Historia crítica de la literatura uruguaya. Tomo IV - Carlos Roxlo - E-Book

Historia crítica de la literatura uruguaya. Tomo IV E-Book

Carlos Roxlo

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En este tomo, titulado «La influencia realista», de la monumental obra «Historia crítica de la literatura uruguaya», Carlos Roxlo analiza y explica la literatura uruguaya publicada entre 1885 y 1898 y aborda a autores como Kubly, Aréchaga, Fragueiro, Arreguine, Maciel, Bernárdez, Magariños o Blíxen.

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Seitenzahl: 731

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Carlos Roxlo

Historia crítica de la literatura uruguaya. Tomo IV

LA INFLUENCIA REALISTA

Saga

Historia crítica de la literatura uruguaya. Tomo IV

 

Copyright © 1913, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726681482

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CAPÍTULO PRIMERO

Kubly y Aréchaga

SUMARIO:

— La poesía. — El alma y el ideal. — Luís Piñeyro del Campo. — Su romanticismo. — El último gaucho. — Su asunto y su métríca. — Fragmento. — De otras composiciones de Piñeyro del Campo. — Kubly y Arteaga. — Índole de su ingenio. — El hombre y la obra. — El poema Los dioses caídos. — Algunas estrofas. — Las grandes revoluciones. — Un enemigo de la evolución en matería política. — El clero y las instituciones monárquicas. — Las coronas y las presidencias. — Los derechos ciudadanos para la mujer. — El espíritu de rebelión. — De como Kubly se sirve de la historia. — Su estilo y sus cuadros sintéticos. — El hombre es el producto del medio en que víve. — El fin utilitario.— Las reformas sociales.— El progreso de hoy no será el de mañana. — Cada época tiene su ideal. — La utopía de la mujer convertida en soldado. — Babel y Kubly. — Justino Jiménez de Aréchaga. — El publicista y el orador. — La Libertad Política. — El extranjero, con residencia estable, es un ciudadano. — La ciudadanía real y obligatoria. — Esta tesís es justa y verdadera. — De los sístemas electorales. — La representación proporcional. —Defensa de la misma.— El Poder Legislativo. — Materías de que trata. — Armonías entre la ley y la sociedad. — Incompatibilidades parlamentarías. — Obras relacionadas con nuestra legislación civil.

I

La poesía es un simple diálogo.

Nada más que un diálogo.

¿Quiénes son los interlocutores?

Uno es el ideal.

El otro es el alma.

¿De qué conversan?

El alma incorpórea gravita hacia lo azul.

Es en lo azul donde se abre la flor del ideal.

Entonces el alma y el ideal conversan amorosamente de lo absoluto.

El alma llora sus nostalgias de eternidad, sus sedes infinitas de perfección.

El ideal, la utopía de hoy, jura que se hará carne en lo porvenir.

Este diálogo encantador tiene sus taquígrafos.

Unos traducen lo que dice el ideal. Recordad á José G. del Busto.

Otros recogen lo que dice el alma. Leed á Luis Piñeyro del Campo.

Piñeyro es un poeta espiritualista. Piñeyro, como Platón y como Jouffroy, está convencido de que la divina hermosura es una recóndita esencia, invariablemente invisible é inmaterial. Piñeyro os dirá, como Víctor Hugo, que el arte por el arte puede ser hermoso; pero que el arte por el progreso es más hermoso aún. Piñeyro os dirá, como Víctor Hugo, que l’art c’est l’azur; mais l’azur du haut. Es decir: el azul celeste, el azul de lo alto, el azul de las nubes y de las estrellas.

Luis Piñeyro del Campo fué una bondad y una ilustración. Tuvo la más amable de las sonrisas y el más gentil de los corazones. No era el jurisconsulto, de ciencia notoria, el que cautivaba. Era el paladín de la caridad, el esforzado caballero del bien hermoso, el que seducía. Amó á los niños, amó á las flores, amó á los versos, y amó á las pobrezas, de las que iba en busca para consolarlas y redimirlas. Fué romántico, muy romántico, verdaderamente romántico en la literatura y en la existencia, como devoto y adorador de la belleza sin fin. Supo, como el clásico Brunetière, que el buzo del arte logra encontrar celestes hermosuras en los fondos más bajos de la realidad. Supo, como el clásico Brunetière, que no deben pedírsele á la realidad sus modos y sus formas de expresión sino para transfigurarla y enaltecerla, obligándola á descubrir la idea interior de una hermosura infinita. Supo, como el clásico Brunetière, que lo fúlgido de la aurora estival y lo sereno de los crepúsculos otoñales no tienen más valor que el valor de los sentimientos que en nosotros despiertan, porque la poesía no es poesía cuando no es la evocación ardiente del ideal, la salve cantada por el espíritu al sol de lo Absoluto.

El ideal que, según Pictet, es la verdad verdadera de lo bello, debe concebirse como el último resultado de la realización de las ideas puras. El arte tiene por objeto la observación y el análisis de las diversas manifestaciones del ideal en la naturaleza, para reunirlas en una síntesis armoniosa y para formar excogitándolas un ser abstracto, más perfecto que todas y cada una de las realidades visibles y concretas, como nos dice y nos afirma Gauckler en Le beau et son histoire. No defiendo á la escuela romántica, girasol en que liban sus mejores suctos todas las escuelas. No defiendo á la escuela romántica. Señalo, sólo, sus caracteres diferenciales. Indico únicamente que, en 1888, aún adorábamos en el ideal, á pesar de que, desde 1850, el arte europeo pugnaba por ajustar sus concepciones á las leyes del determinismo y de la observación, de acuerdo con el dogma que preconizaban las labores científicas de Darwin y Hœckel y Claudio Bernard.

Todo lo creado en aquel entonces, todo lo concebido en aquel entonces por nuestras musas, demuestra la verdad de lo que afirmamos. Así, por influjos de ambiente y por naturales tendencias de su espíritu, romántico fué Luis Piñeyro del Campo. Fué romántico siempre, lo mismo en su silba Espíritu ó materia, que en los endecasílabos de su romance El canto de la calandria.Compañero de estudios de Juan Zorrilla de San Martín, Piñeyro publicó sus primeros versos de adolescente en La Estrella de Chile. Vuelto á su patria en 1876, ya periodista y doctor en jurisprudencia, pronto se distinguió en la cátedra universitaria y en la vida pública, siendo otro clarísimo testimonio de que, en la edad romántica, todas las vocaciones y todos los espíritus rindieron homenaje al arte esplendoroso de rimar. Así, de un modo intermitente y sumisos á la moda del tiempo aquél, burilaron el verso, sin mucha inspiración y con poca fortuna, don Agustín de Vedia, José Román Mendoza y el internacionalista de muy alto relieve que respondía al nombre de Gonzalo Ramírez. Mucho más constante, de un sentimentalismo más acendrado y más diestro en las formas de la expresión poética, sin serlo siempre ni serlo tampoco de un modo excepcional, Piñeyro no desertó del festín de las musas, publicando en 1891 su poema campestre y heroico El último gaucho.

