Trabajando con el hombre ideal - Nicola Marsh - E-Book
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Trabajando con el hombre ideal E-Book

NICOLA MARSH

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Beschreibung

Era una chica rica... pero necesitaba un empleo urgentemente Samantha Piper pertenecía a una familia acomodada, pero estaba harta de que la trataran como a una niña. Necesitaba ser independiente y sabía cómo conseguirlo... convirtiéndose en la nueva secretaria de Dylan Harmon. Su jefe no tardó en quedarse fascinado... y no sólo por sus habilidades como secretaria. Pero Sam ocultaba un gran secreto y era sólo cuestión de tiempo que Dylan descubriera la verdad...

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Seitenzahl: 139

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Nicola Marsh. Todos los derechos reservados.

TRABAJANDO CON EL HOMBRE IDEAL, Nº 1958 -noviembre 2012

Título original: Hired by Mr. Right

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1208-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Samantha Piper necesitaba ese trabajo más de lo que nunca había necesitado nada en sus veinticinco años de vida. Bueno, sí, quizá estaba tergiversando un poco la verdad; incluso había cambiado su apellido y hecho un curso rápido de servidumbre, pero todo merecería la pena. Además, podría haber encontrado un trabajo mucho peor que ser mayordomo de Dylan Harmon.

–¿Qué te parece? –preguntó, dándose una vuelta delante de su mejor amiga, Ebony.

–¿En serio? Creo que estás loca.

–¿Por qué? ¿No me queda bien el uniforme? ¿Me hace el culo gordo?

Ebony levantó los ojos al cielo.

–Sí, claro, como que algo te puede hacer gorda. Por favoooooor.

Sam se sentó a su lado.

–Seguramente tienes razón, ¿sabes? Estoy loca, pero ésta es mi decisión y lo menos que podías hacer es apoyarme.

Ebony le pasó un brazo por los hombros.

–¿Quién ha sido tu mayor fan durante estos años? ¿Quién te ha enseñado a hacer reverencias como un buen mayordomo? Por no hablar de las excelentes referencias que te he dado.

–Sí, es verdad. A ver si me acuerdo de tus consejos cuando llegue el momento...

–¿Y cuándo será eso, cuando Dylan te pida que le sujetes la toalla mientras sale de la bañera, con el agua chorreando por ese cuerpazo...?

–¡Calla! –Sam le tapó la boca con la mano–. Si antes estaba nerviosa, ahora estoy paralizada.

–¿Desde cuándo te asusta un tío? Superwoman Sam, capaz de dominar a cualquier hombre...

–Si te refieres al anticuado de mi padre y sus compinches, sí. A ellos puedo manejarlos. Y espero que con Dylan Harmon sea igual de fácil.

Su amiga soltó una risita.

–Me gustaría ver la cara que pondrían tus cinco hermanos si supieran que los llamas «compinches».

–Son unos petardos.

–Bueno, venga –Ebony miró su reloj–, ¿no tienes que irte? No querrás perder el vuelo y llegar tarde el primer día.

Sam hizo una mueca al comprobar la hora que era.

–Deséame suerte. Me va a hacer falta.

Su amiga le dio un abrazo.

–Todo irá bien. Recuerda lo que te he enseñado y será pan comido.

–Eso es lo que me temo.

¿Desde cuándo su vida había sido fácil? Sam se había saltado las normas desde siempre, en contra de la anticuada visión de sus padres que seguían aferrados a la vieja historia de la sangre azul. Muy bien, descendían de la familia real rusa. ¿Y qué? Cuanto más la trataban como a una princesa, más se rebelaba ella. Y cuando sus cinco hermanos mayores se unieron a la presión de sus padres y empezaron a insistir en sus obligaciones como la única princesa de la familia, Sam decidió que ya estaba harta.

¿El resultado? Un contrato de tres meses en Melbourne como mayordomo de Dylan Harmon, tan lejos de Queensland y de las restricciones que le imponían sus padres como le era posible.

