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Un vertiginoso thriller pegado a la actualidad que nos lleva a conocer a Marco, joven genio de la informática que decide enfrentarse al sistema. Pronto acabará envuelto en una trama de mafias internacionales, persecuciones y peligros de la que solo puede salvarle Nadia, una enigmática joven rusa.
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Seitenzahl: 156
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Francisco Díaz Valladares
Saga
El último hacker
Copyright © 2008, 2021 Francisco Díaz and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726886481
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
El lugar parecía impregnado de un halo fantasmal. Marco, sin mover un solo músculo, estaba sentado frente a la mesa del ordenador en medio de la niebla azulona que flotaba en el ambiente. Visto desde atrás, desde el lado opuesto de la habitación, su cabeza y su espalda aparecían silueteadas por un aura tenue, como si en la mesa sobre la que apoyaba los codos hubiese un foco de luz colocado a la altura de su pecho. A la derecha, unas varillas de sándalo emitían volutas de humo hacia el techo.
-Vamos, Lucas, que tú puedes.
Su voz sonó queda, suave, acariciadora, como la de quien alienta a un amigo que sabe agotado al terminar una carrera. Lucas pareció responder al estímulo de Marco y emitió un sonido parecido al de una cremallera al abrirse lentamente.
-Bien, sigue, vamos, sigue, ya casi lo tenemos... ¡Espera un momento, tío!
El escaneador de puertos nmap se detuvo. Marco apoyó las manos en los brazos del sillón y se inclinó hacia delante levantando los codos. Permaneció así un buen rato hasta que, de súbito, se irguió y comenzó a anotar datos en una libreta.
-Ésta debe ser la barrera, si conseguimos pasarla estaremos dentro. Bien, Lucas, bien. Eres todo un campeón. Ahora le pasaremos la pelota a Obi Wan para que continúe la jugada.
Marco desplazó con los pies el sillón giratorio en que se encontraba sentado para coger un vaso de cola que había a su derecha. Mientras bebía, contempló la pantalla líquida del ordenador portátil. Se trataba de Luke Skywalker, o Lucas, como él lo llamaba. A cada una de sus máquinas la había identificado con el nombre de un héroe de la Guerra de las Galaxias. Éste era Luke Skywalker, amigo de Obi Wan Kennobi, su ordenador principal. Una máquina UNIX que, conectada a otros dos ordenadores, Yoda y R2-D2, le servía, entre otras cosas, para simular una red de Internet y probar los ataques antes de llevarlos a cabo.
De repente, oyó un ruido en el rellano de la escalera. Se puso rígido. Suspendió la respiración y permaneció atento. Alguien estaba introduciendo una llave en la cerradura del piso de enfrente y abría la puerta. Seguramente sería su vecino que regresaba. Volvió a respirar con normalidad.
-¡Tranqui, tío, tranqui! –se repitió en voz baja-. Estás tenso como una cuerda de guitarra. No seas neurótico. De momento, nadie puede saber lo que estás haciendo. ¡Vaya tela con el ciberguerrero!
Bebió un sorbo, dejó el vaso y comenzó a teclear. Ya conocía el tipo de cortafuego, la versión y, por tanto, los fallos de seguridad. Lucas había conseguido evitar el cortafuego y acceder al servidor que contenía el fichero de contraseñas. Marco se frotó las manos, copió el fichero en un disquete y lo introdujo en la disquetera de Obi Wan.
-Bien, Obi Wan, ahí lo llevas. A ver qué haces –comentó al cabo de poco.
Segundos más tarde, Obi Wan pareció despertar de su letargo. Comenzaron a parpadear unas luces rojas y se iluminó la pantalla situada a la derecha de Marco.