Forma, ese poema, un pequeño folleto de 29 páginas, y es la producción que caracteriza con más acierto las tiernas cualidades del numen de Piñeyro del Campo. En la primera parte del poemita, en que se mezclan caprichosamente los versos de siete sílabas con los de once, el autor nos describe las faenas agrestes. Su pincel es sobrio y escaso en matices. Su pincel no tiene la magnificencia que piden la hermosura y majestad de nuestra fauna y de nuestra flora. No encontraréis, en el tapiz del cuadro, balanceos de viravira y de culantrillo, ni perfumes salvajes de canelón y de mataojo. No encontraréis, en el cielo del cuadro, gritos de urraca ni acordes de zorzal, como no encontraréis en el cielo del cuadro, travesuras de tordo é indígenas alertas de benteveo. Las mujeres del lienzo no se adornarán, al trenzarse el negror de la cabellera, con las flores que se crían purpúreas y vírgenes entre nuestras lianas, ni los niños del lienzo perseguirán, trepándose á los timbóes y á los coronillas, nidos de tijeretas y de federales de caperuza de tornasol. No importa. Aquella campiña es nuestra campiña. La sombrean el pitanga y el sauce. La sahuman el apio cimarrón y la marcela brava. La mulita y el peludo se esconden medrosos bajo el terciopelo de sus hierbas jugosas. En sus noches, el tuco centellea, caza el hurón, silban las víboras de la cruz y la de coral. Cuando la aurora nace, la bandurria y el cirujano caminan, sin hundirse, sobre las algas y los camalotes del río apamperado que atraviesa el lienzo. Aquella campiña es nuestra campiña, la campiña del zorro y del ñandú, la campiña que tiene casas de barro con techo de totora, y la campiña, en fin, cuyas ondulaciones no impiden que se vean los refucilos de pedernal del cerro de las Ánimas, que se encrespa orgulloso sobre el Betete y el Pan de Azúcar.

Las gentes de la estancia, al comenzar el poema, se disponen á salir para la labranza.

“Chirría allí la piedra en que se afila

El instrumento de labor, apresta

Acá la madre próvida, y vigila

El fuego del hogar, y la amplia cesta

De provisiones colma, y como un ave

Que, á un tiempo mismo, canta y hace nido,

Dando á su voz amante los matices

Que una mujer tan sólo darle sabe,

Dice á los que se van: — “¡Que seais felices!”

El carro sale, cargado de muchachos de faz cetrina. como un cesto cargado de uvas morenas. Y el héroe aparece, en el mismo momento en que el sol surge para reavivar el correr de la savia en las plantas medicinales como el guaycurú, y el correr de los jugos en los árboles simbólicos como el laurel.

“Del sol al tibio resplandor sentado

Partir los ve el abuelo; ya en su pecho

El fuego varonil está apagado;

No, cual antes, de ardiente sangre llenas,

Se estremecen y baten ya sus venas.

¡De la vejez invádenlas los hielos!

Con esplendente claridad los cielos

Fulguran, y la tierra se colora

Y palpita á los rayos de la aurora.

Todo ama y canta. ¡El viejo no despierta!

¡Yertos despojos de una hoguera muerta!”

El anciano ha sido un guerrillero heroico. Modeló, á sablazos, el mapa del país. Cinceló, á lanzadas, la imagen sacratísima de la libertad, poniéndola sobre el altar granítico de nuestra independencia. El tiempo ha pasado. Ha llovido muchas veces sobre el chircal. Muchas veces se escarcharon las aguas del arroyo azul. El ceibo renovó muchas veces sus flores. Muchas veces rieron las amapolas en el oro de los trigales. La vida de viejo se bate en retirada. El jaguar decrépito escucha á la muerte que pasa aullando por el fondo del monte; de aquel monte donde sesteó juntó á sus armas sangrientas y victoriosas; de aquel monte donde enverdecen el molle y el tala, el espinillo y el sombra de toro; de aquel monte, donde se crían las setas duras, las setas rosadas, las setas vírgenes como carne de mujer joven. El mundo se renueva y le arroja de sí. Ya no cantan los clarines, de soto en soto y de loma en loma, el himno artiguista. El aire está poblado de otras endechas. El viento canta el cantar del trabajo, que es la lógica y la sanción, la ley universal y la suprema virtud de la vida. El aire canta la canción del trabajo, que es brillo en el rubí, flor en las ramas del ñangapiré, dátil en el butiá, azúcar en las cañas, miel en las uvas, vellón blanquísimo en las ovejas, cuero en las reses, abundancia y salud y alegría y amor en los ranchos pacíficos. Y el viejo llora sobre el cadáver de su mundo de sublimes hazañas, sin comprender las grandezas del mundo en que sus nietos retozan al sol.

“Allá abajo el vapor gime encerrado

En la hirviente caldera; zumbadora

Gira veloz cimbrando la correa

Tendida á la vibrante trilladora.

Salta la espiga, cruje, desparece,

Por las fauces de acero arrebatada;

La máquina en su entraña se estremece,

Y lanza, en rumorosa bocanada,

Nubes de leve polvo que salpica

El oro de la caña triturada,

Y al flanco, la canal, por ancha vena,

Los sacos de dorados granos llena.

“Rostros y pechos, en sudor bañados,

Ardiente el sol broncea;

Del suelo, que á sus rayos se caldea,

En los rastrojos brillan los vapores,

Y todo cuanto alienta languidece

Al beso embriagador de sus ardores.

Sólo el hombre, tenaz, en los desmayos

De la madre inmortal naturaleza,

El sólo yergue altivo la cabeza

Y recibe en la frente aquellos rayos.

“¡Luz del mundo, nobleza de los hombres,

Trabajo salvador! Tú del obrero

Las manos encalleces,

Los músculos desgastas; tú el semblante

En la fría vigilia empalideces;

Pero á tu impulso brotan

Como centellas de la piedra herida,

En la tierra las fuentes de la vida!

En la mente la luz de las ideas!

Santa ley del mortal, bendita seas!”

Ya conocéis el numen de Piñeyro del Campo. Es eglógico, virgiliano, sencillo, dulce, honesto, civilizador. Llora la suerte de los héroes antiguos; pero no la llora como sabría hacerlo la musa de Homero. Casto en sus expresiones y contenido en sus fogosidades, ensalza el amor de los campos y las dulzuras del hogar humilde, como podría hacerlo la musa de Tíbulo. Le faltan, tal vez, el encanto íntimo, las imágenes melancólicas y lo admirable de la factura del poeta traicionado por Délia y por Nemésis. Tiene, sin embargo, la sinceridad, la pureza, el sentimiento y la fe piadosa del que gustaba de las cestas de mirto, y las ramas verdes, y los cuadros rurales, y la paz fecunda y bienhechora de las campiñas. Casta placent superis, dice suavemente la musa de Piñeyro, repitiendo uno de los mejores versos de Tíbulo.

En el canto tercero, la tarde se acaba y el centauro glorioso se siente morir. Cuando las torcazas se arrullan, por la última vez, en las sombras del monte, y cuando las calandrias saludan al sol, por la última vez, empinadas sobre el ombú; cuando, del fondo de los montes, salen las nieblas, y cuando del fondo de los cielos, sale la primera nevada de astros, el lobo de la muerte aúlla junto al caudillo. El tren pasa á lo lejos con rumores de monstruo apocalíptico, haciendo huir medrosos á los avestruces y á las venadas. Entonces el viejo agonizante, el símbolo de una civilización primitiva y ruda, se yergue en actitud de protesta y de desafío. Pide que le den su lanza y su caballo. Delira con la gloria bajo la gloria del sol que se va. La cuchilla, cubierta por la púrpura del anochecer, le parece un gran río de sangre. Y muere, estremecido por esa ilusión, cuando la sombra se aplana sobre la eterna verdura de los campos sin fin.