¿Qué mejor manera de demostrar su independencia que aceptando un trabajo como sirviente de un millonario? Aunque no se lo había dicho a sus padres, claro. Todo lo contrario, les contó que iba a Melbourne a conocer a un posible marido a través de su amiga Ebony y se lo habían creído. De hecho, prácticamente la habían empujado cuando mencionó la posibilidad de matrimonio con un hombre tan influyente como Dylan Harmon.

Después de todo, ¿qué mejor forma de asegurar sus derechos como princesa que casándose con el príncipe de los terratenientes de Australia?

–Buena suerte, cariño. Si necesitas algo, llámame –Ebony le tiró un beso mientras salía por la puerta, dejando a Sam a solas con sus pensamientos.

Esperaba que tuviese razón. Todo iría sobre ruedas mientras hiciera bien su trabajo... y Dylan Harmon no la tratase como al resto de las mujeres de su ambiente. Sam ya había soportado a suficientes hombres egoístas y mandones, pero... desafiar a sus hermanos era una cosa, echarle un pulso a uno de los hombres más ricos de Australia sería otra completamente diferente. Uno de los más ricos y de los más guapos. Pero a ella le encantaban los retos y controlar a alguien como Dylan Harmon no sería un problema.

Aunque, si era sincera consigo misma, debía reconocer que no estaba convencida del todo.

Dylan Harmon salió de la ducha y se ató una toalla a la cintura. Mientras se afeitaba, oyó un portazo y pensó que sería el nuevo mayordomo que había contratado su madre. No lo necesitaba, pero Liz Harmon últimamente parecía empeñada en hacerle la vida más fácil.

–¿Eres tú, Sam? Salgo enseguida.

Mientras se ponía aftershave en la cara, se preguntó qué clase de hombre habría contratado. Sam Piper, según su madre, era la octava maravilla de la naturaleza. Si no fuera tan cabezota, él mismo habría contratado a alguien mucho tiempo atrás... aunque él insistía en que no necesitaba a nadie. Pero habían discutido sobre el tema tantas veces que, al final, se dio por vencido.

Cuando salió del cuarto de baño, Dylan se encontró cara a cara con una mujer. No una mujer normal, sino una criatura bajita, rubia, con un uniforme azul marino con el escudo de armas de los Harmon bordado sobre el pecho izquierdo. Una vez que se fijó en esa zona de su anatomía, le costó trabajo apartar la mirada.

–Hola, soy Sam Piper. Encantada de conocerlo –dijo ella, ofreciéndole su mano. Dylan siguió observando, atónito, los rizos rubios por encima de los hombros, los rasgados ojos verdes y el rostro ovalado que tenía delante. No podría decir que era una belleza, pero había algo en esos ojos, algo indefinible: clase, estilo.

Dylan estrechó su mano, sorprendido de la firmeza del apretón.

–¿Usted es mi nuevo mayordomo?

Ella le hizo una pequeña reverencia.

–A su servicio.

Dylan se percató de que en ese gesto, y en el brillo de sus ojos, había cierta ironía.

–Llámeme Dylan. Aunque esto no va a durar mucho tiempo.

–¿Por qué?

–Porque está despedida –contestó él, volviéndose hacia el vestidor mientras se preguntaba qué habría poseído a su madre para hacer una cosa así.

–Si está buscando un traje gris, una camisa blanca de seda y una corbata marrón, están colgados de la puerta.

Él se volvió, sorprendido. No parecía haberle afectado nada el despido. De hecho, no parecía en absoluto preocupada... a pesar de que su mal genio era archiconocido.

–¿Cómo lo sabe?

Ella se encogió de hombros.

–Es usted un hombre de costumbres. Siempre se pone ese traje los miércoles.

–¿Me ha estado estudiando?

–Llámelo investigación. Es parte de mi trabajo, señor Harmon.