Cuando se encontraba inmerso en su mundo, rodeado de sus equipos, se olvidaba de que ya tenía diecinueve años, y actuaba como un niño. Les hablaba igual que si se trataran de compañeros de juego. Algunas veces los increpaba y otras les pasaba la mano acariciadora para agradecerles la faena realizada. La pantalla efectuó unos guiños y, desde su posición, Marco observó que el ordenador principal comenzaba a romper el cifrado del fichero. La cara se le iluminó al verlo entrar en acción.
-Bien, colega, muy bien. Lo estás haciendo muy bien...
El ordenador exprimió su cerebro artificial y a los pocos segundos se deslizaban por la pantalla unos listados interminables de cifras y letras. De momento sólo cabía esperar...
El sonido de un mensaje en el móvil le hizo sobresaltarse de nuevo y salir de su ensimismamiento. Se puso de pie con premura, lo sacó del bolsillo del pantalón vaquero y leyó la pantalla.
“Si vas a seguir dedicando más tiempo a los ordenadores que a mí, dímelo, así podré buscar a alguien con quien entretenerme”.
-¡Ahí va, Nadia! –exclamó-. Uf, tendré que prestarle más atención o la relación se irá a pique.
Durante unos segundos estuvo dudando si llamarla, pero finalmente volvió a guardar el teléfono en el bolsillo y se sentó frente a la pantalla. Amaba a Nadia, pero el trabajo que estaba realizando era muy delicado. Cualquier fallo podría llevarle directamente a la cárcel. Ella lo entendería.
A miles de kilómetros de la habitación de Marco, en la Base Aeroespacial de la Guayana Francesa comenzaron a saltar las alarmas: una intromisión exterior había atravesado los sistemas de seguridad. Una hora más tarde se reunía el Consejo de Seguridad del Programa Galileo.
El presidente del Consejo, Philippe Maurois, permanecía de pie con la mirada perdida en los ventanales, esperando que los demás tomaran asiento.
-Existe la posibilidad de que el sistema informático del Programa Galileo haya sido modificado desde el exterior –dijo con sequedad-. Alguien ha violado nuestros sistemas de seguridad. Cerberus, nuestro preciado guardián informático, que encima ha costado más de cinco millones de euros, ya no vale para nada. Esta madrugada un pirata informático ha violado los sistemas de seguridad que controlan el programa aeroespacial y, en concreto, el proyecto Galileo. Cerberus ha sido franqueado repetidas veces.
Tenemos indicios suficientes para pensar que han robado algún código de lanzamiento y han perturbado los sistemas. Si en la actualidad intentásemos lanzar un cohete, podríamos tener un montón de chatarra en el fondo del Pacífico en lugar de un satélite en el espacio. Incluso cabe pensar que el satélite que garantiza las conexiones de seguridad entre la base de Kourou y los centros de decisión de París y Bruselas no sea seguro.
La expectación que había precedido a sus palabras se tornó un murmullo de desconcierto y un rebullir de cuerpos incómodos en los asientos
-Creo que conviene comunicar a Bruselas lo que está ocurriendo –intervino una consejera mirando a los demás.
-¡No! -exclamó el presidente antes de que la consejera hubiese terminado el recorrido visual. Los rostros se volvieron hacia él-. Quiero decir –se aclaró la garganta antes de continuar- que debemos esperar hasta estar seguros de lo que ocurre. Si esto se filtra a la prensa estamos perdidos. El proyecto se vendría abajo, los miles de millones gastados no habrían servido para nada y los detractores de Galileo se habrían salido con la suya.
Media hora más tarde el presidente salía de la Sala de Juntas cabizbajo y a paso acelerado. Al entrar en su despacho cerró la puerta y se apoyó en ella mirando al techo. A pesar del aire acondicionado estaba empapado en sudor. Había conseguido convencerles de que era mejor no informar a Bruselas y esperar hasta que la empresa que había instalado el sistema de seguridad expresara una opinión.
Ningún miembro del Consejo sabía que la empresa que había creado Cerberus era de su propiedad. Si todo aquello salía a la luz y se llevaba a cabo una investigación exhaustiva, también averiguarían las manipulaciones efectuadas para que su sistema de seguridad ganara el concurso.
