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Una inolvidable historia que nos invita a luchar para que nuestros sueños se cumplan. Bea, una muchacha normal que va al colegio, sueña con convertirse en una futbolista de élite. Pronto conocerá a un ser misterioso y mágico capaz de hacer que su deseo se haga realidad, pero también descubrirá que todos los deseos tienen un precio que a veces no es fácil pagar. Magia, deporte, superación, fantasía, entusiasmo y bastante humor se dan cita en esta inolvidable novela que nos enseña a perseguir nuestros sueños.
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Seitenzahl: 54
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Francisco Díaz Valladares
MIS BOTAS DORADAS
Saga
El misterio de las botas doradas
Copyright © 2020, 2021 Francisco Díaz and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726886399
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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La sección femenina del Athletic de Bilbao, que acabaría ganando la Liga, tuvo que suspender una rueda de prensa porque no se presentó ningún periodista.
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La misteriosa lucecita roja
Dio un respingo
¡¿Qué era aquello?!
Casi no podía respirar.
Quiso salir corriendo, pero estaba tan asustada que las piernas parecían que se habían vuelto de plastilina.
¡¡¡Ringgggggg!!!
En cuanto sonó el timbre, Bea dio un brinco para salir corriendo de la clase, pero al comprobar el gesto adusto de Don Anselmo, nariz arrugada y ojos achicados, permaneció clavada en el pupitre.
—¡De aquí no se mueve nadie hasta que yo diga! ¿Enterada Beatriz?
Bea asintió moviendo repetidas veces la cabeza.
A Don Anselmo le faltaba un año para jubilarse. Era alto y un poco barrigudo. Tenía el pelo del color de las zanahorias, los ojos azules, casi transparentes, y un bigote grande que retorcía cada poco hacia arriba. Aunque era muy introvertido y taciturno, en el pueblo todos les respetaban y querían por ser una buena persona y un gran maestro.
—Recordad que no somos una manada de cabras salvajes.
Casi siempre vestía un traje marrón muy gastado y corbatas a rayas con un nudito parcialmente oculto bajo el cuello de la camisa que, aunque blanca, amarilleaba un poco. Cuando se enfadaba, arrugaba la nariz y los ojos se convertían en dos rayas negras, pero los enfados le duraban muy poco; enseguida sus ojos azules se abrían de nuevo y sonreía mientras daba unos paseos por la clase con una mano a la espalda, para acabar siempre con la misma frase: “¡No entiendo por qué después de tantos años conseguís sacarme de mis casillas!”.
—Muy bien, ahora vais a salir en silencio —ordenó apuntando al techo con el dedo índice—. Venga, hasta mañana.
Los alumnos de la clase de tercero de Primaria a la que pertenecía Bea empezaron a abandonar el aula con cierto orden, pero nada más alcanzar el pasillo, se unieron a otros grupos de alumnos y echaron a correr como centellas tirando de las mochilas de ruedas que chocaban unas con otra, compitiendo por salir el primero.
Como cada día, el director se había colocado con los brazos abiertos en mitad del pasillo en un vano intento de evitar las carreras: “¡Silencio, orden, orden! ¡No corráis!”. Pero formaban tanto jaleo, que sus palabras se perdían entre el barullo.
Cuando Bea logró alcanzar la salida y sobrepasar la barrera de madres arremolinadas en la puerta del colegio levantando las cabezas para localizar a los más pequeños, descubrió a Marcela y a Juanito a la sombra del gran avellano plantado al otro lado de la calle y se reunió con ellos.
Marcela, aunque había nacido en España, era de origen polaco: rubita, trenzas, delgada y ojos tan azules como el cielo. Juanito, sin embargo, era regordete, moreno, glotón, de ojitos pequeños y cara redonda como una luna de agosto. La más alta de los tres, Bea. Espigada, ojos marrones y cabello castaños recogidos en una coleta.
—Hace un día estupendo. Podíamos ir a jugar al arroyo después de comer —sugirió Marcela dirigiéndose a los demás—. Nos llevamos la merienda, compramos chuches y nos quedamos allí hasta la tarde.
—Vale —asintió Juanito moviendo la cabeza.
Bea se mordió el labio. Cerca del pueblo serpenteaba un pequeño riachuelo donde jugaban a menudo. El sol lucía espléndido, ideal para bajar al arroyo. Le gustaba mucho cazar ranas y renacuajos con sus amigos, pero aquella tarde iba a ser especial. Su padre, Nicolás Higuera, entrenador del equipo de fútbol local, había prometido entrenarla después de terminar con sus jugadores.
“Si te lo tomas en serio y trabajas, algún día serás una jugadora de primera división como lo fui yo”, le había asegurado la noche anterior. Él había jugado como delantero centro del Real Valladolid, pero una lesión en la rodilla le impidió continuar en el equipo.
—Yo no puedo —respondió Bea sin dar explicaciones a sus amigos y se marchó un poco apesadumbrada corriendo calle abajo.
Al llegar a casa, dejó la mochila en la habitación y le dio un beso a la foto de su madre colocada sobre la mesilla de noche. Su padre aseguraba que se parecían mucho: “Tienes los mismos ojos marrones, la piel blanca y esas pecas alrededor de la nariz que tanto me gustaban de mamá”. Al dejar el cuadro se percató del balón de reglamento ubicado entre las patas de la mesilla, lo sacó con la puntera del pie y… “¡Minuto cuarenta de la segunda parte!¡Bea ha robado el balón a Marta Vieira, señores! ¡Impresionante! ¡Regatea a Iniesta!¡Avanza en solitario dispuesta a driblar también a la defensa central!” Pasándose el balón de un pie a otro mientras cantaba la jugada, corrió por el pasillo, entró en el salón y se giró de espalda al llegar a la mesa; después regateó a una de las sillas y se detuvo pisando el esférico frente a la puerta de la cocina. ¡Atención!¡Bea se encuentra sola delante de Egea! ¡Controla el balón, dispara por la escuadra y…! ¡Gooooooooool!
Lanzó un tremendo chute que entró por la escuadra de la puerta como una flecha. Bea cayó de rodillas levantando los brazos con los puños cerrados para celebrar el gol.
“Aplausos, vítores, aclamaciones…”
Sin embargo, en vez de aplausos, vítores y aclamaciones, un estruendo apocalíptico la dejó sin habla. ¡El balón había impactado contra la jarra de cristal colocada sobre la encimera y la había hecho añicos!
Se levantó despacio, contemplando el desastre con los ojos como platos.
A ver cómo explicaba aquello.
Primero, hacer desaparecer los destrozos y limpiarlo todo antes de que llegara su padre. Fue rápida al lavadero y con el cepillo recogió los cristales para arrojarlos a la basura.
Cuando se diera cuenta, le iba a caer una bronca de campeonato porque le había prohibido mil veces jugar con el balón en casa. Pero ella, ni caso. No podía evitarlo. En cuanto veía un balón se transformaba.