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Desde pequeña, Tomoe ha mostrado un carácter enérgico, al que, sin duda, ha contribuido la rivalidad que siempre ha mantenido con su hermano de leche, el engreído, pero valeroso Yoshinaka. Siendo adolescentes, las riñas entre ambos solían dirimirse ejercitándose en el dominio de las armas. Algo que ha ido forjando en ella a una guerrera en ciernes. Pasa el tiempo y la otrora niña Tomoe ha alcanzado un logro insólito: convertirse en la primera mujer samurái. Una condición que tendrá la oportunidad de demostrar con creces en un Japón feudal azotado por la sangrienta guerra civil que enfrenta a los clanes Taira y Minamoto.
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Seitenzahl: 161
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
Personajes principales
Capítulo 1
Tiempos convulsos
Capítulo 2
La llamada del destino
Capítulo 3
El espíritu del samurái
Capítulo 4
El precio de la victoria
Capítulo 5
Una nueva era de sangre
Galería de escenas
Historia y cultura de Japón
Notas
© 2023 RBA Coleccionables, S.A.U.
© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.
© Cecilia Palau por «La primera samurái»
© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón
© Diego Olmos por las ilustraciones
Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez
Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes
Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos
Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio
Diseño de interior: Luz de la Mora
Realización: Editec Ediciones
Fotografía de interior: Alamy: Jean-Pierre Dalbéra/ Wikimedia Commons: 104; The Japanese book The Prince Shōtoku exhibition/Wikimedia Commons: 108; Iwasa Matabee/ Wikimedia Commons: 110; Tsukioka Yoshitoshi/Wikimedia Commons: 112; Utagawa Kunisada/Wikimedia Commons: 115; Hishikawa Moronobu/Wikimedia Commons: 117
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: marzo de 2025
REF.: OBDO589
ISBN: 978-84-1098-483-7
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
TOMOE — primera mujer guerrera de la historia de Japón y samurái del clan Nakahara. Lucha del lado del clan Minamoto en el marco de las guerras Genpei junto al prestigioso general Minamoto no Yoshinaka.
MINAMOTO NO YOSHINAKA — uno de los principales samuráis del clan Minamoto. Al quedar huérfano siendo apenas un bebé, pasa a cargo de la familia Nakahara. Durante las guerras Genpei se desempeña como uno de los principales líderes de su clan. Es el hermano de leche de Tomoe.
MINAMOTO NO YOSHIKATA — padre de Minamoto no Yoshinaka, que es asesinado por su sobrino, Minamoto no Yoshihira, a raíz de una contienda surgida dentro del clan.
MINAMOTO NO YOSHIHIRA — sobrino de Minamoto no Yoshikata, a quien asesina, generando un cisma dentro del clan. En el futuro, Yoshinaka no podrá dejar de considerar a Yoritomo, el hermano de Yoshihira, su rival, en cuanto que su hermano asesinó a su padre.
NAKAHARA NO KANETŌ — jefe del clan samurái Nakahara, en la provincia de Shinano, y padre de Tomoe. Es también el padre adoptivo de Minamoto no Yoshinaka.
GOSHIRAKAWA — emperador retirado y padre del príncipe Mochihito. De personalidad ambiciosa, se esfuerza por mantener el poder tras haber dejado el trono, pero pronto se ve opacado por el autoritario Taira no Kiyomori.
TAIRA NO KIYOMORI — jefe de los Taira y consumado líder, es el hombre que gobierna de facto Japón. Posee más poder que el propio emperador, y sus abusos, así como su comportamiento tiránico, van a originar las denominadas guerras Genpei.
MOCHIHITO — segundo de los hijos de Goshirakawa y responsable del inicio de las guerras Genpei al hacer un llamamiento a los clanes de Japón, incluidos los Minamoto, a levantarse contra Taira no Kiyomori.
MINAMOTO NO YORIMASA — hombre de corte pero también valiente guerrero, es en quien se apoya el príncipe Mochihito en su candidatura por el Trono del Crisantemo y quien lo anima a organizar la rebelión.
MINAMOTO NO YORITOMO — primo hermano de Minamoto no Yoshinaka. Es el principal general de los Minamoto y aspirante a jefe del clan. Rivaliza con Yoshinaka por convertirse en el cabeza de la familia.
