Hotel Hillover - Claudio Hernandez - E-Book

Hotel Hillover E-Book

Claudio Hernández

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Beschreibung

Un excelente homenaje al mejor Stephen King, en especial en su obra El Resplandor. Myer, el conserje del hotel Hillover, lleva una vida amargada, siempre enfrentado a su mujer y a sus hijas. Una aparición fantasmal lo llevará a cometer adulterio, y a partir de ese punto, su vida dará un vuelco: fuerzas oscuras despiertan en el hotel y tienen un claro objetivo: apoderarse de Myer y de sus seres allegados. Una novela escalofriante en la mejor tradición del escritor de Maine.

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Seitenzahl: 92

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Claudio Hernandez

Hotel Hillover

 

Saga

Hotel Hillover

 

Copyright © 2022 Claudio Hernández and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728330982

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

¿Cuántos libros llevo escritos ya? ¿Y a quién se lo dedico? Este libro se lo dedico, como siempre, a mi esposa Mary, quien aguanta cada día niñeces como esta. Y espero que nunca deje de hacerlo. Esta vez me he embarcado en otra aventura que empecé en mi niñez y que, con tesón y apoyo, he terminado. Otro sueño hecho realidad. Ella dice que, a veces, brillo... A veces... Incluso a mí me da miedo... También se lo dedico a mi familia y especialmente a mi padre; Ángel... Ayúdame en este pantanoso terreno...

HOTEL HILLOVER

1

El Hotel Hillover era uno de los hoteles más lujosos de toda la ciudad, o para ser más exactos, de todo el estado de Maine, y podría ser uno de los habituales de Colorado: allí también existen hoteles especiales como el Stanley. Construido por primera vez en el siglo XIX—ya que fue reconstruido tres veces—, el hotel Hillover era ahora uno de los más populares entre los turistas que la habitaban durante la época de la primavera de fresa y el verano corrupto; mientras miraban al conserje con sus estúpidas sonrisas en contraste con el comienzo frío que tuvo hace más de cien años.

Entonces, también se hospedaban en invierno.

Myer trató de no parecer aburrido mientras repetía esto a los nuevos invitados que acababan de llegar. Él acababa de ordenar a viva voz, que se enviaran sus equipajes al piso de arriba y ahora los acompañó a las habitaciones que habían reservado de antemano. Esas pequeñas joyas lujosas que empezaban por el primer piso hasta acabar en el cuarto. Myer tenía poco más de treinta años. Era alto, de piel bronceada y brillante como si hubiera tomado el sol y estuviera recubierto de protección solar, barba incipiente, ojos verdes y cabello castaño claro que se peinaba cuidadosamente con cera antes de salir a cualquier parte. Llevaba una camisa blanca debajo de su traje negro y se enfundaba en esa chaqueta susodicha, con una pajarita a juego alrededor de su cuello que no era precisamente una estola.

Los huéspedes que se quedaron en el hotel Hillover, en adelante sencillamente hotel a secas; no eran personas comunes o se debería decir: normales. El hotel era muy exclusivo y solo tenían acceso a su caché aquellas personas adineradas de todo el país o de los diferentes estados que bordeaban Maine. Estos personajes residían durante largas temporadas, excepto en invierno, en este hotel, mientras estaban en Arkansas, Nueva York o Washington a través de la magia de los teléfonos móviles con su cobertura 5G. Todo el mundo sabía qué puñetas era. Sí, todo el mundo. Las personas con una cartera en el bolsillo, de las que se consideraban normales, no podrían pagar las facturas de un hotel como éste, aunque también conocían ese jodido 5G.

Myer había estado trabajando en el hotel durante los últimos seis años y su vida había cambiado drásticamente desde el día uno: todo empezó con una entrevista de lo más enrevesada y extraña que uno podía imaginar. A veces la recordaba y otras, sufría de amnesia. Eso era bueno.

