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Nuestra querida Piscis de Zhintra regresa a las andadas en una nueva entrega llena de aventuras, disparos, viajes siderales, batallas espaciales y una pizca de sexo. Un sentido y honesto homenaje a la ciencia ficción pulpera de los años cincuenta y sesenta en la mejor línea de The Expanse y Star Trek que los aficionados al género no pueden perderse.
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Seitenzahl: 266
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Víctor Conde
Saga
Piscis de Zhintra: pansexualactic
Copyright © 2022, 2022 Víctor Conde and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728386484
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Para los que, como yo, aplican la definición
de «ciencia ficción pulp» a la Cf de cascos de burbuja
y pistolas de rayos con forma de resistencias de lavadora.
Hay días en los que el universo apesta.
Sí, ya sé que no es una manera muy agradable de empezar, pero he descubierto que es la opinión que tienes sobre tu existencia cuando acabas de escaparte por los pelos de una caterva de piratas de Rezumy-2, colándote a través de un nexo hipercausal de doble ventana, y tu nave se estropea al salir por el otro lado. Y te quedas flotando en el espacio justo en mitad de ningún sitio, sin posibilidad de enviar señales de socorro para que te rescaten, no vaya a ser que tus enemigos te oigan y vengan a hacerte prisionera.
Os reiríais si me vieseis ahora, tumbada boca arriba en un tubo de mantenimiento de la sala de máquinas, manchada de aceite y otras sustancias pringosas, intentando descubrir por qué mis maravillosos motores Kerambeón no funcionan. No suelen estropearse nunca, son una maravilla tecnológica sin parangón en este universo, así que la causa tiene que ser otra… o eso espero, porque como se me haya chafado algún impulsor, ni vendiendo toda la nave iba a conseguir la cantidad de kúbits necesaria para el taller. Qué vida esta, la de una corsaria espacial. Una desearía que fuese todo vino y rosas y noches románticas en mundos inexplorados contemplando atardeceres en un clúster de soles. Pero no.
Para colmo, Peluche no deja de molestar. Se me pasea por encima de las piernas, se me sube a la barriga para que la rasque… y para rascar gatos estoy yo ahora. Trato de imaginar cómo se verá mi elegante nave, Aquario, vista desde fuera por cualquiera que pase: una pinaza de sesenta metros de eslora que se abre como una flor a partir de su morro puntiagudo, para desplegar hacia atrás sus pétalos hasta conformar dos planos de alas perpendiculares. Todo en esta nave fue diseñado para la elegancia, todo en ella es equilibrio, arte, molonidad. El puente de mando es una burbuja forrada de terciopelo y con una mullida alfombra que se traga tus pies cuando caminas por ella. Hasta los colores del casco, rosado y crema suave, estimulan la liberación de endorfinas en quienes lo contemplan por primera vez. No es una nave sino el manifiesto de un artista desconocido.
Pero ahora, esta obra de arte está rota. Y yo estoy en su interior disfrazada de mecánica y manchándome mi precioso pelo rubio de grasa. Me llamo Piscis. Piscis de Zhintra, y si alguna vez he necesitado un milagro que me sacara de algún apuro, es ahora.
Es entonces, cuando estoy pensando en cosas tan metafísicas como por qué los destornilladores de punta de estrella no sirven para tornillos planos, cuando suena una alarma. La de proximidad, esa de los trinos de pajarito, tan mona ella. Advierte que un objeto se está acercando a mi nave en trayectoria de colisión. Así que salgo del mugriento túnel de mantenimiento y con mi gata en brazos subo corriendo al puente, a ver qué rayos pasa. ¿Me habrán encontrado esos malnacidos de los rezumyos? Si es así, venderé cara mi permanente.
El orbe central de datos está iluminado como una verbena. La estatua que representa una sílfide entre cuyos brazos abiertos se genera el visor me permite ver lo que hay en el mundo exterior. ¡En efecto, algo se acerca a mi nave, y es enorme! Tiene por lo menos un kilómetro de eslora, lo que hace que en comparación a Aquario sea un auténtico leviatán. Como está casi encima de mí, tengo que activar la visión del plenópticon, que es como la del teleópticon pero con un gran angular y más letras.
