La espada sagrada Murakumo - Varios autores - E-Book

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Varios autores

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Beschreibung

Tras su desgraciada aventura en el Takamagahara, Susanoo es desterrado al Yomi, el inframundo. Allí no hay castigos físicos, pero sí una condena peor: el aislamiento eterno. ¿Cómo escapar de esa oscuridad? La diosa Izanami le ofrece una oportunidad única: regresar a la tierra y recorrer el camino hacia la redención. Pero la prueba exigirá sacrificios inimaginables y un valor sin límites. ¿Podrá Susanoo superar el desafío y recuperar su honor? Por qué te atrapará esta historia: - Una épica inmersión en la mitología japonesa. - Un héroe caído en busca de redención, lleno de giros y emociones. - Perfecta para amantes de la fantasía, la cultura oriental y las leyendas ancestrales.

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Seitenzahl: 157

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

PERSONAJES PRINCIPALES

CAPÍTULO 1

EL REINO DE LOS MUERTOS

CAPÍTULO 2

LOS GUARDIANES DEL RÍO

CAPÍTULO 3

EL PASTOR Y LA TEJEDORA

CAPÍTULO 4

SUSANOO DESENCADENADO

CAPÍTULO 5

LA CANCIÓN DE SUSANOO

GALERÍA DE ESCENAS

HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN

EL CONFUCIANISMO JAPONÉS

NOTAS

© Ana de Haro por «La espada sagrada Murakumo»

© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón

© Diego Olmos por las ilustraciones

Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez

Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Xavier Ramon i Blesa

Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos

Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio

Diseño de interior: Luz de la Mora

Realización: Editec Ediciones

Fotografía de interior: Britannica Encyclopedia/Wikimedia Commons: 100; J. M. Roberts/

Wikimedia Commons: 103; Wikimedia Commons: 107; Museo Nacional de Tokio/ Wikimedia

Commons: 113; Google Art ProjectFXD/ Wikimedia Commons: 116.

Para Argentina:

Editada, Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Av. Córdoba 950 5º Piso “A”. C.A.B.A.

Distribuye en C.A.B.Ay G.B.A.: Brihet e Hijos S.A., Agustín Magaldi 1448 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-3601. Mail: [email protected]

Distribuye en Interior: Distribuidora General de Publicaciones S.A.,

Alvarado 2118 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-9970. Mail: [email protected]

Para Chile:

Importado y distribuido por: El Mercurio S.A.P., Avenida Santa María N° 5542,

Comuna de Vitacura, Santiago, Chile

Para México:

Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V.,

Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los Pinos,

CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Fecha primera publicación en México: en trámite.

ISBN: en trámite (Obra completa)

ISBN: en trámite (Libro)

Para Perú:

Edita RBA COLECCIONABLES, S.A.U.,

Avenida Diagonal, 189. 08019 Barcelona. España.

Distribuye en Perú: PRUNI SAC RUC 20602184065

Av. Nicolás Ayllón 2925 Local 16A El Agustino. CP Lima 15022 - Perú

Tlf. (511) 441-1008. Mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025

REF.: OBDO607

ISBN: 978-84-1098-501-8

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PERSONAJES PRINCIPALES

TAKEHAYA SUSANOO NO MIKOTO kami de la tormenta y la tempestad, uno de los Tres Hijos Ilustres de Izanami e Izanagi junto con Amaterasu y Tsukuyomi. Enemistado con su familia, ha sido desterrado al Yomi por sus constantes ataques a la autoridad de su hermana.

ASHINAZUCHI Y TENAZUCHI — anciana pareja de kami terrenales. Son los guardianes del río Hii, en la región de Izumo, y padres de la joven y bella Kushinadahime.

KUSHINADAHIME — hija menor de Ashinazuchi y Tenazuchi, la única que sobrevive tras los numerosos ataques de la monstruosa Yamata no Orochi.

YAMATA NO OROCHI — descomunal criatura monstruosa de ocho cabezas. Hambrienta y voraz, despierta una vez al año y abandona su refugio en Koshi en busca de alimento.

