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Varios autores

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Beschreibung

Izanami e Izanagi, dos jóvenes deidades prometidas en matrimonio desde su nacimiento, reciben la misión de abandonar el reino celestial de Takamagahara, el único lugar que han conocido, y descender al océano primordial para crear un nuevo mundo. De su titánico esfuerzo nacerá la Gran Tierra de las Ocho Islas, un lugar donde conviven en equilibrio dioses, hombres y espíritus. Durante esta tarea monumental, Izanami e Izanagi tendrán que lidiar con los sentimientos encontrados que experimentan el uno por el otro, y asumir que la destrucción y la muerte son el reverso necesario de la creación y la vida.

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Seitenzahl: 151

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Personajes principales

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Galería de escenas

Historia y cultura de Japón

Los mitos japoneses

Notas

PERSONAJES PRINCIPALES

AME NO MINAKA-NUSHI — también conocido como «Señor del Centro Sagrado del Cielo», es la primera deidad en surgir espontáneamente del caos primitivo y habitar el Takamagahara, la morada de los dioses. Con Takami Musubi y Kami Musubi forma una trinidad llamada Zōka Sanshin, «las tres potencias primigenias». Es considerado la raíz del universo y el principio engendrador de todas las cosas.

TAKAMI MUSUBI — una de las tres potencias primige nias que surgió en el Takamagahara después de Ame no Minaka-nushi. Es el opuesto a Kami Musubi y mentor de Izanagi.

KAMI MUSUBI — deidad opuesta a Takami Musubi y parte de las potencias primigenias que habitan en el Takamagahara. Es la mentora de Izanami.

IZANAGI — deidad masculina nacida de las generaciones divinas que surgieron después de las tres deidades primigenias. Ame no Minaka-nushi le encarga descender a las regiones inferiores y crear un mundo nuevo junto a Izanami, su esposa.

IZANAMI — deidad femenina, esposa de Izanagi, que, como este, recibe el encargo de la creación de un mundo nuevo.

KAGUTSUCHI — dios del fuego, el último de los kami engendrado por Izanagi e Izanami.

SHIKOME — seres del inframundo que tienen el aspecto de ancianas feas y decrépitas.

EL PODER DE LA VIDA Y DE LA LUZ

ubo un tiempo antes del propio tiempo en que no había nada. Un principio anterior a todo lo demás en que no existía la fuerza vital ni la forma ni el movimiento. No existía nada que pudiera ser distinguido y llamado por su nombre ni nadie que lo nombrara. Tan solo una oscuridad sin límite y un silencio insondable.

Así fue durante eras de magnitud inconcebible, hasta que un suspiro de vida conmovió esa quietud. Era un anhelo íntimo, una poderosa voluntad de ser que, como ondas apenas perceptibles en la faz de un estanque, pugnaba por ser liberada. Una muda exhalación que logró estremecer la nada hasta quebrarla con un diminuto resplandor. Ese destello floreció y se convirtió en un fidilamento luminoso. Impulsado por una fuerza creadora cada vez más vigorosa, fue creciendo al tiempo que su luz hendía la tiniebla y la separaba en dos partes, la luz arriba, la oscuridad abajo. La creación se alumbraba a sí misma con el murmullo del viento que agita los juncos. Desprendiéndose del tronco luminoso como las semillas de un bambú, da de rutilantes partículas en danza frenética fue originando las formas más sencillas. La luminosidad más pura y poderosa ascendió hasta moldear una llanura elevada sobre todo lo demás, un altiplano sobre el cualbrotó una pradera de luz sublime, y en ella, los primeros dioses, sus retoños.

