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Una dura crónica sobre el narcotráfico en uno de los puntos calientes de la Península Ibérica: el Estrecho de Gibraltar. Francisco Díaz nos lleva a la cotidianeidad del pueblo llano, de pescadores y agricultores que de pronto se ven obligados a lidiar con el día a día de la droga, la opulencia de los narcos y el peligro en cada cambio de marea.
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Seitenzahl: 286
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Francisco Díaz Valladares
Saga
La barca del pan
Copyright © 2003, 2021 Francisco Díaz and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726886436
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Valdivieso abrió repentinamente los ojos en la oscuridad de su habitación. Jadeaba. Empapado en sudor trataba de poner en pie la pesadilla que le había atenazado la garganta: un grupo de personas se agolpaba en una plaza bailando, cantando y riendo, hasta que apareció él vestido de uniforme. Se hizo el silencio. Los rostros mudaron la expresión e intercambiaron miradas furtivas que fueron a su encuentro. Eran los rostros de las fichas de los detenidos. Rostros sin nombre, sin edad, sin historia. Pero entre ellos, también descubrió los de algunas personas de su entorno: la vecina del rellano, el frutero, la camarera del bar, el dueño del quiosco donde compraba los cupones el viernes… ¡También estaban las fichas de su mujer y sus hijas! Horrorizado, notó cómo los brazos se alargaban para tratar de separarlos cuando, de repente, el grupo se desvaneció.
¿Qué significaba aquel sueño? Nunca estaba totalmente seguro cuando detenía a alguien. ¿Acaso no podríamos estar todos dentro de aquel fichero?
Confundido por el sueño, se incorporó lentamente. Su mirada topó con el reloj que latía sobre la mesilla de noche: ¡las siete y cuarto!
—¡Maldita sea! Siempre lo mismo. ¡Lola! —gritó.
Oyó el tenue sonido del televisor y las risas de las niñas en el cuarto de estar. Aún somnoliento, puso los pies descalzos sobre las frías baldosas y echó a andar en calzoncillos por el estrecho corredor.
—¡Lola! –volvió a gritar.
La voz del televisor se amortiguó y las niñas callaron.
—Dime —respondió ella abriendo la puerta de la salita.
—¡Joder! Te dije que me llamaras a las siete —reprochó con cierto tono de enfado.
—¿Pues sabes qué te digo?, aprende a poner el despertador. Además, hasta las nueve no embarcas, ¿no? ¡A qué vienen tantas prisas!
—No me gusta ir con la hora pegada al culo —comentó, suavizando el tono, tras la respuesta airada de su mujer.
Lola se detuvo ante la corpulenta humanidad de cuarenta y dos años: alto y moreno en el recuerdo, la musculatura atlética de su marido empezaba a decaer confiriéndole aspecto de perro pachón. El rostro endurecido por el tiempo y los brazos pintados de color moreno por el sol contrastaban con la blancura exagerada del resto del cuerpo. Los calzoncillos completaban el cuadro añadiéndole una pincelada de azul oscuro.
Lola lo miró a los ojos: los tenía hinchados tras solo cuatro horas de sueño. Veintidós años de matrimonio eran suficientes para saber que los rasgos duros del sargento Valdivieso ocultaban a un hombre tranquilo, templado y resistente a cualquier enojo, aunque no dejaba de molestarle que la tratara como a una criada.
—Venga, no te enfades, grandullón, te sobra tiempo.
—Y las niñas, ¿dónde andan?
—Dos jugando en la salita y las otras dos en casa de tu madre.
—Me voy a duchar —anunció rascándose la cabeza.
—Te prepararé el bocadillo.
—No te olvides del termo del café —concluyó él.
El sol rasaba el horizonte cuando Valdivieso llegó al puerto bajo un cielo que empezaba a teñirse de negro plomizo presagiando lluvias. Tras cerrar la puerta del coche, se dirigió hacia la comandancia para recoger la orden de embarque. En el camino tropezó con aquel sueño incomprensible y la desgana de comenzar una nueva jornada. Pasó junto a la embarcación y la miró sin ver, sin ni siquiera reparar en el saludo del cabo desde la cabina de la Rodman 55.
—Buenas tardes, mi sargento —saludó de nuevo el cabo de la Benemérita levantando un poco más la voz.
Valdivieso frunció las cejas y preguntó:
—¿Están todos a bordo?
—Sí, estamos todos.
—Bien, preparaos para zarpar. Voy a recoger los papeles y vuelvo enseguida. Primero iremos hacia poniente para luego volver, así cogeremos la marea de aleta y no nos comeremos el oleaje.