¿Otra nave? Desde luego, artificial sí que parece, pues el diagrama que me muestran mis sensores es el de una esfera verde plagada de lucecitas que podrían ser hileras de ventanas. Pero lo más chocante no es eso, sino que esa esfera parece tener adosadas dos estructuras con forma de titánicas máscaras de teatro, una representando a un humano que sonríe, la opuesta a otro que llora. Es como si la nave fuera un homenaje al arte de Thespys, un teatro autopropulsado con capacidad para miles de espectadores. Su sombra me cubre, amenazadora…
Siempre me gustó el teatro, lo reconozco. Incluso hice mis pinitos como actriz allá en Zhintra, cuando era una esclava sexual, aunque nunca me nominaron a ningún premio. Pero jamás pensé que acabaría siendo fagocitada por un teatro orbital gigante de aviesas intenciones.
Como mis motores no funcionan, y tengo que darme con un canto en los dientes simplemente por seguir teniendo soporte vital y gravedad, no puedo hacer otra cosa más que quedarme quieta mientras esa cosa llega hasta mi nave, y se la traga a través de la boca de la cara triste, que parece ser la entrada a un hangar. Su garganta me conduce hasta un espacio en el que hay posadas otras naves de diferentes tamaños y diseños: veo un calamar minero de los que usan ciertas compañías asteroidales; un transporte frigorífico para pasajeros en estado de congelación; una nave-zoo preparada para albergar hasta cuatro hábitats alienígenas distintos, e incluso un yate afilado como una réplica bien pensada y salido, igual que mi nave, del deseo sexual insatisfecho de un artista.
Entre todas ellas se posa Aquario, remolcada con delicadeza por un rayo tractor. Y ahí me quedo, a la expectativa, sin que nada más suceda durante un rato. «Miao», opina mi gata. Aprovecho para cambiarme de ropa, pues si mis anfitriones van a aparecer en cualquier momento prefiero estar presentable. Paso por el baño, donde pongo el dial de la ducha en tsunami-exprés —me suelta un huracán de agua, jabón y secado sónico que dura quince segundos y me deja mareada y con el pelo que parezco la prima loca de una pelusa angariana—, y me visto con un uniforme que es a la vez traje de vacío y conjunto de fiesta. Deja mi pecho izquierdo a la vista detrás de una cúpula transparente, pero no me importa: siempre pensé que esos detalles picantes en mi indumentaria formaban parte de la magia de mi mundo.
Una vez estoy aseada y maquillada —¿hay alguien en este universo que no se maquille antes de ponerse el casco espacial?— espero mi momento para salir como una diosa de la nave, hermosa y despampanante. Pero los minutos pasan y no viene nadie a recibirme. Es muy extraño, pues, ¿quién se molestaría en tragarme si luego ni se molesta en digerirme? Y eso que soy muy apetitosa. Algunas teorías descabelladas empiezan a circular por mi cabeza: ¿acaso esta doble cara de teatro no es más que un gigantesco recolector cósmico, que se zampa todo lo que encuentra para conseguirse un público?
—Muy bien, si eso es lo que queréis… —Abro los canales de radio—. ¿Hola? Me llamo Piscis de Zhintra, soy una comerciante sindicada. Esta es mi nave estelar Aquario, que ahora mismo se halla en situación de emergencia. ¿Con quién tengo el placer de hablar?
Sigue sin haber respuesta, cosa que me escama. Si hay algo que me ha permitido permanecer viva tras todas mis aventuras es mi sexto sentido, que, muy afinado él, me avisa cuando hay algo que no funciona bien. Ahora, ese sentido está cosquilleando en mi nuca, así que abro el armario de las armas —un aparador neoclásico que se encuentra al lado del minibar, otro elemento que no puede faltar en ningún puente de mando que se precie— y escojo una carabina láser de dulceprotones y una pistola de bolsillo. Ambas a juego con mi traje espacial. También elijo un par de adminículos a los que una chica que trabaje en el espacio jamás debería renunciar, como una pulsera baliza que se puede transformar en un robot autónomo, y un clicclackmisor. Así pertrechada, me dispongo a salir de la nave y encontrarme con lo que sea que me esté esperando.