“Y ahogóle

Un súbito estertor; en agonía

Vagó despavorida su mirada,

Los brazos extendió, mortal angustia

Contrajo en convulsión su faz airada,

Y al suelo se abatió, como rendido

Se desploma, á su yerta pesadumbre,

El ombú de los siglos carcomido.”

Sin ser tan melancólicamente pictórico como el de Tíbulo, el numen de Piñeyro es un numen triste. Ha visto la vida, y vuelve con los ojos teñidos de negro. Es el mal romántico. Es el mal de la época. El pesimismo católico, que no es sino el ateísmo de la conciencia, solloza en las arpas. De esa enfermedad sufrirán, también, los naturalistas y los decadentes. El que dice arte dice dolor y dice ternura. No hay arte sin tristeza y sin misericordia. Se esperaban milagros de la divinidad, y no supo hacerlos. Se esperaban milagros de la democracia, y la democracia no los realizó. Vino la duda, agrisándose el cielo de las almas. Las letras, compasivas, reflejaron la zozobra de los espíritus. Piñeyro del Campo no podía escaparse á la ley general. Siendo creyente, no creyó en el reinado de lo absoluto sobre la tierra. La tierra, la pobre tierra, le parecía una jaula de leones hambrientos. Para acallarlos, hay que arrojarles, como una presa codiciadísima, pedazos de ilusión, de virtud, de civismo, de talento, de gloria. Los buitres sólo se sosegarán, aleteando de satisfacción, mientras lleven en el pico girones de azul, girones de cielo, girones de pureza. Y el arte se llenó de angustiosa desesperanza. Como el arte de Piñeyro no es un arte bravío, nos dijo con dulzura lo que sentía. En una de sus más largas composiciones, escrita en octosílabos aconsonantados, nos repite el coloquio de un niño y la experiencia. El niño sueña con la patria, la amistad y el amor. La experiencia le dice que el olvido es el fruto de los combates por el ideal; que el hombre es ingrato para con el hombre, porque el viento de la inconstancia es el viento que sopla en el mar de la vida; y que es difícil, muy difícil, encontrar en el mundo una mujer que albergue, en su rosado seno, á las nivias palomas de la pasión sincera y la virtud sencilla. Y el niño llora y duda, herido por la experiencia en su sencillez. Piñeyro volverá más tarde sobre el mismo tema; pero dulcificándolo á la lumbre suavísima de su hogar. La lujuria, la ciencia y la gloria cantan los himnos de sus febriles ansias en torno del viajero desorientado. ¿En qué posada dormirá esa noche? Una voz de mujer le grita tiernamente: — Anda. Obedece á la tentación. Sé dócil á la súplica de tus deseos. Satisface la sed de tu juventud. Yo esperaré tu vuelta en el retiro. Tu imagen llenará de amor y de virtudes mi soledad. Anda que, cuando vuelvas, mis brazos abiertos para recibirte, estos brazos de madre que son brazos de esposa, te estrecharán muy fuerte, para que llores la hiel de tus hastíos sobre mi corazón! — En otra de sus primeras composiciones, el poeta se pregunta si el alma es un exilado de los floridos valles del cielo, que suspira por ascender á la patria eternal y hundirse ansiosamente en los puros raudales de la luz sin fin, ó si el alma es tan sólo materia que se agita por breves instantes, sin otra excelsitud ni otra finalidad que caer desgranada en los antros obscuros de la muerte. Y se responde que si el alma, el genio, la fuerza viril que remueve y civiliza el mundo, es un montón de polvo deleznable, — el saber y la gloria, el amor y la misma existencia, son sombras de las que el hombre debe apartarse y debe maldecir. ¡El olvido y la muerte no pueden ser el final de nuestra carrera! ¡Más allá de los soles, más allá de las nubes, en el fondo del cielo, donde la noche no puede entrar, nos aguarda Dios! Así, unas veces rezando y otras gimiendo, el arpa tañe y la musa aletea. Es el mal romántico. El hombre vale más que la creación. Una calandria ha hecho nido en el jardín de Piñeyro del Campo. Llegó con el alba. La cima de las cumbres se teñía de rosa. Despertaban las margaritas de albura nevada. Parecía un pomo de arábigos perfumes el membrillar. El ave saludó con un dulce gorjeo á la luz renaciente. Y el poeta nos dice:

“Ha des años que vino, y desde entonces,

La vuelta de mi artista solitaria

Aguardo en la estación de los amores

Al romper de las frescas alboradas.

Y acude con la luz, y yo la escucho,

Desde el balcón de mi callada estancia,

Dar al aire sus voces melodiosas,

Del ombú columpiándose en las ramas.

Y para mí sus notas son sentidas,

Su acento para mí tiene palabras,

Que dicen cómo el ave aquella ríe,

Goza y sufre y se queja cuando canta.

Tan sólo luego, cuando crece el día

Y las gentes, cruzándose afanadas.

Pasan bajo el ombú do se cobija

Mi artista solitaria, sin mirarla,

Y entre el ruido febril que desde abajo,

En ondas tumultuosas se levanta,

El dulce acento de aquel ave muere.

El eco débil de su voz se apaga.

Dudo á solas y pienso y me pregunto:

¿Cómo pueden pasar sin admirarla?. . .

¿No será que tal vez el ave es muda

Y yo tengo la música en el alma?”

II

Es igualmente digno de alabanza y digno de encomio, cuando maneja la lira y la pluma, el autor de Las grandes revoluciones y Los dioses caídos.

Enrique Kubly nació en Montevideo, se educó en Alemania y pasó una gran parte de su juventud en la capital de la República Argentina.

Cuando el general Santos se adueñó del poder, Kubly y Arteaga regresó al país, haciéndose cargo de las columnas editoriales de La Nación.

Puede considerársele como uno de nuestros diaristas de mayor brillo; pero, por desgracia, el amoralismo político fué su musa. Portavoz de las situaciones de fuerza y de derrumbe, su estilo, que era hermoso, solía ser mordaz y apasionado. No conoció la piedad para los vencidos, pero supo también fustigar con justicia á los poderosos. Aceptó sus mercedes, llegando á ser miembro de la asamblea legislativa y representante de nuestro país ante varias naciones de Europa.

Conoció después la caída, la pobreza, el destierro. En los últimos lustros del pasado siglo, redactó activamente La Prensa y La República. En El Censor ofició de oposicionista; pero carecía de autoridad moral. Las virginidades no se recobran. Entró en la muerte en 1904. Aquel bravío vestía con una elegancia refinadísima. Tuvo talento, mucho talento; pero no hay que juzgar su vida por sus obras. Estas valen lo que su autor no quiso valer éticamente. La inteligencia no depende ni es hija del carácter moral. El cerebro puede ser mariposa de gigantes alas, y el carácter oruga de colores obscuros. Nos legó una comedia, El marido de mi mujer; un romance, Las noches del Paraguay; un poema, Los dioses caídos; y dos libros de historia y de sociología, El espíritu de rebelión y Las grandes revoluciones.

