La venganza de los muselines - Francisco Díaz Valladares - E-Book

La venganza de los muselines E-Book

Francisco Díaz Valladares

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Beschreibung

Un thriller internacional que nada tiene que envidiarle al mejor Jason Bourne o a 007. Nuestra protagonista despierta en una pequeña estancia, sin saber cómo ha llegado allí. La han encerrado, y ahora solo le queda un objetivo: sobrevivir. Una novela de acción vertiginosa que dejará sin respiración al lector.

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Seitenzahl: 226

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Francisco Díaz Valladares

La venganza de los muselines

 

Saga

La venganza de los muselines

 

Copyright © 2007, 2021 Francisco Díaz and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726886498

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Me fui a los bosques porque quería vivir sin prisas. Quería vivir intensamente y sorber todo el jugo a la vida. Abandonar todo lo que no era vida, para no descubrir, en el momento de mi muerte, que no había vivido.

David Henry Thoreau (Walden)

1

Hacía rato que Charo trataba de salir del desconcierto que la atrapaba. No era el estado soporífero propio del despertar, era algo distinto; un estado confuso que la mantenía abotargada y encogida mientras luchaba por retener alguna de las veloces imágenes que se proyectaban en su mente. Ni siquiera podía abrir los ojos. Y le sorprendió sentir de pronto un fuerte dolor de cabeza acompañado de una desagradable sensación de angustia y frío.

También notó la boca pastosa y un fuerte olor a oveja le impregnó la nariz. En medio de un inquietante silencio, lo único audible era su respiración. La contuvo, y entonces oyó el leve soplar del viento.

¿Dónde estaba? Las tinieblas de la memoria se poblaron lentamente de fragmentos y comenzó a hilvanar algunas escenas que pasaban ante ella como la estela suave de un barco: el hotel... la piscina... el camarero... la llamada de teléfono... eran lo último que recordaba.

Apretó los párpados hasta hacerse daño y vaciló un instante antes de abrirlos. Un ejército de luces centelleantes acudió en tropel desde la negrura, pero, a pesar del terror que sintió de golpe, rehusó cerrarlos de nuevo y permaneció quieta. Conforme iban pasando los segundos, la oscuridad fue adquiriendo una tonalidad lechosa, como si las paredes desnudas que ahora vislumbraba fueran los muros de un estanque lleno de agua donde encontrara sumergida. Sobre ella, una bombilla apagada y desnuda pendía impasible del techo por un cordón retorcido.

El viento callaba y reinaba el silencio. Supo que entorno faltaba algo; faltaba la presencia de su padre. Ya no estaba allí, y la intuición le decía que ahora se encontraba lejos, muy lejos de ella.

Sintió pánico.

Se incorporó con lentitud, apoyándose en un codo, y echó un vistazo a su alrededor. Los únicos objetos que había en aquella pequeña habitación eran el maloliente jergón sobre el que yacía y una banqueta en un rincón.

Acabó de levantarse tratando de hacer el menor ruido posible y le sacudió un escalofrío casi eléctrico. Reparó en su desnudez y se arropó con el albornoz, el del hotel donde debería estar en compañía de su padre. Durante un instante permaneció inmóvil ansiando distinguir algún sonido, y de nuevo oyó el siseo del viento que se colaba entre las rendijas de una pequeña ventana clausurada con tablas. Palpando la pared, se dirigió lentamente hacia la banqueta, la cogió y comenzó a caminar con mucho sigilo. Se encaramó sobre el taburete y oteó entre las ranuras del ventanuco. Su mente tardó unos segundos en procesar lo que tenía ante sí: un grupo heterogéneo de casas de adobe y otras más sólidas, construidas con sillares de piedra labrada.

¿Qué era aquello, un pueblo? Miró al cielo y el titilar de algunas estrellas le trajo a la memoria el momento soñado que tanto había deseado vivir, sentada bajo ese mismo trozo de pizarra estrellada, con la cabeza apoyada en los hombros de alguien. ¿Por qué acudían ahora esos recuerdos?

