Luz de medianoche - Víctor Conde - E-Book

Luz de medianoche E-Book

Víctor Conde

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Beschreibung

En otra de sus genialidades metaficcionales, el autor Victor Conde nos lleva a conocer Luz de Medianoche, un programa de radio que solo suena a las 12 y al que la gente contribuye contando sus secretos, sentimientos y reflexiones vitales. Pronto el programa no será solo un espejo de las preocupaciones de sus oyentes, sino que empezará a cambiar sus vidas...

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Seitenzahl: 336

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Víctor Conde

Luz de medianoche

 

Saga

Luz de medianoche

 

Copyright © 2022 Víctor Conde and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726947687

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

SINOPSIS

Varias personas de una misma ciudad se ven influenciadas por el programa de radio nocturno de una periodista llamada Luz, que siempre empieza su emisión a las 12 de la noche. Luz habla sobre la vida, sobre los sentimientos, sobre las virtudes y los defectos de la gente. Y quienes la escuchan llaman de vez en cuando al programa para contarle cómo sus consejos les van influyendo en su vida diaria.

Para los chicos de RAE. Qué bien nos lo pasamos en aquel entonces.

El artista y su público son enemigos naturales.

Robert Altman

Frente a un universo informe e insensato,

el escritor se ve obligado a adoptar su papel de demiurgo.

Amélie Nothomb

¡PRESENTACIÓN DE PERSONAJES!

(Redoble de tambor)

(Entra música animada con aire circense)

 

¡Luz Delaqua en Medianoche!:¡Voz legendaria del mundo de la radio que ilumina con su nombre y su arte las noches del año, siempre a partir de las 12 en punto! ¡Toda una campeona de las ondas que jamás ha mostrado su cara, solo su voz, y que sus fans se mueren por conocer en persona!

 

¡Harold Broswin en Medianoche!:¡Hijo del famoso magnate del motor Ewan Broswin, afincado en España, que se ha labrado su propia fama conduciendo coches de carreras en el drag racing nacional! ¡Pero atención, fans de los complots y las conspiraciones, porque este hombre aparentemente plano y monotemático tiene un secreto oscuro!

 

¡Rosa Pazos en Medianoche!:¡Chica extremadamente delgada que se parece muchísimo a Shelley Duvall y que siempre habla cantando! ¡Es un palillo, la pobre, pero tiene un gran corazón y una necesidad innata de ayudar a los demás! ¡Si santa Teresa fuera anoréxica, ya sabemos qué cara tendría!

 

¡Rubén Espada en Medianoche!:¡Candidato a la alcaldía con muy pocos seguidores pero con un gran talento para el dramatismo y la teatralidad! ¡Y además, saber cantar! ¿Cuántos políticos de este país pueden presumir de eso?

 

¡Ewan Broswin en Medianoche!:¡Personaje secundario pero para nada irrelevante! ¿Quién dijo que los secundarios eran prescindibles? ¡Padre de Harold y dueño de una de las firmas comerciales del mundo del motor más importantes de España! ¡Su vida privada va de popa y sin frenos!

 

¡Scammy Miller en Medianoche!:¡Gran rival de Harold en las carreras de alta competición! ¡Es un americano muy misterioso que también guarda un gran secreto!

 

¡Francis Guitar en Medianoche!:¡Compañero de Rosa en su comuna hippie y virtuoso de la guitarra española! ¡Tenéis que oírlo tocar algún día, chicos, este hombre coge a Paco de Lucía y le hace unas versiones que, como dirían en su comuna, tiembla terrícola! ¡No está emparentado con el célebre Johnny!

 

¡Carlos Enrique en Medianoche!: ¡Ayudante de Rubén Espada en su mini-campaña electoral de un solo hombre! ¡Se encarga de la parte de realización técnica, y es un chico con bastante sentido común y buen ojo para la combinación de colores! ¡De no haber estudiado Imagen y Sonido podría haber sido un buen decorador de interiores!

 

¡Coretta Vitale en Medianoche!:¡Maestra titiritera que no sabe muy bien quién mueve sus hilos! ¡Está atrapada por una relación condenada al fracaso, y no sabe cómo cortar los hilos! ¡Es un drama, y todo por culpa de una carta! ¡Además, tiene un hijo en estado vegetativo!

 

¡Óscar Álamo en Medianoche!:¡Escritor fracasado y amor secreto de Coretta, enamorado de ella pero incapaz de sacar ningún tipo de relación adelante! ¡Su vida es una interminable sucesión de planteamientos, pero jamás ninguno de ellos ha alcanzado un nudo y mucho menos un desenlace! ¡Qué cruel es el mundo del arte!

 

¡Bárbara Hash en Medianoche!:¡Cantante de folk y pretendiente de Harold Broswin por insistencia de su padre! ¡No es mala chica, pero en realidad canta tan bien como un pato mareado, aunque ella no quiera admitirlo! ¡Tiene los ojos marrones más bonitos al oeste del Pecos!

 

¡Raquel Oliva en Medianoche!: ¡Periodista muy afamada dentro de la profesión, o lo será en un futuro próximo, porque la verdad es que esta mujer es un lince! ¡Nada se escapa a su ojo de águila! ¡Se pirra por los canapés, sobre todo los de pescado!

