Todo está lleno de trank - Víctor Conde - E-Book

Todo está lleno de trank E-Book

Víctor Conde

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Beschreibung

En un futuro no muy lejano, la llegada de la raza extraterrestre Vahn, las polillas de la luna, ha cambiado para siempre la faz de la Tierra y el modo en que funciona la sociedad. En este mundo post-apocalíptico cercano al colapso, una científica se enfrenta a un grupo de teórico-terroristas, científicos que intentan dinamitar los cimientos teóricos sobre los que se basa la ciencia contemporánea para que no se pueda aplicar al día a día. Su destino se verá mezclado con el de un perdedor adicto al trank, la droga del futuro, extraída de los propios extraterrestres. Ambos se embarcarán en una misión suicida en la que está en juego mucho más que sus propias vidas.-

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Víctor Conde

Todo está lleno de trank

 

Saga

Todo está lleno de trank

 

Copyright © 2022, 2022 Víctor Conde and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726947700

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para Xavier y JuanAn, mis queridos Frikismikis.

La polilla lunar, la polilla lunar,

Ha llegado ya, se alza en vuelo ya,

La polilla lunar. Todos adorad, todos cantad

A la polilla lunar.

Canción infantil surgida en Malasia a raíz de la llegada de los Vahn.

Hay cosas que son tan grandiosas que no las podemos analizar con objetividad

ni aunque las tengamos delante de nuestras narices. La invasión de esa

raza extraterrestre, por ejemplo: los Vahn. ¿Es realmente agresiva? ¿Nos están invadiendo, o no es más que una paranoia de algunos científicos? ¿Son

benévolos o malévolos, los Vahn? Y lo más desconcertante… ¿cambiaría en algo

que fuesen buenos o malos… el hecho frío de que nos estén conquistando?

María Lindenbrock, analista del consorcio europeo para el estudio de los Vahn.

PRÓLOGO: Año 2101 d.C. / 28 d.V. (después de los Vahn)

Marga ejecutó en su KeG un refinado floreo.

El cielo era salvaje aquel día: consistía en un disco azul incrustado de lapislázuli y cosido a los extremos del mundo por sus costados, en plan cuenco. Una aureola de brillante piel de víbora. Había jirones de nubes por debajo, empujados por vientos con mucha prisa, vientos impacientes, que los llevaban de una punta a otra de ese cuenco.

Un estremecedor trémolo brotó de su KeG, indicándole que las conexiones con la red central se habían apagado. Marga maldijo en arameo a todos los dioses que conocía y se colocó bien las gafas de escalador. Mirando al horizonte, allá donde el gigantesco cuenco del cielo se curvaba sobre sí mismo y tocaba la tierra, lo único que se apreciaba era desierto: naturaleza salvaje. Ni rastro de civilización. Ni la menor huella de ninguna ciudad o pueblo abandonado, antena repetidora de señales o estación de servicio de carretera.

Estaba sola, y lo sabía. Más sola que ningún otro ser humano desde hacía… pues por lo menos tres o cuatro siglos. Las nubes, las nubes se escapaban lejos. Ojalá, deseó, pudiera ser nube. Se habría conformado con ser un frágil cúmulo nimbo con tal de haber podido sobrevolar aquella cordillera.

Trotó cien metros más. Empezó a jadear por la altura y la falta de oxígeno y tuvo que pararse. Las montañas no eran muy escarpadas, pero sí extensas, quizá demasiado para una mujer sola. ¿Cómo se llamaba el país que hasta hacía poco se proclamaba orgulloso poseedor de aquel fenómeno natural? China, Zhongghuô. Pero China ya no existía: había entrado en un segundo periodo de revolución y había quedado arrasada luchando contra sí misma. ¿Quería decir eso que aquellas montañas ya no tenían nombre?