Tiritando de miedo y frío, se bajó de la banqueta. Dos gotas tristes y saladas resbalaron por sus mejillas. ¿Dónde estaba? ¿Estaría aún en Amman? Y, sobre todo, ¿quién y por qué la habrían encerrado allí? Comenzó a sollozar y un velo de sudor y lágrimas le cubrió el rostro.

2

Se otorgó a sí misma una última oportunidad. Unas horas antes había buscado papel y probado con tesón la eficacia de la tinta garabateando bucles con el bolígrafo en la primera página de una libreta. Tenía que ser capaz de escribir algunas líneas o no podría pegar ojo por la noche. El rumor de fondo de la televisión la salvaba de la soledad; de hecho, quizá fuera ésa la clave de su pereza ante el papel en blanco; ante él estaba sola, como quien se observa en un espejo en la intimidad.

Acababa de cumplir diecinueve años y a veces tenía la sensación de ser una vieja. Ahora le urgía entregar el trabajo de filología inglesa en la universidad antes del “viajecito” anual con su padre, pero no conseguía encontrar un cabo del que tirar que le permitiera comenzar la redacción y, mientras tanto, el plazo de entrega se consumía. Cada día le costaba más cumplir con una vida estructurada; cada semana, cada mes que giraba en el calendario de la existencia, le pesaban igual que una losa. Desde que había muerto su madre, había tenido que asumir la responsabilidad de ocuparse de un hombre demasiado enfrascado en las clases del instituto y en una tardía profesión de periodista, un padre que no se daba cuenta de que su hija era una adolescente con una vida por estrenar.

Aunque de cara a la galería Charo mostraba la imagen de mujer fuerte y decidida, pero la cara oculta se revelaba frágil y accesible, porosa. Dos caras, como la luna. Así la llamaba su abuelo José, un hombre maravilloso, injertado en un entorno vital tan lejano al suyo como cercano al corazón de su nieta adorada. “Mi Luna” le susurraba al abrazarla. Fue al primer hombre a quien vio llorar. Ni su padre, ni ninguno de los hombres que rodearon su niñez, soltaron jamás una lágrima delante de ella. Sólo el abuelo José. Le bastaban el abrazo cálido y los besos de su Luna para sacar brillo a su mirada.

A Charo le dolía ese recuerdo. Él no llegó nunca a saber lo importante que había sido para aquella niña solitaria y huérfana de madre, la figura del abuelo, un hombre dulce y fuerte a la vez, de otro tiempo, trasplantado de sus orígenes y capaz, sin embargo, de transmitir el intenso calor del desierto almeriense que le vio nacer.

Desde hacia un tiempo, las pocas veces que se hallaba a solas consigo misma, cualquier intento de concentración derivaba hacia su infancia, como si quisiera reencontrarse con la pureza de aquellos momentos.

Alzó la mirada del papel blanco para pasearla a su alrededor y se topó con el regalo de Juan en su último cumpleaños: un ramo de rosas sumergido en el agua de un florero que comenzaba a marchitarse, como los seis meses de su relación con el dueño.

El ruido de la puerta del salón la sustrajo de su azaroso sosiego.

-¿Ya ha terminado el fútbol? –preguntó Charo volviendo la vista a los bucles que encabezaban el papel.

Odón demoró la respuesta y la contempló. Su hija se encontraba tumbada boca abajo sobre la alfombra, ante la chimenea ahora apagada, dándole la espalda, rodeada de libros y apuntes esparcidos por el suelo. Con el bolígrafo que tenía en la mano derecha se golpeaba rítmicamente la barbilla a la vez que contemplaba una libreta garabateada a través de las gafitas metálicas. La melena negra, tintada de un negro rabioso, ondulaba en dirección a las mejillas, como queriendo recogerse por debajo del óvalo de la cara. Como casi siempre a esas horas, vestía una camiseta blanca y holgada de manga corta y estaba descalza. Frente a ella, había una lata abierta de melocotones en almíbar con un tenedor dentro.

-Sí, ya ha terminado –respondió él.

-No sé qué ganas con tanto fútbol.

