Tiempo ardiendo al revés - Víctor Conde - E-Book

Tiempo ardiendo al revés E-Book

Víctor Conde

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Beschreibung

Una nueva historia ambientada en el exitoso universo del Metaverso, en la que Víctor Conde nos vuelve a llevar a su mundo de space opera, aventura y acción. Tras la caída del Imperio Gestáltico, el guerrero Evan Kingdon y el artista muerto Delian Stragoss se embarcan en una misión imposible: recuperar la mente del amor de Evan, copiada dentro de un artefacto en lo más profundo del universo. Una misión que los llevará a vivir mil aventuras y peligros en medio de un universo hostil. Las maravillas del Metaverso nos siguen esperando a todos y nos depararán las más intensas emociones.-

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Seitenzahl: 418

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Víctor Conde

Tiempo ardiendo al revés

(Una novela del Metaverso)

Saga

Tiempo ardiendo al revés

 

Copyright © 2022, 2022 Víctor Conde and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728330814

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

SINOPSIS

Cuando el primer Imperio Gestáltico cayó, el guerrero Evan Kingdrom y el artista muerto Delian Stragoss partieron hacia las profundidades de la galaxia en una misión casi imposible de cumplir: perseguir la salvaguardia de toda la civilización que la deoEmperatriz Simanova había lanzado hacia el espacio profundo, porque en su interior creían que había una copia de la mente del gran amor de Evan. Así comienza una búsqueda que podría durar toda una vida, y que llevará a nuestros protagonistas a vivir increíbles aventuras y a encontrar maravillas sin parangón, en lo más profundo del espacio inexplorado…

 

Una novela de la saga del Metaverso, continuación de El Tercer Nombre del Emperador.

Para Águeda.

Las cenizas no arden hacia atrás para convertirse en árboles.

Roger Zelazny. Tú, el inmortal.

Dorada era la nave, oh, oh, oh…

Cordwainer Smith.

DRAMATIS PERSONAE

(Agrupados por complejidad de su sistema ontológico -ontopoiesis-)

ENTIDADES DE DESARROLLO BIOLÓGICO SOFONTE:

 

Afines al Metacampo:

Ary:Gran amor perdido del guerrero espíritu Evan Kingdrom. Delian Stragoss: Uno de los candidatos a la última convolución que dio lugar al Emperador Gestáltico. Pintor y artista en vida, potenció estas capacidades (y su don para sacar de quicio a quienes tuviera cerca) más allá de la muerte. Acabó siendo la IA de la nave de guerra Nimrod. Evan Kingdrom:Guerrero espíritu, gran héroe de la batalla de Delos y asesino del último Emperador Gestáltico. Abandonó el Imperio para embarcarse en una búsqueda poética de su amor perdido, una mujer llamada Ary.

Ajenos al Metacampo:

Dismanzle:Amigo de Gétula, miembro de la brigada artística. Lavingio, sexo hermafro puro. Drugo Loxis:Amigo de Gétula, miembro de la brigada artística. Useplo, sexo varón-hermafro. Gétula Deprím-Taedo:Enana lavingia finalizadora de poemas, jefa de la brigada artística. Sexo femenino puro. Ingeniera Léganosh (nombre completo: Léganosh Ventrel-Asidia 6 Segundaiptoiteración-mentófaga (Ferugys)sub24sync% II): Directora de la estación de espacio profundo Lyra 1. Antigua hembra pura usepla. Ingeniero Pekab (nombre completo: Pekab Hakimo-Regatón 4 Terceraiptoiteración-mentófaga [Velcranio]sub22sync% VI): Ingeniero especializado en propulsores no-Mn para naves estelares. Fue quien encontró a la Nimrod por primera vez, al cabo del quinto año de su viaje. Antaño fue un lavingio hermafro, pero cambió al convertirse en ingeniero y abandonar su antiguo cuerpo. Radycor Maelsem Vor: Oficial aduanero de la policía usepla de fronteras. Useplo varón-varón. Straven Bohr:Primer oficial de la cañonera Óberon, useplo varón-varón. Vranfier Iocasta:Capitana del crucero estelar Venganza, que después pasó por otros mandos menos glamurosos como el de la cañonera Óberon. Usepla mujer-mujer. Yax Drunqua:Jefe del clan terlon de piratas de Procol Umbra, en contacto con un inquietante misterio del espacio profundo. Terlon varón-varón. Zmitta Dham:Miembro de la brigada artística. Lavingia, mujer-mujer. Amiga de Gétula Deprím-Taedo.

ENTIDADES DE DESARROLLO CUÁNTICO PARASOFONTE:

Maelstrom Gauta: Nombre con el que los terlon llaman a la ameba de hipermateria que vaga por las profundidades del espacio, dejando gotas de sí misma atrás que llueven sobre los mundos y los polinizan. Tetrámeclon Ipseidon, el:Inteligencia Artificial de la Mnentalidad especializada en legislación y en asuntos relacionados con la interacción entre las dos razas y los tres sexos oficiales en que se divide la civilización antiliana.

PRÓLOGO: LA CAÍDA DE UN IMPERIO

La galaxia reposaba en su mano como una joya. Era un reflejo sobre un poco de agua que tenía en la palma, pero contenía mil millones de luces.

El panorama de los campos Elíseos, en la Vieja Tierra, no destilaba la paz y belleza de costumbre. No para una mujer que los había conocido desde niña y había saboreado en ellos los placeres más exquisitos. La deoEmperatriz Beatriz Simanova los contemplaba desde la balconada de su torre, y solo veía una turba de gente asustada y colérica, sedienta de sangre, que venía a buscarla.

Claro, pensó: todo es muy coherente. El pueblo siempre castiga a los que lo hacen sufrir. Tenían miedo, miedo de toda aquella magia incomprensible que hasta entonces habían tolerado porque facilitaba sus vidas. Pero cuando la magia se volvía en su contra, cuando de los cabalísticos hechizos de la mente surgían monstruos que devoraban los planetas y destrozaban los sueños, el pueblo exigía sangre.

Los contempló en silencio durante largos minutos. Las defensas aguantarían todo lo que hiciera falta. Podía calcinarlos a todos con un simple gesto, pero no quería. Ellos eran su gente, sus conciudadanos, de donde habían partido los aplausos que recibió al nacer y en sus sucesivos cumpleaños. Los que habían sentido la marcha de su padre y habían llenado el patio de flores cuando murió su madre.

Conteniendo una lágrima, abandonó el palco y se retiró a sus aposentos. Allí convocó a las IAs Supremas. Aparecieron cien, las más grandes, las que, repartidas por toda la Ultralínea, controlaban la dimensión informática del Imperio.

