una barra para colgar la ropa. Nos llevó a los dos al espacio más ancho.
Ángela, así se llama mi madre, es delgada y alta, tiene el cabello castaño rizado y un rostro bonito. Cuando da instrucciones arruga la frente y aparece siempre su condición de profesora.
—A ver, reglas para el viaje —señaló contando con los dedos—: no quiero ninguna pelea ni discusión entre vosotros. En el comedor no os comportéis como energúmenos: nada de meter las manos en el plato, chuparse los dedos, eructar y mucho menos lo otro que tú ya sabes, Tato.
—¿Y si me sube o me baja el aire?
Mi padre soltó una carcajada sorda y mi madre lo taladró con una terrorífica mirada, aunque tuvo que esforzarse para aguantar también la risa.
—Hablo muy en serio —señaló esgrimiendo el dedo índice—, como me dejéis en ridículo prometo encerraros en el camarote y hago que bajen aquí la comida. ¿Ha quedado claro?
Ambos asentimos un par de veces moviendo la cabeza.
—Una cosa más: prohibido subir a la cubierta del barco si no es con papá o conmigo. Podéis jugar aquí, en el pasillo o donde queráis, pero ni se os ocurra coger el ascensor para subir. A cubierta solo se puede subir en compañía de uno de nosotros, ¿de acuerdo?
—¡¡¡Sííí!!! —los dos a la vez.
En ese momento, el barco soltó otra tanda de bocinazos:
¡¡¡Buuu!!! ¡¡¡Buuu!!! ¡¡¡Buuu!!!
¡Ay, si hubiéramos sabido lo que nos esperaba tras aquellos bocinazos!
Fotos de Tato en el camarote con el rostro como el alabastro y una de tres barcos de vela. A lo lejos, la costa subrayaba el horizonte con una línea oscura y ondulada.
Otra foto de los pasillos del barco.
¡Menuda la liamos en los pasillos!
—¿Se te pasa o no, Tato? —preguntó mi madre.
En cuanto el barco salió a mar abierto, Tato se había ido mareando hasta llegar a vomitar.
«Seasick, el mal del mar, diagnosticó el médico cuando vino a visitarlo, en unas horas se encontrará mejor. Que tome estas pastillas de Biodramina».
—Déjalo, ya se le pasará —dijo mi padre colocándose la chaqueta en la otra parte del camarote— La niña cuidará de él hasta que volvamos.
Mi padre trabajaba en una fabrica muebles de aluminio. Era un poco más alto que mamá y a mí me parecía el hombre más guapo del mundo.
—¿De verdad no te importa quedarte con tu hermano? —me preguntó mi madre— Si quieres, me quedo contigo y dejo que papá vaya solo a cenar. Tenemos muchos días de travesía y…
—Mamá, no me importa, de verdad. Yo también me encuentro un poco mareada. Solo pensar en meterme algo en la boca, me da fatiga —mentí.
Pero a ella no puedo engañarla. Le basta con observarme unos segundos para saber lo que pienso. Me dio un beso en la frente y sonrió.
—Cuando se te pase el malestar, cómete una de esas hamburguesas que ha traído el camarero, estaremos de vuelta enseguida. Antes de cerrar la puerta, se dio un beso en la yema de los dedos y lo sopló en mi dirección.
No tardé ni cinco segundos en acercarme a la bandeja colocada sobre la mesa y empezar a devorar uno de aquellos redondeles de carne picada entre tomate, cebolla y lechuga. ¡Estaba muerta de hambre! ¡Toda la tarde sin comer, oyendo a Tato vomitar…!
—Emi, tengo hambre —se quejó.
Lo observé unos instantes, mientras intentaba tragar el primer bocado y me limpiaba un chorreón de kétchup.
—¡¿Cómo que hambre?! ¡Ni se te ocurra comer! Has estado toda la tarde vomitando.
—Ya se me ha pasado el mareo.
—No digas tonterías, anda. Estás más blanco que la cal.
—Quiero levantarme.
—¡Ayssssss! ¿Ni siquiera vas a dejarme terminar?
—Es que, si te veo comer, me da hambre.
—Pues mira para otro lado.