Se chupó las encías, preocupada. No era la falta de agua lo que la tenía casi derrotada, sino la de comida. Tendría que encontrar pronto la salida de aquel desierto, o alguna manera de hallar árboles frutales o animales que corriesen poco, o moriría de inanición. La habían tenido casi dos días sin comer en la prisión de los terroristas hasta que logró escapar, y de eso hacía… ¿cuántas horas? No podía saberlo, pero seguro que muchas.

Lo peor de todo, la auténtica tortura, era que llevaba una mochila cargada de obleas de pan a la espalda. Rico y sabroso pan, nutritivo, lleno de fuerza y energía, cuyo olor la estaba carcomiendo… —¡Basta, no pienses más en eso, por piedad!—. Pero no podía tocar ni un solo gramo. Ya había lamido los bordes de las obleas, ablandándolas, para ver si así se le transmitía al estómago algo de su potencial nutritivo… pero no daba resultado. No bastaba con el olor, ni con lamer el pan. Si no quería morir de hambre, tendría que comérselo.

Y eso supondría una irreparable pérdida para la ciencia.

Marga era, antes incluso que mujer y madre de familia, una científica. Física especializada en la teoría del campo unificado, para ser más exactos. Tenía cuarenta y siete años y un par de buenos doctorados a sus espaldas, e incluso un premio Andrus que llevaba más de una década cogiendo polvo en su aparador —nunca se acordaba de pasarle aunque fuera un trapito—. Marido, hijos, decanato en la Universidad de Esmirna… y una deuda pendiente con un grupo teórico-terrorista que se hacía llamar Noviembre Negro. Los teórico-terroristas no ponían bombas, pero sí que eran violentos y a veces secuestraban o disparaban a la gente.

A lo que se dedicaban era a dinamitar los cimientos teóricos de la ciencia moderna y tergiversarla para que no funcionara. Para que dejara de serle útil a la gente. Una vez, habían cambiado la fórmula para deducir el movimiento lineal de una partícula de todos los servidores web del mundo, y nadie se dio cuenta hasta cerca de dos meses después. En otra, se enteraron de que una científica japonesa había hecho un descubrimiento crucial para entender la tecnología de los Vahn y la secuestraron antes de que pudiera comunicárselo al mundo. A ella y a su asistente —la propia Marga—. Ella había conseguido escapar del búnker, su mentora no.

Esos tipos representaban una amenaza pintoresca en abstracto, pero opresiva en lo real. Y no había que tomárselos a broma. Sus pistolas disparaban de verdad.

Pobre Akane, no lo comprendió hasta que fue demasiado tarde. Siempre había sido una mujer increíblemente alegre y optimista, que confiaba en las bondades de la colaboración entre pueblos y países. Se había leído de cabo a rabo las seiscientas doce páginas del Manifiesto de la Unicultura, una declaración de amistad de todas las fuerzas científicas y creativas del mundo, y había firmado sin pensárselo los estatutos. Pobre: nunca imaginó que cada paraíso tiene sus demonios, y cada jardín su serpiente.

Ella no había podido saltar a tiempo la verja. Se quedó trabada en el alambre y las balas la alcanzaron. Sus últimas palabras fueron mudas, pues ya no le quedaba aliento, pero reverberaron en sus ojos. Marga las leyó en aquellas pupilas contraídas al tamaño de alfileres: «Escapa, llévate las fórmulas. Cuéntaselo al mundo. Que sepan lo que realmente son los Vahn». Y luego, un punto y final. El ángulo de sus finas cejas blancas y la inclinación de su distinguida nariz, que siempre le conferían un aire de solemnidad, se convirtieron en un epitafio.

Marga huyó, escaló paredes, rodó por terraplenes, gateó por zanjas. Y consiguió dar esquinazo a sus enemigos. En un par de ocasiones vio drones sobrevolando los valles, muy arriba, seguramente equipados con cámaras infrarrojas, pero en cada ocasión tuvo suerte y encontró un arbusto bajo el que meterse. Hasta ahora había logrado burlar a las balas.

El enemigo al que no podía burlar era el hambre, y sus perseguidores lo sabían.

