El último set - Jordi Sierra i Fabra - E-Book

El último set E-Book

Jordi Sierra i Fabra

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Beschreibung

Virginia, tras su triunfo absoluto en el torneo de Roland Garros, se retira a un pueblecito catalán, donde vive su abuela, para reflexionar sobre su futuro: una lucha constante por el éxito. A Virginia le encanta el tenis, pero, ante todo, quiere ser ella misma, tomar sus propias decisiones, ser una chica normal, encontrar el amor... Una novela que reflexiona sobre las prioridades que se establecen en la vida.

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Seitenzahl: 281

Veröffentlichungsjahr: 2009

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A Conchita Martínez

A Arantxa Sánchez Vicario

A Tracy Austin

Y a todas las demás

PRÓLOGO Match ball

EN la pista central de Roland Garros, el murmullo, que no acababa de extinguirse, obligó al juez árbitro del partido a rogar:

—Silencio, por favor.

Arriba, en la cabina de los comentaristas, el locutor de Radiotelevisión Española comentó en voz muy baja:

—Cinco-cinco en este crucial tie break. Atención, porque con el servicio a su favor, Virginia puede colocarse a un paso de apuntarse este segundo set, el partido y la gloria.

Los ojos de los presentes y de los de millones de personas en todo el mundo, fijos en la pequeña pantalla, se quedaron prendidos de la figura de la muchacha que en aquel momento se disponía a efectuar el servicio. Alta, atlética, esbelta, con el cabello muy largo recogido en la nuca, la cámara pudo captar el detalle de sus ojos llenos de determinación, absolutamente concentrados. Primero miró su raqueta, como si de ella dependiera todo. Después, la bola, como para pedirle cuanto deseaba; y, finalmente, a su rival, la estadounidense Kathy Bond, que esperaba, también en postura de total concentración, en el fondo de la pista, haciendo girar el mango de la raqueta entre las manos, mientras se movía, a derecha e izquierda, cerca de la línea, siempre sobre el mismo eje diagonal para devolver el servicio.

Se hizo el silencio.

Virginia tensó todos los músculos de su cuerpo; su mano izquierda lanzó la bola a algo más de un metro por encima de su cabeza; la derecha se abatió inmediatamente, describiendo un arco, después de haber conseguido con su brazo la máxima altura e impactó la bola. Ésta se convirtióen un proyectil lanzado a muchos kilómetros por hora, buscando un punto preciso en el campo de la jugadora rival.

Lo encontró.

—¡Ace! —gritó el locutor—. ¡Ace de Virginia Paz! ¡Lo ha logrado! ¡Pelota de set y de partido! ¡Match ball!

La ovación en las gradas le obligaba a levantar cada vez más el tono de voz. Se adivinaban en él, eco de miles de personas, la emoción y la tensión del momento decisivo que resumió en unas pocas palabras:

—Lo que parecía imposible en octavos, en cuartos y en semifinal está punto de ser realidad. Con todo en contra, batiendo siempre a rivales colocadas en los primeros puestos de la ATP, Virginia Paz, cabeza de serie número quince, jugando como nunca lo ha hecho, y frente a la número uno del mundo, la americana Kathy Bond, ha vuelto a recordarnos su prodigioso servicio para lograr un ace y, con él, un punto trascendental. Nadie apostaba por ella. Era tan sólo la revelación del torneo. Ahora está a un paso de coronarse soberana absoluta. Atención, pues, a este punto. Kathy Bond al servicio.

En la pista, la norteamericana repitió casi los mismos gestos que su rival en el punto anterior. La única diferencia fueron sus ojos, fríos, duros, desconcertados, como si una rabia devastadora se hubiese apoderado de ellos. Quería conseguir su séptimo torneo consecutivo del Grand Slam.

Necesitaba igualar a seis en el tie break, conseguir una ventaja, lograr el set y el empate a uno, y en la tercera y decisiva manga... aplastar a la única que no sólo se había atrevido a ganarle un set hasta el momento en Roland Garros, sino también la primera que en los últimos dos años la tenía contra las cuerdas.

La bola subió. La raqueta la golpeó. Los músculos de las dos jugadoras saltaron como impulsados por un resorte; la que había ejecutado el servicio, lista para subir a la red y rematar la posible devolución; la jugadora que restaba, al contrataque.