Este universo lleno de misterios en el que vivo tiene una peculiaridad que no para de sorprenderme, y es su insólita capacidad para sacarse algo completamente nuevo e inesperado de la manga en cuanto doblo una esquina, o circundo alguna estrella. En mis viajes he visto de todo, literalmente, y en teoría ya nada debería sorprenderme… pero me alegra que siga siendo así. Porque si algún día dejara de embobarme ante las maravillas del cosmos, ¿de qué serviría vivir?
Ojalá mi amiga Destiny estuviera aquí para acompañarme, deseé. A pesar de sus rudos modales y su nulo sentido de la femineidad, es una buena compañera, y me ha sacado las castañas del fuego en unas cuantas ocasiones. Pero sea donde sea que se halle ahora, seguro que estará mucho más tranquila que yo…
RETORNO A MARMOLIA
No lo supe hasta más tarde, pero mientras pensaba en esas cosas, Destiny estaba metiéndose en problemas, como hacía siempre. Después me enteré de todo porque ella me lo contó, pero déjenme asumir por unos momentos el rol de narrador de esta historia para contarles lo que estaba haciendo mi amiga a trescientos pársecs de distancia, justo cuando a mí se me tragaba aquella nave tan teatral. Y abróchense los cinturones, porque lo que voy a relatarles es de aúpa.
La nave-tanque de mi amiga es, en su diseño y propósito, lo más alejado a Aquario que pudiera haber en este universo. Aunque lo mismo se puede decir con respecto a nosotras dos, pues si bien yo me enorgullezco de tener un cuerpo artificial pero precioso de mujer alta, bella y escultural, y un rostro que daría envidia a la mismísima Afrodita, mi amiga no tuvo tanta suerte. Es bajita, robusta y rotunda como corresponde a una guerrera, una chica nacida para combatir en lugar de para amar. El único atributo de su cuerpo que los hombres envidian más que los míos son sus pechos, generosos a más no poder, y que yo he disfrutado en múltiples ocasiones cuando Destiny y yo nos quedamos a solas en esas largas noches del espacio, sin nada mejor que hacer que buscar el calor mutuo bajo sábanas de seda. Ella, con su pelo corto y negro y su mandíbula cuadrada y poco femenina, parece un perro mastín a mi lado, pero tiene un gran corazón y un sentido de la lealtad a prueba de bomba. Es una gran mujer.
Su nave no tiene nombre —en realidad le ha puesto varios a lo largo de los años, pero luego se los ha quitado porque ninguno acababa de gustarle—, y para ella es simplemente su preciosa nave-tanque… aunque de preciosa tiene lo que yo de lagarto de las cuevas. Es un bloque lleno de aristas montado en un par de cohetes, con pinta de carro blindado fugado de alguna guerra, al que le sale por delante un cañón de partículas tan amenazador como imposible de ocultar. Destiny está muy orgullosa de su nave, con la que ha vaporizado a más de un batallón de piratas siderales y monstruos de toda índole, pero me da vergüenza que aterrice junto a Aquario en los diques secos, la verdad.
Bueno, la cosa es que Destiny tiene ese rasgo grabado en los genes de que no puede evitar meterse en líos una y otra vez, lo quiera o no, unas veces por su culpa y otras por la de terceros. Y mientras estoy bajando la rampa para empezar a explorar la fortaleza thespiana, tenéis que imaginarla a ella en mitad de un combate espacial que tiene como protagonista a su nave-tanque, que ha recibido serios impactos, y en el otro bando a un escuadrón de platillos volantes robot de la Mecanomancia Idarita.