Lo había dicho involuntariamente. No pretendía replicar de aquel modo a su padre, pero le había traicionado el desencanto en que se veía envuelta.

Odón apretó el periódico bajo el brazo y echó un rápido vistazo por el salón antes de responder: el tresillo estampado de cretona, la mesa central repleta de cajitas de porcelana, la alfombra persa sobre la que yacía y que había elegido en Damasco, las figuritas colocadas en los rincones de los anaqueles a ambos lados de la chimenea, la mini cadena junto a la cual se amontonaban los conciertos de Chopin entremezclados con música de Bob Marley y Enya, entre otros, y unos cuantos libros…: John Steinbeck, Heinrich Böll, Albert Camus, Hermann Hesse, Nietzsche... Luego volvió la vista hacia su hija.

-Bueno, a mí me gusta lo esférico y a ti lo poligonal -dijo señalando los folios desperdigados a su alrededor-. Sólo es cuestión de ángulos, ¿no?

Charo volvió la cabeza y con el dedo corazón deslizó las gafas por el puente de la nariz para observarle por encima.

La verdad era que siempre tenía una salida positiva. Charo le lanzó una mirada de ternura. Allí estaba, quieto bajo el quicio de la puerta con la expresión vagarosa y los pensamientos perdidos, quizá, en los misteriosos e insondables valles de la existencia. A pesar de que aún practicaba un poco de deporte, los cincuenta y cinco años de edad, las buenas comidas, y los güisquis con los que pastoreaba las tardes mientras preparaba las clases de historia del día siguiente, comenzaban a asomarle por los costados en forma de insinuantes y rollizas morcillas. Las entradas acusadas y el pelo cada vez más débil y ralo tampoco le ayudaban.

Charo le hizo un mimo adelantando el labio inferior para aquietar su ánimo, consciente de que le había alterado. Luego, con la vista y un leve movimiento de cabeza, dio unos golpecitos sobre la alfombra para que se sentara a su lado.

Odón no respondió a sus gestos. Permaneció absorto, esperando una respuesta distinta a sus argumentaciones, pero al cabo de unos segundos se sentó junto a ella cruzando las piernas.

-Mira, ya nos han mandado los billetes del viaje –murmuró torciendo el gesto y sacando del bolsillo un sobre de bordes azules y rojos en el que figuraba USA Air Mail.

-¿Qué?... Ah, eso… ¿qué es?

-Lee...

Ceñuda, miró la mano que blandía el sobre y, después de incorporarse, extrajo el contenido: dos billetes de avión de la Royal Jordanian Airlines, un cheque nominativo del Citibank y una carta. Ojeó primero los billetes, se entretuvo un poco comprobando los datos del cheque y luego comenzó a leer la carta:

 

New Geographic Editorial

Walden Street 0154

New York 00841

   Sr. Odón Núñez García.

Ángeles Custodios, 16, 4º-B

   00124 MADRID.

Querido Odón:

Según convinimos, adjunto el cheque y los billetes de avión para tu viaje anual. También os he reservado habitación en el Hotel Hishan, tal como solicitaste. Llámame cuando estés instalado y, por favor, no dejes de mandarme el artículo antes de marcharte; este mes llevas una semana de retraso. Espero que tengáis un buen viaje.

Un beso para ti y para Charo.

Melanie

-¿Otra vez vamos a Jordania? ¿No estuvimos hace dos años? -comentó ella de forma distraída.

-Dos años no, tres.

-¿Cuándo nos marchamos? –preguntó simulando que aún leía la carta.

-La semana que viene –respondió Odón incorporándose.

Charo puso el gesto de quien toma un buche de café con sal en vez de azúcar, y levantó un poco el tono de voz a modo de protesta:

-Pues no me hace ni puñetera gracia. No me gustan las prisas ni me apetece ir dos veces al mismo sitio. Recuerda que también son mis vacaciones. Además, tengo que entregar el trabajo sobre la traducción del Paradise Lost de Milton y no sé si me dará tiempo.