Pareció una bola mortal, un nuevo ace. Virginia Paz, en el ángulo mismo de la pista y en una fracción de segundo, calibró la potencia, la dirección de la pelota, y por el rabillo del ojo vio el movimiento de Kathy Bond. Y su revés se convirtióen un pashing shot ajustado que superó a la norteamericana por su lado izquierdo. Las dos jugadoras siguieron el vuelo de la bola. Algunos espectadores gritaron antes de tiempo. Parecía que iba fuera.

Pero sólo fue un efecto.

La bola dio en el mismo ángulo.

Esta vez, la explosión respondía a una gozosa realidad para una de las jugadoras.

—¡Entró! ¡Entró! —la voz del locutor se rompió en una emoción largamente contenida. No se preocupó de recuperar el tono profesional. ¿A quién le importaba ahora eso? Mientras el público francés se ponía en pie y Virginia, de rodillas en el suelo, besaba su raqueta llorando, volvióa reunir fuerzas para gritar—: ¡Virginia Paz, la niña de Vallirana, la promesa del tenis español, dispuesta a seguir los pasos de Arantxa Sánchez Vicario y de Conchita Martínez, acaba de conseguir vencer en el más prestigioso torneo de tenis del mundo en tierra batida: Roland Garros! ¡Es su primer torneo del Grand Slam, su consagración, el inicio de una carrera gloriosa! ¡Seis-cuatro en el primer set; seis-seis en el segundo. Y en el tie break, este decisivo siete-seis que acaba de convertirla en campeona!

La ovación se mantenía en todo lo alto. Y allí mismo, en aquella pista central, casi podía sentirse la descarga de la tensión final, tras el golpe ganador, de los millones de telespectadores españoles.

La única persona que en aquel momento estaba inmóvil era ella.

Virginia.

Continuaba arrodillada, abrazada a su raqueta, como si ésta fuese su amiga inseparable, cerca de donde, unos segundos antes, hubiese conseguido ejecutar el golpe de raqueta más importante de su vida.

Seguía llorando.

Hasta que, de pronto, elevó el rostro al cielo y lanzó un grito.

Luego, su soledad victoriosa se vio barrida por el huracán de la gloria y el éxito.

PRIMER Set

Primer juego

15-0

CUANDO su abuela le abrió la puerta, ella ya había depositado las maletas en el suelo para lanzarse a sus brazos. El taxi se alejaba por el camino enlosado del jardín en dirección a la puerta de la verja. Nieta y abuela se abandonaron al sentimiento del reencuentro, dejando que las lágrimas fueran el único lenguaje de unión entre ellas a lo largo de los primeros segundos.

—Pequeña —consiguió decir al fin la abuela—, el sábado casi me da un infarto.

—¿Sabes? Cuando vi que aquel último golpe entraba, pensé en ti, abuela, sólo en ti, y por ti di aquel grito, aunque eso no se lo haya dicho a nadie.

—Vamos, será mejor que entres.

Virginia cogió sus dos maletas y la bolsa con las raquetas. Entró en la vieja y señorial villa rodeada de bosques y montañas y supo que, de alguna forma, lo acababa de conseguir.

Estaba a salvo.

Al otro lado del mundo.

—¡Dios mío! —suspiró—. ¡Cada vez que entro aquí, siento...! No sé, como un nudo en el estómago. Los olores, la paz...

—Y a tu abuelo saliendo del despacho para levantarte en brazos, ¿no?

Las dos miraron en la misma dirección, pero la puerta no se abrió. El abuelo ya no estaba allí. La sensación de que ya nada era igual se acrecentó.

La abuela fue la primera en recuperarse.

—Vamos, ven, cuéntame. Deja ahí las maletas. Ya las subiremos después a tu habitación y te instalarás. Ayer me contaste muy poco por teléfono. ¿Qué sucede?

La empujó con suavidad, pasando un brazo lleno de ternura por encima de sus hombros, y la obligó a sentarse en un gran sofá de la sala principal. El rostro de Virginia se ensombreció.

—En realidad..., creo que ni yo misma lo sé —reconoció.

—Puede que yo sí lo sepa —le aseguró su abuela—; por lo menos, conociendo a tu padre y todo lo que te envuelve: la presión, la resaca de Roland Garros... ¡Desde el sábado pasado no se habla de otra cosa!

—Necesitaba escapar de todo, ¿me comprendes? Todavía no sé si he hecho bien o mal, pero de pronto... ¡Oh, abuela!

Se refugió en sus brazos protectores. Permanecieron en silencio un momento. Al final, la abuela preguntó:

—¿Sabe alguien que estás aquí?

—Únicamente mamá. Tenía que comunicárselo. Me juró que no se lo diría a nadie, y mucho menos a papá.