Si no tenía un increíble golpe de suerte, encontrarían su cadáver tirado en una zanja con la mochila llena de rica comida todavía en su espalda… —¡Que te he dicho que no pienses en esas cosas, tonta! ¡Conmigo no te hagas la loca!—. Pero eso no era comida: eran páginas, papeles, folios garabateados. La doctora Akane no tenía hojas a mano para escribir sus fórmulas, pero la tenían esclavizada haciendo turnos de cocina y horneando pan, a pesar de que a ella tampoco le habían permitido probar bocado en dos días. Una sutil forma de tortura. Así que Akane usó los materiales más inmediatos: con la excusa de decorar las obleas, cogió una boquilla y empezó a soltar gotas de merengue que seguían un patrón secreto, una función de la desigualdad de Kraft para los códigos unívocamente decodificables. Y volcó en el pan todas sus fórmulas matemáticas. Todas sus teorías. Toda su magia.

Su ayudante, Marga, huyó con esas obleas, y sabía que si se comía una sola —ella, que no conocía los estudios de la doctora en profundidad, sino solo en sus generalidades— la fórmula estaría incompleta. La gran teoría sobre los Vahn quedaría oscurecida por enormes agujeros. Orificios con forma de galletas. Y el mundo perdería un tesoro.

Pero el estómago ya no le rugía: le dolía. Quemaba con un vacío ardiente, con una ansiedad horrenda. Su cuerpo, atenazado por el hambre y el sobreesfuerzo que estaba haciendo para escapar, había empezado a devorarse a sí mismo.

Miró las montañas, el paisaje que tenía por delante: para llegar a la ciudad más cercana debería atravesar brazos de un mar desecado, una inimaginable maraña de follaje gris moteado de lagunas estancadas, y más montañas detrás. Y el único aparato que había logrado robarle a un guardián, un transmisor KeG, no tenía potencia ni para llegar a la siguiente esquina.

Se derrumbó sobre una piedra. La vocecilla de su conciencia se hacía cada vez más pequeña, más aplastada por el peso de la ansiedad. No lo hagas, decía aquella voz cada vez más débil. No… lo… hagas…

…Pero, mientras la escuchaba, sus manos jugaban así como quien no quiere la cosa con el cierre de la mochila. Y antes de que pudiera darse cuenta, tenía una oblea entre los dedos.

(Poniendo por caso un ejemplo hipotético, nada más)

…Antes de darse cuenta, estaba golpeando el borde del pan contra sus labios.

(Imaginemos que una de ellas se cae y se rompe. ¿Cuál sería menos lesiva para la teoría? ¿De qué parte de la fórmula se podría prescindir sin que el conjunto sufriera en exceso?)

…Antes de darse cuenta, un sabor exquisito y divino llenó su paladar y mojó su lengua y crujió dulcemente bajo sus dientes.

(Siempre hipotéticamente hablando, claro, porque no voy a hacerlo. Pero si lo hiciera, ¿qué me comería?)

Se tragó no una, sino seis obleas de pan antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, llevada por un irrefrenable éxtasis. Una pulsión de yonqui, de heroinómano con el cerebro consumido totalmente por el ansia.

Se había comido media teoría.

Marga se echó a llorar, y el desierto lloró con ella.

1.UN ATISBO DEL MUNDO DEL SOLO-MARCUS.

Y entonces, Corea.

La influencia de la raza extraterrestre que parecía haberse extendido por todo el planeta Tierra se parecía a la de los antiguos videojuegos del siglo XXI, por buscar un símil popular. Antes de que los Vahn infectaran Internet y se hicieran con el control de todo, la gente solía pasar sus horas de esparcimiento jugando a algo que llamaban «videojuegos» o saliendo por ahí a tomar copas con la novia o con los amigos. Lo segundo no necesitaba reglas: era algo atávico que llevaba ahí desde que el mundo era mundo, y todos sabían por instinto cómo se hacía. Pero lo primero fue un movimiento social exclusivo de los siglos XX y XXI, creado por la democratización de la tecnología informática, y funcionaba —por lo poco que Marcus había podido escuchar— siguiendo modas. Grandes movimientos sociales que nacían en alguna parte de América, Europa o Asia, y que desde allí se extendían como grandes mareas hasta ocupar las horas de ocio de los frikis del mundo.