–¿Se puede saber qué hace aquí? Acabo de despedirla.

–No pienso ir a ningún sitio.

Dylan miró a aquella cosita rubia que, en lugar de sentirse intimidada, lo miraba a los ojos directamente.

–¿Le importaría repetir eso?

Sam se irguió todo lo que pudo, deseando internamente ser un poquito más alta. No era fácil parecer decidida cuando tenía que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos... aunque, al menos, era una buena excusa para dejar de mirar ese cuerpazo. Necesitaba distraerse con algo.

–No puede despedirme. He firmado un contrato de tres meses.

Él la miró, con un brillo burlón en los ojos de color chocolate.

–Los contratos se pueden romper –murmuró, dando un paso adelante.

Conteniendo el deseo de pasar las manos por los espectaculares pectorales para ver si eran tan firmes como parecían, Sam carraspeó.

–Hice una entrevista intensiva con su madre. Ella podrá decirle que poseo la experiencia necesaria para hacer mi trabajo.

Dylan Harmon la miró de arriba abajo, dejando claro lo que pensaba sobre su experiencia profesional.

–¿Cree que tiene lo que hace falta para ser mi mayordomo? –preguntó, levantando una ceja.

Sam contuvo una sonrisa. Tratar con aquel hombre sería un juego de niños comparado con los interrogatorios de sus hermanos.

–Si está buscando a alguien con experiencia y auténtico amor por su trabajo, ésa soy yo.

Al verlo sonreír se le encogió el estómago. Algo raro porque ningún hombre la había hecho reaccionar así, especialmente uno que era un seductor nato.

–Muy bien, señorita Piper. Considérese a prueba durante los próximos tres meses –dijo Dylan por fin, acariciando su mejilla con un dedo–. Pero si comete un error, está despedida.

Sam estuvo a punto de cerrar los ojos para bloquear la intensa mirada masculina. El aroma de su cara colonia masculina la mareaba y sacudió la cabeza, deseando que sus traicioneros sentidos se comportasen.

Bueno, el tipo tenía un cuerpazo, unos ojazos, una sonrisa tentadora y olía de maravilla, ¿y qué? Había salido con hombres más guapos sin que le pasara nada.

–Llámeme Sam –murmuró, volviéndose antes de hacer alguna estupidez, como manosear a su jefe el primer día.

–Samantha –dijo él.

Sam conocía bien ese tono; era el que usaban la mayoría de los hombres cuando les habían ganado la partida pero no querían darse por vencidos. ¿Qué quería demostrar llamándola Samantha? Daba igual. Al menos, había conseguido que no la despidiera y resultó más fácil de lo que esperaba.

–¿Necesita algo? –preguntó, esperando que la enviase a hacer un recado tan lejos de esa toalla como fuera posible.

–Pues sí. Tu primer encargo, Samantha, será reorganizar el cajón de mi ropa interior. Quiero que lo ordenes por colores –contestó él, con una sonrisa en los labios y una ceja levantada. Quería ponerla nerviosa y, curiosamente, la idea de tocar su ropa interior estuvo a punto de conseguirlo.

–Muy bien.

–Y ya que estás en ello, elige unos calzoncillos para hoy.

Sam podría haber jurado que estaba riéndose de ella. Pero Dylan Harmon la miraba con cara de inocente.

Cuando abrió el cajón de la cómoda, dispuesta a cumplir la orden... ¡lo primero que encontró fueron unos calzoncillos de leopardo!

Disimulando una risita, Sam los enganchó con un dedo.

–¿Éstos le parecen bien para hoy?

Él se quedó boquiabierto.

–¡No son míos! –exclamó.

–¿Ah, no? Pues estaban en su cajón.

–¿Me estás llamando mentiroso? –exclamó Dylan, poniendo los brazos en jarras.