—Entonces, tranquila. ¿Cuándo tienes que volver?

Virginia se separó de ella. Un algo muy parecido al miedo apagó el brillo de sus ojos.

—No lo sé —murmuró.

—Pero Wimbledon empieza dentro de dos semanas...

Virginia estaba muy cerca de volver a llorar.

La abuela, desde su experiencia, valoró todo lo que significaba la presencia de su nieta en su casa, el precio de su éxito y el sentido de su escapada.

—¡Oh, Virginia! —musitó—. Comprendo, cariño, comprendo.

Permanecieron las dos abrazadas durante un rato muy largo. Las palabras volvieron mucho más tarde.

Para entonces, el equilibrio de sus sensaciones había regresado a ellas.

15-15

Cerró la puerta de su habitación y dejó las maletas sobre la cama, pero no las abrió ni se preocupó de arreglar lo poco que había traído consigo. Sus ojos pasearon por las paredes tan llenas de recuerdos. Aquélla fue siempre «su» habitación; le pertenecía, aunque durmiese en casa de la abuela cada vez menos. Desde que cumplió los trece años y comenzó la locura: los viajes, los entrenamientos, el largo camino del profesionalismo...

Cuatro años... ¡Y cómo habían cambiado las cosas!

Una vida.

O, al menos, así le parecía a ella.

Se acercó a la ventana. La pista de tenis donde dio sus primeros raquetazos con su abuela y su madre quedaba prácticamente debajo. El rectángulo de tierra batida, protegido por una alta valla metálica, estaba tan a punto como siempre. Para Virginia continuaba siendo un reclamo mágico, vivo, el de los sueños que ahora, por la fuerza de los hechos, constituían ya una realidad. Todavía podía oír las voces:

—¡El revés, el revés...! ¡Así, muy bien, Virginia!

—¡Elévala más! ¡Así la golpearás mucho mejor! ¡Recuerda que un buen primer servicio es el noventa por ciento del punto!

—¡El drive, trabaja más el drive!

Allí aprendieron su madre y ella. Allí comenzaron tantas y tantas ilusiones. Su abuela, a sus sesenta y siete años, todavía jugaba con amigos y amigas. El corazón más joven yla máxima vitalidad que conocía.

Abandonó la ventana y salió de la habitación. Quería recorrer una vez más los pasillos, subir y bajar por las escaleras de madera, recuperar los viejos olores perdidos, aunque no olvidados; aquella extraña mezcla que le infundía calor, sensación de vida, seguridad en sí misma y en su valer. Nada hay tan especial como el aroma de una casa vieja, los mil y un olores mezclados de una vida que se acumula en cada rincón, en el ambiente, y que allí se plasmaba, se personificaba en un ser tan extraordinario como era su abuela.

Siempre ella.

Bajó por la escalera hasta la planta baja. Escuchó un ruido en la cocina. Se encaminó a la biblioteca y al despacho de su abuelo. Se comunicaban, aunque tenían entrada independiente. El abuelo había sido un lector empedernido. Entró en aquel mundo de silencio y al instante supo, con mayor certeza aún, que su decisión era justa, que únicamente allí lograría saber la verdad.

Pasara lo que pasara después...

Se aproximó a una de las paredes no ocupada por las estanterías llenas de libros. En ella sólo llegaban a una altura de metro y medio aproximadamente. En la repisa se amontonaban algunos recuerdos, trofeos, placas y medallas. En el despacho había varias vitrinas más. Pero los de la repisa eran los más importantes, al menos para su abuela: campeonatos de España, de Cataluña y unos cuantos torneos más. Eran otros tiempos, en los que el tenis apenas se había profesionalizado. La portada de un ejemplar de La Vanguardia de hacía cuarenta años mostraba a su abuela, joven y sonriente, sosteniendo uno de los trofeos de la repisa. El titular rezaba: Carmen Sala, primera dama del tenis español.

En aquella fotografía, su abuela tenía veintisiete años.

Ella, Virginia, lo había conseguido diez años más joven.

Un dato fundamental a la hora de enfocar su problema.

Miró otras portadas y recortes de periódicos importantes, enmarcados y cuidados. Los hitos de una vida. Lo que podía dar de sí una campeona de España en un tiempo ya olvidado, en el que el deporte, y más todavía el femenino, no era moneda corriente. Pensó, como siempre lo hacía al ver aquello, que su abuela, más que una campeona, había sido una heroína.

Actualmente, todo era distinto.

Ni siquiera existía el fair play.

Lo único importante era ser el mejor y ganar, ganar, ganar.