-Pero se trata de mi oficio. Además, las vacaciones nos salen gratis y de paso practicas inglés.

Charo se levantó y se dirigió a la cocina sin ocultar el enfado.

Cogió del frigorífico el tetra-brik de leche y, al levantar el cartón para beber, sus pensamientos volvieron al salón. Tenía que abandonar aquella actitud absurda de enfrentamiento constante. Con el dorso de la mano, se limpio la boca y trató de alejar las elucubraciones que la inquietaban. Total, se dijo, papá no tiene la culpa de mis preocupaciones, bastante tiene con las suyas.

Cuando volvió al salón, Odón ya no estaba.

Mejor.

Necesitaba recuperar el hilo del trabajo para entregarlo antes de marcharse. La intención era buena, consistente, no tenía sueño y disponía de varias horas de silencio nocturno hasta que el despertador marcara la agonía de la madrugada del lunes.

Recogió los folios esparcidos por el salón y la libreta, y cambió la alfombra por el sofá de la sala de estar. Se tumbó tapándose con la manta de ganchillo que había tejido su abuela en las largas noches de verano, hacía ya muchos años. La miró un instante y pasó la mano sobre ella con suavidad, luego, con gran esfuerzo, consiguió desencallar la mente perdida en una fuga hacia tras, en la falta de motivación, en el desamor, y la dejó que se deslizara junto con el bolígrafo por el papel en blanco.

Una vez al año, la revista de tirada mensual donde colaboraba su padre, le enviaba a algún lugar lejano del mundo con el objeto de que escribiera varios artículos sobre el viaje. O para que estudiara a fondo un aspecto determinado, habitualmente histórico, a fin de elaborar un reportaje y un informe.

Melanie, la editora y dueña de la revista, había conectado bien con Odón desde el principio y entre ellos se había establecido una relación de amistad que duraba ya más de dos años. Al principio, Charo había creído que podría tratarse de algo más que una relación afectuosa, pero el tiempo le demostró que no, que era simplemente una buena amistad. Si bien el contrato de trabajo especificaba que sólo estaba obligado a escribir un reportaje y media docena de artículos sin fecha de entrega al año, la relación de amistad le obligaba, en alguna ocasión, a escribir más de lo contratado. Melanie era agradecida: siempre le compensaba con un suculento cheque en dólares.

Aquel año ya había entregado todos los trabajos. Sin embargo, hacía un mes que Melanie le había pedido un estudio sobre la influencia de los cruzados en Palestina.

Charo llegó al final de la página y leyó los últimos renglones sin que le entusiasmara lo que había escrito. Cogió el mando a distancia y conectó la tele. Sólo encontró la basura nocturna y los basureros habituales.

Suspiró y desvió la vista hacia unas fotos que había sobre la mesa. Un paisaje silencioso de arenas rojas y negras: el desierto de Wadi Run. Seguramente su padre las había estado utilizando para redactar el artículo mientras veía el fútbol. Aunque había mostrado su desacuerdo con el viaje, le ilusionaba enormemente volver a Jordania. Al menos, saldría por unos días de la monotonía que la atenazaba, molestándola en la misma medida que la función de ama de casa prematura que había asumido desde la muerte de su madre.

Volvió a leer lo poco que había escrito. Seguía sin gustarle, así que decidió olvidar el trabajo e irse a la cama. El miércoles próximo sería festivo, un oasis en mitad de la semana. Lo aprovecharía para terminar el trabajo y presentarlo en la universidad antes de marcharse.

3

Una semana después, el airbus 300 de la compañía Royal Jordanian Airlines en el que viajaban Charo y su padre, planeaba suavemente sobre la pista principal del aeropuerto internacional Queen Alia de Amman, cuando la tarde comenzaba a declinar en una luz desfallecida y amarillenta. El avión quedó definitivamente estacionado frente al gusano que conducía al interior de la terminal y Charo zamarreó a su padre para sacarle de la somnolencia.

¿Qué ocurre?

-Ya hemos llegado.

-¿Adónde?

-¡Uf!