Philippe cogió el teléfono y marcó la extensión de Marcel, su jefe de seguridad informática.
-¿Ha averiguado algo? –pregunto Philippe en cuanto notó que Marcel descolgaba el teléfono.
-Algo muy raro está ocurriendo en el sistema –respondió el jefe de seguridad.
-¿Algo como qué?
Marcel tardo en responder.
-No sé –dijo al fin-, de pronto todo se ha normalizado. El sistema sigue funcionando como antes y no hay rastro de la incursión. El programa mantiene un registro completo de cualquier conexión con el exterior y lo guarda en un archivo para su verificación posterior, pero en él sólo aparecen las conexiones habituales. No existe ni un solo registro de la incursión. Hay algo que lo está dejando otra vez como si no hubiese pasado nada. Podría ser un virus inteligente o un gusano. Nunca había visto nada semejante.
-No se habrá equivocado, ¿verdad?
Marcel dejó escapar un suspiro.
-No, no me he equivocado, señor Maurois –respondió-, conozco mi trabajo. Tengo toda la información. En cuanto saltó la alarma, saqué una copia de las modificaciones de los códigos y de los registros del sistema –concluyó con aire ofendido.
-Bien, estaré en mi despacho. Quiero un informe exhaustivo sobre todo aquello que pudiera haber afectado al sistema.
-Ya lo tengo hecho.
-¿Ya?
-Sí. Se lo entregaré en cuanto lo pase en limpio.
Después de terminar la conversación con Marcel, cogió de nuevo el teléfono y marcó el número de Pierre, su socio en París.
El timbre de la puerta chicharreó con insistencia. Marco se despertó sobresaltado y miró el reloj electrónico de la mesilla de noche: las 15.55. No recordaba a qué hora se había acostado, pero sí que había permanecido durante más de tres días pegado a la pantalla del ordenador, sin dormir apenas, antes de caer rendido. Permaneció atento hasta que un segundo timbrazo le aceleró el corazón y le hizo saltar de la cama como impulsado por un resorte. ¿Quién podría ser? ¿La policía? No, imposible. Hasta ahora sólo se había acercado al servidor para comprobar sus sistemas de seguridad, pero había salido rápidamente de allí. Era casi imposible que hubiesen seguido tan pronto el rastro electrónico.
Mientras se ponía los pantalones vaqueros dando pequeños saltitos, echó una ojeada en torno para comprobar que todo estaba en orden. Pero nada lo estaba. En la habitación se acumulaban restos de comida, latas vacías de cola, papeles arrugados bajo la mesa… El póster de Iron Maiden sujeto solamente por una chincheta en la esquina y la camiseta negra con el lema Carpe Noctem arrugada sobre el respaldo de una silla, no mejoraban, precisamente, el aspecto de la habitación. Obi Wan, el ordenador principal, seguía realizando su tarea, ajeno al desorden que lo rodeaba.
Marco se dirigió hacia él con la intención de apagarlo, pero eso le retrasaría bastante el trabajo, así que anduvo de puntillas hasta la puerta de entrada y miró con sigilo por la mirilla. Al otro lado distinguió la figura de Nadia y respiró con cierta tranquilidad.
-Buenos días, cielo –dijo después de abrir la puerta y adelantó los labios con la intención de besarla.
La chica retiró la cara y pasó por su lado con gesto de enfado. Marco congeló en el aire una mueca de labios apelotonados y ojos muy abiertos.
-Buenos días, ¿eh? ¿Sabes cuántos días hace que no sé nada de ti...?
-Pues verás... es que...
-... ¿Has recibido el mensaje que te envié ayer? Ni siquiera contestas ya a mis mensajes...
Marco la miró entornando los ojos como quien mira un cuadro para ver el conjunto. Realmente se ponía bonita cuando se enfadaba; y le encantaba ese acento que arrastraba las “r” hasta diluirlas en la boca.