Cerró los ojos.

Y siguió recorriendo la habitación, dejándose arropar por el silencio para olvidar el caos de sus pensamientos. Percibía solamente el ritmo acompasado de su propia respiración.

Y los latidos de su corazón. ¿Cuántas veces los había escuchado en los últimos tiempos?

15-30

Estaba preparada, tensa, dispuesta a colgar si escuchaba otra voz. Pero al otro lado del hilo telefónico reconoció, con alivio, la de su madre.

—¿Mamá? Soy yo, ¿puedes hablar?

—Sí, estoy sola.

Suspirómás tranquila.

—Ya he llegado. ¿Cómo va todo por ahí?

—De momento no pasa nada —dijo su madre—. Todavía es pronto. Será diferente esta noche, o mañana por la mañana, pero no te preocupes.

—Sé que puedo confiar en ti, mamá.

—¿Qué dice tu abuela?

—Aún no hemos hablado mucho. Ya sabes, lo de Roland Garros, el hecho de que ni yo misma sepa explicar bien... Bueno, supongo que cenando, o tal vez mañana... La abuela no es de las que presionan, ¿recuerdas? Vive y deja vivir. Sabe esperar. En cuanto he abierto la boca, me ha asegurado que lo entiende todo y me ha rogado que me tranquilizara.

—Estoy segura de que así es. Además, sois iguales en todo. Nadie mejor que ella para comprender tu estado de ánimo. El tenis le dio mucho, y le quitó también mucho.

—Como a ti, mamá, no lo olvides.

—En mi caso fue al revés.

No había en su tono alegría ni amargura. Fue un simple comentario. La vida de su madre se había llenado muy pronto con otras realidades.

Hizo una elección muy personal.

—¿Ha llamado alguien? —preguntó Virginia para cambiar de tema.

—Como cada día, imagínate —se oyó el fuerte suspiro de su madre a través del auricular—. De televisión tres veces: una para un especial en TV-3, y dos de Televisión Española para una entrevista y para que les enseñaras tu casa. Emisoras de radio y periódicos... para qué hablar. ¡Es una locura!

—Me da un poco de miedo lo que empezarán a decir cuando sepan que he desaparecido.

—Cualquier cosa, hasta que te han secuestrado; pero no les hagas caso. Trata de no leer nada ni de ver la televisión. La decisión es sólo tuya. Que nada ni nadie te influya, hija. Te llamaré cada vez que pueda hacerlo para decirte cómo van las cosas, ¿de acuerdo?

—¿Y Quique?

—Llámale. Es tu hermano y está de tu parte. Siempre lo ha estado.

—Lo haré.

Iba a colgar. Su madre la detuvo.

—Algo más, Virginia. Decidas lo que decidas, no será hoy, ni mañana, así que... entrena todos los días. No te abandones.

—Lo haré, descuida. Un beso.

—Dale tú uno de mi parte a tu abuela —se despidió su madre.

Después, colgaron al mismo tiempo.

15-40

—¿Fue durante el torneo?

—No —respondió Virginia inmediatamente—; en todos los partidos, mientras iba superando a mis rivales, sorprendiendo a todos, sólo pensaba en lo bien que me lo estaba pasando, nada más. Era feliz como nunca lo había sido antes, abuela, te lo juro. Creo que... hasta me lo tomaba a broma. Nadie daba un céntimo por mí ante Navratilova, y la vencí. Después dijeron que Gabriela Sabatini me haría pedazos, y la vencí. En semifinales pensé: ¿y por qué no también a Graf? Así que salí tranquila, convencida de mis posibilidades, y volví a ganar. Luego, en la final, por muy número uno que fuese Bond...

—Ganaste, y entonces te diste cuenta de que iba en serio.

Virginia enarcó las cejas.

—Sí.

—¿Qué pasó entonces?

—Es muy difícil de explicar —aseguró—. De pronto... la sangre empezó a correr como un torrente desatado por mis venas, se agolpó en mi cerebro. ¡Era como darse cuenta de que te estás volviendo loca! Es la misma confusión que me ha acompañado estos últimos días. Ésa es la palabra exacta: confusión.

—¿Te asusta ser la mejor?

—¡Es que no lo soy! —casi gritó Virginia—. He hecho una buena temporada, he subido del puesto setenta al veinte, y me colé como cabeza de serie de milagro, por la lesión de Arantxa. Todos decían que estaba en camino de ser una campeona, y yo misma lo veía claro, pero esto..., ¡bum!

