La Masía de Pili - Claudio Hernandez - E-Book

La Masía de Pili E-Book

Claudio Hernández

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Beschreibung

En esta audaz y soberbia historia de terrores familiares sobrenaturales, Claudio Hernández nos presenta la historia de Pili, una chica con la capacidad de ver fantasmas allá donde va. Su padre empieza a aparecérsele en el mismo momento en que una entidad misteriosa se lleva a sus hijos. Ahora el destino de su familia reside en los poderes de Pili... aunque nadie parece dispuesto a creerla.

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Seitenzahl: 59

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Claudio Hernandez

La Masía de Pili

 

Saga

La Masía de Pili

 

Copyright © 2022 Claudio Hernández and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728330968

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para los que se arrepienten de no hacer las cosas bien. Para los que han dado su vida por los demás, y sus dramas han servido para enriquecer a algunos y dar esperanzas a unos pocos científicos que trabajan día y noche. En memoria de ellos y para los que están en primera línea del frente.

A todo ellos y ellas, gracias de todo corazón.

Ahora toca concienciar.

Y ser constantes.

Y rezad por mi padre y mi WISKI, que están en el cielo, felices por fin...

LA MASÍA DE PILI

1

La muerte formaba parte de su vida, y ella se llamaba Pili.

—Lo cogí de las manos y lo atraje hacia mí. No pesaba nada. No opuso resistencia y su risa brillaba en su cara. Sus ojos castaños estaban iluminados de paz. Era como tenerlo de nuevo en casa. Era como si nada de todo este asunto hubiera sucedido nunca.

Pili, a sus treinta y tres años, estaba agarrotada en el sillón de la consulta del psiquiatra. Él la miraba con los ojos clavados en su rostro. Sus muecas. Sus rasgos. En busca de un ápice de cordura, que no encontraba.

—¿Lo ves siempre?

—Sí. Por supuesto. ¿Es algo extraño?

Carlos, el comecocos, frunció el ceño a la vez que sacudía la cabeza y, con la barbilla apoyada en su mano derecha, dijo:

—Realmente sí lo es, Pili. Tu padre ya no está entre nosotros. Lo puedes tener en tu vida, pero solo en tu corazón o en tus recuerdos.

Se levantó del sillón sin hacer ruido.

Pili lo siguió con una mirada oscura.

El hombre, ataviado con una bata blanca desabrochada —porque era verano y el puñetero aire acondicionado no funcionaba—, bordeó la mesa y se encaminó hacia el cristal de la ventana que habitaba a su izquierda. La señaló y, antes de pronunciar palabra, ella preguntó algo.

—¿Ya ha acabado la sesión?

—No. Acaba de empezar. Levántate y ven aquí. Quiero mostrarte una cosa que te hará reflexionar.

El psiquiatra sacó unas flores secas de un florero con agua amarillenta, turbia y pestilente. Los mosquitos nadaban en su interior fraguando más viscosidad.

—No me convencerá de nada —aseguró ella mientras se levantaba quejumbrosamente como si sus huesos tuvieran más de setenta años. Caminó hacia él, taconeando.

—Ponte delante de la ventana.

—¿Aquí?

—Sí.

Él estaba detrás de ella, sujetando la jarra con la mano derecha, que se alzaba como el aspa de un molino.

—¿Y ahora qué?

—¿Qué ves?

—La calle a través del cristal. El sol cayendo a plomo y unos perturbados caminando alrededor del puente.

—Sí, es cierto, pero ¿qué ves ahora?

El hombre de la bata volcó el agua en el cristal. Ésta caía como lágrimas, mezclada con agua de una lluvia torrencial. La imagen se distorsionó. El cristal parecía haber cobrado vida.

—Veo turbio. No veo bien ni el sol, ni la gente. Y da gracias a que no he dado un salto.

—Exacto. Eso es tu padre ahora. Una imagen turbia. Algo del pasado, porque no lo ves claro. Es una realidad distorsionada. Eso es lo que ves. Nosotros le llamamos delirio distorsionado. No existe. Una parte fue real, lo es, y la mayor parte de lo que ves turbio no existe.

Pili se giró sobre sus tacones. La punta de su nariz rozó la del psiquiatra. Éste llevaba gafas broncíneas. Su cabello era moreno. Alborotado. Pili era de una estatura alta, pero él también. Sintió el regustillo empalagoso del aire que dejaba escapar él por su boca, que parecía tener una cremallera cerrada.

—Mi padre es una realidad —afirmó. Sus ojos profundizaron en un pozo sin límites. Se sintió algo incómoda y añadió—: Usted es el que no ve la realidad de las cosas. Estudian carreras para ofuscar a la gente. Para distorsionar su realidad. Para engañarlos y atiborrarlos de pastillas, que, oh, sí, éstas sí que te hacen ver cosas muy extrañas. Está usted loco. ¿Me quiere dejar pasar?

La mano de él estaba ahora apoyada en el marco de la ventana. La jarra vacía, pero goteando sus últimos suspiros, estaba sobre un armario de cajones blancuzcos. Se apartó lenta y oficiosamente.

—Sí, claro. Lo siento.

—Gracias.

Ella lo rodeó con sus brazos inertes, es decir, con aquellos que solo un escritor llegó a imaginar como una serie de tentáculos que no se podían describir. Algo que no existía. Y se encaminó hacia la silla donde la esperaba su bolso con la boca abierta. Una garganta profunda y oscura. Recogió su teléfono móvil, que estaba sobre la mesa, y corrió hacia la puerta. Su mano extendida y agazapada en la manivela.

—Su próxima cita será el jueves que viene. A las seis de la tarde.

Ella meneó la cabeza en sentido de nones.

—Mi padre me advierte de que no venga más aquí. Así que no me espere.

Abrió la puerta y esta se cerró cuando sus hombros dibujaron dos líneas invisibles debajo del marco. Y el repicar de la misma hizo eco en el consultorio.

Pedro, su padre, había muerto tras caer por un barranco en la casa de Bonmati. Veinte años atrás.

Pero, ahora, estaba vivo.

2

Antonia, arropada por las cortinas de su casa, mientras lloraba a lágrima viva y sollozaba como un perro, la recordaba cuando era pequeña. Aquellos tiempos en los que todavía podía mirarla a los ojos y decirle: te quiero, o ¿tu padre es más que yo? Y esa voz grave —y no ululante— brotaba de su garganta como si fuera uno de los fantasmas de aquella casa maldita.

—¿Por qué me has abandonado ahora que te necesito más?

Tenía la nariz llena de mocos.

En ese momento, sonó el timbre de la puerta, y paró en seco. Sorbió algo como baba, y dulce. Tragó saliva. Se restregó los dorsos de las manos sobre los abultados ojos y se encaminó hacia la puerta con una simple camisola de color blanco.

—Antonia. Soy José María —dijo una voz amortiguada.

Y ella esbozó una suave sonrisa, olvidándose por completo de su hija Pili.

3

—¿Qué te ha dicho el médico? —preguntó Xavi. Estaba tirado, cuan largo era, en el sofá. Sus pies descalzos olían a lejía, por no decir otra cosa, y el ventilador le soplaba las pelotas, que se escapaban por los laterales de la entrepierna de las bermudas de flores oscuras.

Sí, oscuras.