Heraldos del bien y del mal - Víctor Conde - E-Book

Heraldos del bien y del mal E-Book

Víctor Conde

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Beschreibung

Llega la apocalíptica conclusión de esta saga de fantasía que ha supuesto un antes y un después en el género en español. Un enemigo de un poder inimaginable ha obligado a que ángeles y demonios unan sus fuerzas. Sin embargo, puede que ni siquiera las fuerzas conjuntas del Cielo y el Infierno sean capaces de triunfar. La única esperanza reside en la Profecía de los Niños Perdidos y en sus tres elegidos: Tanya, Erik y Mauro.-

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Víctor Conde

Heraldos del bien y del mal

LA CONQUISTA DEL INFIERNO

Saga

Heraldos del bien y del mal

 

Copyright © 2012, 2022 Víctor Conde and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728245705

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

SINOPSIS

Los Niños Perdidos, Tanya, Mauro y Erik, han regresado a su época después de asistir a la destrucción del Árbol de la Vida. El último acto de sus aventuras está a punto de dar comienzo, a medida que los ángeles supervivientes al cataclismo se unen a los únicos seres a los que pueden llamar aliados en estas horas desesperadas, los demonios, en un último intento por sobrevivir.

Pero nada será igual en el universo ahora que el Cielo ha sido destruido, el Infierno se ha convertido en una fortaleza, y las almas de los muertos, sin lugar al que poder ir, empiezan a regresar del otro lado...

Para todos los que no se quisieron marchar sin intentarlo.

Asked myself what it's all for

You know the funny thing about it?

I couldn't answer

No, I couldn't answer

Cowboy Bebop, Blue

LA HISTORIA HASTA AHORA:

Los tres Niños Perdidos, Tanya, Mauro y Erik, han encontrado por fin su destino: Son los ángeles que romperán el equilibrio entre el Bien y el Mal, inclinando la balanza definitivamente hacia uno de los dos bandos.

Sin embargo, esa resolución tendrá graves consecuencias cósmicas. Yahvé, encolerizado con sus criaturas, desata un Segundo Gran Diluvio para que limpie los planos superiores (Cielo e Infierno) de criaturas celestes. Tanto ángeles como demonios están condenados a desaparecer víctimas de Su furia.

La primera oleada del Gran Diluvio purificador alcanza los campos dorados del Cielo, arrasándolos y destruyendo para siempre ese lugar de pureza. La inmensa mayoría de los ángeles (incluyendo su cabecilla, el misterioso Metatrón) mueren...

...Pero hay algunos, muy pocos, que sobreviven a la masacre. Séfora, antigua mentora de los Niños Perdidos, guía una columna de ángeles supervivientes, los refugiados del Cielo, hasta el único lugar que por el momento no ha sido destruido por la cólera divina, donde quizás puedan pedir asilo mientras dure el holocausto.

El Infierno.

PRÓLOGO: VERSALLES, 1791

Los estampidos de explosiones lejanas hacían vibrar los cristales del palacio.

Era una música extraña, un contrapunto para aquella noche de ensueños donde la Luna entraba como pleamar por unos cristales empañados por el aguanieve.

Había llegado un invierno fuera del invierno. El frío se enseñoreaba de los regios salones, había pintado escarcha en los espejos y taraceado de dientes de hielo los tejados. Fuera, en los árboles que se disponían en pulcras hileras en los jardines (soldaditos de plomo con gorros de hojas que no vigilaban nada) la ventisca desgarraba las ramas viejas con un sonido crepitante, como de disparos, aunque éstos no tenían nada que ver con los disparos de verdad que se estaban produciendo en la ciudad.

Las balas de los mosquetes volaban sobre París mientras la Naturaleza podaba sus ramas viejas, haciéndolas estallar con uñas de frío.

Así era como ella se libraba de sus ramas muertas. Así era como los hombres se libraban de sus reyes muertos.

La mujer contemplaba los fastuosos jardines de Versalles a través de los ventanales del segundo piso. El silencio que se había apoderado del palacio era el síntoma de una enfermedad llamada absolutismo, y de una cura radical llamada revolución. Todavía podía verse el carruaje que llevaba a la señora del palacio, la joven y bella María Antonieta, apareciendo y desapareciendo entre los árboles del camino. Alejándose hacia un destino que quizás ella no comprendiera aún del todo. Por su cabecita rubicunda henchida de maquillajes y canciones de pianola vagaría una pregunta, una duda: por qué sus sirvientes la habían sacado de la cama a trompicones, junto con el único de sus hijos que aún vivía, y los habían metido en una carroza de cuento de hadas de la que (ya lo intuía, aunque su cerebro se negaba a admitirlo) no saldrían jamás.

La mujer no pudo evitar que una sonrisa perversa se abriera paso por su pálido rostro. Recordaba el momento en que las masas hambrientas se plantaron ante el lujoso palacio, suplicando comida para sus hijos pequeños. Recordó cómo incitó a María Antonieta a despreocuparse, a mandar a sus tropas cargar contra los hambrientos mientras ella seguía encerrada en su jaula de oro, donde todo era hermoso y perfecto.

Hermoso y perfecto.

Los sonidos de disparos eran caóticos, aleatorios y distanciados entre sí, pero ella encontró una cadencia, una música que sus pies podían seguir. Al ritmo de esa macabra melodía (cada estallido, un muerto; cada disparo, una tragedia) la mujer vestida de blanco danzó por el salón lleno de espejos, de reflejos, de ilusiones perdidas.

Algunos espejos estaban rotos, y las elegantes mesas de té bañadas en oro yacían tumbadas sobre las baldosas de mármol. Había escombros por todas partes, pero la turba que vendría a saquear el edificio aún no había llegado, por lo que los tesoros seguían allí.

Una canción infantil surgió de los labios de la bailarina. Era la misma canción que María Antonieta le cantaba a sus hijos en su palacete privado, allá en lo profundo de los jardines, donde sólo se podía llegar en barca de remos:

No escucharé al viento, oleré su perfume

No acariciaré la flor, atraparé al colibrí

No moveré los mares, saborearé su espuma

No cerraré los ojos, moriré despierta.

Sus pies tropezaron con una tetera. Estaba rota por el lado del asa y aún goteaba líquido. Bajo la mortecina luz que reinaba en la estancia parecía sangre.

Entonces escuchó el ruido.

Sus pies se congelaron en mitad de un paso. El sonido era un chirrido agudo, molesto, como si alguien arrastrase un objeto afilado por baldosas de mármol.

La mujer vio cómo otra persona accedía al pasillo de los espejos por una puerta lateral. Al igual que ella, tampoco pertenecía a aquel tiempo y lugar. Su silueta había sido tomada prestada de un cuadro, con aquel porte regio, los hombros anchos, la melena larga que le llegaba hasta media espalda. Y sobre todo, por la espada de hoja ancha que portaba en la diestra, cuyo filo se apoyaba en el mármol dejando una profunda cicatriz blanca.

La recién llegada también era una mujer. Y no una desconocida. Ambas se conocían de peleas antiguas, de otras tragedias, de otros escenarios igual de infaustos.

—Me has encontrado —se asombró la dama blanca, casi como si tuviera que preguntárselo a la realidad para que ésta se lo confirmara.

La joven de la espada se apoyó en el pomo de su arma. Parecía cansada.

—En realidad te encontré hace mucho, pero no he podido venir a por ti hasta ahora. Otros asuntos me tenían ocupada. Lo de la matanza de los hambrientos creó ecos que se oyeron muy profundamente en los Planos.

—Debían ser asuntos muy importantes, entonces, si hiciste oídos sordos a esos ecos —sonrió la dama blanca, con un deje de locura en los ojos. Unas pupilas demasiado pequeñas, demasiado redondas—. Pensaba que darme caza era tu principal entretenimiento.