Todos los invitados que ahora se arremolinaban cerca de él eran de familias adineradas y siempre le dejaban generosas propinas que al final acababa en su estómago en forma de alcohol. Además de eso, el dueño del hotel, un tipo que siempre hablaba en la penumbra de su despacho, le pagaba un buen salario—unos treinta mil al año—porque trabajar como conserje era un trabajo importante.

Claro que lo era.

Responsabilidad; pensaba. Demasiado tiempo de dedicación al completo para que el corazón del monstruo que pugnaba de la montaña siguiera latiendo con naturalidad.

Después de subir las escaleras que no resonaban a su taconeo cruzó los pasillos y mostró el largo camino a los nuevos huéspedes que derivaban hacia sus respectivas habitaciones. Su mano extendida bajo una incipiente sonrisa que lo hacía parecer un payaso de feria, que los guiaba.

—Debes estar cansado después de este y jodido largo viaje —dijo Myer al aire, porque nadie giró la cabeza sobre sus rodillos de carne—. Puedo recomendarte los mejores espaguetis de la ciudad, una vez que hayas descansado. ¿Supongo que querrás cenar más tarde? —Y esa persona no era nadie porque todavía no le escuchaban.

Después del chasco inevitable, acompañó a los invitados a sus habitaciones, que estaban bien iluminadas, eran acogedoras y muy exuberantes con un papel tapiz dorado clásico que emitía vibraciones muy vintage: que fino ha quedado eso. Todas las habitaciones tenían muebles de roble oscuro, elegantes camas con dosel y chimeneas decorativas en un extremo como un ojo avizor. Estaban estratégicamente colocadas y discretas para evitar el riesgo de un posible incendio.

«Ohh, la, la... Esto se calienta demasiado, ya te dije que no te dejaras las bragas sobre la repisa de la chimenea, mira ahora, es una antorcha y nos vamos a quemar como pollos asados... Oh, sí, la, la...»

Los pisos de las habitaciones estaban alfombrados. Los pasillos exteriores estaban también, bien iluminados, con una serie de luces alineadas en las paredes que parecían las del metro de Nueva York. Mientras se ocupaba de los clientes y terminaba con ellos casi atragantándose al comer una docena de hamburguesas, ahora, bajó las escaleras como solía hacer cuando terminaba el trabajo durante un día sí, y otro también. Y así hasta la saciedad y el aburrimiento. Y es que algunas veces pensaba que, un hombre normal se habría ido a casa con su esposa e hijos después de un largo día de trabajo, porque ese es el único lugar del mundo donde encontraría consuelo, pero no, Myer tenía que joderse. Para él, su salvación estaba, bueno, oh, sí, lo encontraría en el buen vino, cerveza o vodka; incluso la colonia...

Y en esas tupidas noches se reencontraba con un par de amigos siempre sonrientes con unas dentaduras que destellaban como focos. Simples asistentes del puñetero hotel, que eran a su vez, sus compañeros de bebida. Bebían todo cuanto sus estómagos aguantaban. Y la cabeza empezaba a sentirse sedosa y a escuchar los sonidos como un zumbido. Él y sus amigos, bebían mucho, juntos, todas las malditas noches para ahogar sus penas después de todo. Aunque era un perfecto borracho, Myer tuvo el cuidado de no beber cuando estaba de servicio. Toda una odisea. Si lo hubiera hecho, no se le habría tolerado y lo habrían despedido del trabajo al día siguiente. Bueno, que pedante sonaba todo esto y que tan sencillo era. Sin preámbulos ni metáforas de por medio.

—Hola, Paul —dijo Myer moviendo la cabeza y los ojos cuando añadió—. Y Will, ¿qué tal? —Asintió con la cabeza con premura mientras sacaban botellas en un atroz tintineo. Estaban en el sótano, donde Myer mantenía la caldera. Tenía la experiencia necesaria para que el maldito dragón—como lo llamaba él —funcionase a la perfección y bajase de presión cuando se hinchaba como un globo. Tantas fueron las ocasiones que esto sucedió, que nadie más se atrevía a acercarse a la caldera.