—unió y separó las yemas de los dedos haciendo un gesto expresivo—, ha sido repentino. ¿Demasiado? Bueno, ha sucedido, y puede que no estuviese preparada para ello.

—Lo estabas —aseguró su abuela con firmeza—. No se puede ganar sin seguridad, y la seguridad la da la madurez. Puede que para ti fuese un juego, pero, jugando o no, tu mentalización era la buena. Esos dos puntos finales en el tie brak con Kathy Bond lo demuestran. Estás preparada para todo, incluso para cuestionarte el futuro y plantearte lo que te estás planteando ahora.

Virginia bajó los ojos. Dejó el cuchillo y el tenedor en el plato. Apenas había tocado la comida. No tenía hambre.

—Estoy planteándome dejarlo —dijo débilmente.

—De acuerdo, ése es el punto decisivo que vas a jugar. Juégalo, pero no lo hagas con miedo. Por de pronto, ¿has empezado a preguntarte qué te sucede?

—Creo que sí —continuó hablando al ver que su abuela no lo hacía—. Odio la presión.No sé cómo sería en tu tiempo, pero ahora... Papá, mi entrenador, mi preparador... He llegado a sentirme como una máquina. Filman mis golpes. Me los pasan a cámara lenta, por ordenador. Me dicen «haz esto» y «corrige esto otro». Hablan de tantos por ciento de riesgo, de «factores», de cosas que ni siquiera entiendo. Me dicen que estoy en el 83,75 por ciento de nivel en el servicio y en el 77,84 por ciento en el drive; que puedo alcanzar un 92,50 por ciento en esto y que subiré hasta las cinco primeras de la ATP si llego al 97,20 de lo otro. Me siento como... ¡como si me estuvieran fabricando a medida!

—Y nadie te pregunta cómo te sientes.

—¡Exacto! —corroboró Virginia—. Me has preguntado qué me pasó al ganar Roland Garros. Bien, te lo diré: no me felicitaron por el triunfo; me dieron palmaditas en la espalda y me dijeron: «Ahora, a por Wimbledon».

—¿Fue así?

—¡Sí! ¡Creen que ya voy a ganarlo todo, que puedo hacerlo! ¡Dios mío...! Al día siguiente, hasta los periódicos hablaban más de Wimbledon que de Roland Garros. ¿Qué les pasa? Papá empezó a hacer cálculos de cómo podía quedar la clasificación al final del año y mis posibilidades en el Master. ¡El Master! ¡He ganado el primer torneo del Grand Slam de mi vida, eso es todo! ¿Qué esperan de mí?

—¿Por qué no te enfrentas de una vez a tu padre?

Virginia se hundió en un gesto de desánimo. Luego, miró al techo. Apretó los puños.

—¿Te sigue gritando cuando pierdes un partido? —le preguntó su abuela.

—¿Un partido...? —respondió su nieta en tono áspero—. Me grita cuando pierdo un set, un juego, un punto. A veces miro hacia él y tiemblo. Su frase favorita continúa siendo: «Si has llegado hasta aquí, sigue». No acepta los pasos atrás. Cree ciegamente que querer es poder.

—¿Y tu entrenador y tu preparador actuales?

—¡Los odio!

Carmen Sala se dejó caer hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo de la silla, impresionada por la vehemencia con que se expresaba su nieta.

—Odiar es una palabra demasiado fuerte... —fue lo único que dijo antes de apurar de un trago el último sorbo de agua de su copa.

30-40

—No estoy muy segura, pero... me parece que todo comenzó en Nueva York a fines del año pasado, cuando se empezaba a tenerme en cuenta.

—¿Qué sucedió?

—Conocí a Tracy Austin. ¿La recuerdas?

—Sí, por supuesto. Fue otra «niña prodigio», la número uno del ranking de la ATP más joven de su tiempo, diecisiete años y cuatro meses, y luego desapareció de los circuitos.

—No desapareció, abuela —dijo Virginia—. Tuvo que dejarlo.

—¿Por qué?

—Alteraron su desarrollo físico en la etapa de crecimiento con entrenamientos exhaustivos, una preparación forzada... Ya sabes. ¿No dicen que en la adolescencia y la pubertad el desarrollo ha de ser natural? Pues a ella la hicieron polvo. Sí, ganó muchos premios y estuvo en la élite durante tres o cuatro años; pero al llegar a los veinte, su columna vertebral no lo resistió. Fue su fin. De número uno y gran jugadora pasó a la nada. Conocerla me afectó profundamente, y desde entonces no he dejado de pensar en ella. Antes creía que el tenis era toda mi vida, lo único que me importaba. Ahora ya no lo sé. Pienso que lo verdaderamente importante soy yo, ser feliz, disfrutar de la vida, haga lo que haga. Si es jugando al tenis, mejor. Estaba dispuesta a sacrificarlo todo. Sin embargo...