—Lo es desde lo de Damasco —confirmó la joven, aferrando la espada con ambas manos. La punta de la hoja dejó de tocar el suelo, elevándose lentamente—. Jamás te perdonaré lo que hiciste. Y te lo voy a hacer pagar.

—Eso suena a juramento antiguo. Es agua pasada.

—No para la gente que condenaste a las cruces.

—Oh, sí, las cruces. —Se deleitó con la palabra, saboreando cada sensación aparejada a ese concepto—. Qué ingenioso invento, ¿verdad? Dicen que nosotros les inducimos al mal, pero los humanos son únicos para dar rienda suelta a su propia capacidad de hacerse daño. Adoro las cruces, sí... —maulló como un gatito—, sobre todo cuando se usan para colgar carne inocente.

—¿Cómo fuiste capaz de pudrirte de este modo? —preguntó la muchacha de la espada, con infinita tristeza—. Eras un espíritu consejero. Naciste para transmitir sabiduría a otros, y ahora...

—Ahora sigo haciendo ese trabajo, solo que la sabiduría que transmito es más... prosaica. —Abrazó con un gesto todo el palacio ruinoso—. Aprendí algo de los humanos, y es que el mundo se basa en la crueldad. Aplastando a los débiles es como los fuertes logran sacar partido del poco tiempo del que disponen antes de regresar al polvo. Es una simple cuestión de números, y de longevidad. Nadie sería infeliz en este mundo si tu Dios no hubiese dispuesto que hasta el breve soplido de la brisa durase más que las miserables vidas de los hombres.

El ángel apuntó con la espada directamente al cuello de la dama de blanco.

—María Antonieta va a tener mucha suerte en comparación con lo que voy a hacer contigo —prometió—. Al menos tendrá una muerte...

Limpia, iba a decir, pero el demonio no le dejó acabar la frase. En un parpadeo, la dama blanca se convirtió en una veloz mancha llena de colmillos y garras afiladas.

La pelea fue breve, en realidad. Para un observador que la hubiese contemplado desde el exterior, espiando a través de los ventanales, habría sido como una sucesión de fotografías, de trocitos de lucha atrapados en las docenas de espejos que colgaban de la pared, en lugar de algo fluido y continuo.

Ese observador habría visto reflejos de la dama de blanco tratando de arrebatarle el arma al ángel, de éste defendiéndose lanzando estocadas veloces pero mal apuntadas (consecuencia de su limitada pericia en el manejo de la espada-signo, y de su escasa experiencia en combate). Imágenes del demonio abriendo una boca festoneada de colmillos para intentar arrancarle la cabeza de un mordisco, y del ángel expandiendo sus alas y usándolas como escudo.

Y al final, habría visto cómo la dama de blanco cometía un sencillo error, algo tan simple y estúpido que resultó ser fatal: tropezó con la mesita bañada en oro tirada en el suelo, perdiendo el equilibrio. Ese fue el brevísimo instante que el ángel aprovechó para rebanarle el cuello de una estocada.

El cuerpo de la dama cayó sobre las baldosas, un lecho de mármol para un demonio cuya esencia fue reclamada por el Abismo, convirtiéndose en polvo.

Su alma, o lo que fuera que llevaba dentro, susurró al evaporarse.

El ángel, sin embargo, no iba a permitir que la cosa quedara ahí.

—No te librarás de mí tan fácilmente —murmuró, haciendo aparecer un espejito plateado en su mano izquierda.

Y de un prodigioso salto...

 

...Se sumergió en el limbo que había entre dimensiones, cayendo, cayendo, volando rauda tras el alma que le pertenecía por derecho, por haberla derrotado en combate.

El familiar decorado de Versalles fue sustituido por el resplandor rojizo que bañaba los accesos al Abismo, el retumbar de explosiones de pólvora por las tormentas que bullían entre los mundos.

El ángel se lanzó de cabeza a los infiernos, sintiendo el pavor que cualquier criatura viva, fuese humana o inmortal, sentiría sin remedio al ver la sombra del Ángel Caído, el cuerpo inerte y masivo de Lucifer, convertido en el santuario de los condenados.

Descendió hasta su gigantesca epidermis, una extensión infinita plagada de estacas y farolillos que rezumaban podredumbre, donde las almas lloraban su desventura y los demonios nacían del dolor cristalizado en esas lágrimas.

Siguió su instinto hasta el lugar donde podría haber caído el alma de la dama blanca, y lo encontró.

Era un dédalo de colmillos, un laberinto hecho de viento donde el aire tenía bocas, y esas bocas dientes, y la caricia de la brisa podía arrancar la piel a tiras y la carne que recubría los huesos. Un lugar donde las almas de los demonios que habían fracasado en su misión eran condenadas a permanecer durante siglos, o milenios, haciendo de molinos y veletas para ese viento.

El ángel se posó junto a una de las veletas, el alma de la dama blanca atada a una estaca, y sonrió.

—Puedo reclamarte como espíritu guía, y encerrarte para siempre en mi espejo —le dijo—. O puedo dejarte ahí colgada para que sufras milenios de agonía. Tú decides.

El espíritu la miró con odio cerval, y respondió:

—Haz lo que quieras de mí. No te culparé por hacer aquello para lo que has nacido, como no se culpa al verdugo por blandir la espada que pone punto y final a la sentencia de un juez.

—Sabias palabras. Se nota que una vez fuiste un espíritu guía. Lo que te ofrezco no es que expíes tus pecados sufriendo, sino volviendo a ser lo que eras. Te brindo una segunda oportunidad. —Le mostró el espejo—. Guíame, sé mi faro en la noche. Recupera tu don para que me conduzcas a la victoria. —La miró con ferocidad—. En tu mano está decidir qué es más importante para ti, si el orgullo que te llevó a convertirte en un demonio o tu bienestar futuro.

El espíritu se lo pensó durante un buen rato, mientras el viento hacía trizas su esencia mística y torbellinos de agonía se condensaban en su vientre. Luego lanzó un grito, pero un grito que se quebró y cayó como una plomada en medio de un registro de sonidos, hasta transformarse en un terrible aullido de rabia.

La decisión fue fácil, aunque estuviese más fundamentada en el egoísmo y en su propio afán de supervivencia que en la voluntad de ayudar.

—¿Cómo te llamas, ángel, a quien a partir de ahora llamaré amo? —preguntó mientras su esencia era absorbida hacia el interior del espejo.

La muchacha remontó el vuelo mientras respondía:

—Me llamo Séfora. Y sé que en un tiempo pasado, muy lejano, un tiempo que apenas recordarás... a ti te llamaron Nínive.

LIBRO TRES

EL EVANGELIO SEGÚN S. MAURO

1. EN CASA, OTRA VEZ

El padre de Tanya era una de esas personas a las que la vida no solía coger nunca desprevenido. Había visto tantas cosas y experimentado tantos cambios que realmente quedaba poco en el mundo que pudiera dejarlo sin habla, tieso como un pasmarote, sin saber cómo reaccionar.

Cuando eso pasaba, a Illych Svarensko le salía un tic verbal, una de las primeras expresiones que había aprendido en la lengua del país donde ahora trabajaban, y que le salía como un estribillo: “Vaya por Dios, vaya por Dios...”

El momento en que su hija tocó en el timbre de su casa y le saludó con un fuerte abrazo, cuando él fue a abrir, fue uno de esos de desconcierto total. Y también uno de los que hacen realmente memorable un día.

Illych cerró los brazos mecánicamente en torno a su hija, sintiendo cómo las lágrimas de ella le mojaban la camisa, y balbuceó:

—Vaya por Dios, vaya por Dios...