HŌJŌ MASAKO — esposa de Yoritomo e hija de Hōjō Tokimasa, el jefe del clan Hōjō. Es una mujer astuta y tremendamente inteligente, será la responsable de gran parte de los éxitos de su esposo.
icen los sabios que en el color variable del arbusto de shara se recuerda la ley terrenal de que todo cambia, nada perdura y la gloria encuentra siempre su fin. Sin embargo, unos pocos escogidos pueden jactarse de haber sobrevivido al inexorable principio de la caducidad de las cosas. Entre ellos destaca el nombre de una valiente guerrera, la primera mujer guerrera, la mujer que inspiró a todas aquellas otras mujeres que, en tiempos convulsos, cabalgaron hacia la batalla junto a sus maridos y murieron con una lanza en las manos. Esta es la historia de Tomoe-gozen, escogida del dios Hachiman, quien luchó a las órdenes de Minamoto no Yoshinaka durante las eras Yōwa y Juei. Capitán de tropas, hacedora de gestas, la samurái que, armada con una enorme espada y un poderoso arco, conquistó un renombre reservado a muy pocos.
≡
La noche era fría y soplaba un viento cortante que arremolinaba los copos de nieve antes de que llegaran al suelo. En la residencia del clan Nakahara, en la aldea de Imai, situada en la provincia de Shinano, un grupo de cuatro soldados hacía guardia en las atalayas. Para calentarse, los centinelas caminaban de un extremo a otro de la pequeña plataforma y golpeaban los entumecidos pies en el suelo, tratando de protegerse como podían de las gélidas corrientes de aire que bajaban de las montañas de Kiso. Era aquel un paraje remoto, de bosques profundos y pequeños campos de labranza que salpicaban el valle que se extendía al pie de la cordillera. Debido a su ubicación, y al hábil y sólido gobierno de Nakahara no Kanetō, el jefe del clan que señoreaba aquellas tierras, también era un sitio próspero, que había logrado mantenerse al margen de las disputas territoriales que habían tenido lugar entre distintos clanes en las provincias vecinas.
Tal vez por esto, porque las guardias solían ser tranquilas, los soldados se extrañaron al vislumbrar, en el camino bañado por la luna llena, una carreta tirada por un buey que avanzaba en su dirección. En el pescante iba una figura sentada. Los guardianes tenían experiencia suficiente como para juzgar de un solo golpe de vista que aquella aparición no parecía augurar ningún peligro, por insólita que pareciera en aquel momento tan avanzado de la tarde. Daba la sensación de tratarse de un mercader o un siervo que había extraviado la ruta.
La carreta se detuvo frente al portón de la fortaleza y se apeó el conductor, que resultó ser un anciano.
—¿Quién anda ahí? —gritó uno de los guardias.
—Soldados, tened clemencia y abridnos el portón, os lo ruego —contestó el viejo—. Mi señora y yo necesitamos ayuda.
—¿Dónde está tu señora? —inquirió el otro desde lo alto del torreón de vigilancia.
El hombre no contestó, pero bajo la escasa luz que arrojaba el farolillo de la carreta, los guardias pudieron ver como desde la parte de atrás, donde habitualmente se cargaban los sacos de grano o los aperos, asomaba la cabeza de una mujer joven que imploró con voz angustiosa:
—Por favor, necesito la ayuda de vuestro señor. ¡Soy la esposa de Minamoto no Yoshikata!
Al oír este nombre, los centinelas se pusieron en movimiento rápidamente, como si hubiesen recibido una orden irrevocable. Bajaron a toda prisa de las atalayas y dos de ellos alzaron y corrieron la pesada viga que atrancaba el portón, de modo que sus dos hojas se abrieron. Sin perder un instante, hicieron entrar la carreta al patio y ayudaron a la mujer a apearse. Entonces pudieron ver que llevaba un bebé en brazos, envuelto en un arrullo, y que ella iba vestida con unas ropas finas, muy poco aptas para el viaje, como si se hubiese visto obligada a abandonar su hogar a toda velocidad sin tiempo para ponerse algo más apropiado. Apenas era capaz de sostenerse en pie, y el anciano tuvo que asir al bebé.