—¡Están ganando terreno, tienes que sacártelos de encima! —grita de modo histérico el hombre que está agarrado como una garrapata al sillón de la piloto. Es un chico joven, de unos veinte años, con pinta de monje de una de esas religiones del borde de la galaxia, cuyo atuendo parece una mezcla entre toga de ermitaño y el llamativo atuendo de un vendedor de esclavos. La toga es de un diluido gris tamizado de pardo, pero cuando se pone de pie delante de las consolas trufadas de lucecitas, crea un efecto de particular riqueza contra los diodos, las palancas de metal y los resaltes cromados. Lo más llamativo en su persona es la placa de cobre que le cubre media cara, como si estuviera ahí para disimular una deformidad horrible, pero sobre ella volveré más tarde.
Destiny nota cómo el monje le clava las uñas en el hombro, y se lo sacude de encima.
—¡Cállate y siéntate, me estás molestando! —le ordena con su voz de «Te quedan menos de dos segundos para que te lance por la esclusa, guapo»—. No podemos correr más que ellos, sus naves son veloces. Tendremos que probar métodos más… expeditivos.
Esa frase hace que el hombre pierda color en las mejillas.
—¿A qué te refieres por más expeditivos?
—¡A esto! —Destiny empuja las palancas para que la nave ejecute un picado con respecto a su propio horizonte artificial, lanzando al monje contra una de las mamparas y dejándole un hematoma de recuerdo. Un tirabuzón invertido hacia abajo, luego un ascenso por el lado contrario de la hipérbole y ya tiene encarados de frente a los platillos robot. Aparecen en el visor de puntería de la piloto, la cual, con una sonrisa demente, fija en el más cercano su punto de mira—. A ver si tenéis narices para aguantar una descarga de negapartículas recalentadas hasta el estado de sublimación desfasoide…
…Lo que, en términos de artillería naval, viene a significar algo así como que del cañón sale una tormenta vectorizada de cuantos de alta energía que hacen cosas horribles y desprovistas de sonido —porque estamos en el vacío del espacio y no en una película de Marmolia— con la materia que encuentran en su trayectoria. No suele ser agradable, ni bonito. Pero a Destiny le encanta. Forma parte de su personalidad, algo psicótica y propensa a romper cosas que no le pertenecen.
El cañón suelta un escupitajo con forma de lágrima hecho de energías que la gente con dos dedos de frente y un mínimo de sentido común no debería estar manipulando. Ese escupitajo golpea el platillo volante y lo reduce a un estado de la materia que no se tenía como honorable ni siquiera en las primeras épocas del cosmos. Pero no se detiene ahí, sino que continúa su viaje a través del vacío y roza de refilón a una segunda nave enemiga, lo suficiente para dejarla fuera de combate, porque le derrite la mitad del disco. Las otras naves supervivientes, tres, se reagrupan.
—¡Estás loca, Destiny! —aúlla el monje, arrastrándose a la silla con cinturones de seguridad más próxima. Le sangra un lado de la cabeza—. ¡Lo predije cuando te contrató el monasterio para hacerme de guardaespaldas! ¡Nunca debí aceptar el trato!
—Tampoco es que tuvieras elección, pringado. Tus jefes pagaban muy bien —sonríe ella, y tira de unas cuantas de sus maniobras de esquiva favoritas. Los platillos le sueltan descargas de haces coherentes de indefinitrones, que están a medio camino entre los posi y los nega, y algunas llegan a rozarle el blindaje protector. La nave-tanque se convulsiona—. ¡Hijos de una cabra con sífilis! ¡Esas armas fueron prohibidas por el tratado de Inoperanthya! ¡No tenéis derecho a usarlas! —les grita por la radio.
—Creo que a esa gente le importan un bledo los tratados.
—Ya lo veo. Mierda, nos han estropeado el impulsor inercial. Agárrate, vamos a intentar un salto hiperespacial al estilo nisupu.
Una ceja del monje se tuerce.
—¿Nisupu…?
—Sin vector de salida, por lo que ni su puñetera madre va a saber adónde iremos a parar. Cuenta hacia atrás desde cinco, por favor. Uhm… mejor desde tres. —Teclea a toda velocidad en su consola de navegación.