—Bien jodido, jefe. Como siempre —sonrió Will.

En los cinco minutos siguientes, llenaron sus vasos y bebieron haciendo estragos como unas alcantarillas en medio de una tormenta de otoño. Después de acabarse la primera ronda, Myer llenó los vasos de nuevo y bebieron hasta que se sintieron ligeramente mareados y por otra parte; complacientes. Esto les arrancaba sonrisas de idiotas y gastaban bromas aburridas.

—¿Tu mujer se conforma con que estés hasta bien entrada la noche con nosotros? — preguntó Paul. Sus ojos parecían inyectados en sangre y los pómulos ardiendo.

—No lo sé. En cualquier caso ¿quién le pregunta eso? —Myer se rio entre dientes mientras los apretaba con fuerza.

Ambos compañeros de pesas con los vasos eran solteros.

—Al menos, tienes una mujer para calentar tu cama —se rio Will. Una risa trastocada por la absurda idea de haber contado un chiste gracioso.

—Chico, comprenderás el dolor y la desesperación que se siente una vez que estés casado con una mujer de armas tomar —dijo Myer mientras se ponía de pie. Al hacerlo se dio cuenta, como en todas las ocasiones, que perdía el equilibrio.

—¡Vaya! ¡Me estás alegrando la noche! —exclamó Paul mientras lo agarraba del brazo para evitar que se cayera—¿Estás bien?

—Sí, viviré un poco más. —Definitivamente Myer había bebido demasiada esa noche. No estaba seguro de poder subir las escaleras ahora. Al final del día o después de una jornada de trabajo duro, y como ya no había nadie en los pasillos y las escaleras del hotel, Myer subió los escalones tambaleándose pensando en que ya no esperaba más invitados. Claro que no. Eran los últimos de la temporada. Las escaleras estaban al fondo de la habitación, tras pasar por debajo de un marco sin puerta que se desgañitara abriéndose. Y a decir verdad, ya era bastante tarde, más allá de la medianoche. Su taconeo rebotó en las paredes y se guió por ellas hasta llegar al primer piso. Myer siempre había pensado que más que un primer piso, aquello era la azotea del hotel, por las corrientes de aire que cruzaban por los pasillos. En realidad, ese piso también se le podía llamar la antesala del infierno, porque había sido construida horadando la montaña rocosa, un bello paraje que ahora estaba en el limbo. En los costados del pasillo había varias habitaciones pequeñas. Mucho más recogidas que las de las plantas superiores.

Entró por la puerta de la habitación que le había sido asignada, es decir, la suya, y con un ronroneo de la puerta se dejó caer literalmente al vacío de la entrada de su hogar. Una habitación en la que compartía el retrete, la cama, la cocina, sus hijas y la mujer, ah, y la puñetera máquina de escribir.

A lo lejos se escuchaba el tintineo del cristal de los vasos de sus compañeros. Un sonido que viajaba por todos los rincones de aquel jodido y hermoso hotel tan rojo como el ojo abyecto del propio demonio.

Él había entrado casi sigilosamente porque su esposa nunca se molestó en cerrar la puerta ya que la consideraba segura, es decir, un lugar seguro. Eso, provenía de la creencia de que como los huéspedes del hotel eran personas ricas e importantes, los directivos del hotel habían empleado fuertes medidas de seguridad para protegerlos.

O eso creía creer.

—Llegas tarde —dijo su esposa Berta con los ojos muy abiertos. Berta era la abreviatura de Roberta, por supuesto, pero todos la llamaban por su apodo.

Myer se limitó a gruñir en respuesta mientras entraba tambaleándose. Parecía que aquella entrada seria apoteósica por el tiempo que duraba. Su esposa ya estaba acostumbrada a él, y por esa misma razón ya sabía que siempre volvía a casa, borracho, bueno, al escondrijo que le habían facilitado para vivir largas temporadas.