—Esta es la última orden que voy a daros en mi vida —comenzó Beatriz—. ¿Qué capacidad de procesamiento tenéis ocupada en este instante?

Un icosaedro de dimensiones perfectas se adelantó al resto.

—Ocupamos un setenta por ciento de nuestra capacidad en la LR, más un doce por ciento en tareas administrativas referentes a la flota, más un uno extra reservado íntegramente a la lucha que el soldado Evan Kingdrom sostiene en estos momentos en Delos.

—Bien —asintió la ex-arconte—. Bastará. Eso deja libre un diecisiete por ciento de vuestra capacidad, más que suficiente para lo que quiero hacer. Escuchadme bien, porque esta es la orden más importante que se os ha dado jamás: deseo que pongáis a trabajar todos vuestros recursos sobrantes en una copia ROM de todo el Imperio.

—¿Del Imperio? —se asombraron las inteligencias artificiales.

Beatriz asintió.

—Y no solo de él. De todo, absolutamente todolo que tenga que ver con la especie humana. El conocimiento almacenado en todos nuestros mundos: los archivos, los libros, los comentarios de la Línea Rápida, los registros administrativos, los programas educativos, los documentos audiovisuales, el esquema genético de nuestra especie y de todas las especies animales y vegetales que hemos mapeado, la historia universal, esta conversación, vuestro propio código fuente... Todo. Quiero que hagáis una copia de la civilización humana en este momento de su historia, la comprimáis en un único disparo LR, y la lancéis al espacio.

—¿En qué dirección?

La mujer se encogió de hombros.

—No importa. Lo importante es que se almacene en alguna parte. Que haya un registro de seguridad que atestigüe que estuvimos aquí, si la Sombra se extiende y perecemos. Una salvaguardia.

Las IAs hicieron sus cálculos.

—El proceso ocupará un volumen total de quinientos treinta y dos mil millones de petabytes de información, y se realizará en siete coma nueve horas estándar. El disparo LR absorberá para sí toda la potencia de los repetidores estelares durante once minutos.

—No importa. Hacedlo —concluyó Beatriz, y regresó a la balconada.

En cuanto la vieron asomarse, la turba enfurecida gritó y la vilipendió y exigió su cabeza. Beatriz, apretando los párpados, procuró no escuchar sus insultos y sustituirlos por las agradables ovaciones que recordaba de su niñez.

Luego, dio la orden de abrir las puertas.

 

En el hangar donde estaba posado el Nimrod se respiraba una gran agitación. Los mozos de pista corrían de un lado para otro, preparando las naves del regimiento dorado para su inmediata partida. Aunque no conocían las razones de la repentina conmoción, las órdenes eran de prepararse para un posible levantamiento popular.

No era nada nuevo: por todos los mundos del Imperio corría el rumor de que ya no había Emperatriz, que la convolución había resultado un fracaso y el dios mnémico no había podido regenerarse de las cenizas de la Sombra. De ser cierto, con él moriría toda la estructura clásica de la civilización.

Eso no impidió que un personaje encapuchado, que vestía unas túnicas de monje y portaba un maletín en la diestra, pasara a través de los controles y se acercara a la majestuosa nave de guerra. Algunos se fijaron en él e intercambiaron comentarios, pero nadie se atrevió a discutir el impresionante pase de seguridad que exhibía ante cada barrera. Mientras todos corrían histéricos de un lado para otro, el encapuchado se acercó a la panza del incursor, comprobó que estaba listo para despegar, y desplegó la rampa de abordaje.

Una vez en el puente, ordenó a la cognoscitiva que iniciara los ciclos de despegue y se quitó la capucha, sacudiendo la cabeza para desprenderse del olor de la tela. Luego, descargó la memoria almacenada en el maletín en el núcleo IA de la nave.

—¿Delian? —preguntó.

Nadie le contestó.

—Joder, Delian —repitió—. Sé que estás ahí. Los programas de adaptación de pensamiento eran de buena calidad. Responde, por favor.

—Tranquilízate, estoy bien —dijo una voz que surgía de todas partes y ninguna. Los controladores de la consola de mando se iluminaron—. Esto de tener una nave de guerra por cuerpo es algo que jamás se me pasó por la cabeza, amigo mío. ¿Por qué te haría caso?

—Tómalo como una expresión más de tu talento artístico —dijo Evan, repasando el estado de los sensores y los sistemas de ataque. Delian podía ser un magnífico pintor, aunque estuviese muerto… pero como nave espacial todavía era un novato.

Cuando Sandra expidió el permiso de máxima prioridad, autorizándolo para que se llevara la mejor nave de cuantas disponían en ese momento —y aún más, para destinarla indefinidamente a una misión desconocida, a cargo de un capitán cuyo nombre era secreto—, las quejas de todo el almirantazgo fueron de leyenda. Absolutamente todas las vacas sagradas de la armada, los altos mandos estratégicos y los representantes de la cámara de gobierno expresaron su disgusto por estas acciones arbitrarias. La respuesta de la nueva Emperatriz fue, igualmente, histórica:

—Os jodéis.

A Evan le hubiera gustado estar allí para verlo, pero habría sido muy peligroso. Ya tenía suficiente, de todas formas, con el hecho de que todos pensarían a partir de entonces que el gran Héroe de la Sombra —título ridículo adjudicado por la prensa— ya había muerto, y lo dejarían en paz.

—A ver si este trasto es tan bueno como dicen —musitó, sentándose en el sillón de mando. La enorme nave parecía desierta despegando con un único tripulante a bordo.

—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —preguntó Delian.

—Sí. Beatriz recopiló un back-up de toda la civilización humana antes de morir. Eso incluye los registros de las IAs de Damasco.

—Y pretendes encontrar a tu amada en ellos —se burló el pintor. El soldado se lo imaginó sacudiendo la cabeza—. Es ridículo. El espacio es infinito, en lo que a nosotros nos atañe. ¿Sabes lo que eso significa, lo inmensa que es el área de búsqueda? Jamás podremos alcanzar esa señal. No sabemos si Beatriz la programó para que regresara algún día, o si vagará indefinidamente por el espacio hasta que las estrellas se congelen. Encuentra otra mujer, enamórate otra vez y olvida este ridículo sueño.

Evan contempló el fondo de estrellas que aparecía en el ventanal del puente de mando, y las examinó con la candidez de la esperanza. Si Ary estaba allí fuera, en algún lugar, la encontraría aunque estuviese toda la vida vagando sin rumbo y recorriendo parajes desolados entre galaxias.