 

¡Celestino Mutis en Medianoche!:¡Matemático con pinta de friki-mad doctor que vive encima de Rosa! ¡Intenta encontrar el sentido de la vida y del universo en las ecuaciones matemáticas! ¡Para él, el Big Data no es más que montoncillo de cifras con personalidad propia!

 

¡Franco Morales en Medianoche!:¡Profesor de canto con un oscuro pasado y un todavía más turbio futuro! ¡No querría estar en el peor momento en el peor lugar, pero lo estuvo! ¡Y, chico, no veas cómo se arrepiente!

 

¡Todos ellos y muchos más actuando para su deleite en esta novela que usted va a poder disfrutar sin cortes publicitarios!

 

(Aplauso aplauso aplauso aplauso aplauso)

1 CRUCE DE VÍ(D)AS.

No puedo hacer esto yo solo, le dijo el autor del libro. No puedo cargar con toda la responsabilidad, usted también tiene que poner de su parte si queremos que esta obra de creación conjunta llegue a buen puerto. ¿Acto de valentía o de cobardía, por admitir que solo con la ayuda de una pluma no se puede agradar a un millón de ojos? Es un único luchador combatiendo contra demasiados enemigos. No puedo hacerlo yo solo, le dijeron el médico a su paciente y el estrangulador a su estrangulado. Usted también debe colaborar…

LUZ, PROGRAMA 161 (hora de inicio: 12 de la noche)

«—Buenas noches, queridos amigos y amigas. Existía una tradición, entre los poetas del mundo antiguo, de encomendarse a las Musas cada vez que iban a iniciar la recitación de algún poema. Esas Musas, en teoría, se meterían en sus cabezas (en sus «mientes», como dirían ellos) y les ayudarían a ser más creativos y enhebrar con mayor pasión los versos. Honrando esa ilustre tradición, me encomendaré esta noche al arbitrio de los hados para sacar adelante este humilde programa de radio, y veremos qué acaba saliendo.

(Intervalo musical: A suite of gods, de Rick Wakeman).

—Vamos a empezar con la primera llamada de la noche. Le damos paso a Harold, desde Zaragoza. Hola, Harold, buenas noches. ¿También traes un paquete de Musas griegas contigo? ¿O estas te las compraste aquí, en España?

—Hola, Luz, encantado de hablar contigo —contesta la voz de un hombre de unos veintipocos, muy suave—. Te escucho todas las noches, pero hasta ahora no me había decidido a llamar.

—Siempre hay una primera vez para todo, ya lo sabes. Para la radio, para el sexo… hasta para la muerte. Cuéntanos: ¿a qué te dedicas?

—Soy empresario y compito en pistas de carreras. Mi padre posee una escudería.

—¡Vaya, un as del motor, nada menos! Supongo que habrás metido la marcha más veloz para llegar hasta mi programa, y perdón por el chiste malo. ¿Es un oficio peligroso?

—Uhm… no, en realidad no. Hombre, tiene su componente de riesgo, pero es mucho menor que el de la Fórmula 1. El tipo de carreras en las que yo compito no tiene curvas.

—¿Ah, no? ¿Unas carreras sin curvas? —Luz parece divertida—. ¿Cómo se come eso?

—Se llaman drag races: son competiciones de aceleración, siempre en línea recta. Alcanzamos los quinientos kilómetros por hora. Si tuviésemos que girar a esas velocidades, nos mataríamos.

—Desde luego, vuestros coches son más rápidos que mi pobre Twingo. —(Risas enlatadas que mete el realizador)—. A esa velocidad me gustaría hacer las cosas a mí cuando me levanto por las mañanas, a ver si por una vez no me agobio al llevar a los niños al cole. Háblanos un poco más de ti, Harold, y agárrense, queridos radio-oyentes, porque intuyo que vienen curvas. ¿Qué es lo que más preocupa a un corredor de coches de alta velocidad?

—Pues… precisamente de eso quería hablar esta noche contigo. Es una duda existencial que tengo.

—Has venido al sitio adecuado, esas son nuestra especialidad. La hora bruja, cuando muere el antiguo día y empieza uno nuevo, es el momento perfecto que Dios creó para el existencialismo.

—Muchas noches te oigo hablar con la gente que tiene vidas nocturnas, y las cosas que contáis en abierto me asombran. No me puedo creer que lo que la gente confiesa sea verdad.

—Llevo varios años en este mundillo, amigo Harold, y te aseguro que a día de hoy me sigue sorprendiendo eso mismo. ¿Sabes qué es lo mejor de esto, de tener un programa de radio? Que sientes que las personas que llaman necesitan hablar. A veces cuentan toda la verdad, otras veces exageran u ocultan parte de la información para no dañarse a sí mismos o a terceros… pero en general lo que necesitan desesperadamente es desahogarse. Tener a alguien en quien confíen que escuche sus problemas. Y ahí es donde entramos nosotras, las voces de la radio.

—Desde luego, es un buen servicio público. Me parece maravilloso que estéis ahí, presencias de la radio. Sobre todo tú, Luz de Medianoche, con esa voz tan bonita.