—Emi…
—¡Afú ya! —resoplé, le di un buen bocado a la hamburguesa antes de dejarla en la bandeja y me dirigí enfadada hacia su cama chupándome los dedos.
—A ver, ¿qué quieres hacer?
—No sé. Acércame las muletas.
—Pero ¿no estás malo?
—Ya no.
—¿No tienes fatiga?
—¡Que nooo!
—¿Seguro que estás bien? Deberías de quedarte en la cama. Luego me la cargaré yo por haberte levantado.
—Estoy bien. Las pastillas esas que me ha dado el médico ya me han curado. Acércame las muletas.
Dejé las muletas a su lado y esperé paciente a que él, por sus propios medios, se levantara. Si trataba de ayudarlo, se pondría de mal humor.
—¿Y ahora qué? —pregunté con los puños cerrados en la cintura— ¿Puedo seguir comiendo mi hamburguesa?
—Nooo, que me da haaambreee.
Cuando quería convencer a alguien siempre utilizaba aquel tono mimoso que a me repateaba: «Nooo, que me da haaambreee».
Pese a todo, lo adoraba. Jugaba con él, le leía, le contaba cuentos y cada tarde empujaba la silla de ruedas cuando salía con mi madre a pasear.
Tras sentarse, tiró los bastones al suelo, empujó las ruedas hacia la puerta del camarote y salió.
—¡Tato! —grité y me metí el resto de la hamburguesa en la boca.
Al asomarme, lo vi alejarse a toda velocidad por el largo corredor.
—¡Tato! —grité de nuevo.
Iba a correr tras él, pero en ese momento paró en seco y dio media vuelta. Me miró desde el otro lado: barbilla pegada al pecho, sonrisita y frente arrugada. Se mordió el labio inferior y comenzó a imprimir velocidad a la silla de ruedas dirigiéndose hacia mí a toda máquina.
—¡Tato, estás loco! ¡Para!
Ni caso.
El pasillo era estrecho, apenas si cabían dos personas.
—¡Tatooo!
—¡Ahhh! —grité y cerré los ojos.
Segundos antes de ser arrollada, Tate dio un brusco frenazo con el propósito de derrapar, pero lo realizó demasiado tarde. La silla volcó y salió disparada junto con nosotros, por el pasillo encerado hasta estamparnos contra la puerta del fondo que crujió, se abrió de golpe y atravesamos dando volteretas.
Cuando paró el revoltijo de niños y silla nos hallábamos en mitad de un camarote, ante una asombrada anciana de pelo canoso quien contemplaba la escena con la boca abierta, asombrada ante la inesperada aparición en sus aposentos. La señora estaba sentada en la cama con el cabello alborotado alrededor de la cara unas gafas de concha estrechitas a mitad de la nariz y una revista en la mano. Empezó a temblar.
—Pe…, pe… pero —tartamudeó tratando de tragar saliva.
—Lo…, lo siento —me disculpé desde el suelo junto a mi hermano—. No…, nosotros está…, estábamos jugando en el pasillo y…
—¡¿Jugando?! —me interrumpió con los ojos abiertos como platos—: ¡Os voy a dar yo juego! ¡Casi me matáis del susto! ¡Os voy a deslomar!
Muy alterada, se bajó de la cama y trataba de meter los pies dentro de unas zapatillas de felpa mientras enrollaba la revista.
Me levanté de un salto, coloqué la silla derecha y subí a mi hermano de un puñado.
—Vamos, Tato, ¡vámonos de aquí!
Antes de echar a correr empujando el carro, recibí en la espalda varios golpes con la revista.
—¡Ay!
—¡Os voy a deslomar!
—Perdone, señora, nosotros…
—¿Perdón?
—¡Ay!
—Os voy yo a dar perdón…
Al salir al pasillo empujé la silla con tanta fuerza que me costó frenar al final del largo corredor.
Miré hacia atrás asustada, para averiguar si la anciana nos perseguía, pero al parecer, había desistido tras los primeros metros de carrera. No obstante, continuaba amenazando con la revista desde la puerta de su camarote.
Metí la silla en un rincón donde había una manguera contra incendios y me senté en el suelo resoplando. Luego me dio por llorar, aunque segundos después Tato y yo empezamos a reírnos a carcajadas.