Cuando la fuerza del amor es lo suficientemente poderosa, el infinito no es un lugar excesivamente grande.

PRIMERA PARTE:

EL FESTIVAL DE LUCES DE CIUDAD ESPERPENTO

1.CINCO AÑOS DESPUÉS

La gravedad universal, más antigua que el tiempo, más obstinada que la luz, más insondable que el vacío, tenía su propia sabiduría. Los invisibles colchones de deformación del espacio-tiempo en los que se alojaban las estrellas estaban marcados por las antiguas tretas de supervivencia del cosmos. Por la inalterabilidad de las matemáticas. Por el encanto del equilibrio perpetuo de masas. La gravedad era el lienzo sobre el que las demás plumas escribían su gesta, y como cualquier libro, estaba hecho para que alguien lo leyera.

Esta había sido la obsesión del ingeniero Pekab Hakimo-Regatón 4 Terceraiptoiteración-mentófaga (Velcranio)sub22sync% VI desde que tuvo uso de razón. Aprender a leer en la gravitación universal para descubrir los capítulos más antiguos de la historia de su país, entendiendo este como toda la galaxia, cualquier rincón del espacio profundo al que pudiera llevarlo su corcel. Pekab se consideraba un ciudadano de la galaxia, no atado a ningún planeta ni lugar, solo al corcel que lo llevaba sobre sus cascos de fuego, saltando entre las luces del firmamento.

Llevaba varios meses en el espacio profundo intentando que su mente se desligara de todo pensamiento racional. Otros lo habrían llamado entrar en trance, comenzar una búsqueda interior… pero a él le gustaba llamarlo simplemente relajación. Elevar su cabeza hasta ese lugar donde las leyes pierden vigencia y ya no hay normas que seguir, sino sugerencias.

¿En busca de qué? Tal vez de un simple instante de paz. Llevadme deprisa a ese lugar en el que nunca han existido mandatos de ningún tipo, deseó. Pero no sabía quién podría hacer realidad su deseo. Ninguno de sus hermanos ingenieros podría, desde luego, pues estaban sumergidos en su rígido mundo de teoremas físicos, el hervor y el fragor de la música de las matemáticas programando sus mentes en una única dirección. Y él necesitaba algo distinto, algo que nunca hubiese sido descrito por ecuaciones. Algo más… —que los dioses le perdonaran el atrevimiento— artístico.

Estaba sentado en la esfera que hacía de cabeza para su nave, un saltacampos magnéticos que él mismo había diseñado y construido. No era un vehículo muy grande, apenas medía cincuenta metros de eslora, y era casi todo cola. Solo un cuerpo pequeño situado en la parte delantera, que albergaba el espacio del tripulante único y un par de motores de emergencia, escapaba a la parte del diseño que ocupaba la larga y oscilante cola. Tenía que ser así debido a su singular sistema de impulsión: el saltacampos era una nave concebida para chapotear como un alevín en la malla electromagnética de alguna estrella cercana, o de algún planeta lo suficientemente grande como para extender su influencia a muchos millones de kilómetros. La cola subía y bajaba con un ritmo lánguido, provocando un chapoteo de electromagnetismo cada vez que se hundía en el lago invisible, e impulsándose igual que un pececillo. Pekab, gracias a los sistemas avanzados de su traje de vacío —que también era su cuerpo, pues ambos se habían fusionado en una sola cosa indivisible, y era imposible distinguir dónde acababa el ser vivo y dónde empezaba el traje—, podía escuchar físicamente aquel chapoteo, con sus grupos sónicos bien diferenciados. Se parecía a la música de las esferas, para la cual había compuesto algunos cuartetos con ayuda de aquellos planetas.

Se relajó, tumbándose en el diván de la carlinga. Muy lejos, a un par de años luz a su espalda, quedaba el límite más externo del espacio controlado por su civilización, la Mnentalidad. Era muy pequeña comparada con los miles y miles de sistemas solares y mundos terraformados que poseían sus primos lejanos, los humanos del Imperio Gestáltico. En comparación, ellos solo controlaban un volumen de espacio cúbico colonizado equivalente a ciento quince sistemas solares y doscientos noventa y dos mundos y estaciones de espacio profundo. Pero tampoco les hacía falta más. No estaban enfermos de esa ansiedad por expandirse y avanzar, avanzar, avanzar, que infectaba la psique de la civilización vecina. Los humanos del Imperio tenían un nombre bastante despectivo para ellos: los llamaban «la Tercera Rama», aludiendo a una derivación de la hélice genética estándar de la humanidad, la que nació en la Vieja Tierra. Pero ¿quién mutó, y quién se escindió de quién? Había muchos pensadores y estadistas de la Tercera Rama que tenían respuestas muy graciosas sobre esto, y que no les habrían gustado nada a sus primos de la rama original.

Pekab orientó la nave hacia la mancha brumosa de estrellas que conformaba el núcleo del brazo espiral. Ellos lo llamaban Zhemys en honor a un antiguo mito. Allí, más que en otros lugares, el universo daba la impresión de estar tejiendo su conectividad autorreferente. Depositaba al azar semillas de complejidad que algún día, si las leyes del cosmos lo permitían, se acabarían convirtiendo en otros universos. O quizá, quién sabe, en algo todavía más complejo: en ideas.

La cantidad de luces que destellaban como diamantes era literalmente incontable, y eso que solo correspondía a una novena parte de la galaxia. Hasta hacía solo cinco años, observar aquel anfiteatro de estrellas en longitudes de onda diferentes a las del espectro visible era como mirar un carnaval de radiación. El infrarrojo estaba azotado por tormentas, los frentes de radio eran salvajes, el ultravioleta ardía como fuego frío. Porque a lo que estaban mirando era al lejano Imperio Gestáltico, que bullía de vida, de actividad, de ambición, de locura.

Sin embargo, un lustro atrás, ese espectáculo acabó repentinamente.

Ellos habían tardado un poco más en darse cuenta, pues aunque el apagón ocurrió por aquel entonces, la velocidad a la que las ondas llegaban a su región del espacio hizo que nadie en la Mnentalidad supiera que el Imperio se había apagado como una vela hasta que no pasaron dos años más. Entonces, hubo muchos gritos ahogados, muchas caras de estupor, muchas plegarias a divinidades de diseño. Porque debía de haber ocurrido un cataclismo inimaginable para que una ruidosa civilización de diez mil mundos cerrase su bocaza de golpe, y dejara de cantar sus canciones.