En la práctica de la vida, aquel intelectual, de acuerdo con la filosofía compteana, obedeció sólo á las tendencias positivistas de su espíritu, en busca de la realidad que conduce al goce del poder y desdeñando el sentido poético de las cosas. En la práctica de la vida era un rináptero, careció de rémiges, y la exuberancia de su fantasía, lo grande de su numen, no bastaron á consolarle de las derrotas que le impuso el destino, como las sideritis, con su espinoso tallo y sus flores labiadas, cicatrizan piadosas las heridas feroces que produce el hierro. Pasitea, la hija de Júpiter y de Erimona, la más grácil de las tres gracias, no le tuvo en la cuna, no le enseñó el arte de sonreir. Fué un ceñudo, un colérico, un áspero, un inhábil, en la victoria y en la adversidad. Rizoso, perfumado, tiesísimo, siempre con guantes, siempre vestido con pulcritud, muy gentilhombre, flageló iracundo lo mismo en medio de las seducciones de la fortuna que en medio de los rebencazos de la desgracia. Era brillante, gramatical, retórico, de amplio fraseo, dejando un estigmato doloroso donde clavó los puntos de su pluma. Exornaba sus iras. Supo envolver sus decepciones más justicieras en fulgurantes rayos de trópica lumbre. En su gramalla se rompían los dardos de la pública indignación. La hermenéutica, estudiando sus libros, se asombra ante las antítesis que descubre entre el hombre y el escritor. Cuando escribía, era un granitífero; pero, al actuar, olvidaba los preceptos más puros y más fundamentales de la inflexible dietética de su musa. En una palabra: ansioso de ascender, de influir, de gozar, de hacerse espectable, más por sed de gloria que por sed de lucro, lo mismo hubiera puesto su pluma al servicio de Augusto, el mejor cómico de los cómicos de Roma, que la hubiera empleado en escribir los errores de Didio, el que compró el imperio á los pretorianos después de la muerte de Pertinax.

Kubly y Arteaga, como novelista, no vale mucho. Las noches del Paraguay, libro de más de doscientas páginas que vió la luz pública en la Asunción, no se distingue ni por el estudio de los caracteres ni por la naturalidad chispeante de los diálogos. Su principal virtud se halla en la pintura realista del medio, siendo la gráfica descripción del mercado la más impresionante y la más velazquina de sus pinceladas. El estilo se desenvuelve en oraciones compactas y extendidas, que ya denuncian, en aquel trabajo de juventud, al celoso cultor de la forma.

Los dioses caídos, magníficamente editados por la casa Barreiro, forman un folleto de 36 páginas. El folleto alcanzó, en brevísimo tiempo, á la quinta edición. Le servía de pórtico una carta de Campoamor, carta muy laudatoria para el poeta y dirigida al señor Pedro Sañudo Autran. Según Campoamor, Kubly pertenece á la escuela de Quintana. El juicio es exacto. Kubly es salmantino por su música métrica, como es quintanesco por su amor á la filosofía del siglo XVIII. Y se explican los elogios de Campoamor. Aunque el numen no vuela siempre con el mismo brío en aquellas estrofas, el poema está escrito con una corrección poco común y tiene algunos trozos noblemente inspirados. Es un canto, una salve, un himno triunfal á la razón humana. Es un golpe de maza contra el fanatismo, que obscurece y oprime. Todas las divinidades las barrerá el progreso igualitario y purificador. ¿Qué queda de los dioses olímpicos? Nada: sólo se yergue, sobre la ruina de sus altares, el Parthenon.

“Los campos de la acción son tristes yermos,

Solitario está el llano de Platea,

Son los recuerdos de la guerra inciertos,

Mas no hay sombras que velen la Odisea.

Ya la Grecia es alcázar de los muertos,

De inmortales memorias el asilo;

Más que en las luchas que ha vencido fiero,

La fama del heleno está en Esquilo,

En Platón, en Demóstenes y Homero.”

¿Qué queda de la pompa de los romanos? Nada, sino el suspiro de las brisas mediterráneas en las frondas del Tívoli. Sus templos están desnudos y solos, como sola y desnuda está la cumbre celeste de Horeb. Las aras son escombros; pero, flotando sobre esos escombros, brilla la hoguera saneadora de la razón. Ha vencido la Enciclopedia. Los triunfadores se llaman Raynal y Condorcet.

“No importa que las ciegas muchedumbres,

Alzando de las ruinas los despojos,

Restauren el altar que se derrumba

Para adorarse otro ídolo de hinojos;

No temo, no, que la verdad sucumba

Alguna vez en la tenaz contienda

Contra el error fanático, iracundo,

Y ante las llamas de la pira horrenda

Calle aterrada la razón del mundo.”

La que supo vencer al Ammon de Tebas y á la Fta de Menfis; la que supo acallar á los ruiseñores que cantan, sobre la tumba del divino Orfeo, las glorias de Marte y el lúbrico esplendor de la dulce Afrodita; la que trocó en filósofo al mártir del Calvario, convirtiendo en decálogo natural el decálogo escrito á la luz de las zarzas divinales del Sinaí, está llamada á prevalecer sobre todos los númenes de la mentira y la superstición. Y el poeta exclama:

“Cese la turba inútil su plegaria,

Del incienso entre el humo se adelante,

Y callando sus místicas canciones

Admire al hombre y sus esfuerzos cante;

Escuche atenta los potentes sones

Del alegre rumor de los talleres

Con su ruda y extraña sinfonía,

Y al mirar del trabajo los enseres

Proclame del progreso la armonía”

La inspiración no siempre es igual. El lenguaje no es siempre límpido. La rima no es sonora siempre. En cambio, el asunto ponía un nuevo tinte en el horizonte de las patrias musas, tan sólo enamoradas de la tristeza y del amor y del gorro frigio desde que entonaron su primer cantar en la lira romántica de Adolfo Berro. El poeta sale de la torre de marfil en que le enclaustra el culto de su propia personalidad, el egoísmo de sus sentires y de sus dolores particulares, para confundir su grito con los públicos gritos y transformar en aspiración propia la más alta de las aspiraciones colectivas. Es una nota nueva y apenas escuchada en nuestro rabel, en el plectro nativo; es una evocación, un llamado solemne al porvenir, llamado más vibrante y evocación más amplia que aquel conjuro al pensamiento libre que palpita en la guzla meditadora de Laurindo Lapuente.