Terminados los trámites portuarios, Valdivieso ocupó el lugar del patrón, giró la llave de contacto y los dos motores MAN de seiscientos ochenta caballos rugieron al unísono. A los pocos minutos de navegación las casas del puerto se deshilachaban mezclándose con la línea gris, fría y monótona de la costa.
Al costado de estribor, un nutrido grupo de delfines se acercaron a la embarcación asomando sus lomos grises y volviendo a desaparecer para sumergirse de nuevo en el abismo azulón. La imagen seductora de los cetáceos desvió la mirada del patrón.
Una tarde más se adentraba en el inmenso azul ante los colores del atardecer. Una tarde más su corazón latía desde la madurez y ponía en marcha la brújula de los sueños, ¿o eran realidades? El grupo de delfines le acompañaba y le hacía olvidar muchas de las imágenes del mundo que dejaba tras la estela de su barco. Un mundo en el que a veces, demasiadas veces, se consideraba desplazado, como perro sin amo.
La previsible lluvia apareció golpeando el techo de la patrullera.
—¡Lo que nos faltaba! Este redoble de tambor será para animarnos la noche —se quejó torciendo el gesto.
Volvió la cabeza. La tripulación conversaba en la parte posterior de la cabina.
—¡Miguel! –gritó para hacerse oír por encima del ruido de los motores.
—Sí, mi sargento.
—Comunica a la base que estamos frente a Punta Cires.
El cabo, sin más dilación, cogió el micrófono de la radio y obedeció la orden del sargento mientras este miraba ceñudo el brumoso horizonte y aproaba el barco al oleaje.
***
María observaba en silencio la discusión entre Salvari y su marido Kiko. La lluvia arreció golpeando con fuerza el techo de uralita y apareció la eterna gotera. Se puso de pie suspirando. Al entrar en la cocina, observó al abuelo sentado con la barbilla apoyada en el bastón y la mirada vacía.
—¿Por qué no te vienes al salón? —le preguntó.
—Hay demasiada gente —respondió secamente el anciano.
María hizo un mohín, sacó una palangana de plástico de debajo del fregadero y se alejó con ella en la mano. A su regreso, Salvari daba paseos por el pequeño espacio con cierta preocupación y nerviosismo.
—¡Hostias, Kiko! Espabila, tío. Ya son más de las once —voceó enojado.
—Tranqui, Salvari, tranqui —repuso Kiko atándose los cordones de las zapatillas de deporte.
—¿Cómo que tranqui, tranqui? ¡Cojones! El moro te estará esperando a la una y todavía tenemos que llevar la zodiac a La Torre.
Después de colocar la palangana bajo la gotera, María volvió a sentarse en silencio. Su rostro angustiado y el temblor de las manos denotaban el miedo metido en la sangre. Le invadían oscuros sentimientos de culpabilidad; por un lado, Kiko se embarcaba en aquella aventura, presionado por ella, sin saber aún cuáles serían las consecuencias, y por otro, días atrás, cuando Kiko se encontraba trabajando, Salvari había aparecido en un par de ocasiones para acosarla. Tampoco había sido para tanto: total, un par de besos robados y algunos achuchones no daban para poner el grito en el cielo. Además, a él le debían casi todo lo que actualmente tenían. En los últimos meses, Salvari les había regalado un teléfono móvil, un televisor en color, el dormitorio de las niñas, una pulsera de oro (aunque ella le dijo a Kiko que la había encontrado en la playa) y lo más importante: ya no debía ni un euro en la tienda de comestibles. Miró cómo la gotera caía cadenciosa sobre la palangana, clac, clac, clac. Ella también tenía derecho a tener una casa como la de la mujer de Salvari.
—Salvari —se atrevió a decir—, ¿con el agua que está cayendo no sería mejor dejarlo para otro día?
Una carcajada llenó la estancia.
—Pero ¡qué tonta eres!, ¿no te das cuenta de que estos chaparrones sirven para ocultarnos mejor?
—Está bien, pero tengo miedo —concluyó María.
—Miedo, miedo, ¡qué miedo ni miedo! Anda que no he hecho yo veces este viaje.
Kiko, quien trataba de cerrar la cremallera del anorak, levantó la vista y lo miró. La sonrisa de Salvari era tan oscura como las sombras de sus aspavientos sobre la pared. Luego giró la cabeza y posó los ojos en María: ¡cuánto había cambiado! Ni la ropa ni la expresión de su rostro eran los mismos. Ya no usaba los vestidos descoloridos y ajados de antes, y una espesa capa de desasosiego ocultaba ahora la limpieza de sus rasgos.
La voz de Salvari lo sacó de sus pensamientos.