—¡Papá, cómo me alegro de verte! —exclamó Tanya en un tornado de emoción.

Había algo distinto en ella, algo que había cambiado desde la última vez que la vieron. Pero no era nada físico, ni tenía que ver con su ropa. Era un detalle más... espiritual. Un destello diferente en sus ojos, una nueva forma de mirar el mundo, como si Tanya hubiese madurado a un nivel muy profundo desde aquel día en que les confesó en qué se había convertido, y se marchó volando (¡volando!, vaya por Dios) por la ventana.

—¿Y mamá, dónde está? ¡Necesito verla!

Su madre llegó abriéndose paso como una fisura en el suelo durante un terremoto. Lo apartó todo, muebles, marido, hasta a la pequeña y peluda Bastet, que maulló disgustada cuando el terremoto la arrojó fuera de la cesta. Y abrazó a Tanya con más fuerza aún que Illych.

—¡Tesoro, has vuelto! —Beso, beso, beso—. ¡Mi amor, ¿dónde has estado?! —Beso, beso, beso—. ¿Estás bien, has comido algo? —Beso, beso, beso.

—Ay, mamá, dame un respiro —sonrió la joven—. Sí, estoy muy bien. Pero no, no he comido nada desde hace mucho y estoy hambrienta. ¿Cómo estáis vosotros?

—¡Te hemos echado de menos, por Dios! ¡Ya creía que no íbamos a volver a verte!

—Qué exagerada, mamá. Ni que me hubiese ido a... —Iba a decir “al confín del mundo”, pero prefirió callarse—. Por cierto, estoy acompañada.

Fue en ese momento cuando los ojos de sus padres asimilaron un poquito más del mundo además del cuerpo de su hija, sólo un poquito más, y vieron que había otras dos personas en el rellano de la escalera. Eran dos jóvenes más o menos de su misma edad, uno alto y musculoso, el otro delgado y cabizbajo.

—Papá, mamá, estos son los amigos de los que os hablé —presentó Tanya—. También son ángeles, aunque, a estas alturas, no se lo tengáis muy en cuenta... —bromeó.

 

Hacía calor en el salón. Era como si una puerta se hubiese abierto al verano y hubiese dejado entrar una brillante marea de luz solar.

Una de las ventajas de vivir allí, en la cúspide de aquel edificio tan alto, era que el sol siempre les alcanzaba primero que a nadie. La atalaya de Tanya se llenaba de luz y calor y aleteos de mariposas y otras sensaciones asociadas al verano.

La televisión estaba puesta, aunque con el volumen muy bajo porque nadie la estaba viendo. Una modelo con el busto antitanque y una sonrisa llena de dientes del tamaño de teclas de piano se afanaba en vender algo por la Teletienda, un aparato absurdo con una esponja por un lado y un cepillo por el otro. De la cocina llegaba un rumor de sartenes que contrapunteaba los esfuerzos de Illych por preparar pirozhki, un plato típico ucraniano.

Los dedos de Tanya habían desaparecido en el pelaje de Bastet, que ronroneaba feliz con sus caricias. Tanya estaba sentada en una silla, dejando el sillón de ver la tele (lugar privilegiado de la casa) para sus invitados.

Aún no podía creer que semejante situación fuera cierta: Erik y Mauro allí sentados, con la cara de circunstancia que ponen los adolescentes cuando se saben en territorio de padres ajenos, haciendo lo posible por parecer gente seria y tranquila. Y sus padres que, pletóricos de alegría, no paraban de traer vasos y refrescos y latas de cerveza de la cocina, como si tenerlos a los tres en casa fuera un acontecimiento del calibre de una boda.

Se le antojaba un cuadro casi tan surrealista como cuando se encontró de improviso ante las murallas de Sodoma, sin comerlo ni beberlo, perdida en una época que no era la suya. O cuando se abrió aquel portal místico a Gan, el jardín de Edén, y la compañía al completo pudo ver cómo se marchitaba el sacrosanto Árbol de la Vida.

Desterró esos pensamientos. No quería pensar en cosas malas, no por el momento. El universo le debía un ratito de tranquilidad.

Era el momento de disfrutar del ronroneo de su gata, charlar con sus padres y hacer como si (ésa era la expresión correcta, “como si”) todo hubiese vuelto a la normalidad, y su vida fuese la de una chica común.

Qué tontería, pensó. Mi vida siempre ha distado bastante de ser común. Incluso antes de que se volviera un circo celestial.

Aún no tenía muy claro cómo habían dejado atrás el tiempo de Abrám y su hijo para reaparecer de nuevo en el siglo XXI, muy cerca de su casa. Retenía esa desagradable sensación detrás de la oreja, una especie de molesto hormigueo de malas noticias que le decía que algo muy, muy grave había ocurrido con el universo. Y que ellos estaban de alguna manera en el centro del huracán, disfrutando del instante de calma que concede su ojo de vientos aletargados.

Lo que no podía negar era que aquello que habían visto en Gan tendría consecuencias muy graves. Al no poder impedir que el viejo profeta hiriese a su hijo, habían desatado un terremoto cósmico de imprevisibles consecuencias. Y dentro de poco (lo sentía en lo profundo de su alma) esas consecuencias acabarían por alcanzarles.

Pero eso sería “dentro de poco”. Mientras durase la calma en el ojo del huracán, pensaba disfrutarla.

—¿Otro seven up? —preguntó Illych, lanzando botellas de cristal a las manos de los chicos.

Erik y Mauro cruzaron una mirada aturullada, sonrieron los dos a la vez, y dijeron también a la vez:

—Gracias, señor.

—Si queréis algo más fuerte, tengo vodka en la nevera.

Y de nuevo los dos:

—No, gracias. Así está bien.

Tanya hizo un considerable esfuerzo por contener la risa.

—¿Cómo habéis pasado las últimas semanas, papá? —preguntó.

Illych hizo un ruido áspero con la garganta.

—Grrmf, más o menos. La televisión se ha vuelto loca, emitiendo noticias sobre desastres que no paran de ocurrir por todo el mundo. ¿Os enterasteis de lo de Venecia? ¡No han parado de poner reportajes increíbles de lo que ocurrió allí!

Erik se atragantó con el refresco. Mauro le dio unas palmaditas entre los omóplatos.

—La gente está loca. Dicen que un ser gigantesco ha destruido Venecia, que esa ciudad ya no existe. —Illych resopló—. ¡Venga ya, como si fuera una película japonesa de monstruos!

—Kaiju eiga —aclaró Tanya, pero como nadie le hizo caso volvió a prestar atención a su bebida.

—Pero se han visto imágenes del monstruo —terció su madre—. En la tele se distinguía una especie de forma como de serpiente que iba destruyendo los edificios...

—Ya, yo no me creo nada —se empecinó Illych, sacudiendo la sartén. El pirozhki burbujeó y crepitó, despidiendo un agradable aroma—. Muchos compañeros del trabajo dicen que no son más que efectos especiales, como los de las películas del Lucas ese. Pero desde luego que algo sí que debe haber pasado en Italia, algo realmente malo, como un desastre en una central nuclear o así... Un suceso que quieren ocultar a la opinión pública como sea, aun mostrando ridículas imágenes de monstruos.

—Ejem, sí, yo estoy al cien por cien de acuerdo con esa teoría —murmuró Erik.

Illych apagó la vitro de la cocina y el resplandor rojizo dejó de iluminar la sartén. A Tanya le pareció que aquel sencillo gesto sin importancia implicaba una serie de milagros que ya le habría gustado tener a mano durante su estancia en Mambré.

Qué sencillos resultaban ciertos prodigios en su mundo de electricidad domada e inagotable. Y cómo de fácilmente olvidaba la gente que no siempre habían sido así las cosas, sino mucho, muchísimo más duras.