Yo prefiero la prosa á los versos de Kubly. Me place más su prosa castelariana que lo quintanesco é irregular de su metrificación. En su prosa brillan todas las cualidades que enaltecen su labor poética, sin que se echen de ver los defectos retóricos y gramaticales de que no están libres ni aún sus mejores estrofas. La torsión del período y la proximidad de voces asonantadas en el mismo verso, afean su rima, artificiosa en el componer y no siempre de musical cadencia. Su prosa, en cambio, es marcial, erudita, cantante, llena de fuego y de majestad. Su prosa es la prosa de un poeta que. “inspirándose en las ideas del siglo, arranca del pie de los viejos altares las muchedumbres, para conducirlas al lugar en que moran la libertad y la justicia.” Estas palabras, escritas por Francisco Pi y Margall en la carta que sirve de prólogo á Las grandes revoluciones, expresan bien lo mucho que dan de sí la forma y el fondo de los libros prosaicos de Kubly. — En Las grandes revoluciones, en ese tomo de más de doscientas cuarenta páginas, nuestro autor es poeta, poeta filósofo y convulsionario, desde que erguido sobre la sien sagrada de la Acrópolis y con los ojos puestos en el velamen de los buques que cruzan las jónicas aguas con rumbo á Corfú, nos refiere el viaje de la humanidad á través de la historia, evocando, como númenes tutelares, al genio político de Pericles y á la altitud moral de Platón y á la elocuencia patriótica de Demóstenes. Es poeta, poeta filósofo y convulsionario, cuando nos dice que el porvenir, astillando altares y derribando tronos, aventará las sombras del ayer, alzándose sobre la tierra, radiante de juventud, un sol de concordia, un sol de armonía, un sol de esperanza, á cuyos rayos todos los dolores se apaciguarán, y todas las negruras se vestirán de azul, y todos los cerebros se sentirán con rémiges. Es poeta, poeta filósofo y convulsionario, cuando nos dice que la lucha entre los pueblos y los monarcas, entre los harapos y las coronas, se inicia con el sacudimiento centelleante con que concluye el siglo diez y ocho, como es poeta cuando defiende á Harmodio, matador de Hiparques, y á Bruto, asesinando á César, y á Tell que espía, emboscán dose en el camino de Kussnacht, el momento de hundir las furias de su dardo en el pecho sin piedades de Gessler. Es poeta, poeta terrible y convulsionario, cuando nos dice con acritud: — “Confiar en la evolución lenta de las ideas para ir imponiendo gradualmente un régimen democrático, es una utopía. No ha dado nunca la humanidad un paso gigantesco en el camino de las instituciones liberales sin el auxilio de la violencia. El espíritu del absolutismo, apoyado en la fuerza, se opondrá siempre á todo progreso que tienda á anular ó á restringir los medios de acción con que opera. Sin el ataque y la toma de la Bastilla no hubiera la Asamblea Nacional conquistado para la Francia y para el mundo la declaración de los derechos del hombre; sin la revolución contra Isabel II no hubiera España conseguido modificar un tanto, en sentido liberal, la condición de la monarquía. La propaganda sirve únicamente para reclutar fuerzas auxiliares, pero no para transformar las monarquías en repúblicas. La idea y la fuerza se complementan; no basta tener razón para triunfar, es necesario ser bastante fuerte para imponerse. Cuando se dice que los hombres pensadores cambian la suerte de las naciones, debe entenderse que es porque convencen á las mayorías y llevan á éstas á emplear la fuerza. Si el pueblo francés no hubiera alzado sus picas contra la monarquía, las ideas de Voltaire y de Rousseau no hubieran pasado de teorías atrevidas; fué la fuerza la que les dió su inmensa trascendencia. Si la guillotina no hubiese funcionado sobre el cuello de dos reyes y de muchos nobles, los dos grandes innovadores pasarían quizá hoy todavía por dos soñadores más ó menos bien intencionados. Que los filósofos piensen y escriban, y que los pueblos obren, poniendo su pasión y su fuerza al servicio de las grandes ideas que van reformando las sociedades y reconstituyendo el mundo sobre las bases de la libertad y la justicia.”

Cuando afirmo que Kubly es un poeta, quiero decir que abulta la realidad, exagerando todas las teorías, lo mismo la teoría de la evolución que la teoría revolucionaria. En ciertas ocasiones la evolución es un proceso revolucionario lento, pero seguro y que obedece á la ley de las circunstancias, porque la naturaleza no siempre necesita acudir á los grandes cataclismos geológicos para aplanar los montes ó transformar los valles en agudas cúspides. En el fondo, aquel doctrinario es un fervorosísimo de la fuerza bruta. Entiende que de la fuerza se deriva el derecho y que la violencia es un arma legítima, siempre que la violencia se llame muchedumbre y no señorío. Se levanta con ira contra las púrpuras y se levanta ceñudo contra los pontífices, convencido de que los papas son los cómplices naturales y abyectos de los déspotas, empleando en el desarrollo y la comprobación de estas abultadas verdades los cinco primeros capítulos de su obra.

“Todas las religiones son igualmente buenas en su parte moral: el bien, en cualquier forma que se enseñe, es siempre provechoso. Yo no soy enemigo de ninguna religión; las combato únicamente por las tendencias avasalladoras de las castas sacerdotales en el Oriente, y del Pontificado romano en Europa. Pero entre todas las religiones, la que es más de temer es la católica, no porque encuentre yo en ella nada que sea en realidad inferior á las otras, y crea pueda ejercer influencia más perniciosa en el mundo, sino por la estrecha unión de su clero, la disciplina que gobierna á todos sus miembros, y la sujeción incondicional, absoluta, ciega, á la autoridad de los Pontífices. Esa unión que hace la gran fuerza de la Iglesia católica, da á la alianza de ésta un valor incontestable como auxiliar de un despotismo. Por eso vemos á Bismark combatir un tiempo á los papistas, considerándolos como enemigos, y cambiar luego de táctica, una vez que se apercibe de los servicios que el clericalismo puede prestar á las instituciones monárquicas, hasta el punto de contribuir á prestigiar la decaída autoridad moral del Pontífice romano en el mundo católico, poniéndolo como mediador entre España y Alemania para el arreglo de la cuestión de las Carolinas. Y es que todo hombre observador, y á nadie menos que al Canciller alemán puede negársele esta cualidad, comprende que la Iglesia es el más poderoso y útil de los aliados naturales de la monarquía, y la casa imperial de Alemania, que gobierna un pueblo ilustrado, tiene, más que cualquiera otra de las dinastías dominantes en Europa, necesidad de un auxiliar que sirva de contrapeso á la influencia de las ideas liberales, que pudieran fácilmente abrirse camino en el pueblo de aquella nación, á la cual se ofusca y entusiasma momentáneamente con la sombra de una grandeza material, que se funda en un numeroso ejército y en la pericia de sus generales. Esa convicción de lo que importa la ayuda del clero católico, es la que aconseja á todas las monarquías europeas no malquistarse con el Papado, y procurar que no decaiga en el ánimo de los pueblos el prestigio de una institución que tan buenos servicios, por interés propio, presta á la causa de los monárquicos, esforzándose en que no sean destruídos en las masas los gérmenes de obediencia pasiva y respeto á los que reinan por la gracia de Dios, que tan fecundos resultados ha producido durante largos siglos á los despotismos europeos.”

Después de habernos dicho que la violencia es el más respetable de los derechos de la multitud; después de habernos dicho que el que mata á un tirano no comete un crimen, porque el asesinato político no es delictuoso, aunque sea por lo común una impetuosa y alocada inutilidad; después de haber defendido elocuentemente á las revoluciones, y condenado con sangrienta ironía á los que proclaman el civilizante poder de la evolución; después de sacudir el sudario en que se desmenuza el cuerpo de los reyes, y de amenguar el brillo con que centellean las amatistas de las tiaras papales, aquel teórico del progreso compara las virtudes de la monarquía con las virtudes de la democracia, para afirmarnos que la primera vive siempre en reñido divorcio con las clases desheredadas de la fortuna. —

“El presidente de una república está en distintas condiciones. Ha surgido del pueblo, y conoce sus necesidades. Ayer fué leñador, como Lincoln, ó barquero como Garfield, y hoy rige los destinos de una gran nación como los Estados Unidos. El aprendizaje de la vida fué rudo; días de fatiga, noches de insomnio, años de privaciones sufrió en su lucha por la existencia, antes de llegar á la cumbre en que hoy se le contempla. Podrá sentir el vértigo de la altura el hombre débil que sube sin preparación, sin haber vencido á fuerza de voluntad y de inteligencia los obstáculos del camino; pero aquél que debió todo á sus propios esfuerzos, aquél que conquistó uno á uno en su laboriosa carrera los votos de sus conciudadanos, y á quien las multitudes aclamaron cuando le vieron alzarse de entre la turba dominándola por su grandeza moral, aquel hombre que se abrió paso con su talento, su perseve rancia y su energía, no olvidará su origen, recordará siempre las angustias de las épocas en que él también era un triste proletario, y conocedor de la miseria de las clases pobres hará por mejorar su condición cuanto le sea posible. Si se trata de proveer un destino, él sabe, como todo el pueblo, porque ha vivido en su seno, quién será un juez recto, quién un administrador honrado, quién una autoridad justiciera; él sabrá, en fin, todo lo que un rey ignora siempre, por muy buenas intenciones que le animen y elevada que su razón sea.”