—Bueno, vamos a repasar esto otra vez no sea que te equivoques y te vayas a Tánger, que últimamente no andas tú... muy espabilado —solicitó Salvari realizando una extraña mueca mientras miraba a María y desdoblaba un mapa sobre el mantel. Luego comenzó a explicar indicando con el dedo:
—Esto es Ceuta. Cuando pases las luces de la frontera entre España y Marruecos, sigue costeando hasta la Isla del Perejil, que es esta —apuntó—; enciendes la linterna una vez y esperas hasta que el moro te conteste con tres señales, luego... —Una cucaracha apareció renqueando por el blanco mantel y Salvari, sin dudarlo, levantó el puño y la aplastó—. Mierda, no hay más que mierda en esta casa —farfulló a continuación, apartando con el dorso de la mano los despojos de aquel bicho repugnante.
La mirada de Kiko se desvió hacia la mancha oscura y pegajosa al tiempo que la voz del abuelo irrumpía en el salón desde la cocina:
—Cada vez hay más mierda y cada vez huele peor, Salvari, cada vez huele peor.
Salvari sonrió molesto. Durante un instante la voz del abuelo le trasladó a la infancia, cuando el ahora anciano le regalaba pescado para su madre al volver de la mar. Desde entonces admiraba a aquel hombre, cuyas palabras acababan de poner en evidencia sus miserias. Comenzó a sentirse incómodo.
—No le hagas caso al viejo —comentó María bajando el tono al notar el gesto contrariado de Salvari.
—Bueno, ya está bien de charla —intervino Kiko poniéndose de pie.
—Espera, hombre, espera —atajó Salvari.
Acto seguido introdujo una mano en el bolsillo interior de la cazadora, sacó un fajo de billetes de cincuenta euros atados con una goma elástica y lo dejó sobre la mesa.
—Esto es la mitad de lo prometido. Cuando vuelvas, te daré la otra mitad.
El paquete ocultó la mancha del insecto.
—Está bien, vamos —concluyó Salvari tras regalar otra mirada a María.
Pasaron frente al abuelo sin que este levantara la vista del suelo. Salvari intentó decir algo, pero las palabras se le agolparon en la garganta y soltó un incomprensible sonido gutural a modo de despedida.
Por las angostas calles de la barriada anduvieron bajo la insistente lluvia hasta llegar al garaje, donde se encontraba el todoterreno con la zodiac enganchada. Kiko se detuvo un momento a contemplarla. Todo era oscuro: el coche, la lancha, la sonrisa de Salvari...
—¿Qué hora es? —preguntó Salvari cuando salían del barrio.
—No sé, yo no uso reloj.
El vehículo anduvo dando tumbos por los caminos hasta llegar a un lugar donde, bajo un árbol, se encontraba un grupo de inquietantes sombras. Al llegar a su altura, una de ellas se acercó dando saltitos para salvar los charcos, exhalando bocanadas vapor.
—¡Oye, tío, llevamos más de una hora esperando! —gritó, un poco antes de llegar al coche.
Salvari abrió la puerta de golpe y se bajó de un salto para, acto seguido, agarrarlo por el cuello y estamparlo contra el lateral del vehículo.
—Escucha tú, hijoputa de mierda. Mientras sea yo el que pague tú estarás y harás lo que yo te diga. Y si tienes que esperar toda la noche te jodes. ¿Te enteras?
—Está bien, tío, está bien —contestó a duras penas, medio asfixiado por la presión de los dedos del mandamás.
Salvari entró en el coche con la cara crispada y el otro se alejó dando tumbos.
—A este hijoputa si no lo controlas, se te echa encima. Seguro que ya se ha metido un par de rayas —comentó Salvari alterado.
Kiko no contestó. Volvió la cara observando las gotas resbalar como lágrimas por el cristal lateral. En sus oídos resonaron las palabras del abuelo: «cada vez huele peor en esta casa» y se encogió al sentirse como la cucaracha, con el puño de Salvari sobre su cabeza. Las gotas del cristal se posaron ahora en su frente en forma de sudor; notó en sus pies la humedad de los peces arracimados bajo el asiento de su barca, La Manuela, emitiendo destellos plateados y temblores agonizantes. Sintió frío.
—Ya estamos.
La voz quebrada y angustiosa de Salvari le devolvió a la realidad bruscamente. Su cara había cambiado. Iluminado por la tenue luz del salpicadero, su perfil dibujaba una figura quijotesca de pómulos acentuados y mentón adelantado.
—Ya estamos —repitió moviendo la prominente barbilla hacia el cristal para señalar una mancha oscura al frente.
Junto al embarrado camino, la arboleda empezó a tomar forma hasta tornarse definida. Semiocultas entre los árboles, otras dos sombras: dos coches.