—¿¿Qué?? ¡No, ni se te ocurra! ¡Eso es peligrosísimo! ¡No lo hagas!
—Lo siento, nene. Rellena los formularios para echarme una bronca, pero allá vamos. Prepárate, Preciosa: ¡…Tresdosunocero!
¡NOOOOOOoooopuededejar de gritar el pasajero mientras se descose una fisura en la tela misma del espacio y los colores se los tragan en una vorágine, y la fricción de altas energías se monta su propia fiesta al sacudir el casco, y la nave-tanque a la que su capitana acaba de rebautizar Preciosa en el párrafo anterior es engullida por la tramoya que sostiene por detrás el decorado del cosmos. El universo se convierte en el decorado plano de una obra de teatro mientras la nave sale disparada como un proyectil por detrás de él, esquivando el andamiaje de los telones pintados con estrellas y planetas de vivos colores, y empieza a dar vueltas alocadamente como si alguien hubiese tirado de la cadena en un inmenso sumidero metafísico.
—¡Uauh, esto es todo un viaje! —grita Destiny mientras lucha contra la inercia en su silla de pilotar, la piel de su cara describiendo curvas hacia un lado como si quisiera salirse del molde del hueso.
—¡Esta tía está como una puta cabra, socorrooooooo…! —se desgañita su pasajero, al que no le dio tiempo de atarse bien el cinturón y ahora está boca abajo, empotrado contra el panel de mandos de estribor. Su cuerpo presiona decenas de botones y palanquitas a la vez, lo cual no parece tener ningún efecto sobre el funcionamiento de la nave, al menos hasta que no regresen al nivel de realidad del que partieron.
—¡Ahí veo una salida, llorica! ¡Deja de gimotear y cuenta otra vez hasta cero, pero desde el uno!
El monje, que ya nota un más que cálido líquido manchándole la túnica, no tiene tiempo de protestar, ni siquiera de imaginar creativos insultos hacia la piloto, pues esta golpea varios botones que destellan en rojo, y los impulsores de la Preciosa se encienden. El papel pintado que es la parte tridimensional del universo se precipita hacia su proa, y la nave sale del hiperespacio dejando un milium en ese decorado. Destiny la hace frenar poco a poco, y todo acaba: el miedo, la algarabía, la furia, el estruendo. Se quedan flotando mansamente en medio de la… ¿nada?
Para nada es la nada. No, según el diccionario. Sí que hay algo, un cuerpo celeste grande y con un pozo gravitatorio a babor. A eso no se le puede llamar «nada», porque sí que hay algo. Por lo que los instrumentos pronto le confiesan a la piloto, es un planeta. No se han materializado dentro de él de puro milagro.
—¡Quiero que me saques de aquí! —chilla histérico el pasajero, al tiempo que se desincrusta del panel y cae graciosamente al suelo—. ¡Exijo que me devuelvas a mi mundo de origen! ¡Chalada!
Destiny no puede dejar de reír. Siempre le pasa eso cuando el nivel de adrenalina en su cuerpo se dispara y necesita urgentemente una tila.
—¿De qué se queja, idiota? ¿Acaso no hemos escapado del ataque de los que le querían ver muerto? Porque esos tipejos iban a por usted, no a por mí; eso, téngalo claro.
—¡Da igual! ¡Lo esquizofrénico es el modo como lo ha hecho! —El pobre desgraciado se mira la túnica, manchada de algo que apesta más a terror que a orina—. Maniobra nisupu… manda huevos. ¿A quién se le ocurre dar un salto incontrolado?
—Se le ocurrió a la heroína a la que usted le debe la vida, mire por dónde —dice ella, enfadada, y cruza los brazos por debajo de sus enormes pechos. Nadie se ha fijado hasta ahora, pero su traje de vacío tiene escote—. Además, si ya no requiere de mis servicios como transportista, puedo dejarlo en este planeta mismo, sea el que sea. Enseguida le digo cuál es, en cuanto mi orbe lo… iden… identifique…
Esa caída progresiva en el estupor mediante puntos suspensivos está más que justificada en el caso de Destiny. Y lo estaría en el mío también, porque cuando su computadora reconoce el planeta al que ha venido a parar, las alarmas mentales de mi amiga empiezan a sonar. No es para menos, pues las dos hemos estado antes en ese mundo, y logramos salir con vida de puro milagro. Es un sitio al que no nos gustaría volver… aunque parece que el Destino está conchabado con la mala suerte —y con el guionista de mi vida— para que esto pase.
