Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Una increíble aventura con el sabor clásico y la emocionante mezcla de magia y ciencia a la que Víctor Conde nos tiene acostumbrados. Las señales se suceden tanto en el plano místico como en el físico. Ha llegado el momento. Una experta en ocultismo y un desnortado profesor han de enfrentarse a una confluencia de fuerzas sobrenaturales que pronto chocarán en un lugar muy concreto de la tierra: las Islas Canarias. Un hito de la fantasía oscura de la mano de uno de los indiscutibles maestros del género.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 129
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Víctor Conde
Saga
Ceremonias negras
Copyright © 2022 Víctor Conde and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726947694
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
«Las Nueve Estancias primeras del puente al reino de Amz son conocidas como “las Estancias de Erebus”, pues fue a este espíritu ancestral a quien encomendaron su custodia. En su formulación alegórica, son el reflejo de otras nueve fórmulas geométricas cuyo resultado final es la expresión onírica de la Puerta, el conducto hacia una nueva dimensión.
La Estancia Primera es una negación en sí misma, definiéndose por lo que no es antes que por lo que es. Negando obtenemos la razón. Negando aprendemos la verdad. Negando racionalizamos el vacío...».
Corah Westerdhal, proemio a su Tratado sobre los Instantes Intercalares, o cómo aprendí a abrir las nueve puertas del infierno.
UNA DELICADA TELARAÑA de bejuco crecía por los costados del círculo de piedras que coronaba la colina. Si uno acercaba la nariz a aquella planta, se sorprendía al detectar un huidizo aroma a rosas. Era uno de los misterios que circulaban a través y alrededor de la leyenda de aquella colina. No eran manos humanas las que habían dispuesto así las rocas, ni ahora ni antaño, ni tampoco tuvo el hombre nada que ver con los surcos que hendían la tierra y que solo podían apreciarse a vista de pájaro. Líneas maestras, esquemas neotéricos, símbolos naturalmente grabados por la acción del viento sin la participación de criaturas inteligentes. Misterios entrevistos a través de un catalejo como galaxias verdosas preservadas en botellas.
El hombre que había subido a lo alto de la colina siguiendo el antiguo camino no conocía estos hechos de una manera explícita, pero, de algún modo, podía intuirlos en alguna parte de su cerebro, la que no dependía de la experiencia externa para aprender. Sabía que había algo ancestral, muy antiguo y verdadero, circundando aquella elevación que no se distinguía en nada de sus hermanas salvo por esas piedras. Cuando llegó con su bastón de senderista a lo alto del montículo, fue más consciente de esa diferencia que nunca. Sabía, pero seguía sin conocer.
Miró al cielo, visible solo como jirones de un azul vacío entre las copas de los pinos. Cielos que parecían tejados húmedos en un lúgubre atardecer. El hombre alzó el bastón hacia el mayor fragmento que pudo ver y dibujó una forma con la punta. Ese símbolo llevaba apareciéndosele en sueños desde hacía más o menos un año. A veces estaba implícito dentro de otras formas del sueño, escondiéndose en el interior de los colores de un cuadro o en las hebras de una alfombra… y otras se veía a simple vista, como en aquella ocasión en que el rostro de una pordiosera asomó de improviso por detrás de una pared, y lo llevaba tatuado en la frente. La pordiosera le dijo:
—Crux.
…Y él despertó con el cuerpo bañado en sudor. Las manifestaciones oníricas siempre lo cogían con la guardia baja. Y siempre lo atemorizaban, no sabía por qué. Los sueños en sí mismos no eran peligrosos, no podían hacerle daño. Otra cosa eran las conclusiones derivadas de ellos.
El hombre se dejó caer en una de las piedras planas para recuperar el aliento. El camino era difícil, y para colmo estaba sepultado bajo la maleza. Claro, como no sabían que estaba allí, nadie lo limpiaba. Ni siquiera serían capaces de verlo los guardas forestales, con su visión entrenada para la naturaleza. Uno tenía que saber que existía para poder verlo.