—Salvari, ahí hay más gente —comentó Kiko.
—Tranqui, son de los nuestros —repuso el otro.
—¿No somos muchos para meter la zodiac en el agua?
—Tú a lo tuyo.
Salvari frenó junto al primero de los vehículos y la zodiac, empujada por la inercia, golpeó contra la parte trasera del coche dejando escapar un sonido metálico y seco. Bajó la ventanilla hasta la mitad y gritó:
—Ahora vuelvo.
—Vale, no tardes, ya son más de las doce —respondió alguien desde el otro vehículo.
Tras un pequeño quiebro del coche al patinar por el lodazal, se pusieron en marcha.
—Si no van a ayudar a meter la zodiac, ¿a qué ha venido esa gente? —inquirió de nuevo Kiko.
—Ya te he dicho que tú a lo tuyo, ¡joder!
Kiko volvió de nuevo la cabeza hacia el cristal de su lado sintiéndose como un animal de tiro arreado por el dueño. El mar se encontraba no muy lejos de él. No lo veía, pero percibía su presencia.
Al poco Salvari giró a la derecha enfilando un camino que conducía a la playa y paró en seco antes de llegar a la arena. De nuevo la zodiac se hizo notar con el golpe metálico.
Kiko salió del coche levantándose el cuello del anorak con ambas manos y sintió las gotas de lluvia sobre la cara. El grupo que viajaba en el otro coche llegó corriendo y en pocos minutos pusieron la embarcación en la orilla de la playa.
—¡Kiko! ¿Dónde estás? ¡Joder! —gritó Salvari.
—Meando —sonó la voz a lo lejos.
—¡Pero será gilipollas este tío! Pues no se va a poner a mear ahora...
La sombra de Kiko se acercó con paso decidido en dirección a Salvari y paró a un metro escaso de él. Con respiración espasmódica y las bilis desparramadas por los intestinos, cerró los puños con fuerza y lo taladró con la mirada. El grupo permaneció en silencio.
—No me vuelvas a llamar gilipollas —advirtió Kiko poniéndole el dedo índice sobre el pecho sin cambiar la expresión.
Salvari levantó las cejas en un gesto de asombro y temor.
—Venga, Kiko, no te enfades, ¡joder! ¡Coño! —resolvió finalmente, aflojando un apunte de sonrisa mientras le echaba el brazo por los hombros.
Kiko se deshizo del brazo con un ademán violento y se dirigió a la zodiac tratando de atar los nervios. Ni siquiera notó la frialdad del agua al chapotear para llegar a la embarcación. En la oscuridad palpó la llave de contacto y a los pocos segundos se adentró en la lóbrega inmensidad.
***
A medida que transcurrían las horas, el sargento Valdivieso trataba de mantener el rumbo de la embarcación envuelto por la oscura claridad que lo rodeaba. La resaca de la noche le traíasueños anclados en el corazón a través de los años. El itinerario nostálgico arrancaba en su pueblo natal, donde se instalaría con Lola al retirase. Soñaba con cigarras y grillos, con el canto del gallo, con el vaivén de los trigales al pasar sobre las espigas el viento solano, con las margaritas pavoneándose en las faldas de los senderos frente al fatigado caminante. Soñaba con encontrarse en la taberna, rodeado de amigos, tomando cervezas y contándoles historias que hasta el momento nadie había escuchado. Ni siquiera Lola. Eran sus historias, sus batallas, sus enigmas...
—Mi sargento.
Valdivieso, abstraído no contestó.
—Mi sargento.
—Di…, dime, Miguel —respondió al fin.
—¿Tiene sueño? ¿Quiere que lo releve?
—No, no tengo sueño. Estaba ido. De todas formas, toma el mando de la embarcación. Voy a comer algo.
El cabo ocupó su lugar al timón y él se dirigió en busca del bocadillo que Lola le había preparado. Localizó en la penumbra de la cabina la bolsa y en su interior palpó la envoltura de papel de plata preguntándose de qué sería el bocadillo.
Dando tumbos se dirigió hasta la popa del barco, salió a la bañera y acercó el envoltorio a la nariz para olisquearlo.
—¡Otra vez tortilla de patatas! ¡Joder, siempre igual! Ya podía tener algo más de imaginación —exclamó cabreado.
Mordió el bocadillo y miró al cielo. El temporal amainaba. Permitió que unas cuantas gotas le mojaran la cara y después se embelesó con las franjas de espuma dibujadas por los motores en el mar.