—Gracias, Harold. Cuéntame, que tenemos llamadas en espera: ¿qué es lo que te preocupa? ¿Qué obstáculo ves en tu carretera?

Un segundo o dos de pausa. Es lo que tardan siempre los indecisos en coger fuerzas o bien en tirar la toalla. Es el momento crítico, pero esta vez el chico no cuelga el teléfono.

—No se trata de un obstáculo, Luz… —dice, dubitativo, y su voz temblequea en el teléfono—. Es solo que… a veces miro lo que hago en la vida, tanto correr, tanto acelerar de sopetón, tanto alcanzar velocidades de vértigo… y me entra la atroz duda de si estoy yendo o no hacia alguna parte».

HAROLD y ROSA

Here comes the bride, and there goes the groom

Looks like a hurricane went through this room.

Smells like a pool hall, where's my other shoe

I'm sick and tired of pickin' up after you.

Tom Waits & Crystal Gayle, One from the heart.

Si los siete mil caballos de los que todo el mundo hablaba estuvieran allí, no habría sitio dentro del circuito para que cupieran los coches. Y tampoco los espectadores. Aquello sería una simple montaña maloliente de caca de caballo.

Por fortuna, aquellos siete mil eran figurados. Se trataba de una medida de la potencia de aquellos fabulosos motores: siete mil caballos de empuje para el coche del carril derecho de la pista de carreras, otros tantos para el izquierdo. Cuando todas esas patas salieran desbocadas y se pusieran a correr a la vez, impulsarían los vehículos hasta rozar los peligrosos quinientos kilómetros por hora, consumirían seis litros de nitrometano por segundo —aunque ese combustible estaba prohibido, pero había una nueva mezcla en circulación— y recorrerían el cuarto de milla de longitud total de la pista en menos de cuatro segundos.

Salir cagando leches, llamaría a eso su abuelo.

Por culpa del abuelo estaba él allí, Harold Broswin, apadrinado por la empresa de su viejo como corredor principal del campeonato de España de drag racing, en representación de la firma de motores SAVITAR. Aunque su familia residiera ahora en Europa, hacía solo dos generaciones vivían en Estados Unidos, en Texas, donde amasaron su fortuna creando motores para marcas de competición. Fue allí donde el abuelo, aquel chalado de la velocidad que juró no bajarse de aquellos proyectiles con ruedas hasta que lo enterraran dentro de uno —y lo cumplió— se afilió a la NHRA 1 y montó una empresa comercial apoyada en su obsesión por las ruedas. Su hijo, el padre de Harold, siguió sus pasos y no se retiró del campeonato ni siquiera cuando al viejo tuvieron que fabricarle un ataúd de grandes dimensiones para enterrarlo junto con el amasijo de metal en el que estaba incrustado su cuerpo. Había sido imposible separar el cadáver de los restos del coche cuando acabó la carrera, y lo enterraron todo junto, huesos y chasis, todo al hoyo. ¡Plaf! A su abuelo le habría encantado eso, ese sonido final como a semáforo estropeado.

El padre de Harold, Ewan, estaba en la caseta reservada a la prensa hablando con los periodistas. Ofrecía una ensayada sonrisa Colgate que mostraba sus filas de dientes anchos como lápidas de cementerio, molares de rumiante que uno no se explicaba cómo cabían en aquella boca tan pequeña. Porque Ewan era un hombre minúsculo: medía menos de metro cincuenta, y tenía el pelo lacio y blanco. A lo largo de su vida había sido confundido infinidad de veces con un niño cuando la gente se le acercaba por la espalda. Pero tenía un exceso de carácter que compensaba sobradamente su estatura. Había que mirar hacia abajo para verlo, cierto, pero como él decía, era un hombre-mina. No mina de cantera sino mina explosiva, de esas que pisabas y hacían pum. Como solía decir, las minas antipersona también eran muy bajitas, pero se ganaban el respeto de quienes se topaban con ellas como si midieran cien metros más que cualquier caminante despistado.

Harold no era tan bajito, gracias a Dios. Tenía una estatura normal, metro setenta aproximado, lo que no lo hacía destacar ni por arriba ni por abajo. No era un titán pero tampoco una broma liliputiense, y cabía dentro de la cabina de los coches, incrustado como un filete de carne sudorosa entre el asiento tipo caza de combate y el volante. No había heredado ni de lejos ese agresivo carisma de sus progenitores, sino que era un tipo tranquilo, de habla pausada y gestos calculados. Lo más sorprendente de su carácter era su manera de entender el humor, que solía dejar descolocada a la gente. Sus códigos humorísticos no casaban con los del resto de la especie, de modo que se reía de cosas que para casi nadie tenían gracia, y lo que normalmente era popular a él le resbalaba. Era raro. Pero es que los Broswin eran así, gente rara. Especial, dirían algunos.