—Te ha llegado un montón de correspondencia —dijo su madre, trayéndole un paquete de sobres perfumados—. De ya sabes quién.

Sí que lo sabía. La única persona en el mundo que seguía mandándole cartas en papel, en lugar de usar el e-mail, era su ex novio, Luis. Y por el tufo que desprendía aquel manojo de papeles, capaz de matar a un rinoceronte con vaharadas de esencia rosa, tenía que estar verdaderamente desesperado por recuperarla.

—Vaya, por eso los oídos me pitaban en Siddim —se asombró Tanya.

—¿Dónde? —preguntó su madre.

—Ejem. Ya te lo explico luego.

Erik lanzó una risita, al tiempo que arrugaba la nariz.

—¿Estás saliendo con el tipo aquel que mataba a la gente con los aromas? ¿Cómo se llamaba la peli?

—“El perfume”. Era una novela de Süskind, y sí, casi se podría decir que estuve saliendo con un tío así.

—Si la añoranza pudiera medirse con la nariz, yo diría que ese chico está a punto de arrojarse a las olas desde el malecón por ti —opinó Mauro.

—Ese chico no supo cuidarme cuando me tuvo a su lado —dijo Tanya—, así que ahora no puede quejarse.

Su madre hizo memoria y apuntó:

—El otro día pasó por aquí a buscarte, por cierto.

—¿Por aquí, por casa? —se extrañó Tanya.

—Sí. Dijo que iba a recoger los papeles de la matrícula para el año que viene, que si querías acompañarle. Si no, se ofreció a recogerlos por ti y luego traértelos. La verdad es que se portó muy amablemente, el muchacho —fue el comentario ponderado de su madre—. Ah, también ha llamado tu amiga Rain. Me contó no sé qué historias de mil mensajes que te ha enviado por la Red.

—Eh... vale, tiempo muerto —suplicó Tanya, más al universo que a sí misma—. Necesito tiempo para pensar.

Erik se le acercó al oído.

—¿Tienes una amiga que se llama Rain? ¿Qué clase de nombre es ese?

—Es un nick. Perdona, tengo que ir un momento a mi cuarto, enseguida vengo.

Se levantó sin darle tiempo a replicar y desapareció por el pasillo. Erik se quedó con la palabra en la boca (una palabra que seguramente tendría que ver con qué iban a hacer a partir de ese momento, los tres, una vez el padre se cansara de traer cerveza de la nevera y de hablar de fútbol), pero Tanya no le hizo el menor caso.

Necesitaba un instante para ella misma, para situarse mentalmente en el “ahora”.

Los papeles de la matrícula. Rain. Luis. Las cartas. Los malditos exámenes. Ya no me acuerdo de nada… ¡Dios, qué difícil es el mundo real!

Se encerró en su cuarto y encendió el portátil. Accedió a su red social favorita, Fastnet, y... hala, venga, doscientos quince mensajes. Esto de la sociedad de la comunicación a veces resultaba un coñazo.

Borró los que eran spam o provenían de gente desconocida que quería agregarla a sus redes sociales, sin siquiera conocerla. Así eliminó casi un tercio de los mensajes. De los demás... vale, ahí estaban los del grupo Lolita y sus quedadas, pero ya los miraría con detenimiento en su web. También había muchos de Luis (¿cómo se las había arreglado para acceder, si había marcado sus mensajes entrantes como spam?) que no se molestó en abrir. Y luego estaban los de su amiga.

Pinchó en el nombre de Rain y se abrió una ventana de conversación privada. Si ella estaba conectada, acabaría de salirle un mensaje avisándola de su presencia.

Tecleó:

>¡He vuelto, cariño! ¿Me echabas de menos? ☺

Sorprendentemente, la respuesta se demoró sólo un par de segundos:

>¡Tía, ¿dónde coño te has metido estas semanas?! ¿¿Sabes lo preocupada que he estado por ti?? (Gruñido, gruñido, destrucción)

Rain añadió un emoticono al final de la línea que representaba un smiley ataviado como un verdugo medieval que sopesaba un hacha ensangrentada.

Tanya sonrió. Rain era una chica magnífica, la mejor amiga que una pudiera tener. Se habían conocido en el instituto, al poco de matricularse, y enseguida se habían caído bien. Además, era ella quien había introducido a Tanya en el mundo Lolita y en el de la cultura japonesa, cosa que jamás acabaría de agradecerle.

Le posteó:

>Te lo explicaré, te lo prometo. Necesito verte urgentemente, en serio. Me están pasando tantísimas cosas y tan raras que… Bueno, al principio creí que podría sobrevivir sin compartirlo con nadie. Pero me equivoqué. ¡Necesito tu hombro!

 

>>¿Para llorar?

 

>Uhm… No, para alegrarme de seguir aquí.

Vale, era una trastada endosarle a alguien un mensaje como ese, tan lleno de dobles sentidos, pero ahora no era el momento. Ya le aclararía más cosas cuando la tuviera delante, en persona; cuando sólo las separase un capuchino en lugar de varios kilómetros de fibra óptica.

La puerta de la habitación se abrió. Tanya cerró de golpe la pantalla.

—¿Qué ocurre, no sabéis llamar?

Era su madre.

—Perdona, cariño, pero tus amigos dicen que tienen que irse. Ya es muy tarde.

—Ah, sí, claro. Los acompañaré hasta la puerta.

No llegó a levantarse de la silla. Los ojos de su madre decían que necesitaba hablar. A solas.

—Os he echado mucho de menos —confesó Tanya, abrazándola—. Muchísimo, de verdad. No sabéis cuánto os quiero.

Su madre contuvo las lágrimas.

—Y nosotros a ti. Más de lo que imaginas, pero entendemos cuál es tu situación. Lo que pasa es que aquellas imágenes del telediario, y los rumores sobre lo que está ocurriendo en otras ciudades del mundo...

—Es trágico, más de lo que nadie aquí imagina —asintió—. Esta noche os lo explicaré con todo lujo de detalles, si queréis. Nadie me ha dicho que no pueda hacerlo —se justificó. Y era cierto.

—Yo... estaba preocupada. No es sólo el hecho de aceptar que tu hija, con la que has convivido sin descanso durante quince años, ya no está aquí contigo. Sino que encima, la manera como te has ido...

—Lo entiendo. Lo que esperan normalmente unos padres no es que a su hija le crezcan alas y te diga que se va al Cielo para salvar el mundo. En todo caso que se va a la universidad a estudiar una carrera.

Los ojos de su madre se iluminaron.

—¿Existe de veras ese lugar? —preguntó en un susurro, como si hablar de ello estuviera prohibido.

—¿Qué lugar, mamá?

—¡El Cielo! El otro día fui a la iglesia y el reverendo dio un sermón precisamente sobre la existencia del Cielo y el Infierno. No me quedé muy convencida con sus argumentos, pero luego pensé en ti y... ¿Existe el Cielo, Tanya?

Su hija no supo qué responder a eso. Era una pregunta tremendamente importante, en realidad, pues resumía varios miles de años de fe ciega y esperanzas puestas en el Más Allá, como si éste albergase una serie de correspondencias anotadas en un índice divino, para compensar al género humano de las penurias sufridas en vida. Muchísima gente se habría suicidado de haber tenido una sola prueba, una sola, de que tal lugar existía, para poder escapar así de sus penurias y acceder por la vía rápida a un mundo mejor. Ese era el motivo por el cual la Iglesia había estado condenando como pecado mortal el suicido desde el momento mismo en que afirmó que a las buenas personas les aguardaba el Paraíso.

No, no era una respuesta para darla a la ligera, y menos con lo que Tanya sabía que había ocurrido en fechas recientes allá arriba.

