San Manuel Bueno, mártir - Miguel de Unamuno - E-Book

San Manuel Bueno, mártir E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

El lector tiene frente a sí un libro que puede señalarse entre los más notables de la trayectoria narrativa de Unamuno, en donde nos ofrece sus mejores frutos en su ejercicio narrativo y una atenta reconsideración de la fe y el catolicismo. En todo caso, las convicciones que abrigó a lo largo de su vida sobre el arte de la novela alcanzan uno de sus mejores momentos.

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San Manuel Bueno, mártir

San Manuel Bueno, mártir (1931)Miguel de Unamuno

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Agosto 2022

Imagen de portada: RawpixelProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Portada

Página Legal

Prólogo

San Manuel Bueno, Mártir

Prólogo

En 1920 reuní en un volumen mis tres novelas cortas o cuentos largos: Dos madres, El marqués de Lumbría y Nada menos que todo un hombre, publicadas antes en revistas, bajo el título común de Tres novelas ejemplares y un prólogo.

Este, el prólogo, era también, como allí decía, otra novela. Novela y no nivola. Y ahora recojo aquí tres nuevas novelas bajo el título de la primera de ellas, ya publicadas en La Novela de Hoy, número 461 y último de la publicación, correspondiente al día 13 de marzo de 1931 —estos detalles los doy para la insaciable casta de los bibliógrafos—, y que se titulaba: San Manuel Bueno, mártir. En cuanto a las otras dos: La Novela de Don Sandalio, jugador de ajedrez, y Un pobre hombre rico o El sentimiento cómico de la vida, aunque destinadas en mi intención primero para publicaciones periódicas —lo que es económicamente más provechoso para el autor—, las he ido guardando en espera de turno, y al fin me decido a publicarlas aquí, sacándolas de la inedición. Aparecen, pues, éstas bajo el patronato de la primera, que ha obtenido ya cierto éxito.

En efecto, en La Nación, de Buenos Aires, y algo más tarde en El Sol, de Madrid, número del 3 de diciembre de 1931 —nuevos datos para bibliógrafos—, Gregorio Marañón publicó un artículo sobre mi San Manuel Bueno, mártir, asegurando que ella, esta novelita, ha de ser una de mis obras más leídas y gustadas en adelante como una de las más características de mi producción toda novelesca. Y quien dice novelesca —agrego yo— dice filosófica y teológica. Y así como él pienso yo, que tengo la conciencia de haber puesto en ella todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana.

Luego hacía Marañón unas brevísimas consideraciones sobre la desnudez de la parte puramente material en mis relatos. Y es que creo que dando el espíritu de la carne, del hueso, de la roca, del agua, de la nube, de todo lo demás visible, se da la verdadera e íntima realidad, dejándole al lector que la revista en su fantasía.

Es la ventaja que lleva el teatro. Como mi novela Nada menos que todo un hombre, escenificada luego por Julio de Hoyos bajo el título de Todo un hombre, la escribí ya en vista del tablado teatral, me ahorré todas aquellas descripciones del físico de los personajes, de los aposentos y de los paisajes, que deben quedar al cuidado de actores, escenógrafos y tramoyistas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que los personajes de la novela o del drama escrito no sean tan de carne y hueso como los actores mismos, y que el ámbito de su acción no sea tan natural y tan concreto y tan real como la decoración de un escenario.

Escenario hay en San Manuel Bueno, mártir, sugerido por el maravilloso y tan sugestivo lago de San Martín de la Castañeda, en Sanabria, al pie de las ruinas de un convento de Bernardos y donde vive la leyenda de una ciudad, Valverde de Lucerna, que yace en el fondo de las aguas del lago. Y voy a estampar aquí dos poesías que escribí a raíz de haber visitado por primera vez ese lago el día primero de junio de 1930. La primera dice:

San Martín de la Castañeda, espejo de soledades, el lago recoge edades de antes del hombre y se queda soñando en la santa calma del cielo de las alturas en que se sume en honduras de anegarse, ¡pobre!, el alma…

Men Rodríguez, aguilucho de Sanabria, el ala rota, ya el cotarro no alborota para cobrarse el conducho.

Campanario sumergido de Valverde de Lucerna, toque de agonía eterna bajo el caudal del olvido.

La historia paró, al sendero de San Bernardo la vida retorna, y todo se olvida lo que no fuera primero.

Y la segunda, ya de rima más artificiosa, decía y dice así:

¡Ay Valverde de Lucerna, hez del lago de Sanabria!, no hay leyenda que dé cabria de sacarte a luz moderna.

Se queja en vano tu bronce en la noche de San Juan, tus hornos dieron su pan, la historia se está en su gonce.

Servir de pasto a las truchas es, aun muerto, amargo trago; se muere Riba de Lago, orilla de nuestras luchas.

En efecto, la trágica y miserabilísima aldea de Riba de Lago, a la orilla del de San Martín de la Castañeda, agoniza y cabe decir que se está muriendo. Es de una desolación tan grande como la de las alquerías, ya famosas, de las Jurdes. En aquellos pobrísimos tugurios, casuchas de armazón de madera recubierto de adobes y barro, se hacina un pueblo al que ni le es permitido pescar las ricas truchas en que abunda el lago y sobre las que una supuesta señora creía haber heredado el monopolio que tenían los monjes Bernardos de San Martín de la Castañeda.