Salió del vestuario enfundado en su mono ignífugo forrado de parches de publicidad. Lucía los colores de SAVITAR, negro y azul, con una pincelada roja para representar el rastro de fuego que dejaban los neumáticos. Se acercó andando a su máquina, su bestia traga-asfalto, lo que en aquel deporte llamaban un funny car, es decir, un coche con aspecto más o menos normal que escondía dentro de su chasis un gigantesco tanque de propelente y la tobera de un reactor. Su padre había bautizado jocosamente a aquella máquina Vieja Betsy, en honor a una tortuga que Harold había tenido de niño.

En cuanto vio a su hijo, el pequeño dueño de la escudería dejó a los periodistas y se acercó a él. Uno de los periodistas se reía como si estuviera enfermo, su risa el clamor de un vientre agotado, sacudido por espasmos.

—Hijo, ven, que te van a sacar unas fotos.

—¿Otra vez? ¿Les has dicho que soy un piloto y no una modelo?

—Les da igual, para ellos ambas cosas son lo mismo. —Les dedicó una sonrisa desde lejos, sacudiendo la mano como diciendo hola al público de las gradas—. ¿No ves que trabajan en el mundo de las cámaras?

Pasaron junto al box de mecánicos, donde el equipo contrario estaba dándole los últimos retoques a su monstruo, otro funny car con chasis convertible. Harold se preguntó —una de esas preguntas estúpidas que se hacen los pilotos antes de empezar una carrera— por qué esos mecánicos siempre estaban allí un buen rato antes que los de su padre. Cuando el equipo SAVITAR empezaba a llegar con cara de haber madrugado, ellos tenían aspecto de llevar horas haciendo preparativos. Se lo preguntó a su padre.

—¿Eh? Oh, eso. Es fácil: ese cabrón de Matías, el dueño del equipo Salarroja, tiene veinte mecánicos y solo diez aparcamientos. Los últimos en llegar aparcan a tomar por culo del circuito. Yo voy a empezar a hacer lo mismo —gruñó—. Así se estimula la puntualidad.

 

A Rosa Pazos le gustaba cantar. Pero era más que eso. Sus amigos decían que vivía su vida entera sumergida en música. Ella se tomaba sus canciones como si fueran los faros de un coche que lograba abrir en la oscuridad profundos túneles de luz, despejando el camino. Cuando encontraba un nuevo tema que le gustaba, el cuerpo le hervía en un abigarrado despliegue de emociones erráticas. Era una celebración que le llegaba hasta el alma. Una vez, alguien le preguntó si se consideraba una auténtica pirada de la música. Ella se limitó a mirarlo con desdén, en silencio, como preguntándose si había alguien en este mundo que no lo fuera.

El problema de Rosa era que, como todos los aspirantes a músicos, necesitaba dinero. No es que viviera en la indigencia, pero a dormir en una casa okupada junto a otros doce veinteañeros y vivir de las sobras que otros dejaban, no se le podía llamar nadar en la abundancia. Pero eso iba a acabar, porque aquella gloriosa mañana, la que inauguró la jornada que terminaría con Harold arrancando el motor de su bestia de cuatro ruedas, descubrió aquel anuncio. Y, sobre todo, descubrió el premio que daban a quien compusiera la mejor canción.

Se le desorbitaron los ojos a dos tiempos: primero, cuando leyó de qué se trataba. Era una especie de Operación Triunfo pero para compositores y cantantes de himnos electorales. ¡Música para elecciones presidenciales! Jamás pensó que ese subgénero tuviera sus propios certámenes, ni que abrieran sus convocatorias al público. Segundo desorbitamiento: cuando vio en qué consistía el premio. Nada menos que veinte mil eurazos para el autor del tema, a dividir si había varios.

¡Veinte mil! Eso era una fortuna de nivel Onassis para ella. Hala que no resolvería cosas con esa pasta, sobre todo aquí, en Zaragoza, donde el nivel de vida no era tan user-friendly como le habían contado. Lo único que pedían en las bases era que les entregaran la melodía escrita, en notación musical clásica —de la cual no tenía ni la más remota idea—, y que la cantaran en directo para un jurado. Eso último, mira por dónde, sí podía hacerlo. Rosa no era Tina Turner pero tenía una voz bonita, de registro agudo, casi mezzosoprano, que hacía las delicias de sus compañeros de comuna en las noches de primavera. Tampoco era parca componiendo.

El concurso iba a celebrarse en un estudio de grabación cercano a la torre de IberCaja, y justo aquella tarde había audiciones. Así que se puso su ropa más presentable, que incluía pantalones de pitillo y chaleco estilo años setenta sobre una camiseta de colores elegidos por un daltónico, y salió de la casa okupada con ganas de comerse el mundo. Por supuesto, no iría sola. Su amigo Francis la acompañó, armado con su guitarra.

—Creo que esto es una locura —le confesó Francis cuando llegaron a la parada de autobuses—. ¿Qué sabes tú de música para partidos electorales? Nada. Se van a reír de ti en cuando entones el primer do. Además, eres anarquista. No te veo para nada componiendo un estupendo himno político, de ensalzamiento de la patria y esas cosas… —Se tocó el pecho con aire solemne.