Un videojuego llamaba la atención de la gente en Corea, por ejemplo, y en muy poco tiempo generaba un culto asociado y una religión de fieles —al Cristianismo y al Islam les había costado varios siglos hacer lo mismo, mientras que esta gente lo conseguía en días—. Eso hacía que poco a poco los acólitos se fueran enganchando más y fueran aumentando su número. El culto hacia el juego se extendía como un virus hasta abarcar todas las redes sociales, todos los grupos de opinión, todos los hogares de europeos y americanos aburridos. Poco tiempo después, tal y como había llegado, el fenómeno se esfumaba como si nunca hubiera existido, y los avariciosos dedos, los hambrientos dedos que pulsaban botones, eran subyugados por el siguiente fenómeno-tontería.

Eso mismo había pasado con los Vahn, una especie sofonte que encontró el sistema solar terráqueo por casualidad —eso decían ellos— circa 2073. Se sintieron llamados por su potente emisor de ondas de radio, y fueron atraídos hasta nosotros como polillas a la luz. Solo que no eran polillas terrestres, ni siquiera se parecían a insectos, pero los niños crearon aquella canción tan pegadiza:

La polilla lunar, la polilla lunar,

Ha llegado ya, se alza en vuelo ya,

La polilla lunar. Todos adorad, todos cantad

A la polilla lunar.

…Y así fueron llamados desde entonces: las polillas de la Luna. Los Vahn.

Marcus entendía la metáfora: para un vagabundo del espacio, el planeta Tierra es como un gigantesco altavoz de ondas electromagnéticas y de radio que chilla sin parar, más fuerte cada año que pasa, alzando su voz en todas direcciones hacia ese vacío cósmico plagado de silencio. Es un faro de ondas invisibles, una cacofonía en la quietud, un coro de voces que grita tan alto que hace daño cuando a su alrededor, y en un radio de muchísimos años luz, reina la calma. Y claro, alguien tenía que acabar escuchando esos gritos. Ese alguien fueron los Vahn. Se acercaron a nuestro sistema solar como polillas acudiendo a la llamada de la luz.

Entonces, como decía, Corea.

Marcus no recordaba muy bien cómo había llegado a ese país. De hecho, no tenía claro del todo cómo demonios había desembarcado en el continente asiático. Lo último que recordaba con claridad era estar en Europa, haberse apuntado a un concurso de desactivación de metáforas organizado por una página web… y lo siguiente eran las calles del centro de una gran ciudad llena de neón sólido, carteles publicitarios escritos en una lengua que no entendía intentando venderle productos que ni siquiera sabía utilizar, parejas de personas —siempre en parejas, era muy raro ver a alguien andando en solitario por la calle— que caminaban espalda contra espalda o con los hombros o los pechos juntos, dos caras enfrentadas, dos ansiedades en conflicto. Escritura oriental, ojos rasgados, edificios muy altos, axiomas del Sìshü, puentes alambicados. Coches que parecían proyectiles, moda esquizofrénica, desnudez vestida.

Nuevo Seúl. Sí, había llegado a Nuevo Seúl, y no sabía por qué. Tal vez la Tierra había entrado en el cataclismo final, en un periodo de no-causalidad, y todas las pulcras y ordenadas relaciones de causa y efecto se disolvieron. La incoherencia era ahora una herramienta salvaje, una equivalencia abstracta con los caprichos del mundo.