Allí estaba él, navegando entre aquella senda blanquecina. Navegando por una vida falsa, frustrante, vacía. No, no le gustaba pasar las noches haciendo de mosca cojonera de quienes trataban de saltarse la ley, para que otros se colgaran medallas a costa de su trabajo. De todas formas, difícilmente podría ser de otra manera. Pocos tienen la suerte de estar donde quieren y hacer lo que les gustaría. Cuando era niño, deseaba ser veterinario para curar a la perrita Diamela, que murió. De adolescente, quiso ser militar y acabó siendo guardia civil.
En el cuerpo trató de encontrar una puerta abierta a sus aspiraciones, pero al poco sus sueños quedaron frustrados. El continuo ataque a la institución, las críticas y la actitud de algunos compañeros aplastados bajo la espesa capa de corrupción hicieron de aquel ideal un simple trabajo a veces lleno de sinsabores. A él también le habían tentado en alguna ocasión y nunca llegó a entender por qué se resistió al dinero fácil. Tal vez en algún momento de su existencia firmó un contrato ineludible consigo mismo para mantenerse íntegro ante los ataques recibido desde todos los rincones.
Uno de los componentes de la tripulación salió de la cabina dando al traste con sus elucubraciones.
—Mi sargento, llaman de la base.
—Voy —contestó dejando escapar las palabras entre los trozos de pan y tortilla.
Llegó hasta el puesto de mando de la embarcación dando vaivenes y tratando de tragar con premura lo que tenía entre dientes, se limpió la boca con el dorso de la mano y agarró el micro.
—Aquí el patrón de la cero cero uno. Cambio.
Al segundo siguiente, la voz chirriante de la radio se dejó oír por el habitáculo de la patrullera:
—Hemos recibido una llamada anónima, un chivatazo. Al parecer, una zodiac ha salido en dirección a Marruecos con la intención de recoger un alijo de droga.
Valdivieso titubeó un instante y luego apretó el botón del micro.
—Base, ¿se ha confirmado la llamada?
—Negativo, cero cero uno. O es una broma o una venganza entre bandas rivales. De todas formas, estad atentos por si la localizáis en el radar.
—Enterado, base. Corto.
La noticia llegó acelerándole el corazón y los sentidos. Los músculos se le tensaron. Era el momento de actuar, de salir al escenario ¿El público?: la noche, el mar, y, quizá, sus amigos los delfines. ¿Los aplausos?: las olas, la lluvia y el trueno amortiguado después del relámpago en el horizonte.
La tripulación se agolpó tras los asientos de la cabina de mando. El cabo radarista comenzó a manipular el Raytheon 48: ajustó la escala de distancias y afinó el brillo y la intensidad de la pantalla.
Precedida de un silencio casi absoluto, la lluvia crepitó sobre el techo de la patrullera a modo de redoble de tambor.
***
Kiko aún llevaba el corazón encendido por la discusión con Salvari y el miedo metido en el cuerpo por la incertidumbre de aquella arriesgada aventura cuando dirigió la embarcación mar adentro. La proa de la zodiac comenzó a lanzar las primeras dentelladas a las olas hasta encontrarse fuera del rompiente.
No veía casi nada. La pertinaz llovizna chorreaba por su cara obligándole a cerrar los ojos con frecuencia y a navegar guiado por el instinto. Cuando creyó encontrarse lo bastante alejado del rompeolas, viró a estribor y siguió paralelo a la costa tratando de identificar las luces. La iluminación costera era su única referencia. La conocía al dedillo. Orientarse de noche por las luces de la ciudad y por las estrellas fueron las primeras enseñanzas del abuelo. Primero aparecían las del barrio de San Bernardo, esparcidas y titilantes; las de la gran avenida, adentradas en la ciudad como una flecha clavada en el corazón; las del aeropuerto, salpicadas de parpadeantes rojiverdes; y al final, como marcando el límite entre lo mítico y lo real, estaba la del faro de Punta Europa.
Acomodó los riñones en la blanda goma de la borda. El motor rugía a sus espaldas, monótono y seguro, a la par que en el tapete de su memoria aparecían y desaparecían las escenas de la playa.
Al llegar a la altura del aeropuerto, se adentró una milla para evitar las patrulleras inglesas y, al bordear el enhiesto faro, percibió la marea de poniente. Debía poner proa al oeste para dirigirse hacia Acebuche y luego atravesar el Estrecho aprovechando las corrientes del otro lado.
Las nubes se cernían bajo un cielo cada vez más cerrado y espeso. Pronto la llovizna tornó en un grueso aguacero y, unos segundos más tarde, Kiko quedó rodeado por una oscuridad inquietante. De vez en cuando se veía obligado a aminorar la marcha para comprobar la dirección del viento y asegurar el rumbo. Él, acostumbrado a trabajar en aquellas condiciones, estaba en aquellos momentos a merced de la incertidumbre, el desasosiego y el miedo. De pronto se percató de su estado. Se encontraba encogido, casi embutido en el anorak y con el motor a ralentí.