—Rápido, despertad al señor Kanetō, os lo suplico —dijo.
No hizo falta que ninguno de los soldados se apresurara a cumplir la súplica del viejo, pues en ese momento apareció el propio Kanetō, el cual, sin mediar palabra, tomó a la mujer en brazos y la condujo al interior de su hogar. Una vez en la estancia principal, ordenó a sus hombres que avivaran el fuego del brasero, tras lo cual depositó a la joven cuidadosamente en una estera de paja, al lado de la lumbre.
—Masako, ¿qué ha ocurrido? —preguntó arrodillándose a su lado.
La mujer entreabrió los labios y empezó a sollozar. Kanetō trató de calmarla con voz serena. Era un hombre bien entrado en la cincuentena y poseía una mirada afable, que irradiaba una serena posesión de sí mismo. Su presencia y el cálido contacto de su mano lograron tranquilizar a la mujer, cuyos sollozos se fueron espaciando hasta que por fin consiguió explicarse.
—Se trata de mi esposo… No se cómo… Apenas tengo palabras para describirlo. —Se detuvo, y tras un silencio angustiante añadió—: Tu buen amigo ha sido asesinado.
El rostro de Kanetō se contrajo en un gesto de sorpresa y espanto.
—¿Cómo ha sucedido? —preguntó.
La joven sacudió la cabeza, como si pretendiera espantar los dolorosos recuerdos que debían de estar acuciándola.
—Ha sido Yoshihira…
—¿Tu sobrino? —dijo Kanetō, frunciendo el ceño.
—Atacó nuestra residencia en Ōkura —contestó ella, mientras asentía con la cabeza—. Ya sabes que hace tiempo que él y su padre volvieron su ánimo contra nosotros, pero nunca pensé que serían capaces de conspirar hasta este extremo…, de que un hermano llegara a… —En su voz volvió a aflorar el llanto y no pudo seguir.
Continuó con el relato el viejo criado, que apretaba con fuerza al pequeño contra su pecho.
—Mi señora y yo escapamos antes de que los hombres de Yoshihira pudieran ensañarse con el niño. Hemos viajado durante dos días, sin apenas descanso y sin ropa de abrigo.
—Aquí estáis a salvo —contestó Kanetō.
Pese a que se esforzaba por parecer tranquilo, Kanetō estaba cada vez más desolado. Desde los comienzos del reinado del emperador Toba, en la era Kajō,1 su familia, los Nakahara, había sido aliada de los Minamoto, uno de los clanes de la aristocracia guerrera más influyentes del país. En provincias, donde las luchas de poder tenían que ver con la gestión de los shōen —los feudos—, Kanetō había ayudado a Yoshikata, el esposo de Masako, en la expansión de sus tierras. No obstante, los Minamoto no conformaban una unidad, sino que estaban divididos en una lucha intestina por el control del clan que, durante tiempo, había mantenido enfrentado a Yoshikata con su hermano mayor, de nombre Yoshitomo. Aquella disputa se había ido recrudeciendo y los resultados estaban a la vista, patentes en aquella mujer y el niño de apenas dos años que habían escapado de puro milagro de una muerte segura a manos de su propio sobrino. Kanetō lamentaba el fatal desenlace, pero se preguntaba si sería capaz de mantener la promesa que acababa de hacerle a Masako. Se ponía en considerable peligro al acogerlos a ella y al niño. No quería arriesgarse a un conflicto con gente tan poderosa, con la que además lo ataban lazos muy provechosos.
En ese momento apareció en el umbral Senzuru, su esposa. El moño se le había desecho al dormir y su cabello, enredado y revuelto, le caía casi hasta la cintura. Sus ojos recorrieron la estancia y, al reparar en Masako, se dirigió hacia ella, se arrodilló a su lado y posó una mano en su frente.
—Estás ardiendo —le dijo.
Se levantó como una exhalación, salió al patio, recogió un puñado de nieve y la depositó dentro de un paño, que seguidamente colocó sobre la frente de Masako. A continuación, fue a buscar dos mantas gruesas y la arropó. Kanetō siguió todos los movimientos de su esposa con la mirada y no pudo sino sentir admiración por ella. Senzuru tenía el talento de responder ante las necesidades ajenas con una eficacia sorprendente, sin aspavientos, brindándose en cuerpo y alma. Ella y Masako se conocían, pues ambas familias se habían reunido en el pasado, pero en lugar de atosigar a la enferma a preguntas o abrumarla con una afectada piedad, lo único que en ese momento parecía importarle era proporcionarle alguna clase de alivio, por pequeño que fuese. Kanetō pensó que ninguno de los cuatro hombres que asistían perplejos al desarrollo de la escena, él entre ellos, hubiesen sido capaces de reaccionar con semejante presteza y claridad de pensamiento para el auxilio preciso que en verdad se necesitaba.
—Despertaré a los sirvientes y pediré que le hagan algo de comida —dijo Senzuru dirigiéndose a él.
Kanetō asintió, pero antes de que su esposa pudiese llevar a cabo lo que acababa de anunciar, el bebé, que seguía en brazos del criado, empezó a llorar. Senzuru fue a cogerlo con la intención de entregárselo a Masako para que lo amamantara. Esta negó con la cabeza y su rostro se ruborizó.
—No puedo —dijo—. No he podido alimentar a mi pequeño Komaōmaru en todo el camino. No tengo… Creo que ya no tengo…
—Tranquila —contestó Senzuru—. No te aflijas. Yo me encargaré y luego te lo traeré para que lo duermas. Ahora descansa.
Senzuru desapareció con el bebé en la estancia contigua, que hacía las veces de dormitorio. Kanetō, tras ordenar a los centinelas que volvieran a sus puestos y pedirle al anciano que cuidara de Masako, fue tras ella. Conocía muy bien a su esposa y sabía lo que esta se disponía a hacer. Senzuru se había sentado en el lecho y tenía al bebé Komaōmaru en el regazo. Junto a ella, profundamente dormida sobre la estera, estaba Tomoe. La niña había llegado al mundo hacía apenas dos meses y tenía un hermano mayor llamado Kanehira.
—No es necesario que lo hagas —dijo Kanetō—. Masako se recuperará pronto. Solo necesita descansar un poco.
Senzuru se había entreabierto la túnica y por el borde de la tela asomaba uno de sus pechos lleno de leche. Miró a su esposo con aquellos ojos francos, en los que no cabía el engaño y la doblez, y contestó:
—Esposo, el niño necesita leche. Permíteme que lo alimente. ¿Qué otra cosa podemos hacer por Masako?
Kanetō le indicó con un gesto que le concedía su permiso. Luego se sentó en el lecho frente a ella y la contempló en silencio mientras amamantaba al bebé. Se hallaban frente a una terrible encrucijada, pensó. Entregar a Masako y a su hijo al asesino de su propio tío, a Yoshihira, le parecía inconcebible, pero debía pensar en las represalias que podían abatirse sobre él y los suyos en caso de que decidiera acoger a la viuda y al niño. Yoshitomo, el hermano mayor del señor caído, se había hecho fuerte en la región de Kantō,2 un vasto territorio que lindaba con la provincia de Shinano, y bien podría barrerlos como el viento a la hojarasca si así se le antojaba.
Senzuru, como si pudiera oír sus pensamientos, dijo:
—No podemos dejarlos librados a su suerte. Dime, ¿los acogerás bajo nuestro techo?
Kanetō no contestó. En ese momento, su hija se removió y gimoteó un poco, reclamando también su ración de leche, y él la cogió en brazos para que Senzuru pudiera terminar de alimentar a Komaōmaru. La niña abrió los ojos y se lo quedó mirando con atención, como si pretendiera absorber hasta el último detalle de todo cuanto la rodeaba. Había algo en la mirada de Tomoe, se dijo Kanetō. Una especie de fuerza innata que solo esperaba a poder desatarse. La besó en la frente y sintió el espíritu más apaciguado, como si tras haberse bañado en las aguas calmas de las pupilas de la niña pudiese pensar con mayor claridad.
—La noche siempre aplica un cristal de aumento sobre nuestras preocupaciones —dijo al fin—. Mañana tomaré una resolución.
Senzuru asintió con la cabeza y acudió a sus labios una sonrisa.
—Sé que decidirás lo mejor para todos —contestó ella—. No me cabe la menor duda.
≡
La mañana era especialmente gélida, aunque los allí reunidos no podían aseverar si el agarrotamiento de sus cuerpos procedía de las corrientes frías que pasaban por puertas y ventanas o de la inquietud que mordisqueaba sus estómagos desde hacía rato. Kanetō había convocado a sus dos hermanos menores, Chūta y Kimihiko, consciente de que los acontecimientos que habían tenido lugar las últimas horas merecían un debate conjunto, pues podían acabar afectando a toda la familia. La situación se había agravado desde la noche anterior, cuando Masako había llegado desfallecida a su residencia. Ahora la mujer deliraba de fiebre y su estado era realmente preocupante. Senzuru había hecho venir al curandero de la aldea, un anciano que sabía de hierbas y brebajes, el cual no había podido hacer nada por la enferma.
—Soy de la opinión de que deberíamos dejar al bebé en manos de su tío y no inmiscuirnos en este asunto —dijo el fornido Chūta—. Durante años, los Nakahara hemos estado unidos a los Minamoto por una relación estrecha, y creo prudente no poner en riesgo este vínculo.
—Es posible que Chūta tenga razón —terció Kimihiko, con su habitual tono de voz conciliador—. El sobrino, el tal Yoshihira, tiene un carácter irascible y sin duda se dejó llevar por su desmesura al volcar su violencia sobre la madre y el niño sin mostrar el menor atisbo de piedad por los de su sangre. Tal vez su padre, Yoshitomo, se comporte de manera distinta y muestre clemencia.
Kanetō los escuchaba en silencio. Apreciaba a sus hermanos y sabía que eran hombres cabales. Su actitud precavida y los temores que manifestaban no carecían de fundamento, pues si Yoshitomo decidía reclamar al niño les resultaría difícil oponerse. Sin embargo, la lealtad que aún sentía hacia el difunto Yoshikata, al que había servido durante años, pesaba sobre sus espaldas no como un lastre, sino más bien como un influjo que lo conducía hacia una única dirección: el recto camino de la lealtad.
—Aprecio y valoro vuestra prudencia —contestó Kanetō—. No obstante, dejadme deciros qué pienso. Creo que la enemistad entre mi apreciado amigo Yoshikata y su hermano Yoshitomo, que a tan triste resultado ha derivado, no es nada comparado con lo que se avecina. Desde que el emperador Toba se retirara no ha habido paz en palacio. La corte y todo el país se hallan en un estado de desasosiego, como si avanzara por una fina capa de hielo, y los Fujiwara no pueden hacer nada al respecto. El sino de esa familia se halla en declive y solo hay dos linajes en el país que puedan intervenir en las disputas por la sucesión al trono.
Chūta y Kimihiko asintieron con la cabeza. Estaban de acuerdo con su hermano. En la capital, Kioto, brotaban conflictos y disputas continuamente. Antaño, los regentes del clan Fujiwara, la familia que había gozado del favor imperial desde tiempos remotos, hubiesen sido los encargados de decidir la sucesión al trono imperial en favor de uno de los dos aspirantes: los príncipes Sutoku y Goshirakawa, ambos hijos de Toba. Ahora, en cambio, la situación había cambiado y quienes detentaban esa potestad eran los Minamoto y los Taira, el otro gran clan del país y no menos insigne que el primero.
—Entiendo a qué te refieres, hermano —dijo Chūta—. Pero esto no resuelve el dilema en el que nos hallamos.
—Permite que acabe de explicarme —contestó Kanetō—. Yoshitomo y Yoshihira tienen otros problemas más acuciantes que el destino de este pobre niño que he acogido bajo mi techo. Pensad en la situación que atraviesa el imperio, con dos grandes clanes en tensión por el control del gobierno, los Minamoto y los Taira. Es evidente que estas dos familias están condenadas a chocar tarde o temprano: el día llegará en que no habrá más treguas y todo el imperio arderá en una gran contienda.
—Creo que no es la primera vez que hablamos de la posibilidad de una guerra como la que antaño enfrentó a los Soga contra los Mononobe —volvió a decir Chūta.