—¿Has hablado con tu entrenador y tu preparador?

—¡No puedo! ¡Yo no cuento para nada! ¡Es papá quien habla con ellos y quien planifica mi vida! Dice que son los mejores, los que pueden hacer de mí una campeona.

Yo no estoy tan segura. Es posible que logren convertirme en la número uno o, cuando menos, colocarme entre las cinco primeras de la ATP. Pero siento que están haciendo conmigo lo mismo que hicieron con Tracy Austin: una máquina programada para ganar. Si lo tengo que dejar un día porque mi cuerpo no lo resiste, ellos se irán a entrenar y a preparar a otra. Fíjate en Borg y en los grandes que han caído tras llegar a la cima. Tracy Austin ni siquiera logró mantenerse. Lloraba cuando me hablaba de lo que siente ahora. Me dijo que era como ser una anciana en plena juventud. ¡Y ha de vivir con eso y con su columna estropeada el resto de su vida!

Se levantó de la mesa, violenta. Dio unos pasos y volvió sobre ellos. Su abuela no se movió. Parecían la representación de la tempestad y la calma.

—¿Es eso todo, Virginia?

—¿Qué quieres decir?

—Has hablado de presión, de miedo, de tu padre y de los que cuidan de ti profesionalmente, de lo que te afectó el caso de Tracy Austin. Y me parece bien. Sin embargo, me gustaría saber si hay algo más.

—¿Qué más puede haber? —aventuró Virginia.

—Wimbledon —dejó escapar su abuela.

—¿Wimbledon? —repitió Virginia—. No entiendo...

—Roland Garros es el torneo más importante del mundo sobre tierra batida, pero Wimbledon lo es sobre hierba. El hecho de que los dos torneos se jueguen con dos semanas de diferencia convierte al segundo en un reto.

—¿Y...?

—No eras favorita en Roland Garros y ganaste. Ahora sí que vas a salir como una de las favoritas en Wimbledon.

La entendió. No hizo falta que se lo explicara con palabras. En realidad, su abuela sabía más que nadie de fantasmas. Fue finalista de Roland Garros y de Wimbledon cuarenta años atrás. Perdió las dos finales. Seguían siendo los dos torneos más importantes, superando incluso a los otros dos que conformaban el Grand Slam: el open de Estados y Unidos y el de Australia. Se trataba de dos competiciones que se diferenciaban entre sí todo un mundo: tierra batida y hierba. Únicamente las más grandes habían podido ganarlos, no ya en un mismo año, sino en toda su vida profesional.

De nuevo reapareció en ella toda la confusión que la dominaba.

—Tengo dos semanas para saber lo que quiero, abuela —confesó—. Dos semanas para volver a reencontrarme conmigo misma y saber si vale la pena.

—Sabes que vale la pena, cariño, si aciertas a ser siempre tú misma.

—Entonces, de lo que se trata es de saber cuál es el precio, y si estoy dispuesta a pagarlo, ¿no te parece?

Juego al resto (0-1)

Apagó la luz de la mesita de noche y automáticamente pasó por su cabeza la película de la final del sábado en París. Unas veces era muy rápido, y otras, a cámara lenta. Cada momento crucial en un partido disputado, competido hasta la última bola. «La mejor final de la década», como la calificaron los comentaristas. «El mejor tenis visto en Roland Garros», opinaron los expertos. Un primer set lleno de alternativas en el que cada jugadora había roto dos veces el servicio de la rival en los cuatro primeros juegos. Con el cuatro a cuatro, ella lo rompió por tercera vez, y Cathy Bond ya no pudo detenerla en el décimo y decisivo juego, el del seis a cuatro.

El segundo set fue otra historia.

La norteamericana, fuerte, decidida y segura de sus posibilidades, se puso por delante con un 3-0 elocuente. Virginia, al sentirse perdida, reaccionó. Su amor propio la llevó a luchar por cada bola, incansable, dispuesta a no entregarse, a no ceder ni un punto. Quizá otra se hubiera dedicado a cansar a la rival para jugárselo todo a una carta en el tercer y definitivo set del partido. Pero ella, a sus diecisiete años, no sabía todavía de tácticas, ni de estrategias, ni de reservas de fuerzas. Atacó, peleó, subióa la red, arriesgó y, poco a poco, impuso su exuberante vitalidad, jaleándose a sí misma, llevada en volandas por los espectadores que la animaban, enamorados de su juventud. Empató a tres, volvió a perder dos juegos consecutivos por dos inoportunos fallos infantiles: una bolea baja estrellada contra la red,y una falta doble, más inoportuna todavía. Bond se le escapó hasta el tres a cinco. Nueva reacción, empate a cinco juegos y, luego, a seis.