—Cierto que las reglas no van conmigo, y menos las de la policía, pero sé cantar. A veces, con eso basta. —Siempre que Rosa hablaba, lo hacía entonando alguna melodía. Nunca lo hacía con su voz normal, como si no supiera cómo hacer para no hablar cantando. Era uno de los rasgos que definían de un plumazo su carácter. Para responder a su amigo había elegido una rumba porque se sentía así, animada.

—¿Y la letra chispeante? ¿Y el estribillo que hace que todo el mundo se ponga firme con la mano en el pecho, en plan militar?

—Ahí entras tú —sonrió ella, moviendo su naricilla pizpireta. Se había puesto una peluca de pelo afro que parecía un arbusto de las películas del desierto de Arizona cosido a su cabeza—. Me ayudas con la letra y la guitarra. Yo pongo la voz y mi encanto. Nos llevaremos el premio de calle, confía en mí.

—Bueno, pero si lo hago quiero la mitad de la pasta.

—¡Oye! Eres un aprovechado.

—Aprovechado o artista, llámame de las dos formas. Ambas son conjugaciones del mismo verbo.

—¿Qué verbo?

—Morirsedehambre.

Rosa se hizo la ofendida, aunque por supuesto se lo esperaba. Y más descargando parte de la responsabilidad sobre él como letrista.

—Bribón… Vale, hay trato. Un buen trato siempre deja insatisfechas a todas las partes, como decía Calvin. —Entrelazó sus dedos—. Cruzando meñiques…

Enlazaron sus meñiques y los movieron haciendo un sonido raro, tipo ¡guliguliguliguli! El autobús que esperaban los recogió y empezó a serpentear por la ciudad rumbo al centro, al barrio pijo de los bancos y las iglesias históricas, con dos estrafalarios pasajeros en su interior que tenían pinta de vivir al margen del sistema, pero que charlaban entre ellos sobre cómo componer una letra tan patriótica que diera asco escucharla.

 

Ewan Broswin arrastró a su hijo hasta la primera línea de periodistas del box. Los flashes estallaron como vacilantes supernovas.

—¡Aquí lo tienen, damas y caballeros! —dijo el empresario, tachando de su agenda su última sonrisa de compromiso del día—. ¡Mi vástago y digno heredero del imperio SAVITAR! ¡Él será quien defienda los colores de nuestra escudería esta noche! —Se puso la mano a un lado de la boca para sugerir confidencialidad—. Esperemos, por el bien de los cristales del barrio, que no rompa la barrera del sonido…

Risas corteses. A saber cuántas veces habrían oído los corresponsales veteranos ese mismo chiste. Harold intentó que no se le notara el hastío y contestó unas cuantas obviedades, pero de reojo captó algo que llamó su atención: de los boxes del otro equipo salió un piloto vestido con un código de color distinto. Era un poco más alto que él y también más fornido, como si el gimnasio fuera su segundo hogar. Cuando lo vio, la aburrida expresión del rostro de Harold fue sustituida por un brillo furtivo en sus pupilas y un rictus de avidez en sus labios. Había algo en los ojos del piloto, pero no en el brillo en sí, sino detrás del brillo.

Allí estaba. El rival a batir.

Su enemigo.

—… Lo bueno es que este figurín aún no se ha comprometido oficialmente con ninguna mujer —reía su padre mientras le daba manotazos en la espalda—. Se podría decir que es el soltero de oro más codiciado del mundo de la competición, solo detrás de alguno de esos niñatos imberbes de la Fórmula 1.

Un periodista formuló la pregunta venenosamente perfecta:

—¿Ha ganado usted alguna medalla de importancia internacional, hijo?

—Ha quedado finalista en tres de cuatro competiciones que ha disputado —se adelantó su padre antes de que él abriera la boca—. La NHRA lo nombró el mes pasado, en su boletín, una de las jóvenes promesas que más destacaban a día de hoy, y en la carrera de esta noche demostrará el porqué. ¿Verdad, hijo?

Harold asintió distraídamente mientras seguía vigilando al otro competidor por el rabillo del ojo. Lo conocía. Se llamaba Scammy Miller y era de Iowa, aunque casi siempre corría en Europa. Tenía una forma de caminar muy posesiva, en plan quieto todo el mundo que acabo de llegar. Cada vez que se cruzaban en los talleres se desataba un duelo ocular entre ellos, en el transcurso del cual uno percibía algo conscientemente terrible en la cara del otro. Una frontera. Un «Tuviste mala suerte de que yo naciera también en tu época». Harold se alegraba y a la vez se preocupaba por tenerlo como rival.

Desvió la vista hacia las gradas, donde unos chavales estaban intentando matarse haciendo acrobacias con unas tablas color desfase carnavalero brasileño. Miller se deslizó en la cabina de su vehículo, otro funny car modificado a partir de un chasis de Willy Coupe. Se ajustó el casco, y esperó. Su bestia feroz estaba aguardando a aquel loco que se había atrevido a desafiarla.

—Así que ya lo saben, caballeros —dijo Ewan como colofón a la entrevista—: a tope con los coches y a tope con las damas. Mi hijo es el gran semental de las pistas de carreras. Temblad, fans femeninas del mundo del motor, ¡porque este chico está buscando quien le dé un heredero! ¡Algún día será portada de la revista Forbes!