Nadia era una polaca de origen ruso que había llegado a España huyendo de la miseria y del frío. Un día, cuando él trataba de configurar los sistemas de uno de los ordenadores del cibercafé, apareció a sus espaldas. “Hola, me llamo Nadia, ¿sabes mucho de ordenadores?” Al volverse creyó estar viendo una aparición. La chica era alta y delgada, lucía una melena pelirroja, una sonrisa encantadora y unos ojos azules intensos que destacaba sobre la piel blanca de su rostro. Fue la primera vez que Marco notó que el amor le recorría la columna vertebral en forma de escalofrío y vértigo. Nadia era la única persona que conocía casi todos sus secretos y la que le apartaba de los linderos de la locura.
-Está bien, no te enfades, ahora te lo explico todo –dijo Marco y trató de echarle el brazo sobre los hombros, pero Nadia se revolvió y se colocó en mitad del salón con los brazos en jarras.
-Tres días, Marco, tres días sin saber de ti.
-Pero..., pero he estado trabajando en lo que tú ya sabes. En estos tres días no me he movido del ordenador.
-Hace una semana yo era tu confidente, tu amiga. Confiabas en mí, me amabas; incluso me prometiste que entre los dos llevaríamos a cabo tus proyectos de atacar al servidor de la multinacional, para luego escondernos en algún lugar del sur.
Marco asentía al tiempo que componía un gesto de contrariedad.
-Me da la impresión de que ya no te intereso tanto como antes –continuó ella bajando la cabeza.
Él se acercó, la miró un instante y le echó los brazos sobre los hombros.
-Cielo –susurró-, nada de eso es cierto. Eres la mujer de mi vida... y... estoy dispuesto a compartirlo todo contigo. Lo que ocurre... no sé cómo explicártelo..., no es que no quiera compartir lo que estoy haciendo, es que, para hacerlo, necesito estar solo. ¿Me comprendes?
Nadia levantó la mirada y asintió moviendo la cabeza.
-Me encuentro muy sola, Marco. Necesito saber de ti cada día -Nadia dejo transcurrir unos segundos y luego continuó-. Entiendo que tengas que hacer el trabajo solo, pero al menos podrías llamarme de vez en cuando para explicarme cómo va. Además, ya te dije que me encantaría aprender hacking. Quiero saber todo lo que haces y cómo lo haces.
-Y yo te lo voy a enseñar –respondió Marco posando sus labios en los de ella-. Te aseguro que vas a ser la mejor hacker de todos los tiempos. Kevin Mitnick se va a quedar en pañales a tu lado.
-Eso no me basta –respondió Nadia y bajó de nuevo la cabeza-. Tengo ganas de vivir contigo, de cuidarte y de que me cuides. No me gusta verte así ni ver como vives sumergido en toda esta basura. ¿Te has dado cuenta de cómo tienes el apartamento? ¿Y del aspecto tan lamentable que tienes? No pareces el mismo...
-Bueno..., yo...
Nadia dio un giro y se colocó frente a la mesa de los ordenadores.
-¿Cuánto te falta? –preguntó señalando a Obi Wan- ¿En qué fase estás?
Marco se acercó hasta ella y la tomó por la cintura.
-Ahora Obi Wan está comprobando, una tras otra, las líneas telefónicas. El marcado automático de números de teléfono o wardialing, como lo llaman los americanos, es una técnica cada vez menos utilizada, pero tremendamente eficaz. Por otro lado, ya he mandado los programas zombis a cientos de usuarios y empresas para que duerman en los ordenadores sin que sus propietarios lo sepan hasta que reciban una orden mía para perpetrar un ataque simultáneo destinado a enviar millones de paquetes de información que saturarán las redes del servidor.
-¿Qué será lo siguiente?