El tie break iba a decidir el set y, en su caso, de ganarlo, el partido.

Otro cinco a cinco y, finalmente..., su servicio, primero, y el pashing shot de su resto, después.

Cada jugada, cada gesto, lo que pensó y sintió en cada momento, todo pasó una vez más por su mente.

Su determinación.

«¡Vas a ganar, puedes hacerlo! ¡Vamos, Virginia! ¡La mejor! ¡La número uno! ¡La gloria a los diecisiete!»

Su volea, la raqueta, su orgullo.

Sola en mitad de la pista, contra Kathy Bond y contra el mundo.

Sola. Cerró los ojos, agotada. Tracy Austin no tuvo que hablarle de la soledad. Las

jugadoras la conocían bien. Para ella, la soledad era su mejor amiga.

Segundo juego

15-0

LA despertó el tap-tap de una raqueta golpeando rítmicamente unas bolas, y el quedo toque de éstas en la superficie de tierra. Había un ruido más, y le costó unos segundos reconocer su origen. Lo identificó como una máquina lanzapelotas, para prácticas individuales.

Creyó que era su abuela y se levantó. Había dormido bien, como un tronco, la mejor noche no sólo desde su éxito en París, sino desde antes de iniciarse el torneo. Dormía con la ventana abierta, así que no tuvo más que asomarse. Abajo, en la pista, vio a un muchacho joven, más o menos de su edad, desconocido. Ni siquiera vestía la ropa apropiada para jugar al tenis. Le bastaron cinco minutos para tomar una ducha rápida, lavarse los dientes y peinarse a base de dar una docena de fuertes pasadas con el cepillo por el cabello. Luego, se embutió en unos pantalones cortos, se puso unas zapatillas deportivas, sin calcetines, y una tee-shirt en la que podía verse una xerigrafía de Sting. Salió de su habitación y le bastó llamar un par de veces a su abuela para darse cuenta de que no estaba en casa.

Cuando salió al jardín, rodeó la casa y llegó a la pista de tenis, el misterioso ocupante se disponía a recoger todas las pelotas diseminadas por la pista, para llenar de nuevo la tolva de la máquina.

No le saludó. Se limitó a observarle.

No era especialmente atractivo, pero tenía un rostro abierto, firme, dominado por una mirada de una determinación peculiar, ceño fruncido y gestos decididos, perfectamente a juego con su mirada. Como si estuviera jugando un partido importantísimo. Vestía unos vaqueros ajustados, nada aptos para favorecer la agilidad necesaria para el tenis, y una camisa abierta. El calor de junio en la Costa Brava todavía no era excesivo, y menos a aquella hora, pero el joven ya estaba sudando. Regresó a su lugar, sin verla, cuando la máquina le lanzó la primera pelota.

El muchacho la alcanzó con un buen revés.

Ensayó el mismo golpe con cuatro bolas más.

En ese momento, la vio, se detuvo, y la pelota pasó por su lado, muriendo en el vacío de su inútil vuelo.

—Hola —dijo Virginia.

No le respondió. Su ceño fruncido se acentuó. La bola siguiente siguió el curso de la anterior.

—¡Cuidado! —le avisó ella.

Le dio a la octava mal, por simple inercia, para que no le golpeara.

—¿Qué estás haciendo aquí? —protestó.

—Lo mismo podría preguntarte yo, ¿no te parece? —dijo Virginia.

Se detuvo a un par de metros de ella. Por detrás, las pelotas pasaban ahora sin que nadie les prestara atención. La observó y comenzó a decir:

—¿Tú no eres...?

No concluyó la pregunta. No era necesario. Virginia lo sabía.

Su cara seguía estando en la primera página de todos los periódicos.

30-0

Antes de que Virginia pudiera hablar, o él añadir algo más, los dos escucharon la voz de Carmen Sala. Acababa de aparecer por el extremo de la pista, junto a la puerta de acceso a la misma. Su tono era jovial y enérgico a la vez:

—¡Ah, estás ahí! ¿Ya os habéis conocido?

Los dos se miraron, Virginia con sorpresa y él con cierta actitud expectante.