Pekab no sabía qué medidas habían sido tomadas por los líderes de la Mnentalidad para averiguar qué había pasado. Él, como ciudadano de uno de sus muchos mundos, no tenía derecho a que se le informara de semejantes cosas. Imaginó que sí: que alguien, en alguna parte, habría intentado ponerse en contacto con ellos o enviado una expedición para recabar datos. Pero si esa expedición llegó y descubrió algo interesante… nadie lo sabía. Solo se les dijo que tuvieran paciencia y que, aunque el Imperio parecía haber entrado en guerra contra alguien o algo decididamente superior, la amenaza parecía haber sido eliminada, por lo que no afectaría a los mundos de la confederación vecina.

Eso no tranquilizaba lo más mínimo al ingeniero.

Las actuales coordenadas eran para él como una atalaya, una balconada desde la que ponerse a observar la inmensidad del cuadro, aventurando respuestas para esos enigmas. Se decía que el motor de la otra civilización, el Emperador Gestáltico —un dios creado por los hombres— había muerto 1 . Y que por eso había ocurrido aquel apagón. Oh, los diez mil mundos seguían encendidos, claro: ninguno se había apagado del todo como una vela moribunda en el telón de la noche. Pero ya no estaban conectados unos con otros. Al menos, no como antes. La civilización rápida, instantánea, se había convertido en otra más lenta y demorada. Las distancias entre las luces volvían a ser, muchísimos milenios después, inconmensurables. Y el gigantesco hardanger empezaba a deshilacharse a ojos vista.

Eso os pasa por confiar tanto en el Metacampo, pensó con abatimiento. Si hubieseis sido como nosotros y le hubieseis dado la espalda a esa panoplia de brujerías, ahora no estaríais tan solos.

Era un pensamiento cruel, por supuesto. Como cebarse en un enemigo derrotado intentando explicarle sus errores. La Tercera Rama no creía en la mnémica, aunque admitía su existencia. La veía como algo perverso que terminaría corrompiendo la esencia de los seres vivientes, y por eso, en lugar de abrazarla, le había dado la espalda. El Metacampo, para ellos, no era una dimensión de prodigios y de energía infinita que podían manipular a su antojo, sino una trampa cósmica que algún día terminaría volviéndose contra los que la usaban para hacer más fáciles sus vidas. La historia ratificaba esta tesis.

No le costó trabajo imaginar que estaba en contacto con los seis mil años de historia de sus ancestros, y que quien lo miraba desde el vacío era Cirosh, el legendario primer explorador, dispuesto a transmitirle si bien no toda su sabiduría, al menos sí su capacidad de juicio.

Cansado del panorama del brazo espiral y sus luminarias que ardían a medio gas, Pekab iba a darle la vuelta a su nave para que buceara a la inversa en los campos magnéticos, cuando algo ocurrió. En realidad fueron dos cosas: la primera, que un frente de ondas terriblemente potente sobrepasó su nave, dejándola atrás como un tsunami que fuera barriendo el plano inferior de la radio y las telecomunicaciones. Su antena tembló mientras sus instrumentos recogían una tormenta brutal de ruido blanco que casi le fundió los circuitos. Solo duró unos segundos, por fortuna, y dejó atrás al minúsculo saltacampos continuando su inexorable avance hacia el centro de la Mnentalidad.

Lo segundo que pasó fue que un pequeño puntito destelló en el radar de largo alcance. La cognoscitiva de la nave era lo suficientemente lista como para discriminar distintos tipos de objetos y pintarlos en la pantalla según su importancia: verde para las naves y objetos claramente tecnológicos, azul para aquellos que fueran rocas o elementos siderales vagabundos, y rojo para todo aquello que se saliera del espectro de cosas conocidas. Lo cual no era mucho. Aquel humilde puntito brilló en un parpadeante color esmeralda. Era un vehículo, aunque no transmitía la típica baliza de reconocimiento de la Mnentalidad.

¿Acaso no poseía una mente que la gobernara, una personalidad IA grabada en cristales lógicos de diamante, como pasaba con todas las naves de la Tercera Rama? ¿Era un vehículo que no sabía hablar? ¿O tenía su antena rota? Pekab bajó sus filtros sensoriales para enfrentarse a la realidad desnuda, sin tamices interpretativos, a ver si así descubría algo más, pero no hubo suerte.

Arrugó su rígido entrecejo de polímeros. ¿Una nave no identificada? Vagabundos, tal vez, o ilegales. Quizá piratas terlon. Alguien intentando no ser detectado o que, de serlo, prefería conservar el anonimato. Lo curioso era que se movía por simple inercia detrás de la onda de radio, como si quisiera cabalgarla pero fuera incapaz de igualar velocidades. A lo mejor era un pecio abandonado en el espacio, lo cual abría muchas posibilidades lucrativas. Ser el primero en descubrir un pecio lo convertía instantáneamente en su dueño. Tal vez de su desguace pudiera sacar algo de dinero para costearse más expediciones al espacio profundo, a la balconada desde la cual se divisaba el Imperio Gestáltico. Decidió ir al encuentro de aquella nave y ver de qué se trataba.

Pekab no podía saberlo, pero en ese instante se conjuraron miles de nuevos futuros: ciudadanos de cien mundos alteraron para siempre el devenir de sus vidas, guerras de alcance sobrecogedor murieron en la mesa de diseño mientras que otros conflictos sí vieron la luz, las matemáticas vaticinaron la existencia de universos paralelos jamás imaginados, y ese lienzo de gravedad donde el viejo cronista del universo glosaba su campaña añadió una nota a pie de página. «Nunca creas que las historias se cierran del todo —afirmaría esa adenda—, pues siempre queda algo más que decir».

Sin tener ni idea de cuál iba a ser su contribución a aquella historia, el ingeniero puso rumbo de interceptación hacia aquella nave que sus instrumentos acababan de detectar. Y, con ese simple gesto, nacieron un billón de historias.

 

Cojamos, por ejemplo, a una persona al azar en el universo y observemos en qué punto se encuentra su propia historia. Analizándola, entenderemos mejor al individuo.

Aquí tenemos al guerrero espíritu Evan Kingdrom, nacido en el Imperio Gestáltico una treintena de años antes. ¿Qué estaba haciendo en el momento en que el ingeniero Pekab activó los motores auxiliares de su nave para interceptar al Nimrod? Pues miraba fijamente el cañón romo de una pistola láser, haciéndose las mismas preguntas que muchos de sus ancestros habían entrevisto detrás de aquella oscuridad, acechando, la vida convertida en una mentira estadística. Las preguntas del solitario que tenía tanta carretera por delante como la que había dejado atrás, pero estaba demasiado cansado como para seguir su camino.