En una actitud de rechazo hacia sí mismo, se incorporó de un salto y aceleró el motor. Tenía que acabar con aquello. «Un hombre siempre debe terminar lo que empieza» —recordó la frase del abuelo—. Pero al regresar volvería a trabajar con Faustino el Calafate. Él era viejo y no tenía familia. Quizá cuando muriera podría hacerse cargo del varadero, aunque habría que cambiar algunas cosas. Ya casi ningún barco se construía con madera, todo era fibra. Bueno, excepto las traíñas, y mientras hubiera traíñas necesitarían un calafate, así que trabajo no le faltaría. Por otro lado, no dejaba de pensar en el fajo de billetes de cincuenta euros que Salvari había puesto sobre la mesa y en el que le pagaría al volver. Le parecía demasiado, más de lo que él hubiera podido imaginar. Pero algo en su interior le hacía despreciar aquel trabajo, sobre todo desde el asesinato en el que se había visto implicado.
Buceaba en aquellos pensamientos, intentando desviar la atención de la turbia historia en la que se veía envuelto, cuando las gotas comenzaron a golpear con más fuerza la zodiac y la noche acabó cerrándose por completo. Ni siquiera distinguía las señales de fondeo de los barcos de la bahía, pero eso no le arredró; viró a babor cuando creyó estar frente a Acebuche para recibir el viento por el costado derecho, y puso toda la atención en la proa intentando localizar las luces de Ceuta. Al cabo de unos minutos, entre la ventisca, un tímido resplandor apareció a lo lejos.
—¡Allí está! —gritó.
Sin perder de vista la señal luminosa reflexionó de nuevo sobre aquella peligrosa aventura y sobre su futuro. Estaba decidido: no volvería a dejarse enredar por Salvari. Con el dinero que ganara al terminar el trabajo, propondría a Faustino asociarse con él y mejorar el varadero. De paso, arreglaría La Manuela y animaría al abuelo a pescar juntos los fines de semana. Después de tomar esa decisión empezó a sentirse mejor. Ya no prestaba atención ni a la lluvia ni a los bandazos que la zodiac iba dando al coger la mar de costado, ni siquiera al hecho de encontrarse sentado en un charco de agua. La noche se llenó del estridente sonido de la sierra eléctrica al cortar la madera, de los golpes secos del mazo introduciendo poco a poco la estopa entre las ranuras de las cuadernas, de los efluvios del alquitrán, del olor a pintura reciente...
***
El cursor del Raytheon 48 dibujaba círculos concéntricos en la pantalla bajo la atenta mirada del cabo radarista. A través del silencio, se destilaba un ambiente cargado de tensión, de gestos de impaciencia, de ansiedad.
Cuando la sombra del hastío comenzaba a asomar en la cara de los congregados, un grito vehemente salió de la garganta del cabo.
—¡Aquí!
Las miradas convergieron en el dedo índice que señalaba la pantalla.
—¡Aquí! —volvió a repetir dando un respingo—. Este eco es muy pequeño para ser un barco de pesca.
Los ojos de Valdivieso brillaron.
—Pásame el micro —ordenó alargando el brazo—. Base, aquí patrullera cero cero uno. Creo que hemos localizado la zodiac.
—Bien, dame la posición —contestó la base.
El sargento miró la pantalla del radar y luego apretó el botón del micro.
—Actualmente se encuentra a unas cuatro millas de Ceuta y navega con rumbo sudeste.
Hubo unos segundos de silencio hasta que, de nuevo, el sonido estridente y metálico de la radio se apoderó de la cabina.
—Quédense ahí y no hagan nada hasta que haya recogido la mercancía de la costa. Hemos comunicado la posición a la Golf Charlie May cero cero dos, que en estos momentos se dirige hacia ahí. Vosotros actuaréis de presa y la cero cero dos de apoyo. ¡Suerte! Corto.
—¡Nos tocó! —exclamó Valdivieso—. Luis, cierra las escotillas, tenemos meneo.
***
El resplandor del horizonte fue desapareciendo para dar paso a las cada vez más nítidas luces de la ciudad. El corazón de Kiko permanecía aún agitado por la trifulca de la playa y la mente en actitud de rechazo hacia el mundo que Salvari le ofrecía. Ese no era su mundo. Había entrado en él casi sin darse cuenta y ahora tenía que salir. Retumbaron en sus oídos las palabras del abuelo: «Kiko, no te dejes engatusar por el brillo. El mejor oro con el tiempo oscurece».