—Marmolia… —susurra Destiny, leyendo los datos que le ofrece el orbe—. Oh, no.
—¿Qué pasa, más problemas? ¿Qué es Marmolia?
Destiny está a punto de explicárselo cuando otro punto aparece en el radar, pero su baliza de identificación en lugar de apenarse lo que hace es que mi amiga dibuje una amplia sonrisa. Porque corresponde a una nave de color rosa que responde por el nombre de Aquario, y que tiene a la más audaz, bella, pizpireta e inteligente capitana del universo al mando: yo.
Voy a retomar mi papel como narradora (pseudo) omnisciente de este relato para introducirme a mí misma como personaje, y dejar para más tarde cómo apareció mi nave en la órbita alta del planeta Marmolia, y cómo escapé del increíble teatro flotante. Me permitirán que lo aplace en plan recurso dramático, y empiece a contarles qué pasó desde que mi nave abandonó el hiperespacio y resultó que lo que tenía debajo era ni más ni menos que la abominable masa blancuzca de Marmolia.
Sí que la recordamos, mi amiga Destiny y yo. Ya habíamos estado allí, en aquel mundo cubierto casi por entero por ciudades que parecen losas de mármol plano vistas desde el espacio, y cuyos continentes no tienen bordes suaves sino cuadriculados, como dibujados por un programa de ordenador de esos súper antiguos, a los que se les notan todos los píxeles.
Lo primero que veo al salir otra vez al espacio normal es el planeta —oh, córcholis— con su nubarrón de naves entrantes y salientes que convierten el radar en una manifestación pro derechos de los puntitos amarillos —oh, recórcholis—, y a uno de esos puntitos en concreto… al que mi ordenador identifica como la nave-tanque de mi amiga, Preciosa —¡oh, recontracórcholis!—. Una sonrisa se me dibuja en la cara mientras conecto la radio.
—¡Destiny! ¡Soy yo, Piscis! ¿Me copias?
—¡Piscis! —La cara de mi amiga, con su cabellera despeinada cayéndole como una nube de interferencias por la frente, se materializa en el orbe central de computación—. ¿De verdad eres tú? ¿Qué haces aquí?
—Es una larga historia que no viene a cuento. Ya te la resumiré luego. Te estaba buscando a ti, precisamente. Lo que no imaginé es que estarías aquí, en la órbita de este estercolero mediático.
—La sorpresa es mutua. Llevo un pasajero a bordo, un monje que me contrataron para escoltar hasta los mundos del núcleo. Fuimos emboscados por mercenarios de la Mecanomancia Idarita y tuve que efectuar un salto hiperespacial de clase nipuñe.
—Ni puñetera idea de dónde ibais a acabar, ¿verdad?
—Eso es. Fue arriesgado, pero sobrevivimos. —Una sonrisa ganadora de lotería titila en su cara—. ¡Y aquí estamos! Por cierto —mira de reojo a su pasajero, que hace gestos de fondo como si quisiera estrangularla—, que este se ha meado encima. ¡Oye, tú, gasto inútil de piel, coge la mopa!
—Uhm… creo que tenemos problemas más acuciantes que ese —murmuro, devolviendo la vista al ventanal delantero. Una nave patrullera se acerca hacia nosotras cabalgando un paraguas de iones. ¿Qué vamos a decirle, que somos simples turistas? ¿Que no pensamos quedarnos más que a repostar combustible para después largarnos con viento fresco? Esas excusas funcionarían para naves y tripulaciones que nunca se hubiesen buscado un follón en Marmolia… pero no es nuestro caso. Las aventuras que vivimos aquí, los edificios que destruimos y la revolución social que se desató por nuestra culpa (la cual no duró mucho, luego nos enteramos de eso; fue sofocada rápidamente por los servicios de control de daños de telenoticias), hacen que nuestros nombres hayan quedado inmortalizados para siempre en el salón de la infamia.