Charo se puso en pie recomendándose calma a sí misma y comenzó a bajar su bolso mientras le observaba restregarse los párpados y tratar de recomponer su maltrecho pelo utilizando los dedos abiertos a modo de peine. Cuando se levantó, sus ojos, cruzados por unos hilillos rojos, aún miraban desconcertados a uno y otro lado.

-Arréglate un poco, que parece que acabas de salir del cotillón de fin de año –le advirtió Charo señalando la camisa fuera del pantalón.

Odón metió tripa y comenzó a colocarse la camisa al tiempo que se incorporaban al largo rosario de pasajeros que, como hormigas, se dirigían en busca del equipaje.

Atravesaron largos pasillos de tiendas lujosas con grandes escaparates iluminados hasta desembocar en la sala de control de pasaportes.

-Esperemos que Salma haya venido a recogernos -comentó Odón.

-Seguro, no te preocupes –le tranquilizó su hija dándole unas palmaditas en el hombro.

Habían conocido a Salma la primera vez que visitaron Jordania. Habían coincidido en Petra, donde ejercía de guía turística para un numeroso grupo multirracial. Charo se había acercado a escuchar los comentarios. La chica se desgañitaba bajo un sol que derretía las piedras, tratando de explicar el significado de las magníficas columnas romanas situadas en pleno reino nabateo, hasta que su voz se fue apagando y terminó casi afónica. Charo rebuscó en la mochila, sacó un caramelo mentolado y se lo dio.

Por la tarde, se volvieron a encontrar casualmente a la salida de Petra, en el pueblo de Wadi Musa. Tras un refresco, una cena, varios días de jolgorio por Amman y el viaje un año después de Salma a España por invitación de Charo, se había consolidado una buena amistad.

Dos días antes de partir, a petición de su padre, había telefoneado a Salama para hacerle saber que llegaban.

Al llegar a la amplia sala de espera, se detuvieron un momento para observar a los grupitos de personas que movían la cabeza para intentar localizar a sus allegados tras el cordón separador. No tardaron en ubicar a Salma que, esbozando una amplia sonrisa, agitaba la ensortijada melena negra al compás del brazo que había alzado para llamar la atención.

Se pusieron de nuevo en marcha y, cuando les separaban escasos metros, Salma, eludiendo el cordón que impedía acercarse a los viajeros, llegó hasta su amiga en dos zancadas y la abrazó, cubriéndola de sonoros besos. A Odón sólo le dio dos, y recatados, en las mejillas.

Dentona y algo nariguda, hermoseaban su cara unos ojos negros y profundos, dignos representantes de una raza cuyos gestos hacen válido el refrán que los considera por encima de las palabras. Lucía un ajustado vestido negro por debajo de las rodillas, un ribete dorado le orlaba el escote, y una cadena del mismo color le rodeaba la cintura.

-¿Qué tal, mis amigos?, ¿bueno el viaje? –preguntó en español.

-¿Cómo estar mi amiga jordana? –bromeó Charo pasándole el brazo sobre los hombros.

-Más guapa –interrumpió Odón.

Charo giró la cabeza simulando asombro.

-Mira, mujer, hoy le ha salido la vena piropera, pero lleva razón – reconoció ella– estás más guapa y luces un nuevo look.

Salma bajó la mirada un poco turbada y se colgó del brazo de Charo guiándola hacia la puerta.

A pesar de que la tarde ya había dado paso a las tempranas horas de la noche, el aire, aún denso y caliente, les abofeteó el rostro al abandonar la terminal.

-¡Jo, vaya calor que hace aquí! –protestó Odón empujando el carrito hacia el aparcamiento.

Salma se soltó del brazo de Charo y caminó un poco más aprisa hasta pararse al lado de un Opel Ascona blanco que, por su brillo, parecía recién lavado. Al buscar las llaves en el bolso, levantó la mirada y se dirigió a Odón:

-No olvides que estamos en el desierto, my friend.

-Vaya, creía que Amman estaba sobre una meseta ¿En qué quedamos? –dudó él.