El arma no pesaba, era muy ligera. Estaba cubierta por un campo de camuflaje que cosquilleaba al tacto y que podía volverla invisible con solo rozar un punto del mango. Todo en ella, desde su peso hasta la carga energética y su sistema de puntería, había sido estudiado al milímetro para convertirla en una excelente máquina de matar. Costaba creer que un trozo de metal tan pequeño, que cabía en una mano, fuera una obra de ingeniería tan perfecta, tan inteligente. Y que su único propósito fuera destruir.

Evan había sido un guerrero espíritu toda su vida, desde que el entrenamiento comenzó en su niñez, allá en Mundo Stygma. Se le había entrenado en las artes marciales más avanzadas conocidas, combinándolas con un afinamiento de sus capacidades mnémicas para que la habilidad de lucha de un hombre se mezclara con los prodigiosos poderes derivados del Metacampo. El resultado de semejante experimento era un guerrero que podía usar la precognición mnémica para anticiparse por décimas de segundo al golpe de un enemigo, o a la trayectoria de un láser, para quitarse de en medio o contrarrestar el ataque de un modo que los legos solo podían tildar de milagroso. Pero aquellas facultades no tenían nada de milagro: eran mnémica sólida aplicada a la batalla. Nunca en la historia de la humanidad existieron soldados como ellos, tan mejorados por la tecnología y los poderes psíquicos, y tan fanáticamente dedicados a un único objetivo: defender al Imperio Gestáltico de cualquier enemigo, tanto interno como externo.

Ninguno de sus maestros le dio instrucciones, sin embargo, sobre qué hacer si el Imperio dejaba de existir. O si el Emperador-dios moría. O si el Metacampo cerraba sus puertas y dejaba de prestarle su energía a los sofontes de la galaxia. Un escenario imposible que sí se había dado, cinco años atrás, y al que él había contribuido mucho.

Paradojas. Su vida entera se había convertido en una paradoja. Era un guerrero que había perdido sus poderes mnémicos, pues ahora la mnémica no estaba disponible para nadie… y era huérfano también, pues no tenía ningún amo al que servir. Un ronin, un esclavo sin amo. ¿Qué le quedaba entonces, a él que fue el campeón que salvó a todo un Imperio —y quizá a todos los seres vivos de la galaxia— del exterminio?

La respuesta sorprendería a cualquier cronista y agradaría por igual a cualquier poeta. Pues lo único que le quedaba al guerrero Evan Kingdrom en la vida, después de tanta lucha y tanta muerte… era algo tan básico como el amor. O la esperanza de recuperarlo.

—Conozco demasiado bien esa mirada, la que se pierde en el interior de un arma. Es la misma que se deja caer al fondo de un vaso —dijo una voz sintética que salía de los altavoces—. Nunca trae nada bueno, amigo mío, créeme.

Un fantasma se materializó a su lado, el de su único compañero de viaje, el pintor muerto Delian Stragoss. Ya se había acostumbrado a ser parte de la mente de la nave, su IA. Pero en ningún momento de aquellos años de viaje había dicho que la experiencia le gustara. Evan se quedó mirándolo unos segundos con pupilas de medianoche.

—No es la mirada de un hombre que conserve su esperanza, ¿verdad?

—Desde luego que no. Te lo dije cuando salimos de la capital: el universo es un lugar demasiado grande. No es grande, es… es vasto. Y tú buscas una aguja en un pajar. ¿De veras no creías que llegaría el momento en que las decepciones superarían a las alegrías, en esta loca cruzada tuya?

Evan asintió. Su cara estaba limpia de emociones, como si estuviera barajando varias de ellas pero ninguna encajara con lo que quería expresar. Ninguna acertaba al cien por cien con lo que pasaba por su cabeza.

—Sí que lo creía, pero no esperaba que llegara tan pronto. Sé que el universo no está construido a la escala del hombre, ¿pero acaso una sola persona no puede explorar una pequeña parte de él que importe? ¿Tan larga es la espera, si lo que aguardas es un milagro?

—Sería fatigosa, aunque no haya de durar más de una larga noche.

Miró al guerrero de piel de ébano y cabello rizado y sonrió. Sabía que en aquel momento se sentía como una ráfaga de terror en el viento, pero había maneras de contrarrestar su apatía. Cuando el objetivo de una búsqueda vital se alejaba más y más de uno, lo que había que hacer no era aumentar la velocidad de la carrera, sino emplear un telescopio para verlo más de cerca.

—Los sectores habitados del Imperio quedan muy atrás. Nos estamos acercando a aquellos controlados por la Tercera Rama, si es que siguen por aquí y no se han marchado a otro lugar, o se han exterminado a sí mismos. Es increíble que dos o más civilizaciones se hayan alejado tanto durante milenios que solo puedan postularse, más que describirse.

—La teoría de los oídos más próximos.

—Sí. Aquella que asegura que si las IAs del circunspacio terrestre lanzaron la Señal hacia el espacio profundo, no lo harían completamente al azar sino en la dirección en la que pudieran hallarse las antenas más cercanas —asintió Delian—. Así se asegurarían de que hubiera al menos un receptor del mensaje escuchando. Y es aquí, en estos sectores con mayor densidad de estrellas, donde esos receptores tienen mayor probabilidad de hallarse. Seguro que nuestra búsqueda está cercana a su final.

Evan lo miró con sorna.

—Y eso lo dice un tío que es artista, nada afecto a las hipérboles.

—Es lo que llamo mi psicología omnímoda, y siempre la acompaño con una reverencia bien ejecutada. Yo…

Una alarma de proximidad cortó su frase por la mitad. Evan se guardó la pistola en el cinto y fue hasta el puente de mando, dejando atrás a su amigo. Cuando llegó, Delian ya estaba allí, de pie y vestido con otra ropa distinta, de algún periodo histórico pescado al azar.

—¿De qué se trata?

—Un objeto tecnológico se nos aproxima, posiblemente algún tipo de vehículo sonda. Es relativamente pequeño y tiene forma de espermatozoide —le describió la cognoscitiva, pero no a través de la boca del holograma de Delian, sino desde la consola de mando—. Intenta analizarnos con sensores activos.

—Mándale un mensaje de saludo y buena voluntad. ¿En qué sector estamos?

—En la frontera con los controlados por la Tercera Rama.

Una ceja se alzó en el rostro del guerrero.

—¿Crees que serán ellos?

—O alguna nave exploradora de las nuestras. Todo es posible. Pero es cierto que no emite una baliza de identificación propia del Imperio.

—Vamos a ver qué aporta la identificación visual.