O tal vez…

O tal vez era culpa exclusivamente suya, que tenía un cuelgue de mil demonios y ya no sabía ni dónde estaba su mano izquierda. Un fenómeno muy común entre los adictos a esa nueva droga de diseño, el trank. Puede que el cerebro de Marcus, en modo no-consciente, hubiese firmado algún papel que no debiera y eso hubiese desembocado en un avión y una charla de ligoteo con la azafata. Y que después, Marcus, un europeo de postín orgulloso de su pasado histórico, hubiese soltado sus maletas en alguna mugrienta habitación de hotel para olvidar cómo demonios había llegado allí. Abogados, señoría… todo es posible en la Viña Neurótica del Señor.

Nuevo Seúl existía, desde luego; no era una ilusión. Explotaba a su alrededor con violencia. Se expandía y crecía sin control en nueve direcciones sensoriales. Lo saludaba y se despedía de él al mismo tiempo. Era una ciudad y un organismo vivo, todo a la vez. El perfume de cien esencias se cocía a fuego lento en la trastienda de la cultura moderna. Los sonidos de aquel habla extraña se colaban en sus oídos mientras los hombres se felicitaban por su estructura abierta a amplias posibilidades.

Un vagabundo intentó venderle una versión adulterada del agua pura como si fuera un chute místico. Marcus dijo que no. Él solo era un europeo perdido en la inmensidad, un náufrago cuya tabla de salvamento constaba más de química que de física. Un drogata, un trankki 1 , un paranormal.

Miraba al gramo de trank que le quedaba en el bolsillo, y la droga le devolvía esa expresión de sonriente gravedad que ambos habían llegado a encontrar familiar.

Marcus Santiago, pues ese era su nombre completo a falta de rellenar el espacio del apellido, se detuvo en medio de aquella vorágine de sensaciones que algunos llamaban «ciudad» y miró a los cielos. Entonces, tuvo una revelación divina.

Supo con claridad diáfana por qué estaba allí y qué relación directa tenía con el siniestro plan de los Vahn para apoderarse del planeta, y cómo iba a acabar todo allá por la página 50, y qué consecuencias habría para la humanidad. Todos los datos clave se le descargaron en el cerebro como quien vuelca la información de un pendrive en el ordenador. Luego, eructó y todo se le olvidó. Se le fue de la cabeza la revelación divina —literalmente, se olvidó de ella—, y ya nunca más volvió. La única variable que había intentado meter Dios a lo bestia en esta historia para que sus queridos súbditos se salvaran, acabó en un estrepitoso fracaso: se esfumó en un eructo con olor a whisky. Y así acabó todo. Tras su frustrada epifanía, de la que tampoco fue muy consciente, Marcus siguió caminando y se fue en busca de algún bar.

Menudo mesías.

2.RAQUEL ADOPTA UN ROBOT CON PROBLEMAS EXISTENCIALES.

Raquel Casamara también había visto los largos pasos del sendero de su vida acabar en las calles de Nueva Seúl, pero por motivos distintos a los de Marcus. Ella no se consideraba a sí misma una fracasada de la vida a la cual la marea, la intensa e inefable marea del Destino, manejaba como una chalupa en medio de una tempestad haciéndola recalar en puertos aleatorios. No, Raquel tenía estudios, una carrera. Y bien orgullosa que estaba de ella.

Era arquitecta, especializada en el refuerzo de estructuras endebles con materiales nuevos y lo que en su profesión llamaban «escamas», unas microvigas de sostén que se ponían recubriendo viejos edificios sin que su presencia apenas se notara, pero que, en conjunto, formaban una malla rígida que mantenía el edificio en su sitio. En un primer momento, había desarrollado una técnica innovadora de escamas con la noble intención de proteger edificios históricos como óperas, museos, puentes, torres que ya tenían más de ciento cincuenta años —como la famosa y aún no derribada por ningún terrorista Empire State Building, en Nueva York—, y un largo etcétera. Pero la sorpresa, y el mejor contrato que le habían puesto jamás delante para que lo firmara, vino de Nueva Seúl, y de las barriadas para los pobres.