En primer lugar, Ame no Minaka-nushi, Señor del Centro Sagrado del Cielo, tan esplendente que la sola visión de su rostro cegaba a cualquier otra criatura. Tras él, sus deidades hermanas, Takami Musubi y Kami Musubi, fuerzas opuestas pero complementarias, que, sin embargo, carecían de género, no eran ni él ni ella, sino ambas cosas a la vez. Uno era un principio de luz, el poder creador del cielo, y el otro un principio de sombra, el poder creador de la tierra. Su concordia contenía la potencia de la vida. Y nada más acceder a la forma, los dos desplegaron su prodigiosa capacidad generadora para completar la creación, pues la vida busca siempre llenar todos los espacios. Así surgieron el firmamento, el sol, las nubes y las estrellas. Siempre bajo la atenta supervisión de Ame no Minaka-nushi, pues era el primer nacido, el único capaz de introducir el orden en aquella explosión de existencia.

Ayudándose de Ame no Nuboko, la Lanza Celestial que creó como concentración de su propio poder, el primogénito de los dioses pugnaba con denuedo para pulir y modular lo que sus hermanos generaban sin ser capaces de contenerse. A todo le asignaba un lugar, velando porque el equilibrio y la armonía se impusieran al caos. Sabía que si el desorden degradaba lo creado cuando aún era frágil podía suceder que regresara prematuramente a la nada informe de la que procedía. El orden lo era todo.

Con el fin de consolidar la creación, dividió la noche y el día, separando la luz de las tinieblas con el filo de la prodigiosa lanza, y fijó las leyes del cambio y del crecimiento. Estableció la sucesión de las estaciones y afianzó el ciclo eterno de las variadas formas de vida con las cuales Takami Musubi y Kami Musubi estaban poblando el Takamagahara, el nombre con que bautizaron a la Alta Llanura del Cielo. Muy pronto, el Takamagahara se convirtió en el hogar no solo de las tres potencias primigenias, las Zōka Sanshin, sino también de las nuevas deidades que se originaron a partir de ellas. De este modo, y con la ayuda de los nuevos amatsukami —los kami1 del celeste altiplano—, la creación cogió nuevo impulso y arraigó definitivamente, para gran satisfacción del primero de los dioses.

El agua, el aire, el fuego y el lodo fueron mezclados y maleados sabiamente por los kami para formar montañas y valles, irrigados a su vez por torrentes, cascadas, ríos y lagos, mientras las altas llanuras se alfombraban, cubiertas de hierba y flores, y se convertían en vastas praderas, tan extensas que la vista no alcanzaba a divisar sus confines. Por doquier, las plantas se multiplicaban y los sauces se inclinaban sobre las riberas de ríos cuyas aguas corrían puras y cristalinas.

Una fina capa de rocío lo cubría todo en aquella gran mañana inaugural, purificando los contornos de las formas recién esculpidas y haciéndolas resplandecer bajo la luz del sol. Al contemplar su reflejo iridiscente, ni siquiera Takami y Kami pudieron contener la emoción, tal era la belleza de lo que habían contribuido a crear. Todo florecía ordenadamente. Primero lo hacía el ciruelo y después el sakura,2 cuyas flores anunciaban la llegada de la primavera. El canto del cuclillo pregonaba a su vez el verano, y el color cobrizo de las hojas y su caída, el otoño; al igual que los primeros y delicados copos de nieve anunciaban puntualmente la venida del invierno.

—Es el equilibrio, y no la fuerza, lo que vertebra la existencia y garantiza su renovación perpetua —escucharon las dos deidades musubi decir a su hermano mayor, y su voz resonó en su interior como si fuera un coro—. No existencia y existencia son uno y lo mismo en su origen. Solo se separan cuando se manifiestan, y solo el orden y la adecuada jerarquía de los elementos aseguran su perdurabilidad. Acompañadme.

Con la vista pegada al suelo, pues tampoco Takami Musubi y Kami Musubi podían contemplar la radiante figura de Ame no Minaka-nushi sin ser deslumbrados, los dioses avanzaron a través de la gran pradera, conmovidos por su propia obra. Aún había tantas cosas que aguardaban ser nombradas… Mientras, a sus espaldas, el resto de los amatsukami ultimaba la construcción del gran palacio que el Señor del Centro Sagrado del Cielo había ordenado erigir en el corazón del altiplano.

Cuando las Zōka Sanshin alcanzaron los confines últimos del Takamagahara y el mayor conminó a sus hermanos a que se asomaran por su mismo borde, Takami Musubi y Kami Musubi quedaron estupefactos ante la visión que se les ofrecía.

A infinidad de brazos de distancia bajo ellos se abismaba una suerte de masa grisácea de contornos imprecisos, sacudida a intervalos por violentos espasmos que a cada tanto erizaban su superficie de algo semejante a olas de pavoroso tamaño, si bien mucho más densas que las de los océanos recién creados en las alturas. Los hermanos comprendieron que era allí abajo donde la potencia vital menos pura había ido acumulándose en un moroso descenso hasta conformar un gigantesco depósito de materia huérfana de forma y de propósito. La luz apenas lograba abrirse paso a través de ella.

Durante largo rato, Takami y Kami contemplaron en silencio aquella región inferior, aún en penumbra, y en sus rostros se dibujó una expresión de desaliento. La creación no estaba ni mucho menos concluida. Después de mirarse el uno al otro, alzaron sus ojos a la nebulosa centelleante que envolvía al Señor del Centro Sagrado del Cielo. Fue solo un instante, pues pronto hubieron de bajar la vista.

—¿Qué haremos a continuación, señor? —dijo Kami Musubi, expresando el mismo desconcierto que su divinidad complementaria no se atrevía a formular.

Ame no Minaka-nushi sonrió para sí. Conocía los corazones de sus hermanos mejor que ellos mismos y sabía cuál era la sensación que en ese momento los abrumaba. Una sensación por completo nueva para ellos y que por tanto desconocían: sencillamente estaban exhaustos. Sus energías eran inconmensurables, pero no infinitas, como tampoco lo eran las suyas por mucho que fuera el más poderoso de entre todos los seres existentes. Y aún era cuantioso lo que restaba por hacer en la región celeste antes de dar por concluida aquella parte de su tarea. El primogénito había vislumbrado que eran las generaciones venideras las que habrían de completar el estadio siguiente, si bien todavía no le había sido revelado cómo.

—Descansar —respondió afablemente Ame no Minaka-nushi—. Pues así como cada ser y cada cosa deben ocupar su lugar, así cada acto debe obrarse en el momento preciso.

Una leve brisa vespertina se levantó en ese instante e hizo aletear la rica y delicada tela del manto de Kami Musubi y, a una señal de Ame no Minaka-nushi, los dioses se volvieron para emprender el regreso al palacio en ciernes.

Frente a ellos, en la distancia, el sol comenzaba a ponerse tras las montañas recién formadas, derramando sobre la gran llanura sus postreras luces y tiñendo la inmensa pradera de azul y escarlata. La noche comenzaba a caer sobre el mundo nuevo.

El palacio de los amatsukami, construido con sólidas columnas de madera pintadas de blanco, se alzaba inmaculado igual que una garza sobre las amplias praderas del Takamagahara. Poseía varias torres menores, coronadas con unos techos inclinados rematados por elegantes aleros, y un torreón central cuyas alturas superiores se perdían entre las nubes. Allí habitaba el Señor del Centro Sagrado del Cielo.

Los días inaugurales de la creación quedaban ya lejanos. Después de toda una edad del tiempo, ese día iba a producirse un acontecimiento extraordinario. Ame no Minaka-nushi había convocado a todas las divinidades para festejar y despedir a los dos más jóvenes de entre ellos, quienes habrían de partir al día siguiente con la más importante misión desde que los primeros kami llegaran al mundo. Aquellos dos jóvenes en quienes residía tanta esperanza respondían al nombre de Izanagi e Izanami, y habían sido formados por los mejores maestros, Takami Musubi y Kami Musubi respectivamente.

Tras el banquete se hizo un profundo silencio en los jardines. Los músicos tomaron entonces sus instrumentos y se dispusieron a tocar. Ninguno de los amatsukami había faltado a la cita. Tampoco otros dioses menores ni la legión de sirvientes —tan numerosos como discretos— que los acompañaban. Sobre todos ellos, los altos torreones de la morada celeste ascendían en la noche estrellada. En el aire fresco y puro se respiraban ya la promesa de la primavera y su inminente llegada.

El propio Ame no Minaka-nushi presidía la reunión nocturna sobre una palestra elevada, si bien oculto, como acostumbraba desde los tiempos en que se instalara en el palacio, por cuatro biombos en cuyos paneles figuraban delicadamente representadas con diferentes motivos las cuatro estaciones del año.3 Más abajo, a su diestra, Kami Musubi apretaba con fuerza su abanico plegado, disimulando apenas la tensión que le embargaba.

Durante las últimas semanas, sentía la divinidad, los acontecimientos se habían precipitado de manera vertiginosa, escapando a su control de un modo al que no estaba acostumbrada. Hacía menos de un mes que el Señor del Centro Sagrado del Cielo le había convocado a su presencia junto a Takami Musubi para hacerles un anuncio que los había pillado por sorpresa. Los dos se habían encontrado un día en los aposentos de Ame no Minaka-nushi, delante del biombo que lo ocultaba ocupando el centro de la estancia, y se habían arrodillado sobre el confortable tapiz de tejido acolchado, hecho con materia vegetal, que revestía el piso.

«Ha llegado el momento de completar nuestra tarea y de extender nuestros dominios más allá de la Alta Pradera», les había dicho.

Los dos hermanos menores habían enmudecido al principio. Habían entendido de sobra lo que aquellas palabras significaban y solo entonces se percataron de hasta qué punto habían relegado al olvido la existencia de las regiones inferiores que una vez les había sido dado contemplar. Atareados, como el resto de los kami, en el perfeccionamiento de la región celeste, habían dado la espalda a todo lo que se extendía fuera de sus confines, los cuales ni siquiera habían vuelto a hollar desde los primeros días de la creación.

Así, durante largo tiempo habían seguido invirtiendo su formidable energía en la generación de nuevas y variadas formas de vida, enriqueciendo la flora y la fauna del Altiplano del Cielo y limando con esmero hasta la más minúscula imperfección para lograr una armonía y una belleza perfectas. Después, completada esa tarea, Ame no Minaka-nushi les había asignado una nueva: la educación de Izanami e Izanagi, las deidades más jóvenes del Takamagahara. La bella Izanami había sido puesta bajo la tutela de la deidad Kami Musubi, y el valiente Izanagi se puso al cargo de la potencia Takami Musubi.

Izanami e Izanagi pertenecían a la generación de dioses destinados a emparejarse con su contraparte. Los principios del orden de la creación exigían que algunas deidades vivieran en perfecta soledad mientras que otras necesitaban unirse en parejas de género distinto. De las varias parejas de dioses masculinos y femeninos, la única que restaba por consumarse era la de los dos jóvenes. Y en el Takamagahara había ya quienes comenzaban a preguntarse a qué esperaba el señor de los dioses para ordenar su consumación.

«¿Puedo saber a quién has decidido encomendar una labor tan importante?», había demandado Kami Musubi, si bien intuía la respuesta.

«Tal es la razón por la que os he hecho venir», resonó la poderosa voz, semejante a una multitud de ellas, tras los paneles que atemperaban el resplandor. «Se trata, como bien intuyes, de vuestros pupilos».

Frente al biombo, Kami y Takami tornaron a guardar silencio. Aunque no se miraron, el rostro de ambos se estremeció perceptiblemente. Por más que siempre hubieran sabido que había de llegar el momento en que sus protegidos volaran libres, sabían que este iba a ser un viaje sin retorno.

«¿Están suficientemente preparados, mi señor? Tal vez son demasiado jóvenes todavía», había replicado la deidad Kami Musubi, y a su lado, ahora sí, su hermano Takami había vuelto su rostro para fulminarla con la mirada, reprochándole sin palabras su osadía por cuestionar el dictamen del Señor del Centro Sagrado del Cielo. Este, no obstante, respondió sin irritación, o si la sintió no la dejó traslucir.

«En absoluto, negó Ame no Minaka-nushi. Su juventud los hace fuertes y vigorosos. Y han contado con los mejores maestros. Florecen mientras que nuestra luz declina. Tarde o temprano a nosotros nos espera un retiro silencioso, mientras que a ellos les queda por delante la tarea para la que han nacido, su destino».

Aún bajo la severa mirada de Takami y sin atreverse a hablar de nuevo, Kami se había revuelto sobre el suelo revestido. ¿Desde cuándo sabía Ame no Minaka-nushi que tal era el destino de sus pupilos? ¿Se lo había ocultado durante todo ese tiempo? Y si tal era el caso, ¿por qué?

Capaz de penetrar en sus pensamientos, como en los del resto de los kami, el primero de los dioses había querido explicar su decisión. A continuación les refirió el sueño que le había revelado lo que había de acontecer. En él, les dijo, se le habían aparecido las inhóspitas regiones inferiores, todavía sumidas en el desorden primigenio. Seguidamente, sin embargo, había visto como de aquel mar de miseria afloraba una sucesión de islas hasta un número de ocho, pobladas al principio por una pareja de kami que, tras haberlas ordenado, se multiplicaban sin descanso, originando un nuevo reino de lo existente; más impuro, más imperfecto, pero igualmente vivo. Por último, le había sido dado ver también como aparecía en aquella tierra una nueva raza de seres, descendientes de los propios dioses, pero perecederos, destinados a vivir en armonía con los kami y con la naturaleza que les precedía, conformando con ellos una tríada indisoluble. Al despertar, Ame no Minaka-nushi no albergaba duda alguna sobre la identidad de aquellos dos kami y de que la hora de acometer la grandiosa labor había llegado.

Tras escuchar la historia, el dios Takami había inclinado la cabeza con humildad, en señal de agradecimiento por el saber que su señor había compartido con ellos. No así Kami, pues el relato no esclarecía cuándo se había producido la revelación y por cuánto tiempo había decidido ocultársela.

«¿Cuándo deseas que partan?», se había limitado a preguntar la deidad, sin atreverse a formular más reservas.

«Falta ya muy poco para que llegue la primavera. Esperaremos a que se deshagan las nieves y marcharán con la nueva estación», había respondido Ame no Minaka-nushi.

Aquel día, tras abandonar los aposentos del primero de los dioses, Kami y Takami se habían separado sin apenas intercambiar palabra. Así era desde hacía ya largo tiempo. La unión de la que en un principio habían hecho gala había ido dejando paso a una distante frialdad.

Lejos de acercarlos, sus paralelas responsabilidades como tutores de Izanami y de Izanagi habían contribuido a ese distanciamiento. Ambos discrepaban de la instrucción que impartía el otro a su pupilo y de la metodología que empleaba, más aún sabiendo que los dos estaban llamados a emparejarse un día. Kami consideraba excesiva la rigidez con que su hermano había educado al joven Izanagi, un rigor físico y mental tan implacable que, a su juicio, privaba al discípulo del contacto con una parte de sí mismo crucial para el desarrollo de una personalidad armónica y equilibrada. Takami deploraba a su vez la flexibilidad y la permisividad de que gozaba Izanami. Lo que él tenía por actitudes censurables y salidas de tono de la muchacha solo podía deberse, a su parecer, a la falta de disciplina con la que había sido educada.