Las dos naves se aproximaron con cautela. La Nimrod era sensiblemente más grande que la otra, que parecía un bastón de metal oscilante con un bulto con forma de carlinga La de Evan era sin duda un bajel de guerra, con un agresivo perfil con cuatro alas surgiéndole por los lados de las que colgaban motores ultralumínicos. No tenía armas a la vista, pues su panoplia de armamento estaba escondida bajo el casco, pero cualquiera con sentido común habría deducido que no estaba hecha para explorar o cargar cosas, sino para matar. El «espermatozoide», como lo había llamado Delian, por el contrario, parecía un simple yate de paseo unipersonal cuyo sistema de impulsión tendría algo que ver con la propiedad basculante de su cola.

—Es un saltador de campos magnéticos, una tabla para surfear electromagnetismo —dijo el pintor—. Está chapoteando en el plano de ondas de esa estrella amarilla decadente que tenemos al fondo. No es de las nuestras.

—Entonces tiene más derecho a estar aquí que nosotros. —Evan se sentó en la silla del capitán. El puente de mando, pensado para albergar a veinte tripulantes sólidos (más un centenar de virtuales) parecía muy grande con una sola persona viva a bordo—. Llámalo en todas las frecuencias e idiomas conocidos, a ver si contesta.

—Acabo de recibir un paquete de datos de su cognoscitiva en el que me traduce sus protocolos matemáticos. Descifrándolos y deduciéndolos… —La IA se tomó su buen par de segundos para asegurarse de estar haciendo un buen trabajo—. Ya. Abro un canal visual de comunicación.

La pantalla se iluminó para mostrar a un ser que en la primera impresión asombró a Evan, pues no parecía una entidad viviente sino un robot. Luego se dio cuenta de que lo que estaba viendo era un traje de vacío bastante estrafalario. La certeza de que el traje y su ocupante eran casi la misma cosa, un ente fusionado, no llegaría hasta más tarde.

—Esto… hola. ¿Entiende este idioma?

—Nuestras cognoscitivas lo están traduciendo en tiempo real, intercambiándose diccionarios básicos —dijo el ingeniero—. Hola. Me llamo Pekab Hakimo-Regatón 4 Terceraiptoiteración-mentófaga (Velcranio)sub22sync% VI, abreviado Pekab. Ingeniero Pekab.

Evan alzó una ceja.

—Yo… solo Evan. Encantado de conocerlo, ingeniero. Soy un viajero del Imperio Gestáltico. Llevo años vagando por estos sectores y me he encontrado con pocos seres inteligentes con los que poder charlar, así que verlo a usted constituye todo un placer.

—La tecnología de neuronas que gobierna mi cerebro me permite una velocidad de pensamiento semejante a la de un sofonte biológico medio. Así que sí, soy inteligente, y capaz de hablar.

—Eh… me alegro. Ya lo veo. ¿Dónde estamos? ¿Podría su cognoscitiva actualizar los mapas estelares de la mía? Si estoy en el espacio colonizado por la Tercera Rama, y debo cumplir con algún protocolo de cortesía, me gustaría saberlo con antelación.

El ingeniero hizo un gesto raro, como si las impresiones sensoriales de su armadura fluyeran hacia su córtex.

—Le estoy enviando información cartográfica basada en nuestro sistema de medición de estrellas y distancias. Traduzca mi mapa a sus reglas cartográficas y lo verá todo claro.

Al guerrero le asombró la buena predisposición de aquel ser que se hacía llamar Pekab, su buena voluntad. Puede que fuera por su profesión, o porque se había pasado los últimos años combatiendo contra fuerzas hostiles en una guerra brutal, pero tanta afabilidad le extrañaba. Le parecía increíble que hubiese humanos viviendo en otro lugar de la galaxia que no estuvieran paranoicos, que no tuvieran el alma oscurecida y blindada por el temor al genocidio. ¿Acaso la Tercera Rama, si es que el tal Pekab pertenecía a ella, se había mantenido tan apartada de la crisis del Último Emperador que no la habían visto sino como un espectáculo de luces en el horizonte?

Si era así, bien afortunados habían sido. Y bien ingenuos, porque si ellos no hubiesen derrotado al dios gestáltico, seguro que su podrida voluntad mnémica habría exterminado cualquier asomo de vida inteligente en la galaxia, incluyendo a Pekab y sus amigos.

—Estoy traduciendo el mapa que nos ha enviado a nuestro código astronómico —dijo Delian—. ¡Vaya, es asombroso!

Desplegó en la pantalla un cubo de luces, diagramas de flujo y vectores que ocupaba una región de trescientos pársecs cúbicos, y en cuyo interior cabían ciento quince sistemas solares. Había miles de puntitos brillando en aquel saco de luces, cada uno con sus coordenadas de salto de hipervínculo, y un largo código alfanumérico que incluía el nombre del puerto espacial, el tipo de estrella que orbitaba, la clase de planeta al que prestaba servicio, si era un puerto comercial o restringido, y cien cosas más. Tanto Evan como su amigo estaban alucinando.

—Uauh. Gracias, amigo, no se me ocurre nada mejor que decir. Es… es… un auténtico regalo. Un mapa de tu civilización.

—No es más que una herramienta que les puede resultar útil mientras estén en nuestro espacio, viajeros —dijo Pekab—. A mí se me está agotando el combustible y tengo que regresar ya. ¿Desean que los acompañe al puerto estelar más próximo?

—Pues sí, la verdad. Supongo que una vez allí tendremos que identificarnos ante sus autoridades.

—Sería lo lógico —dijo el ingeniero, e hizo brillar una ruta en línea recta hacia la estrella amarilla que había al fondo—. Estas son las coordenadas de salida. Si usan un sistema de impulsión parecido al mío, vía Hipervínculo, no tardaremos mucho en llegar.

Se despidieron del extraño samaritano mientras su nave se daba la vuelta y sacudía con más ganas su cola. De pronto, su contorno se llenó de la luz residual de un efecto transfísico asociado al salto al Hipervínculo, que fragmentó su masa en un millón de lágrimas brillantes y las lanzó hacia el infinito, como si en lugar de acelerando la nave la estuviese enviando por fax. Cuando la Nimrod saltó lo hizo con una exhibición de fuegos artificiales mucho más modesta.

—Ha sido una suerte encontrar a alguien tan amable —dijo Delian, haciendo que su fantasma se sentara indolente en una de las sillas vacías—. Pero me pregunto qué pasará cuando su policía de fronteras, que la tendrán, se dé cuenta de que venimos del Imperio y que somos una nave de guerra. ¿Crees que nos recibirán tan amablemente como este buen samaritano?