No comprendo como Kubly pudo escribir estas líneas sin ruborizarse, sin hacerles pedazos, sin reirse volterianamente de lo que decía. En nuestras repúblicas el presidente es un rey sin corona, pero con círculo palaciego, que pocas veces sube al poder por los prestigios de su grandeza moral y que muchas veces sube al poder en virtud de su menguado peso específico, de la misma manera y de la misma suerte que flota el corcho sobre las aguas. Nuestros presidentes no han sido barqueros, ni leñadores, ni proletarios, sino caudillos, periodistas y jurisconsultos, á los que place el humo del incienso más que á los monarcas, y que tienen en cuenta, no la honradez ni el mérito, sino el color político y la humildad servil de los que solicitan cortesanamente un puesto en el festín aristocrático de los triunfadores. ¡Esta es la verdad, la espantosa verdad que carcome y angustia el corazón de la cansada América!

Kubly sigue después filosofando sobre el derecho al voto, sobre las maravillas del sufragio universal. Pide que se le concedan á la mujer los mismos derechos políticos de que goza el hombre. Nos habla luego de la libertad, que ha de fundarse siempre en la justicia. Se ocupa de la organización de los poderes públicos y de la esencia de las leyes civiles. Loa al divorcio, combate la vagancia, defiende la mendicidad y disculpa el suicidio. Trata, por último, de los grandes hombres, de los artistas y de los sabios, estudia su eficacia, y sostiene lo útil de las recompensas que la nación debe distribuir como un estímulo necesario al bien. Así, entre párrafos llenos de color murillesco y que suenan á música wagneriana; llevándonos desde las pirámides egipcias hasta las helénicas esculturas: haciendo resurgir las romanas haces y las cotas milanesas del ciclo medioeval; poniéndonos en íntimo contacto unas veces con Platón y San Agustín, otras veces con Epaminondas y el Cid Campeador; pasando de Alfonso X y Carlos II á Camilo Desmoulins y Madame Roland, aquel poeta, aquel filósofo, aquel doctrinario, nos dice lo que serán la humanidad y la patria en el tiempo que viene, para afirmar, sintetizando su viaje á través de la historia y del pensamiento:

“Estos son los ideales de la democracia moderna, y para realizarlos no se puede ir á buscar ejemplos en la historia de las naciones antiguas, ni en los mayores legisladores y filósofos de la Grecia y de Roma, si adelantados para sus épocas, egoístas y mezquinos frente á los progresos del espíritu del siglo XIX. Cuando se hable de las instituciones de las naciones del pasado y se admiren sus leyes y su moral, considéreselas siempre con relación á su época, y no se pretenda amoldarlas al criterio de las ideas modernas, porque no hay en ellas nada que pueda servirnos de norma al presente, ni menos para el porvenir. Las sociedades nuevas no caben en los antiguos moldes, ni pueden ya fundirse sus aspiraciones con las del pasado en los viejos crisoles que sirvieron en Esparta, en Atenas y en Roma. Aferrarse á las ideas absolutistas de nuestros antepasados, é invocar la práctica de muchos siglos para sostener instituciones y preocupaciones añejas, es pretender sujetar el vuelo del pensamiento humano, y renegar de todas las conquistas de la civilización. No nos opongamos al afán demoledor de las generaciones actuales, porque sobre la tierra que ocupan los ruinosos edificios del pasado, se alzarán mañana obras más hermosas y duraderas, concebidas por la inteligencia más madura y ennoblecida del hombre. No llore el idealista al ver desaparecer los dioses del mundo antiguo, porque cumplen la ley de su destino dejando el sitio á otros menos imperfectos, cuyos altares, siguiendo á su vez el impulso que les imprimirá la actividad devorante de la humanidad, en los gigantescos esfuerzos con que se afana para labrar la relativa perfección del hombre, irán también á su tiempo á caer al abismo de lo que pasó, confundiéndose sus ruinas con los escombros de las civilizaciones que fueron.”

Las grandes revoluciones no son sino la glosa extendidísima de lo que el poeta nos cantó en Los dioses caídos, del mismo modo que El espíritu de rebelión viene á ser la parte explicativa y aclaratoria de Las grandes revoluciones. Es claro que Kubly toma de la historia lo que le place, generalizando lo que desmenuzado le contrariaría. Es claro que apela, como Castelar, á las grandes síntesis, fundiendo épocas y doctrinas y nombres en lo fulgente de las retortas de su estilo orquestal y ampuloso. Es claro que cita sin orden ni graduación muchísimas veces, lo que no impide que su pensamiento ascienda como un aeroplano sobre la vulgaridad del pensamiento de las medianías, y que la magia de su oratoria dicción marcial nos aduerma el espíritu como un perfume perturbador. Tampoco se nos oculta que son nociones agigantadas, pero sólo nociones de crónica y de ética, las que nos ofrece como verdades de valor altísimo, sobresaliendo en la pintura del conjunto más que en el análisis somerísimo; pero reconocemos y declaramos, que aquel poeta fué el primero que arrojó en nuestro ambiente los problemas que se relacionan con la novísima cuestión social, con la supresión de la propiedad, con el salario, con la tierra nacionalizada, con el anarquismo y la cultura de la mujer, cosas trascendentales y de las que apenas se ocupaban nuestros hombres públicos en 1897.

Obedeciendo á su retoricismo, á la amplitud de su frase y de su visión, Kubly estudiará el progreso del espíritu humano agitando todas las épocas de la historia. Á su conjuro, el alma india se prosternará de nuevo ante Vichnú, que flota en las tinieblas del caos primitivo, dormido sobre el lomo de la serpiente Ananta; como á su conjuro resurgirán, con lo maravilloso de sus supersticiones, el alma egipcia y el alma arábiga y el alma caldea, para probarnos que, desde el primer vagido de la humanidad, la historia del espíritu es la historia de las rebeldías de la razón contra lo teológico, contra lo divino, contra lo supra - sensible, contra lo absoluto, contra lo increado é imperecedero. Es Lucifer, que brilla con el melancólico brillo del astro de la tarde; es Ahriman, el brujo que elabora el reptil, las hormigas y el invierno canoso para empequeñecer la creación sin máculas de Ormuzd; es Prometeo, que encadenado sobre una de las cumbres caucásicas y roído en sus entrañas por el pico sangriento del ave jónica, blasfema y profetiza, anunciando que el reino de los dioses no prevalecerá sobre la tierra que oprime y aplasta. — “La gloria, la verdadera gloria de los helenos pertenece á Atenas, porque fué ella quien hizo la rebelión de la inteligencia humana contra todos los despotismos del cielo y de la tierra, y fué ella quien enseñó á la humanidad esta máxima, que es la síntesis de la moral y que dice que los dioses que son injustos, no son dioses. Las magnificencias de la época de Pericles han sido arruinadas por el tiempo, por el cañón del veneciano y por las depredaciones de los extraños. En el sitio donde se elevaron los templos dedicados á Zeus Olímpico y á Palas Minerva, no se ven ya más que restos informes. Las obras maestras de Fidias, las estatuas de oro, de bronce y de mármol pentélico, han desaparecido arrebatadas por la codicia de algunos pueblos de la Europa que enriquecieron sus museos con los modelos admirables de la escultura griega. El puerto del Pireo, donde se reunían las flotas guerreras que dieron á los atenienses el dominio del mar Egeo, no es hoy más que una bahía casi solitaria, y de las famosas murallas levantadas por Temístocles, quedan apenas esparcidos escombros. Pero tal es el poder de los recuerdos que remueve esta misma desolación, que cuando contemplamos por la tarde desde lo alto de la Acrópolis los campos yermos del Ática y sus montes renombrados, la imaginación, llena con la historia de la edad antigua y las leyendas fabulosas, nos finge á Venus afrodita alzándose de entre las ondas azuladas del golfo Sarónico, y soñamos despiertos con fantasmas de inmortales que bajan rápidamente de la cumbre de las montañas, que la proximidad de la noche comienza á ennegrecer, y van huyendo con espanto perseguidos por los nuevos dioses anunciados por Prometeo encadenado, cuya voz, prediciendo la caída de las divinidades inclementes, nos parece, en esta evocación fantasista de olvidados ritos, venir de su lejana roca, traída por el viento que gime blandamente al rozar los macizos arquitrabes que soportan las columnas dóricas del viejo Partenón mutilado.”