Subir a la colina no de cualquier manera, sino de la forma adecuada, era el primer paso para completar el ritual.
Sacó de su morral una carpeta, la abrió y extrajo de su interior un dibujo hecho por alguien. La interpretación de un artista de una antigua danza folclórica. Lo había copiado de un libro del Archivo Histórico Provincial, aunque después de examinarlo le pareció insultantemente falso. Había más licencia artística que veracidad en aquella ilustración, cosa lógica pues el artista solo había tenido como referencia las descripciones que los bisabuelos de los viejos aún podían recordar. Su recuerdo distorsionaba la realidad de cómo habían sido realmente aquellas danzas, pero el hombre, que las vio con sus propios ojos, sabía qué detalles sobraban y cuáles eran verídicos.
El ser humano vivía en una época idílica para el comparativismo. Tenía libertad para tomar el conjunto de mitos que le pareciera más atractivo y darlo por válido, o para descartarlo en favor de otro. Incluso para mezclar cosas pescadas de aquí y de allá, de diferentes fuentes, y hacerse su propio collage de creencias místicas. Lo que menos le importaba a la gente del siglo XXI era la veracidad de aquello en lo que estuviesen creyendo; para ellos tenía mucho más peso su utilidad en la vida diaria. Era frecuente que a la pregunta: «¿Existió de verdad Jesús?», la mayor parte de la gente se limitara a responder con una sonrisa boba: «¿Importa, acaso?». Si la noción, la idea de Jesús de Nazaret o de cualquier otro gurú religioso les ayudaba en su vida diaria, eso les bastaba para no cuestionarse ni siquiera la veracidad del mito. Lo daban por válido, y punto.
Qué gran regalo, pensó el hombre; qué inmenso tesoro para ser disfrutado, el de poseer tanta libertad. Recordaba épocas en las que no se le daba ni por asomo ese grado de libertad al pueblo llano. Épocas en las que solo había una verdad, y era impensable cuestionarla. Aquellos que lo hacían acababan en la hoguera. Tiempos en los que un mito —pongamos por caso, el cristiano— no caía en la trampa del comparativismo porque no había nada fuera de él con lo que compararlo. Oh, sí, la gente sabía que había otros países donde las personas rezaban a otras deidades, pero los únicos puntos de contacto con ellos se limitaban al filo de una espada.
Y eso que el cristianismo, igual que el islam y otros credos semejantes, eran religiones muy jóvenes, casi en pañales, en comparación con las que el hombre del bastón recordaba.
Examinó la ilustración. Del pincel del artista se habían derramado figuras sonrientes, llenas de júbilo, que parecían arrebatadamente felices dejándose llevar por una música abstracta. Las mujeres vestían togas ceñidas por cíngulos, como en la antigua Grecia, y los hombres trajes de dos piezas, parcos, funcionales, más parecidos a uniformes de enterrador que a coloridos atuendos de fiesta. Aunque había errores en la vestimenta, no eran muy graves: el artista había sacado los diseños de los trajes que llevaban los muertos descubiertos en una excavación. Ahí no estaba su principal error, sino en la expresión de felicidad de aquellos rostros. El hombre recordaba haber asistido a esas danzas cuando era joven, hacía mucho, mucho tiempo, y desde luego, en la expresión de sus bailarines había de todo menos alegría.
La asociación baile-jolgorio, como si el acto de danzar fuera siempre divertido, era algo muy típico del siglo XXI. Era una idea nacida en el siglo anterior y que todavía perduraba. La gente creía que la única razón para bailar era divertirse. ¿Qué otro motivo podía tener la música? Qué gran error. Qué falacia. Las danzas antiguas no se realizaban con ese propósito, al menos, no todas: aquella en concreto se llamaba ikca-úrsiil, y podía recordar la gravedad en los rostros de los que la practicaban, la concentrada rigidez en sus facciones. Campesinos bailando con rostros inexpresivos dentro de aquellos incómodos trajes que eran más una prisión que una ayuda. Porque sabían lo que significaba aquel ritual. Sabían lo que se jugaban si no lo ejecutaban a la perfección. Si la gente moderna supiera lo que había detrás de las danzas folclóricas… no volverían a mirarlas con la misma simpatía.