—Lo dudo, y por eso quiero que calcules desde ya un salto de emergencia por si tenemos que salir de allí por pies. A un lugar al azar, vacío y alejado de sus rutas de tránsito estelar.

—Lo estoy calculando. Tenemos protocolos para esto. —Puso cara de estar sumiéndose en una meditación atemporal con muchos puntos de vista simultáneos—. Su civilización es más pequeña que la nuestra, si nos ceñimos a lo que dice este mapa. Pero seguro que está bien armada. Quién sabe qué maravillas tecnológicas, sociales y artísticas habrán desarrollado con las que nosotros ni siquiera hemos soñado.

—Yo me pregunto si habrán recibido la Señal. Y cómo habrán reaccionado a ella. Seguro que sus antenas de espacio profundo han tenido que arder como teas. —Evan miró el largo código que designaba el lugar hacia donde estaban saltando—. Por cierto, ¿cómo se llama el sitio ese a donde vamos?

Delian le dedicó una sonrisa tan llena de dientes que más parecía la de un tiburón preparándose para darse un festín que la de un navegante al constatar que al final del viaje lo esperaba un puerto seguro.

—Te gustará. Creo que esta gente ha desarrollado un sentido estético parecido al nuestro, al menos en lo que respecta a su sensibilidad artística. Porque si esto no es cinismo aplicado a la ingeniería, ya me dirás tú qué es.

—¿Cómo se llama?

—«Ciudad Esperpento».

2.UN CARNAVAL DE CIUDADES FANTASMA

El salto hasta Ciudad Esperpento duró poco más de diez minutos, lo que significaba que estaba cerca. Delian calculó que a una distancia de unos ochocientos millones de kilómetros de la estrella amarilla, en la órbita donde solían situarse los gigantes gaseosos. Cuando abandonaron la dimensión artificiosa y fraudulenta del Hipervínculo y entraron en el espacio real, el panorama que los aguardaba logró que no solo Evan diera un salto de la impresión, sino que al fantasma del pintor se le deformasen hacia afuera los rasgos de la cara en una cómica expresión de asombro.

Lo que tenían delante no era un gigante gaseoso, sino lo que podría haber quedado de él si un dios provisto de buenos pulmones hubiese soplado hasta dispersar en una dirección su volumen gaseoso, dejando a la vista su corazón desnudo. A partir de un objeto de un tamaño similar a la Tierra que aparecía inmóvil en su radar, la nebulosa que otrora fueran las capas de gas del gigante se expandía durante miles de kilómetros como un montón de polvo soplado, esparcido sobre el tapiz del espacio. Ese núcleo estaba rodeado por una miríada de puntitos que chispeaban en el radar, algunos quietos, otros moviéndose en órbitas sincrónicas.

La nave de Pekab había llegado unos segundos antes, y volaba por inercia hacia el centro de aquella colmena de objetos. La Nimrod hizo lo mismo mientras sus sensores barrían el espacio de una UA e intentaban reconocer lo que veían. Le costó, pues muchos de aquellos objetos no se parecían a nada que fuera común en el Imperio Gestáltico. Lo primero que analizaron, obviamente, fue el objeto central, lo que parecía haber sido en tiempos el núcleo del gigante de gas, ahora expuesto. Evan ahogó una exclamación al verlo: era una roca casi tan grande como la Tierra con estructura cristalina, de carbono prensado, con características físicas parecidas a las de un diamante. Era una piedra preciosa de tamaño descomunal. En el transcurso de sus viajes, Evan había aprendido que en ciertos mundos con altísima gravedad a veces se formaban microdiamantes en su atmósfera, produciendo lluvias cristalinas de gran belleza. Una vez había visto una de ellas, aunque no se atrevió a salir de su nave con un paraguas para disfrutarla. Cuando le pidió información a Delian, este le confirmó que sí, que en planetas jovianos con núcleos ricos en amoníaco e hidrocarburos, la aplastante maza de la gravedad podía fisionar tales compuestos, formando cristales que se irían hundiendo hacia el centro del planeta durante millones de años. Lo que Evan jamás imaginó fue que esos diamantes pudieran fusionarse en un único amasijo de mineral que haría las delicias de cualquier gemólogo.

Ese pedrusco parecía estar lleno de impurezas, pero pronto se dieron cuenta de que era porque estaba colonizado: miles de pequeñas naves y estaciones espaciales llenaban de acné sus facetas, grandes como continentes. Quizá taladrándolo, quizá estudiándolo, quizá solo posándose en él para poder contar que habían estado en uno de los lugares más prodigiosos del universo y que lo habían tocado con sus dedos. Eso era muy típico de los seres humanos, fueran de la especie que fueran. Pero lo que más le extrañó a Evan fue que sus sensores estaban registrando una cierta fluidez dentro del diamante, una especie de ductilidad… Era como si sus entrañas fueran líquidas hasta cierto punto, aunque era difícil precisarlo desde aquella distancia.

—Uauh. Y yo que creía que lo había visto todo —murmuró Delian.

—Esto es lo bueno del universo, amigo: que su capacidad para cogerte con la guardia baja es infinita. ¿Ya tenemos una lectura de esos puntos que orbitan en torno al pedrusco?

La pantalla hizo zoom sobre uno de ellos. Era una nave espacial, sin lugar a dudas, pero distinta a cualquier otra que hubieran visto. Su cuerpo era un rectángulo con un conjunto motor detrás, el clásico racimo de impulsores de popa. Pero la parte de proa se expandía en una esfera metálica, y era lo que había sobre ella lo que resultaba chocante. Evan vio calles de una ciudad radial, cuyos edificios nacían literalmente de la esfera y se expandían sin nada que los protegiera del vacío hasta un radio de doscientos metros. Esos edificios fluctuaban, crecían, se hacían más pequeños… latían con algún tipo de vida holográfica. Y estaban poblados por habitantes igual de ilusorios que ellos. En total había más de mil naves rodeadas por coronas holográficas que representaban ciudades, algunas pequeñas como una simple calle, otras tan grandes como para constituir poblaciones enteras. Cada una tenía un estilo distinto a las demás, por lo que parecía una auténtica orgía de tendencias arquitectónicas, de expresiones artísticas… Un carnaval de ciudades fantasma navegando en la noche.

—¿Naves vestidas con hologramas de ciudades? —se extrañó Delian—. ¿Qué sentido tiene? ¿Una moda tecnológica?

—Puede que sí o puede que no. —Los dedos de Evan teclearon sobre la consola del capitán—. ¿Podrías mandar un rayo de luz para que impacte sobre uno de esos edificios, a ver cómo se comporta?