A una milla de la costa viró a estribor y bajó las revoluciones del motor sin perder de vista la iluminación de la ciudad. Era como un trozo de noche atrapado por una red de miles de bombillas incandescentes, al final de las cuales emergía un espacio oscuro y la hilera de luces señalando que señalaba la frontera entre España y Marruecos. Se arrimó a la costa y buscó la linterna en la bolsa.
—Esperemos que esté el moro —musitó al divisar lo que suponía era la Isla del Perejil.
Con cierta torpeza y ningún disimulo, comenzó a emitir señales con la linterna hasta que desde la orilla recibió contestación en forma de tres pequeños destellos. Puso rumbo hacia allí. No había hecho más que rechinar el fondo de la embarcación sobre la arena de la playa, cuando apareció entre los matorrales una sombra corriendo en dirección a la zodiac. Lleno de incertidumbre, Kiko lo iluminó. Era un hombre flaco, ataviado con una gabardina por la que asomaba una cabeza redonda y pequeña. La luz de la linterna lo deslumbró, dio un traspié y cayó rodando delante de la barca. Kiko saltó a tierra y lo levantó de un tirón.
—¿Estás bien? —preguntó enfocándole.
El hombre tenía el rostro descarnado y una fina hilera de pelillos a modo de bigote. La boca, abierta exageradamente, mostraba dos o tres piezas dentales esparcidas por las encías.
—¿Estás bien? —repitió zarandeándolo.
—Apaga la luz, jai, apaga la luz que los siviles pueden vernos —pidió con urgencia el marroquí mientras intentaba recolocar la desaliñada gabardina.
—Pero qué dices, chalao. Venga, ¿dónde están los bultos? —replicó Kiko.
—Estás tonto tú, jai, estás tonto tú. Mira lo que ha pasado con mi gabardina —dijo señalando un par de sietes a ambos lados.
Kiko sintió compasión y pena por aquel hombre, a quien seguramente la necesidad le habría llevado a realizar un trabajo por el que le pagarían menos de lo que valdría su gabardina. Le echó un brazo por los hombros y con voz queda le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Alí —respondió volviendo la cabeza hacia él.
—Está bien, Alí, ya hablaré con don José para que te compre otra. Vamos, que tengo prisa.
Alí, al escuchar aquel nombre, giró y comenzó a subir el promontorio profiriendo algún juramento en árabe, sin dejar de mirar los rotos de la gabardina. Llegaron cerca de un camino donde, entre la lluvia, Kiko pudo distinguir un destartalado Peugeot 505.
—Aquí están —señaló parándose ante tres fardos embalados con plástico.
***
Desde que la zodiac fue descubierta por el radar, la patrullera se convirtió en un hervidero. En silencio, cada miembro de la tripulación ocupó un lugar determinado. Chalecos salvavidas, ropas de agua, visores nocturnos, bicheros de abordaje y otros elementos fueron pasando de mano en mano hasta que todos quedaron equipados y listos para la acción. El ambiente estaba cargado, tenso, lleno de ansiedad contenida, de miradas cortas y fugaces.
—Ya la veo —comentó el que portaba el visor nocturno—. Ahí está. Ahora entra en la Isla del Perejil.
La adrenalina casi se podía palpar dentro del habitáculo.
—Base, aquí cero cero uno. La tenemos localizada. Acaba de entrar en la Isla del Perejil. Cambio —anunció Valdivieso dejando escapar cierto nerviosismo en su voz.
—Enterado, cero cero uno. Dejad que se adentre en el Estrecho un par de millas y luego la abordáis. Lo comunicaré a la cero cero dos. Corto.
***
Kiko colocó los fardos en la proa de la zodiac y comenzó a dar atrás despacio. La quilla rechinó sobre la arena a modo de despedida y la figura triste de Alí se perdió en la oscuridad.
Mientras viraba, observó los paquetes que tenía delante y pensó de nuevo en el fajo de billetes que Salvari le entregaría por cada uno de ellos y en la persona que acababa de dejar en la playa. ¿Cuánto le pagarían al de la gabardina rota? Un sabor amargo le invadió el paladar. Seguía pareciéndole mucho dinero por aquel trabajo. Esa cantidad no la ganaba él ni en dos años pescando. Otra vez las palabras del abuelo resonaron en sus oídos: «Kiko, no te dejes engatusar por el brillo. El mejor oro con el tiempo oscurece». Definitivamente esta sería la primera y la última vez. Comenzaba a sentirse harto de los insultos de Salvari. Él no era criado de nadie. El trabajo ya estaba hecho, pero no volvería a liarlo con otra historia como aquélla.
La oscuridad se acentuó con la lluvia que arreciaba de nuevo tamborileando sobre los envoltorios de plástico. Bordeó la costa hasta llegar de nuevo a la altura del entramado luminoso de la ciudad de Ceuta y viró a babor.