Los periodistas regresaron a la seguridad de la valla, tras la cual podrían tomar las fotos que quisieran de la salida, el momento más espectacular con diferencia en una drag race. Y, según algunos, el único que merecía la pena. Ewan acompañó a su hijo hasta el coche, un Buster Rodan de morro bajo con las ruedas de atrás aumentadas. También era un devorador de asfalto, como el de su oponente. Entró en la cabina por la ventana sin cristal y se ciñó los cinturones de seguridad cruzados. Eran los mismos que usaban los pilotos de caza, aunque allí no había asiento eyectable.

Su padre se apoyó en la ventanilla.

—Vale, hijo, intenta dejar el pendón familiar en el lugar que se merece, ¿vale? Te he presentado como una especie de Príncipe Encantador, y seguro que la mitad de las chicas del graderío están suspirando por ti en este momento. Corre a por ellas.

Harold le dedicó una expresión de hastío. Quizá excesivamente sincera.

—Papá, llevas con la misma cantinela del casamiento y los herederos más de un año. Y ya te he dicho que ese asunto, ahora mismo, no es importante. ¿Cuándo vas a parar?

Ewan lo miró enfadado. Con aquellas patillas gruesas que le caían por delante de las orejas, su cara parecía encajonada entre dos signos de exclamación.

—Para ti no lo es porque solo tienes veinticinco años, pero yo ya he rebasado los sesenta y empiezo a ver la línea de meta al fondo. La túnica negra de la Muerte parece, vista desde aquí, una bandera a cuadros. ¿A ti qué más te da hacerlo ahora que dentro de cinco años? La paternidad es algo muy bonito, y tener una mujer que te ame a tu lado es lo más…

—Basta, por favor, me sé de memoria el resto del discurso. —Dirigió la réplica hacia algún lugar entre su padre y él—. Supongo que todo imperio necesita un heredero.

—Supones bien. ¿Te he hablado de la campaña electoral que hizo Nixon para su segundo mandato? Usaba la frase: «Es malo cambiar de caballo en mitad del río», como eslogan. Era una declaración de principios sobre el poder de la inercia, del conservadurismo, de lo que no está roto y ya sabes que funciona, y por eso no hay que cambiarlo. Yo te tuve bastante tarde, es verdad, pero aún estás a tiempo de subsanar ese error y llenarnos la casa de chiquillos. ¡Eres un semental, no lo olvides! ¡El digno heredero de Anfión para los tiempos modernos! ¡Cualquier mujer se volvería loca por ser tu esposa!

Le dio una palmada en la espada y se retiró a boxes. Harold se quedó agarrado al volante mientras los mecánicos hacían las últimas comprobaciones, y pensó, malhumorado: El caballo no cambiará, pero puede que el río sí. Eso fue lo que acabó con Nixon, que el río que intentaba remontar cambió de golpe el sentido de su flujo. Y a él nadie se lo advirtió.

Por eso se ahogó.

 

Rosa y Francis llegaron al edificio donde se hacían las audiciones. Ya desde el recibidor se notaba que allí dentro sucedía la música, pues los ecos de interpretaciones que se estaban desarrollando en ese momento retumbaban por los pasillos. Era una melodía pegadiza ejecutada por los exuberantes y flatulentos tonos de un saxofón, un ritmo sincopado que invitaba a ser tarareado.

Se pusieron a la cola, esperando su turno para llegar al mostrador. Allí, un aburrido recepcionista les pasó unos impresos para que los rellenaran en plan tiene que firmar aquí y aquí y aquí. Rosa se sintió rodeada por su gente, por personas del mundo de la música, todos muy jóvenes y muy ilusionados y muy quemados por la vida. El aroma a subcultura underground flotaba como un hedor emanado de mil axilas. Aunque la verdad es que había un poco de todo, desde los típicos músicos callejeros cuya comida diaria dependía de la generosidad de los paseantes de alguna avenida, hasta los pijos de conservatorio que iban bien vestidos y parecían invitados a una boda en vez de a una audición.

—¿Crees que nos harán caso? —se preocupó el guitarrista—. Me da en la nariz que estos niñatos de colegio privado lo tienen ganado antes de empezar.

—Venga, no seas cenizo e inscribe tu nombre. ¿Para qué es esta casilla de aquí? ¿Tú te sabes tu DNI?

—No tengo DNI. La última vez que lo renové fue cuando era niño. ¿Y tú?

—Yo tampoco. Bueno, me invento uno y ya está. Era un chorro de números con una letra al final, ¿no?

Un chico de unos veintisiete años fue recorriendo la sala de espera, hablando brevemente con los candidatos y recogiendo sus impresos firmados. Llevaba una chaqueta elegante y bajo ella una camiseta con un eslogan que rezaba: «Votad a RUBEN ESPADA, vuestro guerrero contra la corrupción». Era una persona con un físico de lo más anodino, pero irradiaba un interés por lo que se hacía allí que lo diferenciaba mucho de algunos músicos, que iban en plan esto es solo un mal sueño y no tardaré en despertar.