Esta otra aldea, la de San Martín de la Castañeda, con las ruinas del humilde monasterio, agoniza también junto al lago, algo elevada sobre su orilla. Pero ni Riba de Lago, ni San Martín de la Castañeda, ni Galande, el otro pobladillo más cercano al Lago de Sanabria —este otro mejor acomodado—, ninguno de los tres puede ser ni fue el modelo de mi Valverde de Lucerna. El escenario de la obra de mi don Manuel Bueno y de Angelina y Lázaro Carballino supone un desarrollo mayor de vida pública, por pobre y humilde que ésta sea, que la vida de esas pobrísimas y humildísimas aldeas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que yo suponga que en éstas no haya habido y aún haya vidas individuales muy íntimas e intensas, ni tragedias de conciencia.

Y en cuanto al fondo de la tragedia de los tres protagonistas de mi novelita no creo poder ni deber agregar nada al relato mismo de ella. Ni siquiera he querido añadirle algo que recordé después de haberlo compuesto —y casi de un solo tirón—, y es que al preguntarle en París una dama acongojada de escrúpulos religiosos a un famoso y muy agudo abate si creía en el infierno y responderle éste: «Señora, soy sacerdote de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, y usted sabe que en ésta la existencia del infierno es verdad dogmática o de fe», la dama insistió en «Pero usted, monseñor, ¿cree en ello?», y el abate, por fin: «¿Pero por qué se preocupa usted tanto, señora, de si hay o no infierno, si no hay nadie en él...?»

No sabemos que la dama le añadiera esta otra pregunta:

«Y en el cielo, ¿hay alguien?»

Y ahora, tratando de narrar la oscura y dolorosa congoja cotidiana que atormenta al espíritu de la carne y al espíritu del hueso de hombres y mujeres de carne y hueso espirituales, ¿iba a entretenerme en la tan hacedera tarea de describir revestimientos pasajeros y de puro viso?

Aquí lo de Francisco Manuel de Melo en su Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña en tiempo de Felipe IV, y política militar, donde dice: «He deseado mostrar sus ánimos, no los vestidos de seda, lana y pieles, sobre que tanto se desveló un historiador grande de estos años, estimado en el mundo.» Y el colosal Tucídides, dechado de historiadores, desdeñando esos realismos aseguraba haber querido escribir «una cosa para siempre, más que una pieza de certamen que se oiga de momento». Para siempre!

Pero voy más lejos aún, y es que no tan sólo importan poco para una novela, para una verdadera novela, para la tragedia o la comedia de unas almas, las fisonomías, el vestuario, los gestos materiales, el ámbito material, sino que tampoco importa mucho lo que suele llamarse el argumento de ella.Y es lo que creo haber puesto de manifiesto en La Novela de Don Sandalio, jugador de ajedrez.

Claro está que esta novela sin argumento no puede llevarse a la pantalla del cinematógrafo; pero esta creo que es su mayor y mejor excelencia. Porque así como estimo que los mejores versos líricos no pueden llevarse a la lira, no son cantables, y que la música no hace sino estropear su recitado, de modo que como hay romanzas sin palabras hay romances sin romanza, así también estimo que los mejores y más íntimos dramas no son peliculables, y que el que escriba en vista de la pantalla ha de padecer mucho por ello. Mi Don Sandalio está libre de ella, de la pantalla, me figuro.

Don Sandalio es un personaje visto desde fuera, cuya vida interior se nos escapa, que acaso no la tiene; es un personaje que no monologa como tantos otros personajes novelescos o nivolescos —para este término véase mi Niebla—, pero que aun así no cabe en la pantalla. En la que no se pueden proyectar, como suele hacerse, sus ensueños, sus monólogos.

¿Monólogos? Lo que así se llama suelen ser monodiálogos, diálogos que sostiene uno con los otros que son, por dentro, él, con los otros que componen esa sociedad de individuos que es la conciencia de cada individuo. Y ese monodiálogo es la vida interior que en cierto modo niegan los llamados en América behavioristas, los filósofos de la conducta, para los que la conciencia es el misterio inasequible o lo inconocible.

¿Pero es que mi Don Sandalio no tiene vida interior, no tiene conciencia, o sea con-saber de sí mismo, es que no monodialoga? ¿Pues qué es una partida de ajedrez sino un monodiálogo, un diálogo que el jugador mantiene con su compañero y competidor de juego? Y aún más, ¿no es un diálogo y hasta una controversia que mantienen entre sí las piezas todas del tablero, las negras y las blancas?

Véase, pues, cómo mi Don Sandalio tiene vida interior, tiene monodiálogo, tiene conciencia. Sin que a ello empezca el que su hija, su hija misteriosa para el observador de fuera, fuese como otro alfil, otra torre u otra reina.

Y como en el epilogo a esa novela he dicho ya cuanto a este respecto había que decir, no es cosa de que ahora recalque sobre ello, no sea que alguien se figure que cuando he escrito novelas ha sido para revestir disquisiciones psicológicas, filosóficas o metafísicas. Lo que después de todo no sería sino hacer lo que han hecho todos los novelistas dignos de este nombre, a sabiendas o no de ello. Todo relato tiene su sentido trascendente, tiene su filosofía, y nadie cuenta nada sin otra finalidad que contar. Que contar nada, quiero decir. Porque no hay realidad sin idealidad.