—¿Qué quieres demostrar?

—Tengo un presentimiento.

La Nimrod mandó un láser inocuo hacia la nave-ciudad más cercana y estudió el comportamiento del rayo al incidir sobre el holograma. Las cejas de Delian se arquearon al ser el primero en darse cuenta, por el ángulo de rebote y su albedo, de que no eran hologramas. Aquellos edificios eran sólidos.

—La leche. —Incluso sus mejillas fantasmagóricas lo somatizaron perdiendo un poco de color—. No son ilusiones, son objetos que crecen como hologramas pero que tienen masa.

—Eso me temía. Y esas personitas que vemos pululando por sus callejuelas…

—Serán reales, también. Puede que personas enfundadas en campos medioambientales.

—Vamos a andarnos con cuidado con esta gente, amigo mío. —Sus dedos tabalearon por debajo de su barbilla—. Algo me dice que son mucho más de lo que aparentan. Pekab, ¿me escuchas?

—Aquí estoy. —La voz parpadeó en el ecualizador.

—¿Dinamitáis gigantes de gas? En el Imperio Gestáltico se hacía eso o se encendían para crear soles de región fría.

—Nosotros también lo hacemos, si el planeta no se puede aprovechar primero para crear computadoras jovianas.

—¿Qué es eso?

—La química de los gigantes gaseosos es idónea para liberar en ellos una buena cantidad de máquinas autorreplicantes, que se van reproduciendo sin parar hasta que extienden su algoritmo de vida por todas las capas del planeta, incluyendo el núcleo. Al cabo de pocos siglos, cuando alcanzan una población de más o menos dos billones de individuos, sus cerebros se enlazan para ejecutar sobre ellos un programa informático inteligente, una especie de súper IA. Su nacimiento se certifica pidiéndole que calcule, como regalo de bautismo, un número increíblemente alto y su factorial. Los ochocientos mil primeros dígitos de pi, por ejemplo. ¿Vosotros no tenéis computadores jovianos en el Imperio? Nosotros ya hemos fabricado tres…

Evan barruntó algo, pero no se le entendió. Se mantuvo en silencio hasta que llegaron a una de las órbitas cercanas al diamante. Una zona que no parecía de vuelo libre, pues una patrullera se les acercó.

—Aquí llegan ya —le dijo a Delian—. Prepara el salto de emergencia, pero no lo ejecutes hasta que yo te diga.

—Oído cocina.

El vehículo era como un zopilote con dos pares de alas que se curvaran hacia adelante como medias lunas. Apuntó al Nimrod con sus cañones de energía, situados en el extremo de las alas, pero un rápido análisis de su tecnología tranquilizó a Evan: eran láseres de impulsos de haz blando, ineficaces contra el blindaje de su nave. Aun así, mejor sería aparentar respeto e incluso un poquito de temor, porque aquellos tipos podían ser simplemente patrulleros que pedirían refuerzos si las cosas se ponían feas. Y era a esos refuerzos a los que habría que temer.

—Nos llaman, solo audio —avisó Delian—. Traducción en tiempo real en ambos sentidos.

—¿Quiénes son, y qué clase de nave es esa? —preguntó el agente por los altavoces. Evan se reclinó en su asiento, cruzando los pies sobre la consola.

—Hola, soy el capitán Evan Kingdrom del principado de Astalus. Esta es la Nimrod, mi exploradora de espacio profundo. Solo estoy yo a bordo, no hay ningún otro tripulante ni pasajero. —Le guiñó el ojo a Delian—. Vengo del Imperio Gestáltico. Soy un comerciante libre.

Pasaron unos segundos en los que una débil estática llenó el canal. La otra nave no hizo ningún movimiento ofensivo ni sospechoso, simplemente se quedó allí, manteniéndose al pairo mientras sus ocupantes decidían cómo tomarse aquella declaración. Si en serio o en broma. Y cuál sería el protocolo para ambos casos.

Al final, el altavoz chasqueó:

—Nave desconocida, sígannos hasta las coordenadas que les estamos enviando. No intenten hacer ningún movimiento extraño, los tendremos vigilados.

—Era lo lógico —se encogió de hombros Evan, y puso rumbo a donde le indicaban. Resultó ser una estación provista de muelles de atraque que orbitaba el diamante, sobre lo que se podría decir que era su ecuador. Era un control aduanero donde las naves en tránsito tenían que detenerse para ser inspeccionadas. La cognoscitiva señaló cuatro torretas defensivas que, si enfocaban sus cañones gemelos sobre la Nimrod, podrían suponer un problema.

—Si nos han analizado con sensores de amplio espectro, y seguro que lo han hecho —opinó Delian—, puede que hayan detectado los rads de nuestras ojivas nucleares. Llevamos seis bajo el fuselaje.

—Tendrían que ser muy buenos, el blindaje de esta nave se diseñó para bloquear y ocultar esas cosas. Dudo que sepan que vamos armados ni con un simple cañón de defensa puntual. Otra cosa es que se traguen o no que seamos del Imperio.

—Si todos tienen la pinta del ingeniero que conocimos antes, te garantizo que al menos a ti sí que te van a tomar por alienígena. Yo, por fortuna, tengo un buen set de maquillaje corporal a mi disposición… —El holograma se alteró para imitar la forma del traje de vacío de Pekab, solo que con plumas.

—¿Dónde está la nave del ingeniero, por cierto?

—Viene con nosotros, también la están escoltando.

Tomaron tierra en el anillo de la estación e inmediatamente sintieron el empuje de la gravedad artificial. Evan activó los protocolos de ocultación del armamento, tanto interno como externo, y dejó dentro de la Nimrod su pistola de campo de camuflaje. Prefería no arriesgarse a que la descubrieran. Como solían decirle sus maestros de Mundo Stygma, los que lo habían preparado desde niño para ser un guerrero espíritu, el arma más poderosa de la que Evan disponía era él mismo. Un guerrero no necesitaba más armas aparte de su propio cuerpo y sus aguzados sentidos. Eso había sido cierto durante un tiempo… al menos hasta que el Metacampo dejó de funcionar. Cuando sus poderes mnémicos estaban a su disposición, podía acabar en medio de un círculo de enemigos armados con rifles y armaduras de asalto, y salir triunfante. Usaría su precognición para saber quién dispararía o se movería primero, y en qué dirección. Cogería cualquier elemento que hubiera en el entorno y lo convertiría en un arma, aunque fuera la cosa más inofensiva del mundo. Incluso estando completamente desnudo, si no tenía atadas las manos ni los pies, Evan era un enemigo a tener en cuenta.



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