Le dio un beso en la frente a su madre y salió de la habitación, prometiendo:

—Esta noche hablaremos largo y tendido sobre eso, mamá, descuida.

Sus amigos estaban esperándola en el rellano del ascensor. Tanya dejó entrecerrada la puerta principal y les habló en voz baja:

—Aquí hay vecinos que piensan que su casa no termina en la puerta, sino que se prolonga hasta la de los demás.

—Entiendo —dijo Mauro, mirando fijamente una de las puertas cerradas. Tenía el semblante serio—. El vecino de ahí dentro está suplicando por el alma de su mujer, que acaba de fallecer en un accidente de coche. Y ese otro... —miró a la puerta de enfrente—, suplica por la suya propia, porque ayer atropelló a alguien desconocido en un accidente. Ninguno conoce el secreto del otro.

Tanya sintió un escalofrío.

—Por Dios, tu don es cruel.

—No sabes cuánto. ¿Qué vamos a hacer ahora, chicos? Porque yo me estoy muriendo de sueño. En todo el tiempo que estuve en el Cielo, con Séfora, no pude echar ni una cabezada.

Se quedaron unos segundos en silencio, pensando.

Estando de nuevo en la Tierra su naturaleza humana pesaba más que la divina, así que necesitarían descansar un poco antes de ponerse a tomar decisiones. Y comer algo decente, además de fritos y cerveza.

—¿Alguno se enteró de lo que le pasó a Isaac cuando cambiamos de plano? —preguntó Tanya.

—Creo que se quedó allí, en Mambré —aventuró Mauro—. El destino parece tenerlo anclado al lugar donde su padre... su verdadero padre, ya me entendéis, intentó sacrificarlo. Hasta que ese nexo temporal no se resuelva, no creo que el pobre chico sea libre.

—Pues menuda jugarreta para su familia de hoy en día —rezongó Erik—. Aunque por lo que me contó, no es que ellos tampoco fueran un modelo de conducta.

—Por cierto, ¿qué hiciste con la...? —Tanya no acabó la frase, pero hizo un ademán como si blandiera una espada.

La expresión permanentemente risueña de Erik se volvió taciturna.

—¿La reliquia? Está a salvo, la escondí en un sitio donde jamás podrán encontrarla.

—Ahora mismo, esa es una afirmación muy arriesgada. Esa espada es la única reliquia divina que queda en el universo. Es puro poder de Dios hecho materia. Los supervivientes tanto del Cielo como del Infierno tienen que andar como locos buscándola.

Erik le guiñó un ojo.

—Como te he dicho, está escondida en un lugar donde ni ángel ni demonio buscarán nunca. Confía en mí. Lo que más debe preocuparnos ahora somos nosotros mismos.

—Estoy de acuerdo. Tenemos que encontrar un lugar donde vivir hasta que decidamos qué hacer con la espada —dijo Mauro—. Y me temo que los padres de Tanya no estarían muy contentos de tenernos aquí de okupas.

—Tengo una posible solución —caviló Erik, rascándose la barbilla áspera. Desde que había puesto los pies de nuevo en la Tierra, la barba había comenzado a crecerle otra vez—. Un amigo mío es pintor, y tiene un estudio en esta misma ciudad que apenas utiliza porque siempre está de viaje. Podría intentar ponerme en contacto con él, no creo que tenga problema en prestármelo. Ahí podríamos dormir Mauro y yo unos días.

Tanya asintió.

—Estupendo. Yo prefiero quedarme con mis padres para ponerlos al tanto y protegerlos de posibles incursiones de demonios, pero iré a visitaros todos los días. Mientras no sepamos qué hacer con esa reliquia, las hordas del Infierno no nos dejarán en paz. Y no podemos poner en peligro a nuestras familias. Ya sabemos de lo que son capaces.

—¿Qué creéis que habrá sido de Séfora? —preguntó Mauro. Era una inquietud que había echado raíces en su alma desde que su antigua mentora se separó de ellos para sumar su espada a las de los demás ángeles.

Los tres se miraron, preocupados.

—Puede que hubiera supervivientes del Diluvio —aventuró Tanya.

—Seguro que los hubo, aún siento su dolor, las plegarias contenidas —siseó Mauro— ...Pero si algunos ángeles sobrevivieron y no están aquí, en la Tierra, no se me ocurre, sinceramente, adónde habrán podido ir...

2. ASILO POLÍTICO

¿Os habéis preguntado alguna vez dónde está el Infierno?

Muchos piensan que es una quimera, un lugar figurado. O que, en cualquier caso, está inmensamente lejos, tanto como para que sólo pueda alcanzarse en sueños. O a través de las pesadillas.

Si esto fuera así, si pudiera existir un lugar donde se pudiese ubicar todo lo malo, lo indeseable, lo angustioso, lo horrendo, lo insoportable, y ese terrible lugar estuviera lo suficientemente lejos como para que su mera percepción no supusiera una carga insoportable para la conciencia...

...Habría entonces ángeles, como Séfora, que conocerían exactamente cuál era la distancia entre ese lugar y la frontera donde moría la esperanza.

La esperanza de regresar, de ser perdonado. De quedar en paz con tu Dios.

No, esa frontera ya ni siquiera existía. No podía, por lo tanto, atravesarse.

Séfora fue la primera en hollar con sus pies desnudos el podrido suelo de los Campos de la Agonía. A su espalda serpenteaba una fila de ángeles heridos, los refugiados del Cielo, que flotaban en la nada roja que separaba los mundos con una única sensación tatuada a fuego en sus rostros.

La melancolía.

No eran muchos los que habían sobrevivido. Puede que menos de diez mil, en cómputos humanos. Pero había una certeza que todos ellos compartían, y era la de ser los perdedores. Los vencidos. Los que lo habían dado todo por ese Ser en el que creían y confiaban por encima de todas las cosas, y aún sentían el dolor del apuñalamiento a traición que ese mismo Ser les había practicado.

Sí, los ángeles eran los perdedores de la batalla entre Cielo e Infierno... pero no habían sido derrotados por su peor (y hasta entonces único) enemigo, los demonios.

No, la broma del destino era mucho más macabra.

Habían sido traicionados por su propio Creador. El único que tenía potestad para borrarlos por capricho de la existencia.

En el instante en que Séfora hundió los talones en el barro negro, se percibió a sí misma como una metáfora. Sus alas eran la tela de una bandera de rendición, su cuerpo el astil que la mantenía erguida, ondeando al viento. La espada-signo, una escarpia que la mantenía agarrada al suelo.

Séfora era una bandera viva que los ángeles plantaban en el Infierno, como queriendo decir “al fin estamos aquí, miradnos; después de tan largo viaje y de tantos sacrificios, por fin hemos llegado”.

Entonces se posó otro ángel a su lado, y la sensación desapareció.

—Algo me dice que es ahora, justo ahora, cuando empiezan de verdad nuestros problemas —dijo Esaú, clavando la mirada en los pináculos llameantes de Dis, la ciudad infernal, que asomaban como una dentadura rota y cariada tras una elevación del terreno.

—Él vive allí, en aquella ciudad. —Séfora apenas logró encontrar su voz—. Nos ve.

—Pero no creo que vaya a venir en persona, tranquila. Sería indigno para alguien de su condición. En todo caso enviará un emisario.

—Uno no —puntualizó Séfora, señalando una barahúnda de seres deformes que se les acercaba corriendo entre el bosque de estacas—. Miles.

Sin que lo buscara, le vino a la mente un eufemismo de la época en la que todavía era un ser humano: Notó su estómago precipitarse en caída libre junto con su esperanza, mientras la masa de demonios se iba acercando, millones de cuerpos deformes y atrofiados, pisándose unos a otros, todo garras y dientes y fealdad y un hambre insaciable. Hambre de pureza, de bondad, de justicia.