—Buenos días, me llamo Rubén. —Saludó a Rosa y a su amigo cuando llegó hasta ellos—. ¿Ya habéis rellenado la solicitud? ¿Cuál es vuestra especialidad musical?

—Sí, tómala. —Rosa agarró la suya y la de Francis (que estaban a medio cumplimentar) y se las pasó—. ¡Somos cantautores del espíritu, hacemos música libre! ¡Sin normas ni cortapisas!

Rubén arqueó una ceja al darse cuenta de cómo hablaba la chica, siempre siguiendo una tonada.

—No hace falta que empieces ya, las audiciones son dentro de media hora.

—Ella siempre habla cantando —aclaró el chico de la guitarra, acomodando el instrumento en su regazo—. Es una manía.

—¿Eres tú ese, el de la camiseta? —Rosa señaló la foto estampada de la cara de Rubén que se asomaba por debajo del eslogan.

—Oh, sí, soy yo. Me presento a alcalde, con partido propio. Estoy empezando a hacer campaña.

—¿Y la haces aquí, en un Operación Triunfo de tonadilleros políticos?

—No, este es solo un trabajo a tiempo parcial. Me encargo de organizar los grupos que van a actuar. ¿Cómo os apunto, con un nombre artístico o por vuestros apellidos?

—Con un nombre artístico, por supuesto. —Rosa se dio golpecitos en la barbilla—. Uhm… ¡Capa y Puñal! No, mejor… ¡Pimpinela y Escarlata!

—Veo que lo tenéis todo diáfanamente claro, hasta vuestro nombre… Al menos espero que sepáis escribir letras de canciones de propaganda.

—Por supuesto —sonrió Rosa, e improvisó—: «El U.S. de A. entró en conflicto con la U. del E. y todos se postraron a los pies de los UR. de las SS. Anoxia no viene de Nixon, ¡pero anixia sí!». ¿Qué te parece?

Los dos se quedaron mirándola, boquiabiertos. Sendos goterones de sudor, en plan manga, les resbalaban por las sienes.

 

Los avisos luminosos del graderío y los edificios de boxes parpadearon con furia indómita. Todo estaba listo para la dura prueba: un cuarto de milla en línea recta que cubrir, un récord de tres segundos siete décimas, 315 kilómetros por hora como objetivo para el motor. Azafatas bellísimas con pantalones cortos y tops que daban saltitos graciosos y agitaban banderas. Mecánicos sudorosos que corrían de acá para allá con esquemas de camuflaje hechos de grasa. Y el semáforo principal que iba deshojando pétalos de una margarita, 10, 9, 8… con el siete y el seis muertos de miedo.

Harold sudaba agarrando con fuerza el volante. Miró los juegos de luces amarillos y verdes, y el tercero de posicionamiento que tenía el semáforo: los dos coches tenían que estar perfectamente alineados antes de salir. Aquello era un desafío Top Fuel, y eso eran palabras mayores. El piloto se sentía montado sobre una bomba, un depósito de combustible atiborrado del compuesto químico más agresivo que había inventado el ser humano, y que ahora, con las pruebas de aceleración, veía salir por los tubos de escape convertido en llamaras de más de un metro. El público se volvía loco al verlas, y aplaudía sin cesar.

¿Hay peligro intrínseco en tu oficio?, le había preguntado su idolatrada Luz de Medianoche cuando la telefoneó, la noche pasada. Él, con toda su jeta, había dicho que no.

Harold giró la cabeza hacia la izquierda y vio el otro coche, allí parado. Respirando fuego del infierno, igual que el suyo. Temblaba con una fiebre indómita bajo el chasis, como si su motor estuviera a punto de estallar por la tensión. Las ondas de calor fluían por debajo de la pintura como seísmos.

Vio a su rival. Todavía no habían bajado ninguno de los dos las viseras de sus cascos, así que solo se vieron la estrecha franja de los ojos, lo único que quedaba al descubierto y que no estaba protegido por la capucha de disipación de calor. Las frías pupilas de su adversario lo estudiaron con la intensidad del cocodrilo que analiza a su presa antes de convertirse en un latigazo letal, un movimiento de depredación para el que emplearía todo su cuerpo, hasta la última célula. Harold, sin pestañear, hizo lo mismo.

Tratando de mostrar despreocupación, Scammy Miller le guiñó un ojo. Fue un tipo de guiño que la gente que entendía, que estaba metida en el tema, sabía reconocer perfectamente. Conocía su significado y todas sus implicaciones. No era un guiño de desafío ni de cinismo ni de superioridad. Era uno de insinuación sexual, de proposición sincera. De esta noche te estaré esperando con una botella de champán sin descorchar mientras busco en Spotify el tema ese de Noches de blanco satén.

Harold Broswin, el Príncipe Encantador de aquella carrera, aquel a quien su padre ya le estaba buscando como novia a la hija de algún otro empresario forrado de pasta del ramo del motor, entendió lo que significaba aquel guiño a medias amable y a medias lascivo.

Y se lo devolvió.