***
—¡Ya sale! —gritó el guardia que sostenía el visor nocturno.
—Lo tengo en la pantalla —replicó el radarista.
—Este gilipollas va a caer como un chorlito —comentó el sargento—. Con la lluvia ni se ha enterado de que estamos aquí. Pásame el micro.
Tras ponderar su comentario, se puso en contacto con la base.
—Aquí patrullera cero cero uno. Vamos a pasar a la acción. El sujeto se está adentrando en el Estrecho. Nosotros le meteremos la proa por delante y que la cero cero dos la acose por detrás. Cambio.
—Base enterada. ¡Suerte! Corto.
—Bien, vamos allá —dijo Valdivieso volviendo la cabeza.
Acentuó la vista al frente echando rápidas miradas a la pantalla del radar y aceleró suavemente los motores.
—Ve cantándome las distancias —solicitó al cabo radarista.
—Ahora estamos a cuatrocientos cincuenta metros del blanco.
El sargento aumentó las revoluciones.
—Trescientos cincuenta metros —cantó el cabo.
***
El viento aumentó y con él el oleaje. Kiko aguantaba los fardos con los pies para que no se le echaran encima y le impidieran navegar con soltura. Aminoró las revoluciones del motor, y al hacerlo oyó cercano el sonido ronco de una embarcación mayor.
—Lo único que hace falta es que me pase por encima un petrolero —se dijo mirando a uno y otro lado.
***
—Ciento cincuenta metros.
—Está bien. ¡Agarraos! —gritó el patrón.
Valdivieso empujó a tope las palancas de aceleración. Los motores abocaron en tempestuoso bramar y la Rodman 55 se encabritó empujada por la potencia de los mil seiscientos caballos de sus tripas.
—Cincuenta metros.
Valdivieso conectó las señales acústico-luminosas y el sonido del altavoz exterior rajó la oscuridad:
—¡Guardia Civil del Mar! ¡Deténgase! Repito, ¡deténgase!
El guardia del pescante encendió el potente foco y lo dirigió hacia la zodiac.
—¡No haga ningún movimiento! —continuó voceando el sargento.
La patrullera cero cero dos iluminó la zodiac por detrás.
La noche se llenó de destellos azules y blancos, de ulular de sirenas, de voces y gritos. En el horizonte, un rayo siguió un itinerario quebradizo.
Kiko quedó paralizado. Soltó el acelerador del motor e intentó asirse donde pudo para no caer. La zodiac, a punto de irse a pique, bailaba a los sones marcados por las olas y las turbulencias producidas por las patrulleras, que se habían echado encima. No acertaba a comprender qué pasaba. Ciego por los focos, sintió un frío acalorado atravesarle el cuerpo. No entendía nada. El oleaje rompía contra los costados de la barca y contra los diques de su cerebro trayéndole los cuentos y leyendas sobre apariciones que la abuela Juana le narraba de pequeño. Estaba aterrorizado, empapado de ansiedad, de desolación...
Alguien saltó sobre la zodiac. El oscuro cañón de una pistola apuntándole a la cabeza le arrancó de sus sueños míticos para volverlo a la turbia realidad.
—Si te mueves, te vuelo los sesos.
***
—Este tío es gilipollas —comentó el cabo mientras lo cacheaba—, no lleva ni un cortaúñas en los bolsillos y, encima, en vez de arrojar los fardos al mar, se queda tan tieso como el palo de una escoba.
Valdivieso lo alumbraba con la linterna. Despojado del anorak para el registro, Kiko se encontraba descamisado, empapado y con la cabeza caída sobre el pecho.
—Trae una manta, Ramón —solicitó.
—Sí, mi sargento.
—¿Es así como te ganas los garbanzos? —preguntó dirigiéndose a Kiko.
No se inmutó.
—Cuando yo te hable, contéstame. ¿Entiendes? —vociferó el sargento.
Kiko levantó la cabeza. La lluvia corría por el rostro del muchacho tratando de arrastrar con ella la desesperación y el horror que denotaban sus facciones.
—No —contestó al fin—. No me dedico a esto, yo soy pescador.
La voz cuarteada por el miedo, la mirada huidiza y la nobleza en la expresión de su cara hicieron suponer al experimentado Valdivieso que aquel era un desgraciado, una víctima de alguien que intentaba enriquecerse a costa de sus riñones. Su mirada era viva, pero carecía del gesto insolente del delincuente habitual.
***
El día comenzaba a despuntar con pereza cuando entraron en el puerto. Sobre la patrullera permanecía un rocío blanquecino y en el mar flotaba un aire pesado y calimoso.