—Marmolia… —susurra Destiny—. ¿Crees que los emporios televisivos nos guardarán rencor por lo que les hicimos?
Asiento con la cabeza. Aquel planeta, cuyo aspecto de pulimento fino y sus brillos aglomerados hacen honor a su nombre, es el mayor centro de producción de contenidos televisivos de la galaxia. Está gobernado por imperios mediáticos que radian sus absurdos programas para todo el cosmos, una clientela potencial de miles de billones de TV-adictos. Por eso son tan poderosos: toda su existencia se basa en índices de audiencia, retorno de publicidad y curvas de inversión-beneficio. Hay treinta mil grandes estudios que producen contenidos mediáticos para borregos, cada uno con cien canales distintos y parrillas de emisión que cubren todas las etapas de un ser vivo. Incluso hay programas destinados al feto que está dentro del vientre de la madre, otros para el bebé que acaba de salirle de entre las piernas, y otros para los últimos momentos de vida de un anciano. Con todo lo que una pueda imaginar de por medio.
Marmolia. Para muchos, sinónimo de oportunidades, de magia televisada, de sueños enlatados igual que las risas, de prosperidad y comercio… Pero para Destiny y para mí representa uno de los mayores granos en el culo de la galaxia.
—¿Escapamos a toda potencia? —pregunta ella, acercando el dedo al gatillo del cañón. Le hago gestos para que se calme. No somos rivales para la guardia orbital del planeta.
—No. Identifiquémonos, vayamos de legales y veamos si podemos sacar tajada.
—Hace unos meses nos hicimos casi millonarias en el planeta aquel de los vampiros 1 . ¿Ya te lo has gastado todo, traviesa?
—Uhm… Pido aplazamiento de la respuesta, señoría. —Le guiño un ojo.
La patrullera se coloca entre nuestros vehículos y nos apunta a cada una con una antena de eczemondas. Es un tipo de radiación pensada para hacer enfermar los cascos de las naves espaciales, y que les salgan ferroeczemas, plastisoriasis y tecnovitíligos. Huelga decir que un blindaje naval enfermo de eso no llega muy lejos en lo profundo del espacio. Así que mejor nos estamos quietecitas.
—Patrullera marmoliana C2525 a naves en tránsito —berrea una voz por la radio—. Nombre, número, jerarquía, manifiesto de carga, propósito, función y fecha estimada de salida de Marmolia.
—Eh… comerciante libre federada Aquario, número protegido por contrato mercantil, nave de transporte ultralumínica, telarañas, comerciar, trasladar carga adquirida, lo antes posible. ¿Vale con eso?
El tipo de la voz despiadada duda unos segundos, y nosotras tragamos saliva. A ver si al final vamos a tener que salir por pies disparando, como siempre… Lo malo es que mi nave no tiene armas propiamente dichas, solo dos impulsores con la tecnología más avanzada de este universo. En todo caso, Destiny tendría que cubrirme las espaldas.
Sorprendentemente, lo que el poli nos dice no es que estamos arrestadas, sino todo lo contrario.
—Naves en tránsito, se me ha pedido que les traslade una invitación formal a atracar en el emporio televisivo Benson-Arizona. Un viejo amigo de ustedes tiene una jugosa oferta que hacerles.
Por el canal secundario que todavía mantenemos abierto, Destiny y yo cruzamos una mirada. Nada debería hacernos confiar otra vez en las artimañas de estos malnacidos, que solo piensan en su propio beneficio y nada más. Pero se ve que la refriega de Preciosa contra las naves de la Mecanomancia la ha dejado tocada en algunos puntos de su estructura, y necesita reparaciones. A la mía también le vendría bien una puesta a punto, que hace muchas aventuras que no se la doy. Todas esas cosas cuestan dinero, uno que no tenemos, pero que tal vez podríamos ganar honradamente.