El espíritu de rebelión, tomo que pasa de trescientas páginas, paréceme una obra mejor pensada y mejor escrita que Las grandes revoluciones. Sus cuadros sintéticos revelan mayor estudio, brillan con más intenso colorido y desarrollan mejor la tesis motriz que los cuadros sintéticos de la obra á que sirve de prólogo la carta de Pi y Margall. Es hermoso, con verdadera hermosura, el esbozo que Kubly nos traza de la potente Roma, como es hermoso, con verdadera hermosura, el capítulo que Kubly dedica al genio de las razas, estudiando las artes en Egipto y en Grecia, la pintura en Italia y en Flandes. Kubly nos sostendrá, en el capítulo que señalo, que la civilización humana no se debe á una sola raza ni á un pueblo solo; que todas las tribus, todas las hordas y todas las naciones han depositado su grano de oro en el arca gigante del caudal común; que así como Grecia se ilustra en el Egipto y así como Roma se instruye en Grecia, Europa necesitó para complementarse del contacto prolífico de las naciones del Extremo Oriente. Y Kubly seguirá al espíritu humano en sus rebeldías, estudiando á ese espíritu en Cromwell y Robespierre, para demostrarnos que el hombre es la hechura del medio en que vive, y que hay profundas analogías morales entre los seres de un mismo país y de una misma época. — “Es esto tan evidente, que las naciones no tienen, por lo general, un hombre de mérito por encima de lo común que aparezca completamente aislado, pues que como el talento se revela en determinadas circunstancias y en un medio favorable á su desenvolvimiento, las grandes individualidades surgen en ciertos períodos en número relativamente crecido. Los mayores guerreros atenienses: Milcíades vencedor en Maratón, Jantipo que gana el combate naval de Micala contra los persas, Temístocles, Arístides y Cimón son contemporáneos. Ese mismo siglo, que es el de Pericles, cuenta con autores dramáticos geniales como Esquilo, Sófocles y Eurípides; historiadores como Herodoto, Jenofonte y Tucídides; filósofos como Sócrates, Anaxágoras y Platón; un poeta satírico y comediógrafo como Aristófanes, un escultor como Fidias, hasta hoy no sobrepasado, y otras muchas personalidades ilustres en las artes, en las ciencias y en las letras. Los más célebres capitanes romanos son coetáneos. Sila, Mario, Lúculo, Julio César, Marco Antonio y Octavio, si no pertenecen á una misma generación, han vivido por lo menos en la misma época. Y en un espacio de cincuenta años coexistieron también con ellos Cicerón. Cayo Salustio, Lucrecio, Tito Livio, Horacio y Virgilio, las más altas glorias literarias de Roma. En Francia los dramaturgos Corneille y Racine, el crítico Boileau, el fabulista Lafontaine, el autor cómico Molière, Fenelón, los oradores sagrados Bossuet y Massillón dan brillo y esplendor al reinado de Luis XIV. El siglo diez y ocho es primeramente la edad de los filósofos á cuyo frente están Voltaire, Rousseau y los enciclopedistas, y luego, al finalizar y enlazado con el comienzo del siguiente, el tiempo de los grandes guerreros, cuando se ve surgir del seno de las clases populares y de la pequeña burguesía aquella pléyade de soldados casi siempre victoriosos, y entre los cuales se cuentan á Hoche, Bonaparte, Augereau, Kleber, Murat y tantos otros que pasean los ejércitos de la república y del imperio vencedores por la Europa entera.”

El espíritu de rebelión es un libro oratorio, castelariano, abundante en fraseo y rico en ideas. Peca, tal vez, por lo afluente de su lenguaje y por el desorden pirotécnico de sus citas; pero es mucho, muchísimo lo que merece celebrarse de aquellas páginas, que descubren, á cada paso, el abono feliz y la extraordinaria vivacidad del cerebro que las engendró. Su fin es probarnos que la más grande aspiración de los pueblos es la libertad y para conseguirlo se sirve de todas las épocas de la historia, citándonos á Moisés y á Mahoma, á Confucio y Platón, á Lúculo y Tigrane, á Isabel la Católica y Francisco I, á Maquiavelo y á Montesquieu, á Juana de Arco y á María Tudor, á Shakespeare y Corneille, á Hipias y á Caserio. Entra, después, en el estudio de nuestra edad, para afirmarnos con ruda franqueza:

“El hombre es cada día más utilitarista. Los dioses y los ídolos se van, y el cielo se aleja cada vez más de la tierra. La ilusión de la vida futura no alienta ya á los pobres ni les infunde paciencia para soportar las miserias de la existencia real. ¿Crece el egoísmo humano que llega hasta dominar todas las grandes aspiraciones idealistas del antiguo creyente? No; se revela con más franqueza, porque lucha en el mundo abiertamente por su felicidad, mientras que en los tiempos pasados se abstraía en sus misticismos, juzgando sólo lugar de peregrinación para el alma el globo que habitamos. Hoy la preocupación constante del individuo es su propio bienestar material, como ayer lo era la salvación de su espíritu. Bienes terrestres, bienes celestiales, el anhelo de gozar los placeres del mundo, ó el afán de merecer la gloria eterna: ¿qué diferencia encontráis en favor del móvil de una ó de otra época? Cada cual trabaja para sí; el monje en el fondo de su celda se prepara para recibir la recompensa en el empíreo, una vez despojado de su frágil envoltura carnal; el labrador se fatiga rompiendo la tierra con la zapa y el arado, para mantener su familia, para formarse un peculio que le permita saborear relativas dulzuras de la existencia. En todo caso es la misma tendencia: realizar el bien personal, ya sea velando por el alma, ya sea cuidando del cuerpo. Las fuerzas directivas reguladoras de las sociedades han variado: antiguamente predominaba la teocracia, enseñando á desdeñar el suelo y á fijar solamente el pensamiento en los espacios imaginarios; ahora la ley de las naciones es la razón y la economía política, que ha reemplazado á la teología é inspira los actos de los verdaderos estadistas; es como alguien la ha definido, la ciencia de los esfuerzos para satisfacer las necesidades. El hombre moderno no es peor que el antiguo: le aventaja en el respeto á sus semejantes; pero ya no sueña: calcula. No destruyáis lo que alguien ha llamado la magia de la propiedad; no asentaréis nada duradero sobre una base contratria á la más grata de las ambiciones del individuo. Puede éste vivir bajo distintos regímenes y podréis privarle de su heredad, pero sólo á condición de formar nuevas sociedades como la de Esparta, inútiles en la paz, sólo posibles con un estado permanente de guerra. La utopía de la nacionalización del suelo parece satisfacer á los proletarios, porque es un miraje halagador para los que nada tienen; pero al día siguiente de trabajar la tierra por su cuenta, se lamentarán de que no les pertenezca. Ofreced algo, cualquier cosa, al mísero indigente, y os aclamará con entusiasmo. Un americano del Norte, Henry George, ha escrito al respecto un hermoso libro, lleno de ilusiones generosas, cuyo éxito ha sido inmenso en Estados Unidos y sobre todo en Inglaterra. Al leerle queda el ánimo seducido por el espejismo de un mejoramiento para la humanidad; pero nadie recuerda entonces que si la pobreza parece contentarse con poco, las aspiraciones del hombre son de tal manera ilimitadas, que lo que hoy parece hasta un exceso de bienestar, será considerado mañana como insuficiente.”