Hambre de ángeles.

Esaú dejó pasar un latido antes de replicar:

—Eso no parece un comité de bienvenida. —Sus dedos se cerraron por acto reflejo sobre el mango de la espada-signo. La hoja fulguró, anticipando la matanza, la inigualable sensación de hender los cuerpos de los demonios y hacer trizas su espíritu. No había mayor placer que ese para el arma viviente de un ángel guerrero—. Te diré la verdad: si he de morir aquí, me alegro de tener una última oportunidad de vender caras mis plumas.

—No te precipites dándole tan pronto la bienvenida a la Parca —lo tranquilizó Séfora—. Observa.

En efecto, los demonios fueron frenando paulatinamente la carga a medida que se aproximaban. La columna de ángeles se había agrupado formando un círculo, con los guerreros en el perímetro y los ángeles de las diferentes órdenes más pacíficas en el centro. Serafines, querubines, custodios, ophanims, virtudes y potestades se apretujaban tras la fila de ángeles guerreros, que enarbolaban sus armas formando una pared de filos plateados.

Contemplaban con ojos aterrorizados cómo la oscuridad en derredor se llenaba de ojos sanguinarios, de destellos de colmillos, de una furiosa algarabía de gruñidos, alaridos y ecos guturales.

Un instante después, los ángeles no eran más que una isla brillante en medio de un océano de carne putrefacta, de cuernos y lanzas llameantes.

Pero ninguno de los dos bandos hizo nada por romper aquel statu quo. A los ángeles no les interesaba iniciar las hostilidades, desde luego, porque los superaban en número en proporción de treinta a uno. Y Séfora dio gracias porque el mismo sentimiento pareciera imperar en el bando contrario.

Si aún no se les habían echado encima, era porque alguien quería hablar. Alguien, en alguna parte, tenía preguntas que debían ser contestadas.

No vio la hora de ver al emisario del Primer Caído, para tener una pequeña charla con él.

Bastaba con echar un vistazo a ambos bandos desde lejos para notar no sólo la diferencia que había entre ellos a nivel físico, sino también en su comportamiento: Los ángeles permanecían inmóviles en sus puestos, manteniendo una pose marcial. Parecían estatuas de plata con las alas entrelazadas formando paredes de cuchillos. Los demonios, por el contrario, eran un vaivén incesante de cuerpos en movimiento, un amasijo bullente de cabezas que no se estaba quieto ni un solo instante. Como animales sedientos de sangre, bestias encadenadas por eslabones invisibles, hacían amago de querer avanzar, de querer arrojarse sin temor sobre los filos de plata para abrir un hueco en su defensa... pero ninguno se atrevía a dar un paso.

Le tenían aún más miedo a su oscuro amo que a las espadas segadoras de diablos de los ángeles.

Los minutos se alargaban sin que nada pareciera romper aquel frágil equilibrio. Séfora ya estaba empezando a pensar que en realidad no habría negociador, sino que la misión de aquella turba infecta no era sino mantenerlos quietos en un sitio, todos reunidos e indefensos...

...Cuando algo sucedió.

La algarabía que montaban los demonios se fue aplacando hasta convertirse en un molesto murmullo de fondo. Uno de los frentes de diablos se rompió, abriéndose para formar un pasillo por el que se aproximó un ser distinto a los demás.

Parecía un saco hecho con la piel de una mujer de Cro-Magnon, que anadeaba con la circunspección de una marioneta ocultando algo en su interior.

Séfora afiló los ojos. Conocía a aquella criatura. Había oído hablar de ella a pesar de que nunca antes se habían cruzado. Era uno de los demonios más antiguos, un portador de plagas y heraldo del infortunio. Su rostro era una trágica máscara de mimo, con ojos oblicuos, simiescos, y una nariz irregular que había sido rota y cosida de nuevo tantas veces (de manera basta, grosera, como un desgarrón en un traje de cuero) que se extendía en todas direcciones.

Si ese iba a ser el negociador, lo iban a tener realmente difícil para lograr un acuerdo que no fuera aplastantemente perjudicial para los ángeles.

—Bienvenidos a nuestro humilde país —comenzó la mujer prehistórica, aquella hembra perdida en algún eslabón entre el mono y el hombre, mientras ejecutaba una reverencia que desde su comienzo sonó a burla—. ¿Sois todo lo que queda?

—Somos lo que queda —confirmó Séfora, que se había otorgado sin quererlo el papel de mediadora. Sabía que era un insulto para los ángeles más ancianos que (aunque muy pocos) seguía habiendo entre sus filas. Pero qué rayos. Después de lo que había pasado, ¿dónde quedaba el respeto por las jerarquías?—. Somos pocos, pero seguimos siendo ángeles. A pesar de la traición, a pesar de haber sido abandonados, aún somos fieles a nuestra naturaleza.

—Sé leer entre líneas, pequeña criatura —sonrió Abaddón, frotándose el vientre de su traje de mujer con un gesto muy gracioso. Parecía una humana de verdad que se hubiese dado una panzada de ricos manjares, y estuviese disfrutando tanto de la digestión como de la degustación—. Me encantaría propiciar una batalla entre nosotros, aunque fuera dialéctica, sólo por diversión. Pero creo que ambos sabemos a lo que nos estamos enfrentando.

—No, el verdadero problema de esta situación es que no lo sabemos —discutió Séfora—. Nadie pudo verlo venir, a pesar de la Fuente, de nuestra supuesta sabiduría, de vuestra desconfianza...

—Nadie lo vio venir, cierto. ¿Pero acaso podría ser diferente? ¿Pueden ser anticipados o prevenidos los actos del Creador? —reflexionó Abaddón—. Me parece que no, ángel guerrero. Hay una paradoja intrínseca a ese pensamiento. Por eso Él es quien es, y nosotros nos arrastramos a Su sombra.

—Lo que tú digas. ¿Te han dado poderes para hacer un pacto?

El demonio cloqueó. A Séfora se le pusieron los pelos de punta ante ese sonido tan... despiadado.

—No, no soy un heraldo. Ni muchísimo menos un embajador. Sólo he venido a elegir a uno de vosotros para que sea vuestra Voz, y a llevarlo ante su presencia. —Señaló por encima del hombro hacia los brillantes pináculos de la ciudad.

Un rumor partió esta vez del grupo de ángeles. Se miraban unos a otros y hablaban por lo bajo, confundidos.

Esaú alzó los brazos, solemne, y decretó:

—Yo, Esaú de Mambrás, Puño del Cielo y Comendador del Quinto Círculo, hablaré con nuestros ancianos y os haré saber la respuesta.

—No —cortó Abaddón, tajante.

Las cejas de Esaú se arquearon de la sorpresa.

—¿No? ¿Qué significa “no”?

Abaddón se apoyó indolente en el mástil de una lanza que portaba un demonio a su derecha.

—Que no. No lo haremos así. Yo soy el que decidirá quién de vosotros hará de intermediario, y tu nombre no está en la lista, payaso. Ni me interesa lo más mínimo saber quiénes son esos “ancianos” de los que hablas.

Si Esaú hubiese sido humano, la furia y la indignación ante tamaño desacato habría concentrado la sangre en sus mejillas hasta el punto de hacerlas relampaguear. Pero su piel permaneció igual de pálida, y sus ojos igual de fríos, a pesar del temblor que de repente empezó a sacudirle la comisura de los labios.

—Ese es el peor insulto que...