Se guardó la foto. Las nubes se mezclaban siguiendo un patrón aleatorio que, sin embargo, contenía un dibujo. El mismo que él había trazado con su bastón. A su alrededor, una energía macabra chispeaba dentro de aquellas piedras como el gemido de un niño nacido hace demasiado tiempo y que esperó a ser un anciano para soltar su primer llanto.
Estaba empezando.
Muy pronto, él no sería el único capaz de ver los signos.
«Al principio no existía el universo, pues nada había que fuera redondo, y solo la esfera, forma perfecta, podría contenerlo. La expresión amputada de la esfericidad era la línea, y esta, triste despojo, se sabía hija bastarda y lisiada de la Perfección. Pero la línea aprendió a morir y a renacer, a empezar y acabar en sí misma, y gracias a este ciclo compacto de muerte y resurrección, nació el círculo».
Cosmogonía.
LA CABECERA DEL canal de Youtube Stream it possible! contenía una gran cantidad de flores tras las que se escondían perritos. Cuando el visitante pasaba el ratón por encima del jardín, los pétalos se abrían y unos tiernos morros de cachorros lo hocicaban, como si estuvieran dispuestos a comérselo. A los lados de ese jardín tan interactivo había dos ventanas, una en la que salían los presentadores del programa, y otra donde aparecía el invitado y el o los vídeos que fueran a ser reproducidos.
A las once y cinco del viernes catorce de julio, la ventana superior se llenó de colores para mostrar la cara de la webmaster, Anabel R., y su radiante sonrisa.
—¡Buenas noches, streamers, y bienvenidos un día más a nuestro canal repleto de maravillas! Hoy está con nosotros una mujer que es una autoridad en una ciencia de la que seguro jamás habréis oído hablar: la semiología. ¿Y qué diantres es eso que no sé ni siquiera pronunciar, os estaréis preguntando? ¡Abracadabra, que se manifieste nuestra invitada!
La otra ventana estalló en una cascada de píxeles y apareció el rostro de una mujer de treinta años, con unas gafas de montura negra y ese aire tan académico de la gente que sabe tanto sobre tantas cosas que tiene que fingir una discreta ignorancia para que los demás no se sientan avasallados. Un subtítulo llegó aleteando como un búho y anidó debajo de su cara: «Doctora Nur Strada, semióloga».
—¡Hola! —dijo la presentadora del programa—. Bienvenida a nuestro humilde espacio, Nur. Qué nombre más bonito, por cierto. ¿Podría aclararnos qué esdrujulosa y califragilística palabra es esa de la semiología?
—Claro —sonrió la mujer. Hablaba despacio, tranquila, como si las habituales normas de la Red sobre la brevedad y la rapidez de los discursos no fueran con ella. Hablaba español pero con un ligero, casi imperceptible, acento extranjero—. Es el estudio de los signos.
—¿De los signos? ¿Eso incluye las señales de tráfico?
Risas enlatadas (trrrrrrr… ¡chas!)
—No, aunque pudiera ser que algún día… Pero no, se refiere a signos sociales, culturales y mitológicos. Las claves interrelacionales que hacen posible nuestra civilización.
El rostro de la presentadora miró hacia el frente, a su supuesto público. Un sonido como a pelota de playa dando rebotes se escuchó de fondo.
—La doctora ha venido a intentar aclararnos un suceso muy extraño acontecido ayer en una escuela de Santa Cruz, en la isla de Tenerife, donde ella misma reside desde hace quince años. ¿No es así, doctora?
—En efecto. Mi padre es norteamericano, aunque de ascendencia italiana, y mi madre española. Y yo nací aquí, en el archipiélago.
—¡Viva la multiculturalidad! Buenos, vamos a ver el vídeo y luego hablamos sobre él, ¿le parece?