Kubly no cree en el triunfo final de las aspiraciones del proletariado. A su entender, las ideas novísimas son irrealizables. Oidle:

“En el terreno de las especulaciones filosóficas de ese género se va muy lejos en doctrinas, y con éstas se agita á las masas; pero no se llega generalmente á nada práctico en materia de reformas sociales. Es indudable, sin embargo, que conviene á los intereses de la democracia que esas fuerzas se aproximen y se junten para dar la batalla á las organizaciones aristocráticas, pues aunque la aspiración es egoísta y estrecha, como que no se fija en principios liberales, sino únicamente en resultados económicos, el fermento revolucionario no deja por eso de producir sus efectos y se hace camino en el sentido de convencer á los obreros de la necesidad imprescindible de cambiar ó de modificar por lo menos las instituciones, pues sólo la democracia puede llevar, por más que sea con relativa lentitud, á un estado de cosas, superior en mucho al presente. ¿No es en verdad un absurdo hablar de derechos racionales, de abusos de las sociedades que el criterio rechaza; discutir la legitimidad de las propiedades que no derivan del trabajo, y conservar como amo de la nación á un rey ó á un emperador y pagar pensiones á miembros de las familias reinantes y tolerar privilegios de la nobleza? Se dirá que es éste un hecho consagrado por la costumbre, impuesto por los vicios de una antigua esclavitud que deja sus resabios en el espíritu de los pueblos; pero entonces, si toleráis un abuso de tal magnitud que convierte á una nación entera en tributaria de una familia, ¿con qué apariencias de razón os atrevéis á exigir se supriman otros mucho menores que están apoyados por el interés de la inmensa mayoría de la humanidad, contando entre ellos á los proletarios que aspiran á ser capitalistas y que no pierden la esperanza de conseguirlo algún día? Prefiero la lógica de los anarquistas que gritan contra las instituciones nacionales y quieren destruirlas en nombre de un ideal de justicia y de confraternidad entre los hombres, para fundar una nueva sociedad sobre sus ruinas humeantes. Yo no sé lo que en materia de sistemas políticos puede reservar el futuro al género humano, pero no pienso que las generaciones que sucedan á la nuestra consideren más justicieras y realizables que nosotros las teorías del socialismo de Estado; antes bien, tengo por casi seguro que lo que es hoy aparente solución de tan grave problema, concluirá por ser dado al olvido dentro de un número relativamente corto de años, como á su vez lo fueron otras utopías que, más originales y más seductoras, aunque más idealistas, no solamente nada tampoco modificaron, sino que parecen en nuestros tiempos extrañas ilusiones de poetas filantrópicos que soñaban con una humanidad perfeccionada hasta la anulación de las pasiones, sin las cuales el hombre dejaría de ser lo que la naturaleza lo hizo.”

¿Kubly se engaña? Si se engaña, fuerza es reconocer que no se engaña del todo. El socialismo se va transformando. Ya es evolucionista y contemporizador con Ferri, como fué germánicamente patriota con Augusto Bebel. El socialismo se va transformando. Á la concepción comunista de Carlos Marx se opone ya la concepción del socialismo liberal de Oppenheimer, que no es un socialismo colectivista, desde que tiende á garantizar la libertad económica de cada individuo, asegurando á los esfuerzos de cada uno los grandes bienes del libre mercado y la libre labor. El espíritu de rebelión no se satisfará jamás. Vagaremos eternamente de utopía en utopía, de sistema en sistema. Lo indefinido del progreso y la vida del mundo lo quieren así. Si el hombre llegara á la conquista de un ideal inmutable y perfecto, el espíritu del hombre se atrofiaría. como todos los órganos cuya actividad es innecesaria. Le faltarían á nuestra existencia los resortes del estímulo y del ideal, de la esperanza y de la lucha para hacer que la flor se transforme en fruto. Y Kubly nos dice:

“La humanidad avanza á través de las edades como un viajero que recorre sin brújula el desierto; varía de dirección, toma una senda extraviada, queda algunas veces inmóvil, desesperando de llegar al término de su viaje, y se vuelve á poner en marcha hacia ese país de lo ignoto que su fecunda fantasía adorna con todos los atractivos de lo misterioso. Los hombres que han conservado piadosamente la fe en sus Dioses, porque se negaron siempre á escuchar la voz de la razón, saben á dónde se dirigen: tienen los pies sobre la tierra y la esperanza en el cielo. Aquellos que se despojaron de las creencias religiosas, pero que abrigan con entusiasmo nobles principios democráticos, viviendo de la vida real cumplen en el mundo lo que juzgan su deber: amar á los suyos, proteger á los débiles y combatir la iniquidad, contribuyendo en la medida de sus fuerzas al bien de sus semejantes; mas el futuro de la humanidad es para todos un enigma que nadie alcanzará nunca á resolver. Lo que era ayer un signo de progreso, es ya hoy para nosotros deficiente, y le tendremos mañana por atraso. El afán innovador ha de ir rompiendo los obstáculos que obstruyan el camino á las muchedumbres, é imperios, monarquías y repúblicas caerán para dar lugar á otros sistemas de gobierno menos imperfectos, en tanto las agitaciones políticas mantienen á los Estados continuamente conmovidos. Pero luego, cesando las guerras entre los pueblos, se podrá creer que las sociedades han llegado al punto culminante de su elevación moral; empero, los siglos pasando tras de otros siglos, arrastrarán al abismo de lo que fué, las nuevas generaciones tan llenas de pesares como la nuestra, aguijoneadas, como éstas que las precedieron, por un deseo vehemente de saber y de dicha. Y venciendo las naciones á los tiranos que las atormentan, toda injusticia será borrada de las leyes, y tendrán los hombres la equidad, el bienestar y la paz, y tendrán la alegría de vivir; pero ha de faltar eternamente al pensador la realización de ese ideal confuso, inexplicable, que cambia de nombre, que cambia de forma, que nos acompaña como nuestra propia sombra, que es constantemente invocado y nunca definido, y que nadie detuvo jamás en su carrera, porque no es sino un vano miraje siempre fugitivo, creado por este espíritu de rebelión que ha hecho el genio de las agrupaciones humanas.”