IZANAMI — señora del Yomi, el reino de los muertos. Madre de los primeros kami que poblaron la tierra de Ashihara y de los Tres Hijos Ilustres. Antes de su muerte fue la esposa de Izanagi y la encargada, junto a su esposo, de la creación de la Gran Tierra de las Ocho Islas.

IZANAGI — esposo de Izanami y padre de los primeros kami que poblaron la tierra de Ashihara y de los Tres Hijos Ilustres. Tras culminar su tarea en Ashihara vive retirado en el Takamagahara.

AMATERASU ŌMIKAMI — diosa del Sol Naciente y Gran Señora del Centro Sagrado del Cielo. Es la primera de los Tres Hijos Ilustres, nacida del ojo izquierdo de Izanagi al purificarse de vuelta del Yomi.

TSUKUYOMI NO MIKOTO — kami de la Luna, nacido del ojo derecho de Izanagi. Es hermano de Susanoo y Amaterasu, de quien es uno de los más fieles consejeros.

EL REINO DE LOS MUERTOS

a bestia estaba hambrienta. Una acuciante sensación de avidez en la base de cada una de sus ocho gargantas la despertó. Parpadeó, aún adormilada, arrullada por la honda gelidez de las aguas. Casi sepultada en aquella descomunal gruta marina, que apenas alcanzaba a contener su inmensidad, hasta sus oídos llegaron los rumores de un mar que comenzaba a agitarse, y más allá, atravesando el oleaje, el susurro de las raíces de la isla pedregosa bajo la que se ocultaba la caverna. Quizás había llegado el momento de despertar.

Estiró sus poderosos miembros, y sintió en su escamosa piel el arañazo áspero de la piedra y la viscosidad húmeda del limo y las algas. Se esforzó por abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado. Una fatiga profunda y abrumadora empujaba cada una de sus monstruosas cabezas contra el suelo. Logró parpadear con uno de sus pares de ojos. Percibió el resplandor luminiscente de los insectos marinos que relucían en la cueva con un brillo azulado, la suave danza de las algas en torno a su cuerpo enroscado, apretado entre las estalagmitas que se clavaban en su piel. El mundo se antojaba demasiado lejano aún.

Una multitud de voluntades pugnaron en su interior. Voces graves y agudas, ávidas y profundas. «Despertemos», dijo una. «Descansemos, aún no ha llegado el momento». «Bebamos para saciar la sed y el hambre». «Todavía no, es demasiado pronto. Todavía no estamos preparadas. Durmamos, recuperemos fuerzas».

Parpadeó de nuevo. Sus ojos se cerraron. Una dulce oscuridad la envolvió, invitándola al descanso. Aún no era el momento de despertar. El recuerdo de la carne rosada y fragante, el frescor de la sangre aliviando el ardor de sus gargantas. Pronto, muy pronto.

En lo más profundo de aquella caverna sumergida, la bestia se agitó en sueños.

Entre tinieblas, la señora del Yomi contemplaba sus dominios desde las ventanas de su palacio. La tierra de los muertos, donde habitaban todos aquellos cuyo paso por el mundo de los vivos había llegado a su fin, estaba agitada. Algo había perturbado la calma habitual de sus moradores, que ahora deambulaban inquietos por los sombríos páramos y estanques plateados, como grises jirones de niebla que se retorcieran sobre sí mismos, veloces y contra el viento.

Izanami, soberana incontestable de aquel territorio, conocía el origen de aquella perturbación. Había visto el súbito resplandor, el ancho rayo de luz que, a toda velocidad, había cruzado el cielo gris del Yomi, y lo había rasgado, produciendo una oquedad, por la que fue arrojada aquella criatura, sin ceremonia ni aviso alguno. La luz se había mantenido unos instantes, como buscando captar su atención, y se había esfumado enseguida, desapareciendo sin dejar más rastro que aquella figura inconsciente en las entrañas del mundo de los muertos.

Su primera reacción había sido de ira. Nadie penetraba en el Yomi sin su permiso, desde luego nadie vivo, y por supuesto nadie salía de él. Pero Izanami sabía lo que había sucedido y por qué. También sabía que solo había una criatura en toda la existencia con autoridad y poder suficiente para permitirse violar sus dominios de aquella manera sin temer castigo o represalia alguna: su propia hija, Amaterasu Ōmikami, la diosa del Sol Naciente, la Gran Señora del Centro Sagrado del Cielo. Y solo había un ser que mereciera ser desterrado de aquella manera en el Yomi: el hermano de aquella, el ingobernable Takehaya Susanoo, dios de las tormentas y los mares embravecidos.

Izanami jamás había visto a sus hijos, aunque era su madre,1 pues cuando estos nacieron ella ya estaba muerta y era la señora del Yomi. Dejó que sus ojos, profundas esferas de obsidiana hundidas en negras cuencas, vagaran por las llanuras, aquellas por las que ella, hacía ya mucho tiempo, había caminado por primera vez, desesperada, tras su propia muerte. Como tantas otras veces la recordó sin dolor, aunque no había olvidado la causa: el alumbramiento de su hijo Kagutsuchi, el último de los nacidos durante su vida, un kami de fuego que la había abrasado por dentro. Sus primeros días en el Yomi, antes de convertirse en su señora, habían estado llenos de desesperación y añoranza por los rostros de sus otros hijos, los que había dejado atrás, y por su querido esposo. El dolor por su pérdida había sido el más intenso que jamás había experimentado. Después había comido del fruto del Yomi y el dolor había desaparecido. Seguía amándolos, lo haría siempre, pero ya no los echaba de menos. Había aceptado su destino con total naturalidad. Había descubierto la belleza del Yomi, llena de matices, de resplandores propios, desconocidos para unos ojos llenos de vida, y había creado aquel palacio majestuoso, que se alzaba, imponente, recortado en toda su honda negrura contra un cielo sin estrellas. Izanami recibía a los que llegaban, les daba a probar el fruto del Yomi, les daba la bienvenida a aquella existencia en la que el tiempo dejaba de tener sentido. Pero no sabía qué hacer con aquel hijo suyo, que aún respiraba. ¿Sería capaz de aceptar Susanoo aquella existencia plana y reposada? Lo dudaba mucho.

Una sombra retorcida se arrastró a sus pies, seguida de otras.

—Susanoo está en el bosque negro, mi señora —dijo una voz áspera, como el ruido de las ramas de un árbol seco que se rozan entre sí en una noche de tormenta.

—¿Qué ordenas que hagamos? —preguntó otra voz, semejante a la primera.

—Los espíritus hambrientos van para allá. Quizás quieran deleitarse con su carne —susurró otra, e Izanami pudo advertir su hambre y su voracidad.

—Es joven, palpitante, delicioso.

Siguió una ristra de carcajadas secas y ásperas. Izanami las dejó hacer. Conocía bien a las shikome, sus más fieles servidoras, las decrépitas ancianas del inframundo. Eran terribles a la vista, de piel escamosa y gris, con rostros pálidos, llenos de profundas arrugas y pliegues, ojos negros y opacos y enormes bocas de sonrisa impúdica y famélica. Pero eran leales, rápidas y fieles, las más fieles de sus criaturas.

—También los shinigami2 se dirigen hacia allí. Están indignados, furiosos, porque el intruso ha llegado hasta el Yomi sin que ellos le muestren el camino —dijo otra.

—Sin permiso, ha entrado sin permiso.

—¿Qué hacemos, señora? ¿Le conducimos hasta ti?

—Expúlsalo de aquí, échalo —rugió la primera—. Trae consigo el caos, el desorden, la destrucción.

—Enciérralo en la mazmorra más oscura y profunda del Yomi, y arroja lejos la llave.

—Es peligroso. Aléjalo de nosotras.

—¡Silencio! —ordenó Izanami—. No hagáis nada. —Y las shikome se agitaron a sus pies, indignadas, quejosas, pero resignadas a su voluntad. Izanami no podía negarse que sentía cierta curiosidad. Deseaba contemplar de cerca el rostro de aquel hijo suyo. Su rebeldía, su modo de agitarse y revolverse contra lo que se le mandaba hacer, le recordaban mucho a su propia juventud. La añoranza por los suyos había quedado atrás y no podía volver, pero ahora despertaba en ella algo distinto, quizás el eco lejano de aquella melancolía, el deseo de sentirla de nuevo. No podía echarlo de allí, sin más. Tampoco condenarlo a aquella existencia vacía y falta de color sin conocer, al menos, los detalles de su destierro, decidir por sí misma si aquel hijo suyo merecía tal destino—. Dejadle hacer. No le ayudéis, pero no le impidáis llegar hasta mí. —Sonrió—. Veamos de qué es capaz el indómito Susanoo.

Siguió una ristra de carcajadas secas y ásperas. Izanami las dejó hacer. Conocía biena las shikome, sus más fieles servidoras, las decrépitas ancianas del inframundo.

Susanoo abrió los ojos y advirtió que las sombras lo envolvían. Las veía reptar por sus piernas, abrazarse a su cuerpo… Se puso rápidamente en pie y con una violenta sacudida de las manos se las quitó de encima. Las sombras retrocedieron, permitiéndole mirar a su alrededor.

Se apartó de la frente sus largos cabellos, desordenados en caóticas greñas descuidadas. Sus ropajes estaban hechos girones, y su cuerpo aún estaba dolorido por la potencia del haz de luz que lo había llevado hasta allí, pero nada de eso mermaba su capacidad de alerta. Susanoo estaba preparado, listo para pelear, como siempre. Él jamás rehuía un enfrentamiento. A decir verdad, solía ser él la chispa que prendía la hoguera.

Pudo ver que se hallaba en lo que parecía un oscuro bosque de árboles retorcidos, de ramas desnudas que se alzaban, puntiagudas, hacia un cielo sin estrellas. A su alrededor revoloteaban mariposas pálidas, blanquecinas, de alas desvaídas, que con su tenue claridad permitían vislumbrar la silueta de un gran palacio que se adivinaba a lo lejos. Ese debía ser el palacio de la señora del Yomi, su madre, a la que nunca conoció. Y, entre el palacio y él, estaban las sombras. Al principio no las distinguió, sumido como estaba en la negrura, pero poco a poco sus ojos, agudos, se acostumbraron, y comenzó a percibir los matices del negro. Había sombras suaves y ásperas, sedosas y duras como la piedra, luminosas y oscuras. Algunas tenían ojos que relucían en la oscuridad. Aquí y allá advirtió pequeños resplandores rojos, azulados, amarillentos, algunos fríos y desapasionados, otros hambrientos.

—¿Qué queréis de mí? —rugió, y las sombras se encogieron—. ¡Acercaos si os atrevéis, cobardes! ¿Quién de vosotros osa enfrentarse a Takehaya Susanoo?

Una ira antigua latía en su interior, sangrante como una herida abierta, reciente. Aún brillaban en sus muñecas, rojas como flores, las marcas de las cadenas ardientes que su propia hermana, la soberbia Amaterasu, había utilizado para contenerlo, y en su rostro aún se apreciaban las huellas de las mordazas que habían cubierto sus ojos y su boca, para evitar que invocara a las fuerzas elementales que eran sus servidoras. Al recordarlo, el dolor de la reciente humillación aún palpitaba en su garganta. Su hermana, su propia hermana, lo había desterrado al Yomi, a la tierra de los muertos, y su hermano Tsukuyomi y su padre Izanagi habían aceptado su decisión sin oponerse. Ninguno de ellos había movido un dedo mientras lo humillaban, mientras le arrancaban las uñas y las barbas y las quemaban frente a él para librarlos de la impureza que brotaba de sí mismo.3 «No se permitirá nunca más tu presencia en el Takamagahara, ni se te concederá lugar para el refugio en ningún rincón de la Fértil Planicie de Juncos», había dicho Amaterasu, delante de todos los dioses que poblaban la Alta Llanura Celestial, y había hablado de la oscuridad de su corazón, de su iniquidad, de su comportamiento indigno. Ni uno solo de ellos había alzado la voz para ayudarlo. Era la última de la larga lista de humillaciones y desaires que había sufrido. Sí, Takehaya Susanoo tenía motivos para sentirse furioso, de eso estaba convencido. Y él no había podido defenderse, aprisionado como se encontraba, mientras el estruendo de los tambores ceremoniales castigaba sus oídos. Eso había sido lo peor. Si al menos hubiera podido pelear…

Las sombras permanecían al margen, indecisas, y eso solo hizo crecer la ira de Susanoo. ¿Quiénes eran ellas para mirarlo así, de forma tan descarada? ¿Era ese el respeto que mostraban al hijo de su señora? Porque si el destierro era ultrajante, había un pequeño poso de triunfo en Susanoo. Estaba donde deseaba estar. No en vano, el Yomi era el hogar de su madre, el reino de Izanami, a la que jamás había visto, pero a la que llevaba echando de menos toda su vida. Quizás ese era el problema: ella no había estado allí para defenderlo de las humillaciones.

No recordaba ya cuándo había empezado a sufrirlas, pero había sido muy pronto. Siempre se había sentido el último, el menos querido por Izanagi, su padre, menos que Tsukuyomi, que recibía su cariño, y que Amaterasu, que recibía sus elogios. Él recibía las riñas, las amonestaciones. Mientras los poderes de sus hermanos eran alimentados, los suyos eran contenidos. No era culpa suya que su potencial se viera abocado a la destrucción. No en vano, el suyo era el don de la tormenta y la tempestad, y la tormenta destruye, arrasa con todo lo que encuentra. No podía evitar ser quien era. Pero había podido soportarlo todo, hasta aquel instante aborrecido en el que su padre había decidido que sería su hermana, Amaterasu, la que gobernaría los cielos, la señora del Sol. A su hermano Tsukuyomi, kami de la Luna, le había otorgado el dominio del cielo nocturno. Y él, Susanoo, se había quedado sin nada, atado a la tierra de Ashihara, que ya era suya por derecho propio. No era justo, nunca lo había sido. Lo único que él había intentado, desde aquel momento, era recuperar lo que le correspondía.

Una sombra, más audaz que las demás, se le acercó. Susanoo le lanzó una mirada fiera. Percibió entonces un susurro a sus espaldas, y se giró deprisa. La sombra que halló frente a sí creció entonces hasta el cielo, oscureciendo aún más el espacio que lo rodeaba, bloqueando cualquier fuente de luz y haciéndolo caer. En el suelo, buscó instintivamente su tsurugi, pero no la encontró. Estaba desarmado. Enfurecido, se puso de nuevo en pie, e invocó a la tormenta, que le servía, para que se desplegara sobre aquellas criaturas envanecidas, pero nada sucedió.

Sin mediar provocación, Susanoo se abalanzó sobre las sombras que se agolpaban en torno a él, y entonces se arrojaron sobre su cuerpo y trataron de aferrarlo. Contra ellas descargó su ira contenida, la furia contra su hermana, su padre, contra el mundo entero. Con sus propias manos arrancó brazos y piernas hechos de materia inasible, alas y cuernos cercenados caían a su alrededor como una sustancia pringosa, golpeó cuerpos inmateriales y rostros con la consistencia del aire. Pero aún estaba malherido, cansado. Algo sujetó sus brazos, sus piernas, su cuello. Trataban de contenerlo, de hacerle caer. Susanoo no estaba dispuesto.

Haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, intentó unir sus manos, luchando contra la resistencia del aire, que parecía una sustancia densa, dura y gomosa, difícil de manipular. Todo en el Yomi se le resistía. Los restos que aún persistían de su poder en aquella tierra yerma se concentraron en su cuerpo, sus ojos se iluminaron con un brillo intenso y blanco, tan luminoso que veló sus pupilas. Con un rugido, logró asestar una fuerte palmada, y al instante de entre sus dedos brotó un intenso resplandor, un relámpago azulado que provocó una onda expansiva y derribó a todas las criaturas que lo acosaban, destruyendo al mismo tiempo los árboles negros y retorcidos, desintegrándolos al instante.