—¿Cómo de generosa es esa oferta? —pregunta mi amiga con voz vacilante. En ese momento, yo ya estoy segura de que acabaremos aterrizando, aunque sea para escuchar lo que tienen que decirnos. Lo que pase después… solo los dioses de la Teletienda lo saben.
Diez minutos después estamos sobrevolando las ciudades de Marmolia, escoltadas por nuestro amigo el policía. El aspecto de la urbe no varía mucho del que tenía la última vez: es básicamente una planicie de edificios construidos a la misma altura, con las azoteas unidas por puentes y por zonas supuestamente no transitables. De ahí para abajo, cañones hondos y llenos de lucecitas profundizan en la corteza muchos metros, muchísimos, formando acantilados en los que trepida la vida de millones de videads, los adictos televisivos que conforman la población de este mundo. En el corazón de esos cañones hay calles, hay cierta clase de vida teleóptica, destellan mecanismos de propulsión para masas de gente, refulgen incendiarios ovoides, se retuercen cintas de óxido y vidrio. Hay vida, pero desde aquí apenas se aprecia. Miles de millones de teleadictos están metidos en sus casas conectados a sus canales 24H.
En uno de los cañones más anchos, una «calle mayor», vemos los preparativos de una fiesta, un río de colores chillones y banderolas. ¿Aquí la gente también se divierte, en vivo y en directo, saliendo a tomar aire? No me lo creo…
La noche va envejeciendo en el horizonte, y el lugar donde aterrizamos está a punto de rozar la aurora. Es una pista de aterrizaje situada, cómo no, en la azotea de uno de los edificios más anchos. Cuando tanto Preciosa como Aquario están posadas, el suelo se nos traga con gentileza. Un hangar abarrotado de vehículos de vivos colores se abre a nuestro alrededor; hay incluso carrozas de carnaval. Veo todas esas cosas y mi corazón hace masa: me estremezco con sentimientos encontrados, algunos amables, otros no tanto.
Ya que no me fio un pelo de esta gentuza, me visto con una armadura ligera de cuero reactivo y me ciño una cartuchera con mis pistolas zen. Ya sé que en otra parte he dicho que no me gusta tener que depender de ellas, por todos sus problemas psiquiátricos y ontológicos, pero son pequeñas y letales, las más potentes que tengo. Peligro encerrado en el espacio más pequeño disponible. Eso las hace valiosas. También me pongo en la oreja un clicclackmisor, un aparatejo que me permitirá hablar por radio con Destiny aunque ella no tenga puesto ningún receptor: estos chismes usan los nervios vestibulares como transformador de frecuencia para decodificar las ondas. A continuación aprieto el botón para que baje la rampa y se abra la esclusa de salida de la nave.
Lo que descubro al otro lado me deja sin aliento.
Una columna de metal con rueditas de aproximadamente metro cincuenta de altura, rematada por una pantalla de televisión de esas de rayos catódicos, está esperándome en la base de la rampa. La pantalla se ilumina mostrando una carta de ajuste primero, y tras unos instantes, un corrector de color que taladra la escala de grises a doscientos tonos hasta que Formahl Berg, ejecutivo en grado de Director de Emisiones del Canal 601, vuelve a la vida.
—¡Berg! —exclamo, llevándome instintivamente la mano a la cartuchera. Pero él me calma con un discurso breve.
—¡Bienvenida, amiga Piscis! ¡Qué placer verte de nuevo! Hacía años que no te dignabas a honrarnos con tu presencia, ¿verdad? ¿Has aprovechado bien el tiempo, has visto mucha tele?
—Tú… —Se me escapa el aliento—. No puedes ser tú. Te vimos morir.
—Ay, pobre pequeña, ¿aún no sabes que la vida y la muerte, en el mundo de la televisión, no son más que giros de guion convenientemente aprovechados en un libreto? ¿No sabes que el «Hasta aquí llegó su historia» siempre es menos importante que el cliffhanger