La doctora asintió y el ángulo de sus ojos varió, como si estuviera observando otra ventana en su propia terminal. Los usuarios que seguían en directo el canal vieron también aquel vídeo tomado en un entorno con poca luz, el interior de un aula de colegio. Por lo que pudieron entender, un profesor había pedido a sus alumnos, niños de cuatro años, que dibujaran en sus cuartillas unos símbolos cualesquiera, inventados, pues les estaba enseñando el valor de los signos como vínculos para transmitir mensajes.
La cámara del observador, seguramente un teléfono móvil, se acercó a las cabecitas agachadas sobre los pupitres, muy concentradas en su trabajo. Manos pequeñas y nerviosas que todavía agarraban mal los lápices, temblaban como poseídas por cierta clase de corea espasmódica que las hacía repetir una y otra vez los mismos gestos, los mismos patrones. Al cabo de un rato, el profesor recogió los trabajos de los niños y los dejó salir al recreo, mientras le mostraba a la cámara los resultados.
Todos los chavales de aquella clase, más de veinte, habían dibujado aparentemente por azar el mismo símbolo. Uno que el profesor aseguraba que él nunca les había enseñado. Al enfocarlo, la cámara mostró una especie de insignia que recordaba los jeroglíficos de alguna civilización: parecía una V puesta del revés con una raya horizontal que la cruzaba muy cerca del vértice, y tres puntos en el espacio inferior formando una pirámide. Seguro que ninguno de los espectadores habituales del programa había visto nunca nada tan quitaesencialmente perturbador.
—Esto es lo que dibujaron aquellos niños, como poseídos por alguna voluntad extraña —dijo la presentadora, con voz de película de terror—. ¿Lo había visto antes, doctora?
Los ojos de Nur se dilataron imperceptiblemente. Había un asomo de reconocimiento allí atrás, claro, pero estaba esforzándose por ocultarlo.
—Eh… sí, aunque hacía mucho tiempo y en un contexto diferente. Eso es lo que llamamos una runa, un símbolo con significado autocontenido. Pertenece a un sistema caligráfico que muy pocos recuerdan en la actualidad, relacionado con la Wicca.
—¿Qué es la Wicca? ¿Una parte de la Wikipedia…?
—Me temo que no. —La cara de la doctora parecía la de un ingeniero que, armado con un compás, estuviera concibiendo lo inconcebible, con el cerebro entumecido por el asombro—. Es una religión neopagana deudora de la antigua brujería. Esa es la runa de Pralaya, que simboliza la septenaria jerarquía de las fuerzas divinas conscientes. Una especie de presencia cósmica, para que nos entendamos.
—¿Y es benigna o maligna? ¿Magia negra o blanca? ¿Y por qué esos niños la conocen?
La respuesta de Nur se diluyó en una tensa sonrisa. Le dedicó a la presentadora un guiño que aspiraba a expresar mucha sabiduría mundana, pero que no llegaba ni siquiera a vacuidad informada.
En el vídeo, el profesor enfocó la pizarra, donde él mismo había escrito con tiza una versión gigante de aquel símbolo. Si se lo miraba de la forma correcta, parecía una cabra con sus largos cuernos contemplada boca abajo.
EL PROGRAMA DEJÓ de emitirse a las once y media, y la doctora apagó su portátil. Estaba en su casa, en su refugio, un ático desde el que disfrutaba de la vista del mar y de una plaza donde las familias traían a jugar a niños pequeños. Una delicia de sitio. Nur se había mudado allí hacía menos de tres años, y aunque nunca pidió una licencia de obra, trajo a unos operarios para que taparan con ventanas la amplísima terraza que abrazaba el piso como el foso de un castillo, y de esa manera ganó un montón de metros cuadrados de vivienda. Lo que antes era espacio no utilizado de terraza se había convertido en una sala de estar con forma de C, con dos sofás chaise longue enfrentados y varias alfombras persas.
Tausende von E-Books und Hörbücher
Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.
Sie haben über uns geschrieben: