La reina de las ninja - Varios autores - E-Book

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Varios autores

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Beschreibung

Tras la muerte de su esposo en la cuarta batalla de Kawanakajima, Chiyome se dirige al castillo de Takeda Shingen, su protector y tío del difunto. Con el corazón lleno de incertidumbre, se pregunta qué destino le aguarda. La respuesta llega pronto… y de la forma más inesperada. En medio de una compleja red de intrigas políticas, Chiyome se verá envuelta, junto a un grupo de valientes compañeras, en una misión tan peligrosa como decisiva. ¿Será capaz de sobrevivir y cumplir con su deber? Por qué te encantará esta historia: - Intriga, acción y valentía en el Japón feudal. - Una protagonista fuerte en una trama llena de giros inesperados. - Perfecta para amantes de la novela histórica, la cultura japonesa y las conspiraciones palaciegas.

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Seitenzahl: 158

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

PERSONAJES PRINCIPALES

CAPÍTULO 1

LAS HERIDAS DE LA BATALLA

CAPÍTULO 2

EL TEMPLO ABANDONADO

CAPÍTULO 3

EL ROBO DE LAS DOS BOLAS DE ARROZ

CAPÍTULO 4

LA HORA DE LOS TRAIDORES

CAPÍTULO 5

LA VERDAD DESVELADA

GALERÍA DE ESCENAS

HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN

MONOGATARI, LA PASIÓN POR NARRAR HISTORIAS

NOTAS

© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.

© Ignacio Gonzalez por «La reina de las Ninja»

© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón

© Tenllado Studio por las ilustraciones

Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez

Asesoría histórica: Xavier De Ramon i Blesa

Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos

Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio

Diseño de interior: Luz de la Mora

Realización: Editec Ediciones

Fotografía de interior: Utagawa Kunisada/Wikimedia Commons: 104; The Metropolitan

Museum of Art/Wikimedia Commons: 108; Wikimedia Commons: 111; Katsukawa Shunshō/

Wikimedia Commons: 115.

Para Argentina:

Editada, Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Av. Córdoba 950 5º Piso “A”. C.A.B.A.

Distribuye en C.A.B.Ay G.B.A.: Brihet e Hijos S.A., Agustín Magaldi 1448 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-3601. Mail: [email protected]

Distribuye en Interior: Distribuidora General de Publicaciones S.A.,

Alvarado 2118 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-9970. Mail: [email protected]

Para Chile:

Importado y distribuido por: El Mercurio S.A.P., Avenida Santa María N° 5542,

Comuna de Vitacura, Santiago, Chile

Para México:

Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V.,

Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los Pinos,

CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Fecha primera publicación en México: en trámite.

ISBN: en trámite (Obra completa)

ISBN: en trámite (Libro)

Para Perú:

Edita RBA COLECCIONABLES, S.A.U.,

Avenida Diagonal, 189. 08019 Barcelona. España.

Distribuye en Perú: PRUNI SAC RUC 20602184065

Av. Nicolás Ayllón 2925 Local 16A El Agustino. CP Lima 15022 - Perú

Tlf. (511) 441-1008. Mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025

REF.: OBDO608

ISBN: 978-84-1098-502-5

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PERSONAJES PRINCIPALES

CHIYOME — líder de las kunoichi o mujeres ninja al servicio de Takeda Shingen. Mujer de enorme cultura y viuda de un samurái de Shinano, recibe el encargo de reclutar y formar jóvenes para entrenarlas en el arte de la infiltración.

TAKEDA SHINGEN — conocido también como el Tigre de Kai, es el daimio de Shinano y de Kai, además de uno de los señores de la guerra que luchan por el control de Japón.

YAMAGATA MASAKAGE — samurái al servicio de Shingen y uno de los generales más destacados del clan Takeda.

OBU TORAMASA — samurái bajo las órdenes del clan Takeda. Es el hermano de Masakage y antiguo tutor del hijo mayor de Shingen.

TAKEDA YOSHINOBU — primogénito de Shingen. Es enviado a la provincia de Suruga cuando todavía es muy joven, en virtud de un acuerdo matrimonial una de las hijas de Imagawa Yoshimoto, el daimio de Suruga.

ONAMI —kunoichi al servicio de Takeda. Es una de las mejores pupilas de Chiyome y llevará a cabo dos importantes misiones.

>REISHŌIN — esposa de Yoshinobu e hija de Imagawa Yoshimoto, el difunto daimio de Suruga. Mujer devota, acoge a Onami en su casa creyendo que es una monja.

BABA NOBUHARU — uno de los principales generales de Shingen. Hombre de gran astucia y héroe de guerra, colabora con Chiyome en la instrucción de la kunoichi.

LAS HERIDAS DE LA BATALLA

ras el agotador viaje a través de montes y valles, vislumbrar la ciudad de Kōfu, en la húmeda cuenca de Kai, supuso para Chiyome todo un alivio. El inevitable zarandeo del palanquín en el que viajaba la había dejado exhausta, no porque fuera débil o renegara, como tantas damas nobles, de todo lo que no fueran lujos y comodidades, sino porque su espíritu se hallaba quebrantado. Desde que había abandonado Shinano, dos días atrás, las lágrimas no habían dejado de correr por sus mejillas a causa de una impotencia inconsolable.

Desde el interior del palanquín, Chiyome ordenó a sus porteadores que se detuvieran. Estos se apresuraron a cumplir la orden y se agacharon para dejar la litera en el suelo. El resto de la comitiva, formada por las damas de compañía, la servidumbre y algunos samuráis, frenó también la marcha. Chiyome descendió e inspiró una honda bocanada de aire fresco. Comenzaba el verano y en las tierras bajas podía escucharse el chirrido de las cigarras.

—Señora, pronto oscurecerá y es mejor que lleguemos al castillo de los Takeda antes de que nos sorprenda la noche —dijo uno de los hombres armados que la acompañaban.

Chiyome hizo un vago gesto con la mano, indicando que sería cosa de un momento. Necesitaba estar un poco a solas antes de reemprender el camino y abrazar su nuevo destino. Se calzó las sandalias de paja, que una de sus damas había dejado presurosa junto al palanquín, y se apartó del camino para dirigirse hacia una pequeña loma desde la cual, pensó, tendría unas mejores vistas.

—Quedaos aquí —ordenó a sus hombres—. Ahora vuelvo.

Sin esperar respuesta, Chiyome se dirigió con pasos decididos a la loma y comenzó a subirla, sujetándose los bajos de su discreto mofuku,1 propio de una viuda reciente. A sus espaldas, los miembros de su comitiva intercambiaron miradas de perplejidad, pero sin atreverse a contradecirla, pues eran conscientes del dolor que la embargaba. De hecho, no había ningún integrante de aquel grupo que no llorara también por dentro la muerte de Mochizuki Moritoki, señor del castillo de los Mochizuki y esposo de Chiyome, fallecido un mes atrás.

Al coronar la loma se detuvo y, desde esa posición privilegiada, contempló cómo el sol comenzaba a declinar, perfilando los largos tejados de Kōfu con destellos anaranjados. Una construcción destacaba por encima de las demás: los altos y robustos muros de la fortaleza de Takeda Shingen, su nuevo hogar. Cerró un instante los ojos y su joven y fresco rostro se tensó.

Chiyome ignoraba qué suerte le esperaba en aquel lugar. El poderoso señor de la provincia de Kai, Takeda Shingen, tío de su marido, se había ofrecido a acogerla y a cuidar de ella tras la muerte de Moritoki. No era un gesto extraño. La tradición dictaba que las viudas debían quedar a cargo de su familia política, pero Chiyome sospechaba que Shingen, además, se sentía particularmente forzado a brindarle cobijo después de que Moritoki entregara la vida por él. «Tanta sangre derramada para qué», murmuró para sus adentros.

El rumor de unos pasos a sus espaldas la hizo volver. Era Kosode, una de sus damas de compañía, la más cercana y la que gozaba de su plena confianza, hasta el punto de atreverse a interrumpir sus pensamientos. Ambas se habían criado juntas en Koga, la región de la cual procedía Chiyome.

—Señora, los hombres están inquietos —dijo la muchacha—. Dicen que no podemos arriesgarnos a que nos sorprenda la noche aquí.

—Dudo que pueda pasarnos nada malo en las tierras del Tigre de Kai —dijo Chiyome con un deje de amargura.

El Tigre de Kai. Así era como llamaban a Shingen por sus indiscutibles dotes militares, pero que de poco le habían valido en la cuarta batalla de Kawanakajima2 contra su acérrimo rival, Uesugi Kenshin, daimio de Echigo. Aquel enfrentamiento, según tenía constancia Chiyome, había sido tan sangriento que ni siquiera estaba claro cuál de los dos bandos había resultado vencedor. Las bajas habían sido incontables en ambas facciones. En las tropas de Shingen, habían perecido muchos de sus principales comandantes, entre los cuales estaba Moritoki. Y aunque estas muertes eran lamentables, apenas constituían una pequeña tragedia en la situación de guerra perpetua que atravesaba el país desde hacía largas décadas.

En efecto, más de un siglo atrás, después de la muerte del shōgun Ashikaga Yoshimitsu, el poder de los Ashikaga había comenzado a decaer. Esta familia, que en sus orígenes había estado formada por aguerridos samuráis, se había acabado acostumbrando a la vida cortesana, sucumbiendo a un modo de vida lujoso y desproporcionado. Esto, sumado a una grave crisis financiera debida a una pésima administración, había generado un descontento generalizado en la población, creando una sensación de inseguridad y provocando revueltas en todo el territorio.

La decadencia del shogunato de Ashikaga, y el debilitamiento de la figura del emperador, que era apenas un títere con nula capacidad para imponer cualquier tipo de autoridad, había coincidido con el florecimiento de los grandes terratenientes o daimios de provincias, que escapaban al control del shōgun y ejercían un poder de facto en sus feudos. Los Shingen, los Uesugi, los Hōjō o los Imagawa eran los verdaderos señores del país, clanes que a la larga habían ido independizándose del gobierno central para asumir una relevancia hasta entonces inaudita y que a la vez se embarcaron en una compleja guerra de alianzas y cruentos enfrentamientos territoriales entre ellos. Estos grandes apellidos vivían en una perpetua lucha por la hegemonía, adueñándose de tierras, arrebatando señoríos y revolviéndose unos contra otros, cada uno con la esperanza de convertirse en el nuevo dueño del país.

Chiyome, que había crecido oyendo los relatos de la guerra Ōnin, veía el pasado y el futuro unidos en una larga e interminable cadena de destrucción y violencia. Así pues, por mucho que deseara creer que la muerte de Moritoki no había sido en balde, no podía desprenderse de una molesta sensación de futilidad y vacío.

—¿Crees que querrá hacerme su concubina o casarme con alguno de sus leales vasallos?

La pregunta brotó de los labios de Chiyome con tanta brusquedad que Kosode se sobresaltó. Miró a su señora y luego alrededor, tratando de buscar una respuesta adecuada. Las dos se hallaban rodeadas de crisantemos amarillos y de azaleas pinceladas de rosa. Las ramas de los árboles, la hierba, los pliegues de sus ropas…, todo se mecía al compás de la brisa vespertina, y la atmósfera era tan suave, tan delicada que el mundo entero parecía estar inmerso en una absoluta beatitud.

—Si eso sucede —respondió la muchacha—, seguro que será por voluntad de los dioses.

Chiyome esbozó una sonrisa sarcástica.

—¿Es eso lo que crees, Kosode? ¿No será más bien por voluntad de los hombres o, en este caso, «el hombre»?

La doncella se ruborizó. Sabía que su señora era demasiado inteligente como para tolerar una respuesta de conveniencia. Chiyome era apenas dos años mayor que ella, acababa de cumplir los veinticinco, de hecho, pero poseía el aplomo y la sabiduría de alguien mucho mayor. Era bella, aunque no de un modo corriente. Sus rasgos estaban exquisitamente cincelados, pero tenían cierta dureza: un sólido mentón, los pómulos altos, la nariz bien definida y unos ojos relucientes, no grandes pero alarmantemente penetrantes, y tan intensos que hacían que el resto de sus rasgos se difuminara bajo su luz.

—No —musitó la muchacha bajando la cabeza—. Solo quiero aliviar tu dolor, señora.

Chiyome tomó las manos de la doncella y las estrechó entre las suyas. Estaban frías y temblaban ligeramente.

—Kosode, estamos juntas desde hace mucho tiempo —dijo—. Desde el día en que entraste en nuestra casa como doncella te he considerado una hermana. Me conoces muy bien. Sabes que mi padre, señor de un pequeño pero orgulloso clan, me enseñó a enfrentar la realidad con entereza, sin evadirme ni perderme en fantasías. Por favor, te pido que me hables con franqueza y no trates de atenuar mi sufrimiento con medias verdades.

Hablaba con serenidad y dulzura, pero a la vez con la seguridad de quien sabe que sus palabras son valiosas y deben ser escuchadas.

—Tienes razón —contestó Kosode—. Ignoro cuáles son los planes del señor Takeda, pero sean cuales sean, recuerda que siempre estaré a tu lado.

Chiyome asintió complacida y, sin soltar la mano de su doncella, regresó con ella al lugar donde esperaba la comitiva. Se sentía ligeramente reconfortada. Haber sido capaz de expresar el temor que la atenazaba desde que había salido de su hogar, en Shinano, había aligerado la carga que llevaba sobre sus hombros. Sí, la angustiaba el encuentro con Shingen. Lo había visto solo una vez en su vida, el día de su boda, un hombre de mediana estatura, fornido y musculoso, al que todos trataban con devoto respeto. Y ahora ese hombre era su dueño, y su vida estaba en sus manos. Se sentía como una pluma zarandeada por el viento, sin el mínimo control sobre sí misma y sin saber hacia dónde la conduciría el ciclón que había arrasado con toda su existencia.

Aunque ya era bien entrada la noche, la sala del consejo del palacio de los Takeda hervía de agitación. Shingen había convocado una reunión de urgencia con su caballería y el encuentro, que había empezado poco después del mediodía, se había prolongado durante toda la tarde y seguía durando pasada la hora del Jabalí.

—Señores —dijo uno de los generales levantando su voz por encima de las demás—. De nada sirve discutir los pormenores de la batalla, lamentándonos por lo que no se hizo. Vivimos tiempos turbulentos y debemos mirar siempre hacia delante, por el bien del clan.

El que así habló era Yamagata Masakage, uno de los generales de Shingen y amigo personal de este. Un hombre, según sus pares, que vivía para la guerra y con un genio y una lealtad fuera de lo común, por lo que no era de extrañar que su voz lograra acallar la discusión. En cuanto se hizo el silencio, Shingen se puso en pie y se dirigió al ventanal que daba a una larga terraza, mientras que las miradas de sus hombres se posaban expectantes en él. Tenía ya cuarenta años y su dignidad de jefe de un clan guerrero era inequívoca, y no por el suntuoso brocado de sus ropas, sino por su porte majestuoso.

—Masakage tiene razón —dijo al fin—. Todos hemos sufrido mucho, pero aún tenemos nuestro destino por delante. —Hizo una pausa, tras la que añadió lentamente—: Durante años hemos tratado de expandirnos infructuosamente hacia el norte, peleando con los Uesugi. Pero esta batalla ha consumido una gran porción de nuestros recursos provinciales y ha exigido demasiado tiempo. Es hora de que nos centremos en otro objetivo: las tierras de los Imagawa, en Suruga.

Shingen era un general nato y sabía cómo hablar a sus hombres para insuflar en ellos confianza y arrojo. No obstante, sus palabras causaron cierto estupor en los presentes. Unos años atrás, al mismo tiempo que peleaba contra Kenshin en sucesivas batallas, Shingen había formado una doble alianza matrimonial con los Hōjō y los Imagawa, casando a una de sus hijas con un descendiente de los Hōjō y a Yoshinobu, su primogénito y futuro sucesor, con la hija de Imagawa Yoshimoto, jefe del clan. En virtud de estos enlaces, las tres familias habían firmado un acuerdo de no agresión, para poder centrarse así en rivales más peligrosos: Uesugi Kenshin y aquel advenedizo de Oda Nobunaga, hijo de un daimio menor de la provincia de Owari y catorce años menor que el experimentado líder de los Takeda, pero cuya estrella en la contienda por el control supremo del territorio estaba en ascenso.

Los Imagawa en particular eran una familia orgullosa e insigne. No eran simples señores de la guerra, sino gente refinada, interesada en la poesía, la danza, la música y todos los lujos de la capital. «Si el linaje del shōgun Ashikaga se extinguiera, los Imagawa lo sucederían», decía una vieja canción. Así de grande había sido su prestigio.Yoshimoto, noveno heredero del clan, había sido un ambicioso y hábil guerrero que se había dedicado con ahínco e inteligencia a despejar el camino hacia la capital y tomar Kioto. No obstante, el año anterior, había sido asesinado por Oda Nobunaga, por lo que el clan Imagawa se había quedado sin líder. Su hijo, Ujizane, era un inepto y ninguno de los servidores de su padre lo tenía en mucha estima. El propósito de Shingen no carecía de sentido: con los Imagawa en franca decadencia, conquistar Suruga sería una tarea relativamente sencilla.

—Es un plan astuto —dijo Obu Toramasa, otro de los generales de Shingen y hermano de Masakage—. Dudo que Ujizane sea capaz de organizar una buena defensa.

—Quizás le iría mejor si sus tropas estuvieran formadas por pájaros en lugar de soldados —apuntó el que estaba sentado a su lado.

Los hombres rieron la ocurrencia, pues era sabido por todos que Ujizane sentía una obsesiva afición por el canto de las aves, a tal punto que poseía una enorme colección de pájaros exóticos y extravagantes traídos de los cuatro puntos cardinales del país.

—No obstante —volvió a apuntar Toramasa—, debemos pensar en tu hijo, Yoshinobu.

Shingen irguió ligeramente la espalda. Toramasa conocía muy bien a Yoshinobu. Había sido el tutor del joven hasta que este había partido a Suruga para desposarse. Y desde entonces, lo había visitado varias veces en su nuevo hogar, pues el general sentía por él un cariño sincero, como el de un padre por su hijo. De este modo, Toramasa sabía mejor que nadie que Yoshinobu amaba muchísimo a su esposa y que difícilmente iba a prestarse a allanarles el camino hasta Suruga.

—Sé lo que estás pensando —dijo Shingen—. Cuando envié a mi hijo a Suruga para que contrajera matrimonio con la hija de Yoshimoto jamás imaginé que se hallaría allí, entre los Imagawa, más a gusto que entre su gente. Sin embargo, por mucho que le gusten los aires aristocráticos de Sunpu, mi hijo es un Takeda. ¿O acaso no respondió a mi llamado y luchó de nuestro lado en la reciente batalla contra Kenshin?

Shingen hablaba con inevitable resquemor. Sunpu, la capital de Suruga y sede de los Imagawa, se jactaba de ser la ciudad más importante de la costa oriental, un lugar tan opulento y sofisticado que incluso los plebeyos imitaban las costumbres y los modos de hablar de Kioto. Comparada con ella, Kōfu, la ciudad de los Takeda, era una aldea. Shingen, no obstante, consideraba la montañosa y rústica Kai el lugar más hermoso de todos cuantos había conocido, no así su hijo, el cual, obnubilado por el amor a su esposa, la preciosa Reishōin, había acabado convirtiéndose en un verdadero habitante de Sunpu, uno de aquellos nobles que ocultaban la boca detrás de un abanico al reír. A veces, Shingen acariciaba la idea de desheredarlo y nombrar sucesor a otro de sus hijos, Katsuyori, que por aquel entonces era apenas un muchacho.

—Yoshinobu se ha ganado un lugar preponderante entre los Imagawa —dijo Masakage—. Quién sabe si muchos de los hombres que en su día sirvieron a Yoshimoto no lo ven como a su futuro líder.

—¿Qué insinúas? —replicó Toramasa—. Yoshinobu se comportó honorablemente en Kawanakajima. No ha olvidado a su sangre.