—No es un insulto, sino una condición —le volvió a interrumpir Abaddón. Parecía estar disfrutando realmente de aquella situación, ya que al final, y a pesar de que había dicho que no lo haría, había acabado entablando una batalla verbal con alguien en inferioridad de condiciones—. Lo tomas o lo dejas. Pero te advierto que si optas por la rebeldía y por ignorar nuestras normas... —Cayó en un premeditado silencio que se llenó con el rumor de fondo de la horda, recordándoles a todos su presencia. La amenaza implícita del lugar y el momento.

Todos captaron perfectamente el mensaje.

Esaú meditó durante unos segundos los pros y los contras, paseando sus fríos ojos por la ululante línea de cabezas de la horda, y dijo con resignación:

—De acuerdo. Entonces, ¿a quién elegirás para que sea nuestra “voz”?

Abaddón simuló pensárselo un momento, pero la sonrisa cínica que le colgaba de los labios traicionaba sus intenciones. En realidad estaba jugando.

Cuando posó aquellos ojos que eran como cuencas vacías, escarbadas con un punzón, en Séfora, la elección sorprendió a todos salvo a los propios demonios.

—Tú —señaló—. En ti confío más que en este enjambre de lucecitas fanáticas que te acompaña.

Las nervaduras de las alas de Séfora se tensaron por la sorpresa.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

Séfora miró nerviosa en todas direcciones. La estoica cara de Esaú era un poema.

—Porque conocí a uno de tus protegidos en la Tierra —explicó el demonio—. Y las referencias que dio de ti eran muy buenas. Hiciste un excelente trabajo entrenándolos.

—¿Conociste a...? —Eso descolocó aún más a Séfora que su nombramiento como embajadora de ángeles. Lo siguiente fue miedo, una sensación de temor y preocupación extrema por sus chiquillos—. ¿A cuál de ellos?

—Al único cuya arrogancia y estupidez combinadas fueron lo suficientemente poderosas como para alterar el curso de los planes del Metatrón.

—Erik —entendió ella, de inmediato. Qué bien lo había descrito—. Como le hayas hecho algún daño, engendro...

—Tranquila, tu chico está bien. O eso espero. La última vez que le vi estaba cayendo al fondo del Pozo de Mártires junto al hijo pródigo. Luego murió la Bestia, y se desencadenó Armagedón. No me quedó más remedio que regresar a casa para recuperar fuerzas.

El puño de Séfora se cerró con furia, pero respiró hondo y trató de serenarse.

Todo su ser le pedía saltar en ese mismo instante sobre aquella bestia y arrancarle primero el disfraz, luego la cabeza o cabezas que hubiese debajo, y continuar escarbando con la espada hasta vaciarle las tripas. Pero no habría sido una decisión nada juiciosa, dadas las circunstancias.

Si quería ser una buena embajadora, no debía olvidar que ellos eran los derrotados; que los habían expulsado casi a patadas de su hogar, el Cielo (un lugar que ya ni siquiera existía), y que si quería aprovechar la última, ultimísima oportunidad que les quedaba de sobrevivir, tenía que ser diplomática.

Y eso que lo que más deseo es meterte a “Diplomacia”, mi espada mandoble, por el…

—Está bien —dijo con una amplia sonrisa—. Llevadme ante vuestro líder. —Se giró a Esaú y le susurró por lo bajo—: Siempre quise decir eso.

Abaddón la miró con calculadora frialdad. Y le hizo una reverencia, invitándola a acompañarle.

—Si su alteza quiere seguirme...

Séfora se puso en marcha en pos de la ciudad infernal, donde se levantaba el descomunal y aborrecible Palacio de la Desdicha. El único lugar del universo cuya mera presencia era anatema para cualquier clase de ángel, daba igual qué poderes o antigüedad tuviera.

El lugar donde habitaba el Enemigo. El que una vez, en un tiempo inconcebiblemente lejano, fue el primero, el mejor y más hermoso de todos los ángeles.

3. CUADROS Y REFLEXIONES SOBRE EL FUTURO

El estudio parecía lleno de lugares vacíos.

Estaba ubicado en un tercer piso, encima de, por orden, una pizzería de entrega a domicilio y lo que parecía un local alquilado por algún partido político emergente que, por no tener, no tenía aún ni logotipo ni ideología definida. Eso hacía que hasta el estudio del pintor ascendieran dos tipos de olores todos los días: El de la masa fresca recién horneada y adornada con un abanico de condimentos, y el de la corrupción política en estado vegetativo.

Tanya notó los lugares vacíos de aquel lugar de por sí abandonado, porque mirase donde mirase había un hueco reclamando una obra de arte: Un caballete apolillado aquí, la huella de un lienzo por el otro lado, un metro libre de pared donde hacía tiempo colgaron bocetos y estudios al natural. ¡Incluso había una silla elevada en una especie de tarima para situar al modelo!

Sí, era la guarida de un pintor, un anacoreta, un depredador de las formas y el espíritu, pero su dueño se había marchado dejando sólo telarañas y el impasse de cien trabajos inconclusos.

En el techo, justo sobre la entrada, alguien había pintado una palabra con un spray negro: NUNCANIDAD.

—Es bonito —decidió Tanya, aunque no era en rigor el calificativo que estaba buscando—. Y espacioso. ¿De veras el dueño deja que os quedéis aquí durante un tiempo?

Erik cogió unas cajas cubiertas por varias costras de pintura seca y las amontonó a un lado. Otro espacio que seguía vacío a pesar de estar lleno de trastos apilados. Vacío de arte.

—Me ha pedido que lo limpie, lo cual no es poco trabajo. Aparte de eso, me debía un favor —explicó—. Hace un par de años le conseguí un curro en el departamento de arte de una película. Le pagaron bien.

—Eso he oído sobre el mundillo del cine, que está muy bien pagado.

—Haz favores a otros y te los estarás haciendo a ti mismo. —Erik se encogió de hombros—. Así siempre tendrás de quien tirar cuando surja una necesidad.

—Qué filantrópico —terció Mauro, saliendo del excusado. Llevaba un carrete de papel higiénico vacío en la mano, que lanzó dentro de una papelera—. Creo que vamos a tener que ir a hacer la compra. Necesitamos cosas básicas.

Tanya escarbó con el dedo en los estratos de suciedad de un mueble. Dejó un surco negro bastante profundo.

Se fijó en la pared contra la que se había apoyado (por error, y ahora se arrepentía), una superficie afiligranada que mostraba un dibujo al carboncillo bastante grotesco: representaba una especie de ángel de alas negras, retorciéndose de dolor por algún dilema interior insoportable. Su sonrisa beatífica se había diluido con el paso de los años hasta convertirse en una mueca demente.

Tanya se volvió hacia sus compañeros.

—¿Sabéis? Estoy harta de correr, de estar siempre a la espera de las circunstancias —dijo con firmeza. Parecía una declaración de principios, aunque en el fondo se le notaba cierta vacilación—. He estado pensando. Creo que va siendo hora de que tomemos de una vez las riendas de este asunto. Por nosotros mismos, me refiero, sin seguir las órdenes de nadie.

Erik se dejó caer en un sofá peludo, de color turquesa, que se había quedado calvo muchos años antes de ir a morir allí. Su cuerpo provocó una nube de polvo blanco que tardó en aposentarse.

—¿A qué te refieres? Hasta la fecha creo que hemos actuado bastante bien en esta historia. Estamos vivos —rezongó—; cosa que, con todo lo que nos ha pasado últimamente, me parece de lo más increíble.

—Sí, pero hasta ahora sólo hemos respondido a estímulos —argumentó Tanya. Ya no estaba apoyada en la pared (su ropa se lo agradecía enormemente), pero estando allí, de pie bajo el torturado dibujo al carboncillo, parecía formar parte del dilema existencial intrínseco a los ángeles.