-Está sobre una meseta, pero nos encontramos a treinta kilómetros de la capital ¿O es qué ya no te acuerdas? –intervino Charo introduciendo unas bolsas en el coche de Salma.

-Es normal que no se acuerde, –repuso Salma– hace más de dos años que estuvisteis aquí.

-Tres, hace tres –rectificó Odón mirando de soslayo a Charo.

Una vez colocado el equipaje en el maletero, Odón se instaló delante, junto a Salma, y Charo lo hizo en el asiento de atrás.

Salma puso el motor en marcha y zigzagueó por el aparcamiento hasta la salida para tomar la autopista que les llevaría a la capital jordana.

-Bien, dime cómo tienes programada la visita –dijo Salma rompiendo el silencio.

-Ya sabes que no me gusta programar –contestó por fin-. De momento, mañana pienso pasar el día tumbado, sin hacer nada, y luego ya veremos. Quizá lo primero que haga sea ir a Zarqa Ma’in.

-Imagino que Charo te pediría que nos alquilaras un coche cuando habló contigo por teléfono –intervino de nuevo Odón-. Quiero recorrer lo que me queda por conocer de Jordania. La vez anterior se me fue el tiempo entre Petra y el Mar Rojo.

-Sí, lo tienes alquilado. Está esperándote en la puerta del hotel, aunque no creo que puedas ver todo lo que el país te ofrece. Jordania está aún por descubrir.

Mientras Salma se explayaba en explicar a su padre las propiedades de los baños sulfurosos, cuyo contenido en minerales era equiparable a los de Baden-Baden o Wiesbaden en Alemania, con una temperatura de las aguas entre 55 y 60 grados que los convertían en los baños termales más cálidos del mundo, Charo desvió la mirada hacia su izquierda. En medio de la oscuridad creciente, las pequeñas luces de los kibbutz judíos parpadeaban sobre los montes de Palestina como lamparillas de traineras pescadoras en la mar. Tendría que soportar conversaciones similares durante los próximos días y armarse de paciencia para no sucumbir ante el aburrimiento que se avecinaba.

-Por cierto, Charo –comentó Salma desviando la mirada hacia el espejo retrovisor-, no dejes de bañarte bajo las cascadas de Zarqa Ma’in. Créeme, son los mejores baños de hidromasaje del mundo.

-Vale, aunque te aseguro que prefiero la ducha del hotel –respondió Charo con voz cansina.

-Ya saltó la alegría de la huerta –suspiró Odón.

Veinte minutos más tarde habían dejado la autopista y se adentraban en el tumulto de la ciudad de Amman. Tomaron la arteria principal, llamada de los círculos, y tardaron otro tanto en llegar a la entrada del hotel Hishan.

El botones, enfundado en un uniforme granate, un poco grande quizá para su talla, abrió la puerta de Charo y comenzó a alternar la frase de bienvenida “Ahlan wa Sahlan”, con una sonrisa demasiado forzada para ser sincera. Debía andar por los quince años: delgado, muy moreno y con carita redonda, de rasgos equilibrados que incitaba a la ternura. En cuanto Salma abrió el maletero, corrió hasta la parte trasera del coche y, bamboleándose con una maleta en cada mano, los precedió por el jardín que llevaba hasta la entrada del edificio.

A lo lejos, apoyado sobre el mostrador de recepción, Charo pudo distinguir la figura del dueño y director del hotel: el señor Hishan. Recordó que era palestino, aunque por sus modales exquisitos y por el bigotillo ceniciento, parecía británico. Por otro lado, sus estudiados gestos, unos ojillos azules en actividad permanente y una sonrisa enigmática por la que jamás dejaba asomar los dientes, le convertían en el arquetipo de persona sibilina y cauta que no ofrecía ninguna credibilidad. A Charo le producía una gran desconfianza que la hacía mantenerse a la defensiva. Desde la mañana, Hishan sostenía en la mano una copa de martini que un camarero, entrenado al efecto, se encargaba de rellenar cuando estaba medio vacía. Aunque Charo tenía que reconocer que nunca le había visto borracho...