-¿Por qué no lo discutimos luego? Anda, ven, luego te lo cuento -respondió Marco a la vez que sonreía e intentaba atraerla hacia él tomándola de la cintura.
-¡Eh! Para, para -le impidió ella colocándole las manos abiertas sobre el pecho-. A las cinco entro a trabajar y me quedan aún unas cuantas estaciones de metro.
La sonrisa de Marco se debilitó.
-Está bien, pero luego no te quejes.
-Marco, no eres justo conmigo.
-Lo siento, llevas razón. Anda, dame un beso y vete, que llegarás tarde. Nos veremos esta noche después del trabajo.
-¿Me prometes que no me dejarás tirada? –susurró ella tomándole de la cintura.
-Te lo prometo.
-¿Y que me explicarás todo lo que estás haciendo para hundir al maldito servidor?
-Paso a paso. Te doy mi palabra.
En el descansillo juntaron sus labios un instante y Nadia salió corriendo escaleras abajo.
Marco entró de nuevo al apartamento y se dirigió hacia el cuarto de baño. Antes de entrar tomó el mando a distancia y apretó un botón. A los pocos segundos, la cadena musical comenzó a emitir los primeros compases de una canción del dúo Estopa y, mientras tarareaba la melodía con voz desafinada, encendió la luz. Lo que vio reflejado en el espejo le hizo enmudecer. Se acercó lentamente hasta apoyar las manos en el lavabo y sacó la lengua. Nada anormal le pareció apreciar en ella, aunque tampoco sabía qué podía ser normal en aquel trozo de carne blanquecino, pastoso y maloliente que le asomaba por la boca. Un poco asustado, se estudió la cara: el pelo negro, grasiento, le caía enmarañado sobre los hombros, y el fragmento de rostro enmarcado por la barba y el cabello se asemejaba a un trozo de lienzo azulón al que hubiesen dado un par de brochazos oscuros para pintarle los ojos. Marco se apartó un poco y contempló su figura escuálida: lo más digno de destacar eran las costillas muy marcadas, las clavículas sobre las que parecía descansar el pellejo del tórax y unos pómulos que luchaban por salirse de la cara. Pensó que un rostro parecido tendría el Cristo que impregnó la Sábana Santa de Turín. Era la primera vez en mucho tiempo que tomaba conciencia de su lamentable estado. Nadia llevaba razón.
-Menos mal que mi madre no está aquí para ver esto –murmuró mientras se atusaba la barba y permanecía unos instantes con una sonrisa boba pintada en la cara. Luego salió precipitadamente del baño y abrió las ventanas con desesperación, como si se estuviera asfixiando. Inspiró profundamente un par de veces con los ojos cerrados y al volverse notó con cierto asco que el aire de la habitación olía a huevos podridos. Tampoco le gustó el panorama que contempló desde allí. Su lugar de trabajo se encontraba al fondo de la estancia: una mesa sobre la que descansaba un ordenador portátil con una tarjeta PCMCIA conectada a un teléfono móvil destripado, cuyos cables sobresalían como impulsados por una explosión, un vaso de cristal con dos dedos de cola y un plato con un trozo de pizza. Bajo la mesa, junto a la silla giratoria, una papelera de plástico rebosaba latas de cola y papeles arrugados. A la derecha, un tablero de aglomerado, apoyado en unos caballetes metálicos de color negro, soportaba tres ordenadores, sin las tapas de las cajas, conectados entre sí por un hub y por un cable de par trenzado. Era la red interna. Con ellos simulaba Internet y los ponía en funcionamiento cuando quería probar nuevas técnicas o romper alguna contraseña. Por último, junto a la mesilla de noche había una estantería barata de tablas de pino vencida hacia el lado derecho. Sobre ella se apilaban, sin orden ni concierto, manuales de Linux, Unix, programación, carpetas azules rebosantes de papeles, montañas de discos compactos con sistemas operativos, software y música, la foto de una chica pelirroja que mostraba una hermosa sonrisa…