—¿Qué quieres decir, que somos marionetas?

Mauro abrió el refrigerador y apartó con un paño unas cuantas telarañas.

—Agh, qué asco. Creo que sé a qué se refiere —murmuró—. Desde que nos metieron en esta locura sólo hemos obedecido órdenes. Nos hemos movido al compás de fuerzas que no entendíamos, ni que podíamos modificar de ninguna manera.

—Exacto —dijo Tanya—. Primero nos entrena Séfora, después desaparece y nos abandona a nuestra suerte. Tras eso los Arcángeles nos mandan a donde les sale de las narices por motivos que sólo ellos entienden, y tenemos que someternos al capricho de conquistadores históricos, batallas celestiales, demonios locos... —Resopló—. No sé vosotros, pero yo empiezo a estar harta de que me mangoneen de esta forma.

Erik movió la cabeza en un gesto aquiescente.

—¿Sabes qué? Creo que tienes razón. A mí tampoco me gusta bailar al son de una música que me viene impuesta.

Mauro se sentó en un puf, aunque no se dejó caer, sino que se colocó con extremo cuidado. Así, quizás, las capas de polvo sólo se agrietarían pero no saldrían volando.

—¿Pero qué podíamos haber hecho, en lugar de todo eso? Éramos como quien dice niños, aprendices sin poder ninguno para alterar las cosas. Mi opinión es que lo hemos hecho bastante bien para lo que se esperaba de nosotros.

Tanya le hizo un gesto con ambas manos, como dándole la razón pero con matices.

—Ahí es donde está el quid. “Lo que se esperaba de nosotros”. ¿Qué creéis que esperaba Séfora?

Mauro y Erik cruzaron una mirada.

—¿Es una pregunta tipo test?

—Nos estaba haciendo partícipes de un legado —repasó Mauro—. Quería que encajásemos en una progresión de hechos donde se supone que teníamos derecho a participar, a ser alguien en la escala de las cosas. —Lo pensó durante unos segundos. Erik estaba atento a su conclusión, como si él también siguiera el mismo razonamiento—. Pero realmente, a día de hoy aún no sé cómo encajo en todo esto. Sí, conozco la profecía y todo eso de que somos, supuestamente, los recipientes de la chispa vital de los primeros ángeles renegados, pero...

Tanya asintió.

—Pero lo has aceptado porque te lo han dicho. Y ése, desde mi punto de vista, es el problema. —Se sentó entre ambos, en el suelo. Los miraba desde abajo, por debajo de la línea de sus cabezas, pero la intensidad de su mirada era tal que parecía que era ella la que estaba arriba. Luego contó hasta tres con los dedos—. Bueno, los Niños Perdidos presentes constituyen quórum, así que podemos votar. Hasta ahora nos hemos portado como buenos alumnos. Hemos tratado de aprender todas las lecciones que nos han enseñado, tanto si venían de Séfora como si las asimilábamos por las malas, en el pasado remoto o viendo cómo se destruían ciudades. Pero ahora estamos solos. Ni Séfora ni Rafael están aquí para guiarnos.

—Ya veo por dónde vas —barruntó Erik—. Y me gusta. Quieres que demos el siguiente paso por nuestra cuenta.

—Eso es —dijo ella, emocionada—. Hasta ahora hemos sido marionetas, nos hemos limitado a hacer lo que nos decían y a navegar allá donde apuntara el viento. Pero hemos aprendido lo suficiente como para tomar una decisión, aunque sea una, que sea totalmente nuestra, no sugerida por ningún poder exterior.

Erik se rascó la barba incipiente.

—Veo la meta a la que quieres llegar, guapa, pero no la carretera. Si no hemos tomado decisiones nuestras, propias, no es porque no hayamos querido, sino porque tanta profecía apocalíptica y tanto bicho gigantesco nos superaba. ¡Por Dumbledore, ya has visto lo que pasó en Venecia! ¿Y tú pretendes que actuemos como si supiéramos lo que estamos haciendo? Por favor...

—Bueno —la expresión de Tanya se volvió encantadora—, en realidad ya hemos hecho algo que no se esperaba de nosotros. Algo radical.

—¿El qué?

La joven hizo pucheros, a la usanza de una niña pequeña.

—Hemos cambiado la historia universal. Se suponía que nosotros éramos los ángeles encargados de detener el brazo de Abrám en la montaña del sacrificio. Y, o yo me he perdido una parte importante de este cuento por tener que ir al servicio, o no lo logramos. El Árbol de la Vida se marchitó porque Abrám consiguió herir de verdad a su hijo. Se supone que eso no debía haber ocurrido, bajo ninguna circunstancia. Nosotros... yo... no debí haber fracasado.

Los tres asintieron. Tanya lo había dicho con una voz dulce, casi como si estuviera leyendo en voz alta un cuento infantil, pero sus ojos escondían un terrible sufrimiento. Y algo más.

Puede que miedo. O vergüenza.

Realmente, ellos deberían haber triunfado en Mambré, no dejar que Abrám consumase el sacrificio. Pero no lo habían conseguido. Era su primer gran fracaso desde que Séfora les reveló su verdadera condición de ángeles. Y era un asunto que les carcomía por dentro, a los tres, no sólo a Tanya.

No había argumentos para justificar algo así. No había más oportunidades de hacerlo bien en el futuro, porque después de lo que habían visto en el Cielo lo más probable era que no hubiese un futuro.

Lo único que aún los mantenía cuerdos, lo que evitaba que corrieran a esconderse en el agujero más profundo que encontrasen en espera del desenlace, era que en el fondo pensaban que la teoría de las marionetas era cierta. Los poderes con los que habían tratado hasta entonces eran demasiado grandes, demasiado sabios, como para no haber previsto cómo iba a acabar aquello. Quien envió a Tanya al pasado tenía que tener previsto que el sacrificio final iba a producirse, y que ello liberaría la espada de su puesto de centinela a las puertas de Gan.

Y si Rafael, o Séfora, o el Metatrón, no eran lo suficientemente poderosos como para mover las piezas del tablero a ese nivel...

...Eso sólo dejaba activo un posible jugador, uno cuyo criterio nadie en el universo podía contradecir.

En el fondo, Tanya detestaba esa explicación, ese salvavidas emocional al que había tenido por fuerza que agarrarse para evitar el derrumbe. Decir “es que no tuve otro remedio, todo estaba escrito de antemano” era un recurso de cobardes. De gente que no aceptaba las consecuencias de sus actos amparándose en que una fuerza superior, llámese el Destino o la suerte o los dioses, habían manipulado las cartas.

Ella nunca había creído en ese tipo de manipulación holística. Pensaba que cada hombre, mujer y niño era dueño de su destino, y que era su inteligencia o su estupidez lo único que delimitaba sus actos.

Pero en este caso, no tenía otro remedio que acogerse a esa explicación. Porque la alternativa era demasiado terrible. Sí, fracasamos porque Yahvé estaba detrás, guiando nuestros pasos a Su gusto. El universo está abocado al desastre porque todo forma parte del Plan Divino, que por definición es inviolable. Sí, seguro.

Después, cuando tuviera un momento para sentarse y meditar con calma, se echaría a llorar y contemplaría con auténtica perspectiva las cosas. Pero eso sería “después”. Ahora prefería aferrarse a su propia teoría de la conspiración, o se volvería loca.

Y lo mismo estaría pasando por las cabezas de sus amigos.

—¿Realmente piensas que fracasaste? —preguntó Mauro entonces, con voz suave.

Tanya dio un respingo. No se esperaba semejante pregunta.

—¿Cómo puedes decirme eso, Mauro? ¡Pues claro que fracasé! ¡Según la Biblia, un ángel debió evitar en el momento crucial que el padre matara al hijo!