Juego de pasión - Nicola Marsh - E-Book
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Juego de pasión E-Book

NICOLA MARSH

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Beschreibung

La remilgada y puritana Charlotte Baxter dejó salir su parte traviesa la noche que conoció a un hombre muy sexy. Estaba encantada… hasta que descubrió que el hombre misterioso era también su nuevo y exigente jefe. Con su carrera como prioridad principal en su vida, una aventura con Alex Bronson era algo prohibido. ¿Por qué, entonces, estaba dispuesta a arriesgarlo todo a cambio de otro encuentro ardiente?

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Seitenzahl: 268

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2018 Nicola Marsh

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Juego de pasión, n.º 15 - abril 2019

Título original: Play Thing

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-784-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

 

Para las mujeres fuertes y empoderadas

que personifican a las protagonistas

que me gusta crear.

Ten presente lo que quieres

y lucha por conseguirlo.

Sé osada. Sé valiente. Sé fiel a ti misma.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Charlotte esperó a que el jefe odioso colgara para golpear el teléfono y sacarle la lengua. Infantil, sí, pero después de hacerlo se sintió mejor.

Miró el teléfono de hito en hito, deseando que se desintegrara para no tener que volver a hablar con aquel hombre. No serviría de mucho, pues su bandeja de entrada estaba también llena de emails del señor Alexander Bronson, gilipollas integral.

Era un hombre exigente, arrogante y obviamente estaba en el mundo para hacerle la vida imposible.

Un pitido avisó de la llegada de otro email. En la línea del asunto ponía: «Una última cosa». La joven abrió el correo con un suspiro. Y dejó de respirar.

 

Charlie, he olvidado mencionar que mañana llegaré a la oficina de Sídney para poner en práctica mis ideas de redistribución de los empleados. Estoy deseando conocerte por fin.

 

No firmaba ni se despedía. No hacía falta. Los seres superiores de otros planetas estaban por encima de los simples mortales.

Alexander Bronson estaría al día siguiente allí en carne y hueso. Torturándola. Atormentándola. Burlándose de ella.

«Charlie». Nadie la llamaba así. Lo odiaba y se lo había dicho. Con lo que había conseguido que nunca la llamara de otro modo. Nada de señorita Baxter, no. El director ejecutivo de incontables empresas de contabilidad de Australia, el lumbrera que tomaba empresas en crisis y les daba la vuelta, jugaba a ser campechano para ganarse amigos e influir en pobres contables como ella.

Lo malo era que, aunque su jefe era exigente y esperaba perfección, ella no podía evitar admirar su ética de trabajo. Lo respetaba por eso y se identificaba con su trabajo duro. Era lo único que ella tenía en su deslucida vida. Lo cual hacía que resultara aún más irritante que una pequeña parte de ella esperara impaciente sus llamadas diarias y sus desesperantes coqueteos.

¿Se podía ser más patética? El punto álgido de su día era hablar con un jefe chulo que parecía empeñado en arrancarle alguna respuesta a base de vacilar con ella.

Sonó el teléfono y miró la pantallita. Dudó antes de contestar. Adoraba a su tía Dee, pero ese día no podía lidiar con peticiones extravagantes. Tenía que prepararse para su encuentro inminente con el encantador señor Bronson.

Su conciencia de chica buena hizo que se riñera y respondió al teléfono.

—Hola, tía. Estoy trabajando y no puedo hablar mucho…

—Querida niña, sé que estás trabajando —su tía sonaba sin aliento, como si subiera escaleras corriendo. Algo improbable, teniendo en cuenta que para Dee el ejercicio era un invento del diablo—. Pero necesito tu ayuda y es urgente.

Dee la había criado porque sus excéntricos padres preferían recorrer el mundo en busca de otro pueblo necesitado de educación. Dee casi nunca pedía favores y el hecho de que necesitara ayuda podía implicar que se trataba de algo serio.

—De acuerdo, dime qué necesitas. ¿Va todo bien?

Dee inhaló profundamente.

—La verdad es que no. Mi amiga Queenie se ha caído y se ha roto la cadera. Está sola y no tiene a nadie que cuide de sus animales, así que tengo que ir a Byron Bay ahora. Pero el dueño del edificio donde guardo los productos de mi negocio viene estar tarde a inspeccionar y tengo que vaciar el espacio de alquiler.

A Charlotte le dio un vuelco el corazón. El día iba de mal en peor. Revisar los «productos» morbosos que vendía su tía por internet no era una de sus actividades favoritas. Su tía le había pedido ayuda en más de una ocasión para guardar pedidos en sobres y la joven se sonrojaba solo de pensar en algunos de los aparatos que usaba la gente en su vida sexual.

—¿Quieres que lo empaquete todo y lo guarde en casa? —preguntó.

Dee suspiró aliviada.

—¿Podrías hacerlo? Así yo iría a casa de Queenie hoy en vez de mañana. Me necesita urgentemente.

La niña interior de Charlotte quería decir que ella también la necesitaba, pero eso era egoísta e incierto. Había aprendido desde muy joven a no depender de nadie. Valoraba su independencia, la llevaba como una medalla. Excepto porque últimamente sus mejores amigas, Abby y Mak, habían encontrado unas parejas fantásticas y ella se preguntaba si valoraba tanto estar sola porque no tenía más remedio.

Intentó sacudirse de encima la melancolía y dijo:

—Déjalo de mi cuenta.

—Eres mi salvavidas, Charlotte —Dee hizo ruiditos de besos—. No sé cuánto tiempo estaré fuera, puede que algunas semanas. Te avisaré.

—Está bien… —contestó la joven. Pero su tía había colgado ya y a ella no le quedaba más remedio que afrontar lo inevitable.

Una tarde empaquetando vibradores, pinzas para los pezones y ropa interior comestible.

¡Hurra!

 

 

Hacía un año que Alexander Bronson no iba a Sídney y, cuando atravesaba Harbour Bridge, no pudo evitar mirar el Opera House a su izquierda y recordar la primera vez que había estado allí. La primera vez que había tenido la sensación de que por fin se había librado de las cadenas de su pasado.

Sídney tenía una vibración única, muy alejada de la niñez claustrofóbica que había vivido en el campo en Nueva Gales del Sur. Era la ciudad donde había estudiado, donde había lanzado su carrera, donde se había esforzado para que nunca tuviera que acabar como su padre.

Deseaba ir a su hogar no oficial, un hotel boutique en el Central Business District, pero primero tenía que pasar por su última propiedad de ese día, un almacén en las afueras de los ostentosos suburbios del este. Ya había pasado por Manly, Mosman y Balmoral Beach para comprobar que sus inversiones marchaban bien. Ese último almacén tenía que quedar vacío lo antes posible porque al día siguiente llegaría un inquilino nuevo y el encargado le había dicho que había algún tipo de demora.

No soportaba bien la incompetencia. Le gustaba el orden en todos los aspectos de la vida. Por eso quería arreglar esa complicación antes de que acabara el día y dedicar el día siguiente a los cambios en The Number Makers.

«Hacedores de números», un nombre extraño para una empresa de contabilidad. Aunque, por otra parte, teniendo en cuenta el desastre que había hecho el primer dueño con la empresa, no tenía nada de sorprendente. ¡Menos mal que había empleadas como Charlotte Baxter! Trabajar a distancia podía ser duro, pero ella había hecho que todo resultara más fácil de lo esperado. Alexander admiraba su ética del trabajo y el modo en que lo cuestionaba y proponía soluciones a problemas que él no había anticipado.

También le gustaba que sacara lo peor de él.

Parecía tan remilgada y correcta, tan dispuesta a censurar, que él no podía evitar provocarla.

No debería sacar conclusiones, pero conocía a las mujeres como ella. Vestuario conservador, puntos de vista conservadores y vida conservadora. Probablemente tendría un esposo igual de reservado, hijos bien educados y haría calceta en la hora del almuerzo. Aunque lo cierto que era que Alex sabía que estaba soltera porque había investigado un poco a su empleada estrella.

La había llamado intencionadamente Charlie en su primera llamada y ella no había vacilado en reñirle por ello, con lo que había conseguido que nunca la llamara de otro modo. Porque en sus reprimendas y réplicas había un toque subyacente de juego, como si quisiera soltarse la melena pero no supiera cómo.

Alexander no era el hombre para ayudarla con eso, pero si podía hacer más agradable el entorno de trabajo, estupendo. Ya había vivido bastante en entornos lúgubres y asfixiantes y, siempre que podía, procuraba potenciar todo lo contrario en todos los aspectos de su vida.

Sí, estaba deseando conocer a la mujer que había suavizado su entrada en la empresa. Tenía grandes planes para ella. Planes directivos. Porque The Number Makers tenía que volver a dar beneficios, y eso implicaba emplear a personal cualificado. Gente como su introvertida Charlie.

Se moría de ganas de conocerla.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Charlotte entró en el espacio que alquilaba su tía en un almacén cavernoso y de inmediato deseó haberse negado a ayudarla.

No era una puritana, pero ver las pruebas de lo mucho que se divertían otras personas en su vida sexual siempre le hacía sentir que le faltaba algo.

El negocio online de su tía, Delicias de Dee, comerciaba con todo tipo de objetos relacionados con la sexualidad. Desde vibradores y preservativos a abalorios para ropa fetichista. Y a juzgar por el fastuoso estilo de vida que disfrutaba su tía, tenía muchos clientes.

Dee le había hablado de su negocio cuando Charlotte cumplió los dieciocho años. La joven, que al principio se había sentido mortificada incluso porque su tía supiera lo que era un anillo para el pene, había optado por ignorar a conciencia todo lo relacionado con aquel trabajo. Pero ya con veinticinco años y sin haber tenido ninguna relación larga, se preguntaba si verse obligada a ocuparse de aquello no sería el modo que tenía el universo de decirle que despertara de una vez.

Por suerte, los objetos más obscenos seguían en cajas, con lo que solo tenía que guardar los vibradores, las esposas y la lencería. Había pedido un servicio de mensajería para las seis de la tarde, lo que implicaba que tenía tres horas para llenar todas las cajas y cerrarlas.

Levantó con una mueca unas esposas con funda de peluche de color fucsia cuando divisó un espejo de cuerpo entero en la parte interior de la puerta medio abierta de un armario. Probablemente un resto del inquilino anterior, no quería ni podía imaginarse a su tía probándose la mercancía, pero en cuanto la idea de probarse cosas penetró en su mente, ya no pudo expulsarla.

Miró la lencería. Una camisola turquesa revestida de encaje. Un body morado. Un corsé de aspecto mojado. Medias rosas pálido. Sujetador y tanga negros de cuero falso.

Tomó el sujetador y lo alzó. Se sonrojó. ¿Cambiaría su vida tranquila si se ponía cosas así? Nadie lo vería, pero quizá le diera más confianza para cambiar un poco las cosas. Y ella quería. Lo anhelaba con todas las células de su cuerpo solitario.

Mak, su compañera de apartamento, se había ido a Nueva York la semana anterior con Hudson, su encantador novio, con lo que Charlotte se había quedado más sola que nunca. Raramente salía con chicos, no iba a discotecas y prefería leer a intercambiar mensajes picantes. En las raras ocasiones en las que se arriesgaba a meter los pies en la piscina de las citas, optaba por chicos aburridos como ella. Porque, en última instancia, ese era el tipo de hombre con el que se veía casándose, teniendo hijos y construyendo el tipo de vida que nunca había tenido. Una vida segura y feliz, con un hogar en el que envejecer, rodeada de una familia propia.

Había encontrado la casa, pero no tenía mucha suerte con el hombre.

Antes de que tuviera tiempo de arrepentirse, se quitó la goma de la coleta y se pasó los dedos por el pelo. Se quitó las gafas y los zapatos planos, se desabrochó la camisa blanca y se bajó la cremallera de la falda de tubo gris. El almacén resultaba algo frío, lo que le puso carne de gallina cuando se quitó la ropa interior de algodón. O quizá la carne de gallina tuviera más que ver con la sensación de travesura con que se puso el tanga y se colocó el corsé con un cuello de encaje desmontable.

Cuando terminó de cerrar el último corchete, respiró hondo y se acercó al armario. Abrió más la puerta, se miró al espejo y lanzó un grito entrecortado.

Su imagen no la sorprendió tanto como ver a un hombre alto y muy atractivo, vestido de traje, que la miraba con obvia satisfacción.

—¿Quién demonios es usted y qué hace aquí? —Se volvió, cubriéndose el pubis, aunque no estaba a la vista.

—Yo podría preguntar lo mismo —contestó el atractivo desconocido. Entró en la habitación y cerró la puerta.

¡Oh, oh!

Estar sola en un almacén vacío con ropa sexy y un hombre no era nada bueno, por muy atractivo que fuera. Charlotte tenía más sentido común que todo eso. La culpa era de una impulsividad estúpida, provocada al darse cuenta de que su vida estaba tan vacía, que esperaba con impaciencia las llamadas diarias de su irritante jefe.

Había querido desmelenarse solo por un momento. Sentir lo que sentían otras mujeres llevando ropa interior como aquella.

—¡Váyase! —gritó. Se movió hacia su ropa. El miedo hacía que el corazón le golpeara con fuerza en los oídos.

—Soy el propietario de esto, así que no me voy a ir —él miró con curiosidad la mesa, donde había vibradores y otros objetos—. Usted, sin embargo, sí tiene que decirme qué hace aquí y por qué ha convertido mi almacén en un sex shop.

El tono condescendiente de él le resultaba vagamente familiar a Charlotte, quien confió en que no fuera un cliente al que le hiciera las declaraciones de impuestos.

—No diga tonterías, esto no es un sex shop. Mi tía alquila este espacio para su negocio por internet y me ha pedido que lo empaquete todo porque llega un inquilino nuevo mañana —señaló la mercancía y se dio cuenta de que había mostrado más de su cuerpo al ver un brillo de interés en los ojos de él—. Así que, si me deja trabajar, estaré fuera de aquí en unas horas.

—¡Vaya! Es una buena sobrina —comentó él. La miró los dedos de los pies y fue subiendo con la vista hacia arriba despacio, en una inspección lenta que hizo que a ella se le endurecieran los pezones.

La reacción de su cuerpo la sorprendió. Jamás había reaccionado así con ningún hombre, y mucho menos ante un desconocido. Leía ese tipo de cosas en las novelas románticas que devoraba por docenas. La mujer tímida que se sentía instantáneamente atraída por el hombre mandón. Era un juego de seducción con el que fantaseaba, pero sabía que nunca le ocurriría a ella. Por algo se decía que esas novelas eran ficción.

Sin embargo, allí estaba, delante de un hombre al que no conocía, dejándose mirar y disfrutándolo.

Cuando la mirada de él llegó a su rostro y sus ojos se encontraron, lo que vio hizo que se le doblaran las rodillas. Deseo. Pasión. Lujuria. El tipo de lujuria que no había visto nunca en ojos de un hombre al mirarla.

—¿Y probarse toda la ropa es parte de la ayuda?

Su deseo evidente la confundía y cuando sonrió con la suficiencia de alguien que sabía perfectamente el efecto que tenía sobre ella, Charlotte tomó la decisión impulsiva de vengarse. Tal vez fuera inexperta e ingenua en sus tratos con los hombres, pero eso no significaba que pudiera jugar con ella.

—Mis corsés y sujetadores ya son viejos y he pensado en sustituirlos —la descarada mentira la hizo sonrojarse, pero ya había empezado y no podía parar—. Es un trabajo duro ponerse tan guapa para los hombres de Sídney, pero alguien tiene que hacerlo.

Él soltó una carcajada, un sonido profundo que le llegó a ella al pecho y llenó el hueco solitario que residía allí.

—¿Eso me incluye a mí, teniendo en cuenta que soy un hombre y estoy en Sídney?

Charlotte nunca había jugado así con ningún hombre. Ella no coqueteaba y no provocaba grandes pasiones en ellos. Pero algo en aquel desconocido hacía que sintiera que podía hacer ambas cosas.

—¿Por qué? ¿Crees que estoy guapa? —puso los brazos en jarras en un gesto de invitación descarada para que volviera a mirarla de arriba abajo y se preguntó qué poderes mágicos tendría la lencería para volverla tan atrevida.

—Tesoro, no tienes ni idea —contestó él.

Avanzó hacia ella y a Charlotte la abandonó el valor. Se dirigió hacia la mesa, pues quería tener su teléfono móvil al alcance de la mano. Pero como la eterna torpe que era, tropezó y se habría caído si él no hubiera llegado a su lado en un segundo. Sus manos fuertes la enderezaron y le hicieron anhelar cosas que no tenía derecho a ansiar.

De cerca era todavía más atractivo. Cabello moreno y ondulado, ojos azules del color del mar en la playa de Bondi en un día claro, mandíbula cincelada cubierta con un amago de barba, cuya perfección alteraba una pequeña cicatriz en un lado de la barbilla. Y cuando volvió a sonreír… ¡Caray!, esa sonrisa le llegó desde el pecho hasta los pies y algunos lugares intermedios.

Carraspeó, en un esfuerzo por sentirse ultrajada porque la sostuviera un desconocido cuando iba vestida como una bailarina de estriptís.

—Suéltame —dijo.

Pero la orden sonó suave e incierta, y solo sirvió para que él siguiera sonriendo, divertido.

—¿Quieres que lo haga? —preguntó.

Enarcó una ceja, retándola a negar la energía invisible que zigzagueaba entre los dos.

Charlotte no podía explicarse aquello. Ella no se acostaba con desconocidos. Podía contar las veces que se había acostado con alguien con los dedos de una mano y el sexo no había sido nada del otro mundo. No creía en la atracción instantánea ni en las aventuras de una noche. Ni en tener sexo de pie con un desconocido sexy en un almacén.

Ella no era así.

¿Pero podía serlo?

Por un momento se preguntó de dónde había salido aquella voz. Su conciencia no la alentaba a ser atrevida, sino más bien lo contrario.

¿Y a dónde la había llevado eso? A estar sola anhelando una relación.

¿Y si hiciera algo tan poco característicos de ella que jamás pudiera volver a ser la persona de antes? ¿Le daría eso el comienzo que necesitaba para construirse la vida que quería tener en vez de esperar a que le llegara esa vida?

—No te conozco. Esto no se me da bien y yo no suelo hacer esto con desconocidos…

Él la besó. Sus labios eran autoritarios y su virtuosismo más que evidente en el modo en que ejercía la cantidad exacta de presión. Ni fuerte ni suave.

Para ella, un beso era un encajar de labios y algo de lengua, todo un poco lioso y nada para volverse loca.

Pero lo que podía hacer aquel hombre con la lengua… En el momento en el que invadió su boca y le tocó la lengua, Charlotte dejó de pensar. No podía respirar. No podía hacer otra cosa que no fuera agarrarse a sus solapas y apretarse contra él, desesperada por su contacto.

El ataque implacable a sus labios la hacía temblar de anhelo. Él cambió la presión, le mordisqueó el labio inferior con tanta fuerza que bordeó el dolor y luego lo calmó, pasándole la lengua con movimientos seductores.

Un pensamiento furtivo atravesó la niebla de pasión de ella. ¿Una mujer podía tener un orgasmo con un beso? Porque a ella le palpitaba todo de tal modo, que aquello tenía que ser científicamente posible.

Le deslizó los dedos por el pelo, le rozó el cuero cabelludo y ella gimió al sentir el cosquilleo que le provocaba eso. Él se lo tomó como una señal alentadora. La volvió y la tumbó sobre la mesa. Charlotte soltó un respingo al sentir el plástico frío en el trasero desnudo y él interrumpió el beso para mirarla con ojos muy abiertos.

—Yo no hago esto —dijo—. Sexo con una desconocida.

—Yo tampoco —repuso ella, sin aliento y con voz ronca. Deseaba que él no hubiera parado. Deseaba tener agallas para expresar con palabras lo mucho que quería que continuara.

La miró con deseo, retándola a seguir con lo que habían empezado.

—¿Y qué quieres hacer? —preguntó.

Él le ofrecía una salida.

Charlotte debería aceptarla.

Toda su vida giraba en torno a decisiones racionales y bien ponderadas. Sopesaba los hechos y tomaba decisiones seguras.

¿Y a dónde la había llevado eso?

Estaba sola y no le gustaba. Vivía el sexo indirectamente, a través de novelas románticas eróticas, ansiando algo escurridizo que alterara su vida, algo como aquel interludio loco y excitante que diera un impulso a su autoestima y le asegurara que podía intentar buscar al hombre perfecto.

Miró los ojos increíblemente azules de aquel hombre y se preguntó si el karma no le habría llevado justo lo que necesitaba.

Sentía la garganta oprimida, pero tenía que hablar, tenía que correr un riesgo por una vez.

—Quiero hacer esto —dijo.

Sin dar tiempo a que interviniera su sentido común, le puso las manos en los abdominales. Lo bastante abajo para que el gesto resultara sugerente y lo bastante arriba para que él pudiera acabar aquello si quería y alejarse.

El hombre soltó un gemido que hizo que a Charlotte se le erizara el vello de los brazos. Él le separó las rodillas, se colocó entre ellas, deslizó la mano bajo su trasero y la atrajo hacia sí.

Charlotte soltó un grito entrecortado cuando el pene de él, duro e insistente, empujó su cuerpo mientras le palmeaba los pechos con las manos. Un gemido suave llenó el aire y, a través de la niebla de deseo, la joven se dio cuenta de que había brotado de ella.

Lo abrazó con las piernas y él respondió rozando los pezones entre los pulgares y los índices y volviéndola un poco loca. Se retorció contra él, buscando más. Tiró de los pezones, lo cual le provocó un chisporroteo a ella en el núcleo.

Si la caricia resultaba tan buena con el estúpido cuero falso como barrera, ¿cómo sería estando desnuda? Quería descubrirlo, pero él tenía otras ideas.

—Túmbate —dijo. Le colocó una mano entre los pechos y empujó suavemente—. Apóyate en los codos para que pueda verte.

Los chicos con los que había estado Charlotte no daban órdenes. Hacían lo básico sin decir palabra.

Le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer. Le gustaba el brillo en los ojos de él cuando hacía lo que le decía. Se echó hacia atrás hasta apoyarse en los codos, aunque la duda la hizo estremecerse cuando él metió los pulgares debajo del elástico del tanga. Tiró con gentileza y lo bajó, dejándola desnuda y vulnerable.

Nunca se había sentido tan desprotegida, pero la protesta murió en sus labios cuando él la miró a los ojos al tiempo que deslizaba un dedo en su interior.

La miraba con reverencia, como si le hubiera hecho un gran regalo, y el asomo de preocupación de ella desapareció bajo sus caricias.

Él deslizó otro dedo en su interior, que empezó a introducir y a sacar rítmicamente mientras trazaba círculos con el pulgar en el clítoris. Círculos lentos y regulares. La volvía loca con las caricias y con la mirada. Una mirada inflexible, seguro de su habilidad para darle placer. Una mirada que la veía, la veía de verdad.

—Eres preciosa —murmuró él con una voz que era apenas un gruñido. Y ella apretó los dientes para no gemir en voz alta con el incremento del placer. Tensó los músculos y empezó a perder el control. Dejó la mente en blanco hasta que solo fue capaz de concentrarse en él, en sus caricias, sus dedos y su mirada.

El orgasmo llegó tan fuerte y tan inesperado que la dejó descontrolada. No pudo contenerse y lanzó un grito de triunfo.

Suponía que se avergonzaría en cuanto su cuerpo dejara de vibrar. Pero lo único que ocurrió fue que sintió un anhelo implacable de repetirlo todo.

—Gracias —murmuró. Y su voz le sonó extrañamente formal.

—De nada —la sonrisa de él se amplió y se desabrochó la cremallera—. Si quieres, hay más como ese.

Charlotte abrió mucho la boca. Había oído hablar de los supuestos orgasmos internos, pero había creído que pertenecían al ámbito de la fantasía, como los unicornios y las hadas.

Al parecer, su hombre misterioso creía en todas las cosas místicas, y ella observó fascinada cómo se quitaba los pantalones y se los bajaba junto con los calzoncillos.

Y dejaba claramente a la vista la razón por la que se mostraba tan seguro de sí.

«¡Guau!».

Aunque Charlotte no había visto muchos penes empalmados, los que había visto hacían que aquel pareciera un gigante en comparación. Con una cabeza traviesa.

Sonrió para sí y él enarcó una ceja.

—No es un buen augurio que me mires y tengas ganas de reír —dijo.

Sentido del humor y una polla enorme. A Charlotte le había tocado el gordo.

—Estoy fuera de mi zona de confort —dijo—. ¿No puedes darme un respiro?

—Creía que ya lo había hecho —él le guiñó un ojo y ella se echó a reír, sorprendida de lo fácil que parecía todo aquello.

Las otras pocas veces que se había acostado con alguien habían sido incómodas, sin bromas. Le gustaba aquello, le gustaba sentirse como una diosa lasciva despatarrada delante de un dios del sexo.

—Esto es una locura. Lo sabes, ¿verdad? —preguntó.

Él asintió. Sacó un preservativo de la cartera y se lo puso con una destreza que indicaba que lo había hecho ya muchas veces.

—La locura es buena —contestó.

Se dispuso a probarlo. La penetró con una fuerza que a ella le arrancó un grito entrecortado. Le agarró el trasero y lo levantó un poco para poder hundirse en ella en un ángulo que le permitiera embestir el dulce punto de las fábulas. Embistió una y otra vez con una fuerza implacable que hizo que ella se incorporara un poco, buscándolo.

Él la alzó de la mesa y ella se agarró a sus hombros. La penetración se hizo más profunda y el ritmo más rápido. El placer rozaba con el dolor y, cuando llegó de nuevo al orgasmo, ella le mordió el hombro, atónita por la ferocidad del placer.

Un segundo después, él se puso tenso y gimió, clavándole los dedos en el trasero con tanta fuerza que ella pensó que no se iba a poder sentar en una semana. Pero no le importó. No le importaba nada que no fuera aquella euforia que la hacía sentirse como si fuerza capaz de cualquier cosa.

Él la abrazó durante lo que pareció una eternidad antes de bajarla con gentileza a la mesa y apartarse. Charlotte se sintió inmediatamente perdida. Anhelaba más. Se riñó por ser tan tonta.

Él se volvió y le dio tiempo a vestirse mientras se libraba del preservativo. A ella no le gustaba verle la espalda después de que sus frentes hubieran conectado tan bien.

La invadieron los remordimientos.

¿Cómo demonios podía haber hecho aquello con un desconocido?

Sin embargo, cuando él se volvió de nuevo con expresión abierta y sonrisa satisfecha, ella dejó de arrepentirse.

—Has estado fantástica —él le tomó el rostro entre las manos y la besó con suavidad en los labios.

Para horror de Charlotte, sus ojos se llenaron de lágrimas y parpadeó para ocultarlas. Sonrió y lo empujó.

—Tú también —musitó con voz ligera, mientras algo se derrumbaba en su interior por la ternura inesperada de él—. Pero de verdad que tengo que arreglar este lío ya.

Era una despedida cortante que él no se merecía, pero tenía que echarlo de allí antes de que empezara a llorar.

—Claro, tengo entendido que el casero es un tirano —a él no parecía importarle la grosería de ella, pero la miró con una intensidad que rozaba la incomodidad—. ¿Quizá nos veremos por ahí?

—Tal vez —repuso ella, que tuvo que refrenarse para no añadir que probablemente eso no pasaría nunca.

Sexo apasionado con un desconocido no era algo que hubiera estado en su lista de tareas del día, pero una vez que había ocurrido, ¿se sentía diferente? ¿Más segura? ¿Más mujer? ¿Más algo?

No tenía ni la menor idea, porque al entregarse al momento, se había alejado tanto de su zona de confort que había terminado en otro planeta, uno en el que las chicas buenas hacían cosas malas y no se arrepentían. Y menos cuando la cosa mala resultaba tan buena.

Pero por muy increíble que hubiera sido aquel lapsus momentáneo, no podía volver a ocurrir. Tenía que seguir adelante y concentrarse en las prioridades de su vida. Como encontrar un hombre que quisiera algo más que un polvo encima de la mesa de un almacén.

Él se detuvo en la puerta como si quisiera decir algo. ¿Pedirle el número de teléfono? ¿Invitarla a cenar? La parte romántica de ella anhelaba un gesto que indicara que aquello no había sido solo sexo para él.

Tendría que haber sentido alivio cuando él se encogió un poco de hombros y alzó una mano en un gesto de despedida antes de cerrar la puerta tras de sí, pero no sintió alivio. Solo podía pensar que había encontrado al chico malo que ansiaba, pero lo había dejado marchar con demasiada facilidad.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Alex había hecho algo malo.

El tipo de maldad que podía enviarle al infierno con el tipo diabólico de los cuernos y la horca obligándole a bailar sobre carbones calientes por toda la eternidad.

En su primer día de vuelta en Sídney había pensado pasar una tarde tranquila inspeccionando sus inversiones en propiedades.

No había esperado echar un polvo con la mujer a la que había pensado encargar la dirección de The Number Makers.

Más tarde, acuclillado detrás de una gruesa puerta de madera en un despacho más bien feo, todavía no podía creer que hubiera cometido la estupidez de echar un polvo con Charlotte Baxter.

Lo cierto era que, con el pelo suelto, sin gafas y vestida con lencería para alimentar sueños húmedos, no la había reconocido hasta que era demasiado tarde.

Porque la mujer a la que había investigado en internet después de comprar aquella empresa no se parecía nada a la mujer con la que había compartido sexo apasionado en aquel almacén.

En la foto de su rostro que aparecía en la página web de The Number Makers parecía una mujer remilgada, con una blusa blanca anodina, poco maquillaje, gafas de montura de acero, una diadema estúpida y el cabello recogido en una coleta alta.

Jamás, ni en sus sueños más salvajes, se le habría ocurrido que, en su primer encuentro con Charlotte, la vería con ropa interior de cuero y sin parecerse para nada a su foto.