 

Rosa y Francis eran los siguientes en actuar. Habían estado fijándose con atención en los solistas que habían desfilado antes que ellos, observando sus maneras, sus intenciones, el tipo de materia musical a la que sus voces daban cuerpo cuando se subían al escenario. Aquello se alejaba muchísimo del tipo de canciones que ambos escuchaban en su vida diaria, que eran mucho más anarquistas. El nicho de Rosa y Francis —¿al final se habían quedado como Capa y Puñal?— era la música de protesta, lo opuesto a lo que se hacía allí. Pero no importaba. Solo pensaban en la bolsa de dinero que aguardaba al final de las baldosas amarillas.

Un ejemplo típico de las estrofas que escucharon en boca de los otros intérpretes podría ser el siguiente:

Mi abuelo sirvió en Ifni

Donde perdió un ojo y una pierna

Pero hasta el final en su mano ondeó

El orgulloso pendón del sol y el crepúsculo

Dorado y rojo, la bandera de mi alma.

 

Compré aquel coche, viejo SEAT 1500

Y en su guantera encontré una nota

Soy el soldado Carlos, y si estás leyendo esto

Es que mi regreso a casa no logré.

Pero si caí en la trinchera defendiendo el orgullo español

Acelera en mi nombre, amigo, y que este que yo no pude montar

Sea ahora tu corcel.

…Y bla, bla, bla. A Rosa, una mujer a la que todo eso de la bandera y la supremacía de la raza y el patriotismo castizo le daba urticaria, se le revolvió el estómago al escuchar semejantes panfletos nacionalistas. Pero entendió que aquello no era un recital de Bob Dylan: era una maratón electoral. Así que hizo de tripas corazón e intentó inventarse una melodía pegadiza sobre la marcha.

La primera estrofa que se le ocurrió fue: «Una bala por cada político, un tirador por cada poeta», pero, bueno, ejem, la descartó. Con algo así lo único que lograría es que la echaran a patadas.

—Nosotros no tenemos ni idea de sermones políticos. Nos van a destrozar —se lamentó su compañero, pero ella le palmeó tranquilizadoramente la espalda.

—Calma, lo conseguiremos. Aunque solo estemos soltando una sarta de tonterías, la gente no se dará cuenta si la música es buena.

—¿Cómo no se van a dar cuenta de que nuestras letras no tienen el menor sentido?

—Confía en la música. Una canción puede explicar lo que su lógica no.

Eran los siguientes. El chico aquel que organizaba los grupos, Rubén Espada —el de la camiseta electoral de sí mismo— les hizo una señal entre bastidores y tachó sus nombres de una lista. Con las canillas marcándose un minué subieron a la plataforma que servía de escenario, ante la cual no había más público que un grupo de jueces parapetados tras una mesa, un lugar lleno de aristas vivas y ángulos agudos, que los miraban con caras estoicas. Fue al observar aquellos rostros impávidos cuando a Rosa se le ocurrió la estrofa de su canción. Le susurró por lo bajo a Francis que siguiera la melodía de I got a ’34 wagon and we call it a Woody, de Jan and Dean, una canción que a ambos les gustaba.

Y cantó:

De carretera en carretera, llegué a aquel pequeño lugar llamado Esperanza

Población: una persona y una nube. Y esa era yo, con la nube sobre mi corazón.

Solo tenía pensado hasta ahí, no sabía cómo seguir. Pero al fin y cabo, la música es poesía, y una rima lleva a otra instintivamente, por lo que se dejó caer en las oscilantes oleadas musicales que brotaban de las cuerdas de la guitarra, hilos paralelos en grupos de cinco de tela de araña, con notas atrapadas como insectos. Su voz la sorprendió diciendo:

Cuando la dignidad cotiza en Bolsa

Cuando cada cruce en cruz tiene seis direcciones

Eso es política.

Votantes expatriados, se sienten olvidados

Juegan con sus ilusiones y sus mentes

Delito de confianza en su partido han cometido

Y cuando la locura hace salir a los regentes

Ya solo queda frustración, negación y olvido.

De carretera en carretera, llegué a aquel pequeño lugar llamado Desazón

Población: una persona y la lluvia. Y esa era yo, con la lluvia sobre mi corazón.

Francis la miró de reojo con furia, sabiendo que semejantes palabras no eran lo que aquel jurado querría escuchar. Rosa se estaba cavando su propia tumba. Pero al menos sus estrofas tuvieron gracia, y eso era mucho más de lo que se podía decir de aquella caterva de ignorantes. El último compás puso punto y final a la canción y dejó pensativo al jurado, que tenían caras de no saber exactamente qué era lo que habían escuchado.

Rubén se acercó a la pareja.

—¡Uauh! Eso ha sido… diferente, a falta de una palabra mejor. Felicidades.

—¿Le ha gustado? —se sorprendió Rosa.

—A mí sí, me ha encantado. Han sido las únicas estrofas con un mínimo de dignidad artística que he oído desde que empezó este circo. Lo que no sé es si al jurado le atraerán. El mensaje que contienen es demasiado sincero para ser aplicado a algo tan frívolo como la política.

Rosa soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes? —preguntó su compañero.

—¡De que en el último momento estuve a punto de añadir un verso, pero me contuve!

—¿Qué verso era?

—«La política es el único circo que solo tiene payasos». ¿Crees que les habría sentado mal…?