Cuando cruzaron la puerta acristalada del vestíbulo, Hishan se acercó con una sonrisa apretada. Charo se sorprendió al verle de cerca. Vestía un traje azul muy claro, camisa blanca con los dos botones de arriba desabrochados y un pañuelo casi del mismo tono que el traje, con lunares blancos, sobresalía desfallecido del bolsillo superior de la chaqueta. Su pelo había encanecido totalmente, y los mofletes, antes rojizos y brillantes, caían ahora deslucidos marcándole una línea profunda a cada lado de la nariz. Estaba muy delgado y el abultamiento del estómago revelaba los estragos del martini en su hígado.

-Es un placer verles de nuevo por aquí –soltó Hishan adelantando la mano.

-El placer es nuestro –repuso Charo alargando la suya, pero la retiró enseguida al darse cuenta de que el saludo iba dirigido a su padre.

Vaya –pensó Charo-, estos no cambian. Aquí las mujeres seguimos ocupando el segundo lugar.

-Tres años desde la última vez -intervino de nuevo Hishan dirigiéndose a Charo y Salma con un movimiento afirmativo de cabeza–. Por cierto –continuó volviéndose de nuevo hacia Odón-, he leído todos sus artículos.

-Pues ha aprendido usted bien poco desde entonces -soltó Charo a sus espaldas.

Hishan, un tanto descolocado, se llevó el puño cerrado hasta la boca, simulo toser y miró a uno y otro lado nervioso, tratando de averiguar si sus empleados habían escuchado el comentario. Charo le vio llevarse la copa a los labios y encontró ridícula aquella escena debido al carácter abstemio de un país donde la religión prohíbe el alcohol.

-Bien –propuso Salma-, creo que os vendría bien una ducha o, si lo preferís, podemos cenar y luego descansáis.

-Cenemos primero, estoy muerta de hambre. No soporto la comida del avión, me sabe a plástico –dijo Charo encaminándose hacia la terraza del hotel.

Odón se volvió, sacó un billete de la cartera y se lo entregó al chico indicando con un gesto del brazo que subiese las maletas a la habitación.

En el restaurante todo estaba dispuesto como tres años atrás. El esperado y espléndido bufete apareció ante ellos tras pasar junto a la amplia sonrisa de bienvenida con que los recibió el camarero situado a la entrada. El aroma a rosas que Charo recordaba se entremezcló con el de las especias de la carne puesta en el asador.

Antes de tomar asiento, Charo se dirigió a la mesa alargada del centro del restaurante, donde los manjares competían por engalanar la noche, y comenzó a servirse distintas porciones de humus, tabuleh y rollitos de kebab. Salma la imitó y Odón siguió las huellas de las dos con el plato vacío, gesto de contrariedad y el entrecejo fruncido.

-¿Qué te ocurre? ¿Por qué pones esa cara de estreñido? –preguntó Charo alargando la frase con cierto retintín.

Odón se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón, sacó la billetera y se sobresaltó con una mueca al contar los billetes.

-¡Será posible!, le he dado diez dólares al botones en vez de uno.

-Y qué más da. Está bien dar buenas propinas cuando se llega a un hotel, lo idiota es darlas cuando uno se marcha –le animó Charo.

-Pero,… si le he dado cerca de dos mil pesetas de propina.

-Anda, papá, come y calla.

Al decir esto, Charo reparó en el plato vacío de su padre y volvió a intervenir:

-¿Pero no vas comer nada?

-Luego comeré un poco de fruta.

-Pediré que te traigan shawarma –intervino Salma llamando la atención del camarero con un ademán.

-No me pidas guarrerías que no las comeré –protestó él.

-Déjalo, Salma, no le vendrá mal un poco de régimen.

El camarero se acercó solícito, intercambió unas palabras en árabe con Salma y se marchó zigzagueando entre las mesas.

-Te gustarán, no te preocupes –concluyó la chica palmeándole el antebrazo.

Charo adelantó el cuerpo y, mientras mordisqueaba un trozo de kebab, se dirigió a Salma en tono confidencial: