La agonía del cristianismo - Miguel de Unamuno - E-Book

La agonía del cristianismo E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Duro ensayo de Miguel de Unamuno en el que el autor carga frontalmente contra la preeminencia cristiana que impera en España en la segunda década del Siglo XX, desde un punto de vista desapasionado y filosófico a la vez que descreído, propio de un creyente en proceso de perder la fe.-

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Miguel de Unamuno

La agonía del cristianismo

 

Saga

La agonía del cristianismo

 

Copyright © 1925, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726598490

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRÓLOGO DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Este libro fué escrito en París hallándome yo emigrado, refugiado allí, a fines de 1924, en plena dictadura pretoriana y cesariana española y en singulares condiciones de mi ánimo, presa de una verdadera fiebre espiritual y de una pesadilla de aguardo, condiciones que he tratado de narrar en mi libro Cómo se hace una novela. Y fué escrito por encargo, como lo expongo en su introducción.

Como lo escribí para ser traducido al francés, en vista de esta traducción y para un público universal y más propiamente francés, no me cuidé, al redactarlo, de las modalidades de entendederas y de gustos del público de lengua española. Es más, ni pensaba que habría de aparecer, como hoy aparece, en español. Entregué mis cuartillas manuscritas, llenas de añadidos, al traductor, mi entrañable amigo Juan Cassou, tan español como francés, que me las puso en un vigoroso francés con fuerte sabor español, lo que ha contribuído al éxito del libro, pues que en su texto queda el pulso de la fiebre con que las tracé. Después ha sido traducida esta obrita al alemán, al italiano y al inglés. Y ahora le toca aparecer en la lengua en que fué compuesta.

¿Compuesta? Alguien podrá decir que esta obrita carece en rigor de composición propiamente dicha. De arquitectura, tal vez; de composición viva, creo que no. La escribí, como os decía, casi en fiebre, vertiendo en ella, amén de los pensamientos y sentimientos que desde hace años —¡y tantos!— me venían arando en el alma, los que me atormentaban a causa de las desdichas de mi patria y los que me venían del azar de mis lecturas del momento. No poco de lo que aquí se lee obedece a la actualidad política de la Francia de entonces, de cuando lo escribí. Y ni he querido quitar alusiones que hoy ya, y más fuera de Francia, resultan, por inactuales, muy poco inteligibles.

Esta obrita reproduce en forma más concreta, y, por más improvisada, más densa y más cálida, mucho de lo que había expuesto en mi obra El sentimiento trágico de la vida. Y aun me queda darle más vueltas y darme más vueltas yo. Que es lo que dicen que hacía San Lorenzo según se iba tostando en las parrillas de su martirio.

¿Monólogo? Así han dado en decir mis . . . los llamaré críticos, que no escribo sino monólogos. Acaso podría llamarlos monodiálogos; pero será mejor autodiálogos, o sea diálogos conmigo mismo. Y un autodiálogo no es un monólogo. El que dialoga, el que conversa consigo mismo repartiéndose en dos, o en tres, o en más, o en todo un pueblo, no monologa. Los dogmáticos son los que monologan, y hasta cuando parecen dialogar, como los catecismos, por preguntas y respuestas. Pero los escépticos, los agónicos, los polémicos, no monologamos. Llevo muy en lo dentro de mis entrañas espirituales la agonía, la lucha, la lucha religiosa y la lucha civil, para poder vivir de monólogos. Job fué un hombre de contradicciones, y lo fué Pablo, y lo fué Agustín, y lo fué Pascal, y creo serlo yo.

Después de escrito y publicado en francés este librito, en febrero de este año 1930, creí poder volver a mi España, y me volví a ella. Y me volví para reanudar aquí, en el seno de la patria, mis campañas civiles, o si se quiere políticas. Y mientras me he zahondado en ellas, he sentido que me subían mis antiguas, o mejor dicho, mis eternas congojas religiosas, y en el ardor de mis pregones políticos me susurraba la voz aquella que dice:

“Y después de esto, ¿para qué todo?, ¿para qué?”. Y para aquietar a esa voz o a quien me la da, seguía perorando a los creyentes en el progreso y en la civilidad y en la justicia, y para convencerme a mí mismo de sus excelencias.

Pero no quiero seguir por este camino, y no porque no vuelvan a llamarme pesimista, cosa que, por otra parte, no me tiene en gran cuidado. Sé todo lo que en el mundo del espíritu se ha hechopor eso que los simples y los sencillos llaman pesimismo, y sé todo lo que la religión y la política deben a los que han buscado consuelo a la lucha en la lucha misma, y aun sin esperanza y hasta contra esperanza de victoria.

Y no quiero cerrar este prólogo sin hacer notar cómo una de las cosas a que debe este librito el halagüeño éxito que ha logrado es a haber restablecido el verdadero sentido, el originario o etimológico de la voz “agonía”, el de lucha. Gracias a ello no se confundirá a un agonizante con un muriente o moribundo. Se puede morir sin agonía y se puede vivir, y muchos años, en ella y de ella. Un verdadero agonizante es un agonista, protagonista unas veces, antagonista otras.

Y ahora, lector de lengua española, adiós y hasta que volvamos a encontrarnos en auto-diálogo; tú, a tu agonía, y yo, a la mía, y que Dios nos las bendiga.

Salamanca, octubre de 1930 .

“Muero porque no muero”.

Santa Teresa de Jesús.

I

INTRODUCCIÓN

El cristianismo es un valor del espíritu universal que tiene sus raíces en lo más íntimo de la individualidad humana. Los jesuítas dicen que con él se trata de resolver el negocio de nuestra propia salvación individual y personal, y aunque sean los jesuítas quienes principalmente lo digan, tratándolo como un problema de economía a lo divino, hemos de aceptarlo aquí como un postulado previo.

Siendo un problema estrictamente individual, y por ello universal, me veo forzado a exponer brevemente las circunstancias de índole personal privada en que este escrito que se te ofrece, lector, ha sido emprendido.

La tiranía militarista de mi pobre patria española me confinó en la isla de Fuerteventura, donde pude enriquecer mi íntima experiencia religiosa y hasta mística. Fuí sacado de ella por un velero francés, que me trajo a tierra francesa y a que me estableciese aquí, en París, donde esto escribo. En una especie de celda cerca del Arco de la Estrella. Aquí, en este París, atiborrado todo él de historia, de vida social y civil, y donde es casi imposible refugiarse en algún rincón anterior a la historia y que, por lo tanto, haya de sobrevivirla. Aquí no puedo contemplar la sierra, casi todo el año coronada de nieve, que en Salamanca apacienta las raíces de mi alma, ni el páramo, la estepa, que en Palencia, donde está el hogar de mi hijo mayor, aquieta mi alma; ni la mar sobre la que a diario veía nacer el sol en Fuerteventura. Este río mismo, el Sena, no es el Nervión de mi villa natal, Bilbao, donde se siente el pulso de la mar, el flujo y reflujo de sus mareas. Aquí, en esta celda, al llegar a París, me apacentaba de lecturas y lecturas un poco escogidas al azar. Al azar, que es la raíz de la libertad.

En estas circunstancias individuales, de índole religiosa y cristiana me atrevo a decir, se me acercó M. P. L. Couchoud a pedirme que le hiciese un cahier para su colección Christianisme. Y fué él mismo quien me sugirió, entre otros, este título: La agonía del cristianismo . Es que conocía mi obra Del sentimiento trágico de la vida.

Cuando M. P. L. Couchoud me llegó con esa demanda, estaba yo leyendo la Enquête sur la monarchie, de M. Charles Maurras —¡cuán lejos de los Evangelios!—, en que se nos sirve en latas de conserva carne ya podrida, procedente del matadero del difunto conde José de Maistre.

En este libro tan profundamente anticristiano leí aquello del programa de 1903 de L’Action Française, que “un verdadero nacionalista pone la patria ante todo, y por ende concibe, trata y resuelve todas las cuestiones políticas en su relación con el interés nacional”. Al leer lo cual me acordé de aquello de “mi reino no es de este mundo”, y pensé que para un verdadero cristiano —si es que un cristiano verdadero es posible en la vida civil— toda cuestión, política o lo que sea, debe concebirse, tratarse y resolverse en su relación con el interés individual de la salvación eterna, de la eternidad. ¿Y si perece la patria? La patria de un cristiano no es de este mundo. Un cristiano debe sacrificar la patria a la verdad.

¡La verdad! “ . . .Ya no se engaña a nadie, y la masa de la especie humana, leyendo en los ojos del pensador, le pregunta sin ambages si en el fondo no es triste la verdad”, escribía E. Renán.

El domingo 30 de noviembre de este año de gracia —o de desgracia— de 1924 asistí a los oficios divinos de la iglesia griega ortodoxa de San Esteban que hay aquí cerca, en la calle Georges Bizet, y al leer sobre el gran busto pintado del Cristo que llena el tímpano aquella sentencia, en griego, que dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, volví a sentirme en una isla y pensé — soñé más bien— si el camino y la vida son la misma cosa que la verdad, si no habrá contradicción entre la verdad y la vida, y si la verdad no es que mata y la vida nos mantiene en el engaño. Y esto me hizo pensar en la agonía del cristianismo, en la agonía del cristianismo en sí mismo y en cada uno de nosotros. Aunque ¿se da acaso el cristianismo fuera de cada uno de nosotros?

Y aquí estriba la tragedia. Porque la verdad es algo colectivo, social, hasta civil; verdadero es aquello en que convenimos y con que nos entendemos. Y el cristianismo es algo individual e incomunicable. Y he aquí por qué agoniza en cada uno de nosotros.

Agonía, αγωνία quiere decir lucha. Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma. Y contra la muerte. Es la jaculatoria de Santa Teresa de Jesús: “Muero porque no muero”.

Lo que voy a exponer aquí, lector, es mi agonía, mi lucha por el cristianismo, la agonía del cristianismo en mí, su muerte y su resurrección en cada momento de mi vida íntima.

El abate Loyson, Jules Théodore Loyson, escribía a su hermano el P. Jacinto el 24 de junio de 1871 1 : “Les parece aquí hasta aquellos que más te han sostenido y que no guardan prejuicios, que escribes demasiadas cartas, sobre todo en el momento en que todas las preocupaciones están absorbidas por los intereses generales. Se teme que sea ello de parte de tus enemigos una táctica para atraerte a ese terreno y anonadarte en él”.

Pues bien: en el orden religioso, y sobre todo en el orden de la religión cristiana, no cabe tratar de los grandes intereses generales religiosos, eternos, universales, sin darles un carácter personal, yo diría más bien individual. Todo cristiano, para mostrar su cristianismo, su agonía por el cristianismo, debe decir de sí mismo ecce christianus, como Pilatos dijo: “¡He aquí el Hombre!”. Debe mostrar su alma cristiana, su alma de cristiano, la que en su lucha, en su agonía del cristianismo se ha hecho. Y el fin de la vida es hacerse un alma, un alma inmortal. Un alma que es la propia obra. Porque al morir se deja un esqueleto a la tierra, un alma, una obra a la historia. Esto cuando se ha vivido, es decir, cuando se ha luchado con la vida que pasa por la vida que se queda. ¿Y la vida, qué es la vida? Más trágico aún, ¿qué es la verdad? Porque si la verdad no se define porque es ella la que define, la definidora, tampoco se define la vida.

Un materialista francés, no recuerdo ahora cuál, dijo que la vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte. Y así la definió agónica o, si se quiere, polémicamente. La vida era, pues, para él, la lucha, la agonía. Contra la muerte y también contra la verdad, contra la verdad de la muerte.

Se habla de struggle for life, de lucha por la vida; pero esta lucha por la vida es la vida misma, la life, y es a la vez la lucha misma, la struggle.

Y es cosa de meditar que la leyenda bíblica, la del Génesis, dice que la muerte se introdujo en el mundo por el pecado de nuestros primeros padres, porque quisieron ser como dioses; esto es, inmortales, sabedores de la ciencia del bien y del mal, de la ciencia que da la inmortalidad. Y luego, según la misma leyenda, la primera muerte fué una muerte violenta, un asesinato, el de Abel por su hermano Caín. Y un fratricidio.

Son muchos los que se preguntan cómo suelen morir las fieras —leones, tigres, panteras, hipopótamos, etc.— en las selvas o los desiertos en que viven; si son muertos por otros o mueren de eso que se llama muerte natural, acostándose en un rincón a morir solos y en soledad, como los más grandes santos. Y como ha muerto, sin duda, el más grande santo de todos los santos, el santo desconocido —primeramente— para sí mismo. El cual acaso nació ya muerto.

La vida es lucha, y la solidaridad para la vida es lucha y se hace en la lucha. No me cansaré de repetir que lo que más nos une a los hombres unos con otros son nuestras discordias. Y lo que más le une a cada uno consigo mismo, lo que hace la unidad íntima de nuestra vida, son nuestras discordias íntimas, las contradicciones interiores de nuestras discordias. Sólo se pone uno en paz consigo mismo, como Don Quijote, para morir.

Y si esto es la vida física o corporal, la vida psíquica o espiritual es, a su vez, una lucha contra el eterno olvido. Y contra la historia. Porque la historia, que es el pensamiento de Dios en la tierra de los hombres, carece de última finalidad humana, camina al olvido, a la inconciencia. Y todo el esfuerzo del hombre es dar finalidad humana a la historia, finalidad sobrehumana, que diría Nietzsche, que fué el gran soñador del absurdo: el cristianismo social.

II

LA AGONÍA

La agonía es, pues, lucha. Y el Cristo vino a traernos agonía, lucha y no paz. Nos lo dijo él mismo: “No penséis que vine a meter paz en la tierra; no vine a meter paz, sino espada. Vine a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la novia de su suegra, y enemigos del hombre los de su casa”. (Mat., X, 34-37). Se acordaba de que los suyos, los de su casa, su madre y sus hermanos, le tomaron por loco, que estaba fuera de sí, enajenado, y fueron a recogerle (Marc., III, 21). Y otra vez: “Vine a meter fuego en la tierra, ¿y qué he de querer si ya prendió? . . . ¿Creéis que he venido a dar paz a la tierra? No, os lo digo, sino división; desde ahora serán cinco divididos en una sola casa; tres contra dos y dos contra tres se dividirán; el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la hija contra la madre y la madre contra la hija, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra”. (Luc., XII, 49 - 54).

“¿Y la paz?”, se nos dirá. Porque se puede reproducir otros tantos pasajes y aun más y más explícitos, en que se nos habla de paz en el Evangelio. Pero es que esa paz se da en la guerra y la guerra se da en la paz. Y esto es la agonía.

Alguien podrá decir que la paz es la vida —o la muerte— y que la guerra es la muerte —o la paz—, pues es casi indiferente asimilarlas a una o a otra, respectivamente, y que la paz en la guerra — o la guerra en la paz— es la vida en la muerte, la vida de la muerte y la muerte de la vida, que es la agonía.

¿Puro conceptismo? Conceptismo es San Pablo, y San Agustín, y Pascal. La lógica de la pasión es una lógica conceptista, polémica y agónica. Y los Evangelios están henchidos de paradojas, de huesos que queman.

Y así como el cristianismo, está siempre agonizando el Cristo 2 .

Terriblemente trágicos son nuestros crucifijos, nuestros Cristos españoles. Es el culto a Cristo agonizante, no muerto. El Cristo muerto, hecho ya tierra, hecho paz, el Cristo muerto enterrado por otros muertos, es el del Santo Entierro, es el Cristo yacente en su sepulcro; pero el Cristo al que se adora en la cruz es el Cristo agonizante, el que clama consummatum est! Y a este Cristo, al de “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mat., XXVII, 46), es al que rinden culto los creyentes agónicos. Entre los que se cuentan muchos que creen no dudar, que creen que creen.

El modo de vivir, de luchar, de luchar por la vida y vivir de la lucha, de la fe, es dudar. Ya lo hemos dicho en otra nuestra obra, recordando aquel pasaje evangélico que dice: “¡Creo, socorre a mi incredulidad!” (Marc., IX, 24). Fe que no duda es fe muerta.

¿Y qué es dudar? Dubitare contiene la misma raíz, la del numeral duo, dos, que duellum, lucha. La duda, más la pascaliana, la duda agónica o polémica, que no la cartesiana o duda metódica, la duda de vida —vida es lucha—, y no de camino — método es camino—, supone la dualidad del combate.