La abuela se acercó a ellos.

—¿Qué pasa? —vaciló—. ¿Interrumpo algo?

—Yo también acabo de llegar —quiso aclarar Virginia.

—¡Oh, entiendo! —la abuela pasó un brazo por los hombros de su nieta. La besó en la sien—. Virginia, éste es Eladio —le miróa él y, sonriendo con orgullo, agregó—: Eladio, ¿hace falta que te diga que ésta es mi nieta Virginia?

Los dos continuaron mirándose sin abrir la boca. No se suavizó el gesto huraño del muchacho.

—¡Eh! ¿Qué os pasa? —protestó la abuela—. ¿Llevas tanto tiempo en los circuitos tenísticos que ya te has olvidado de cómo es un chico, Virginia? Y tú, Eladio, además de perfeccionar esos golpes, ¿aún necesitas perfeccionar tu galantería con una chica?

Eladio reaccionó:

—¡Oh, perdón... Claro, señora Sala, disculpe! —dijo atropelladamente, nervioso, reaccionando al tiempo que tendía su mano derecha—. Ha sido... la sorpresa.

Virginia le estrechó la mano. Grande y fuerte, y al mismo tiempo, suave y agradable. Le pareció que ardía entre la suya a consecuencia del esfuerzo que su dueño estaba realizando con ella. Cada vez que se producía un silencio, el brazo de la máquina lanzapelotas y el suave toque de las bolas en la pista los alcanzaba con su sonido monótono.

—Eladio es toda una promesa —dijo la abuela—. Estamos trabajando a conciencia sus golpes, ¿no es verdad, hijo?

—Así es, señora Sala.

Seguían mirándose fijamente a la cara. Virginia se dio cuenta de su hostilidad, aunque desconocía el porqué de la misma. Eladio acabó desviando la mirada para centrarla en su entrenadora.

—Estaba esperándola para decirle que hoy no iba a poder entrenar. Tengo cosas que hacer.

La señora Sala adoptó un aire resignado, pero no dejó de sonreír.

—Mañana podrás practicar con alguien mucho mejor que yo —aseguró sin percibir la mirada de horror de su nieta—. Ven cuando quieras.

El muchacho se alejaba ya en dirección a la máquina para pararla.

—Eladio —volvió a llamarle Carmen Sala.

—¿Sí?

—Virginia está aquí de incógnito. Lo entiendes, ¿verdad?

La muchacha se puso roja cuando él la miró de una forma especial.

—Descuide, señora Sala. Es como si no la hubiese visto —dijo él.

El rubor de Virginia se hizo más intenso todavía.

Pero su abuela había olvidado ya los reflejos y la fuerza de la relación humana en la etapa más intensa y directa de la vida: la juventud.

En ningún momento dejó de sonreír, feliz.

30-15

Cuando Eladio desapareció de su vista, preguntó:

—¿Quién es?

—Un amigo mío —respondió su abuela—, y no es broma lo de que es un buen jugador. Si tuviera más tiempo y convicción, llegaría a ser un gran tenista. Ha ganado todos los torneos de por aquí y un par de campeonatos provinciales. Se está preparando para intervenir en el campeonato de España. Después... todo es posible.

—¿Le dejas entrenar aquí y le das clase?

—Sí, ya te he dicho que somos amigos. Es un gran chico. Estoy segura de que os vais a llevar muy bien.

—¿Estás segura?

Carmen advirtió su gesto de duda y hasta de disgusto.

—¿Qué te pasa? —protestó—. Anoche me dijiste que no estabas sobrada de amigos y amigas.

—Si él es todo lo que hay por aquí...

—¡Vamos, Virginia! —dijo ahora su abuela en un tono casi de reproche—. ¿Cómo puedes saber si te va a gustar o no alguien a quien acabas de conocer? Me imagino que te habrán enseñado a odiar a tu rival, a quien tengas enfrente en la pista. A eso lo llaman preparación psicológica, ¿no? Pero ten en cuenta que fuera de la pista la gente es toda igual.

El rostro de Virginia fue el que ahora cambió de expresión. Su abuela acababa de poner el dedo en la llaga más viva.

—Lo siento; es que... Bueno, no sé. Me imagino que no esperaba ver a nadie por aquí —encontró una excusa mejor y agregó—: Si me descubren los medios de información...

—Éste es un pueblo pequeño —le recordó Carmen—, y ni siquiera es costero. Así que puedes estar tranquila. La temporada todavía no ha comenzado. Después de la verbena de San Juan es distinto, y para entonces...



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