Al hacerlo, la toalla se deslizó hacia abajo unos centímetros y, por un momento, Sam pensó que se le iba a caer. Pero antes de que pudiera decir nada, él le arrebató los calzoncillos de leopardo.

–¡Dame eso! Meg ha vuelto a jugármela.

Seguramente, Meg mediría un metro ochenta, tendría unas proporciones perfectas y parecería recién salida de las páginas del Vogue.

–¿Una de sus conquistas?

–Mi sobrina –contestó él–, que se lo pasa en grande torturándome.

–Muy bien hecho, Meg –murmuró Sam.

–¿Perdón?

Ella intentó ponerse seria.

–Nada, nada. ¿Quiere que siga con el primer encargo? –preguntó, señalando los calzoncillos.

–No, olvídalo –replicó él, guardándolos en el cajón a toda prisa–. A partir de ahora, considera esta habitación como terreno prohibido. Me ayudarás en el despacho, exclusivamente.

Estupendo. Cuanto menos tiempo pasara frente a aquel semidesnudo tirano, mejor. De hecho, la cosa estaba saliendo mejor de lo que esperaba.

–Por supuesto. ¿Qué tendré que hacer?

Él se quedó mirándola durante un buen rato antes de contestar:

–Nos veremos en mi despacho dentro de quince minutos para hablar de la agenda diaria.

–Muy bien.

–Ah, Samantha, una cosa más –dijo él entonces–. Quítate el uniforme.

–¿Ahora mismo? –replicó ella, irónica. Estaba tan acostumbrada a bromear con sus hermanos y sus amigos que olvidó que Dylan Harmon era su jefe. Y la respuesta de Dylan no fue muy amistosa: se acercó a ella y puso las dos manos en el marco de la puerta, impidiéndole el paso.

–¿Desde cuándo un empleado es tan provocativo? –preguntó en voz baja.

–¿Desde cuándo un jefe puede hacer preguntas de ese estilo?

–¿Tu madre no te ha enseñado que no se contesta a una pregunta con otra? –sonrió Dylan entonces.

–No, eso no. Pero me enseñó a alejarme de los hombres como usted –replicó Sam, levantando la barbilla.

–¿Los hombres como yo? –repitió él, cruzándose de brazos.

–Ya sabe: egocéntricos, seguros de sí mismos, acostumbrados a salirse siempre con la suya...

Dylan sonrió; era la sonrisa satisfecha de un gato jugando con un ratón.

–No sabía que fuera tan transparente. Es una suerte que mi mayordomo tenga, además, un título en Psicología. ¿Qué otros talentos escondes?

Sam podría haber contestado de muchas formas, pero no lo hizo. Afortunadamente, su cerebro y su boca habían decidido ponerse de acuerdo.

–Ninguno. Y, si no le importa, podría empezar a trabajar de verdad. Podría organizar el desayuno en el despacho... para nuestra reunión.

Debía escapar y pronto. Tener a su jefe tan cerca la estaba poniendo muy, pero que muy nerviosa.

–Muy bien. Nos veremos allí.

Sam salió de la habitación y se apoyó en la puerta, suspirando. Qué mala suerte que su nuevo jefe fuera un hombre de treinta y tantos años y guapísimo en lugar de un anciano decrépito, como la mayoría de los millonarios.

–Una cosa más, Samantha –dijo él entonces, abriendo la puerta de golpe.

–¿Sí?

–Bienvenida al mundo de los Harmon.

Antes de que ella pudiera responder, Dylan cerró la puerta, dejándola con la impresión de que, aunque le había dado la bienvenida a su mundo, acababa de poner el suyo patas arriba.

Dylan entró en el saloncito de su madre después de llamar a la puerta y Liz Harmon levantó la mirada del periódico que estaba leyendo.

–Buenos días, cariño. ¿Has dormido bien?

–Acabo de conocer al nuevo mayordomo –suspiró él, sentándose a su lado en el sofá.

El rostro de su madre se iluminó.

–¿A que es maravillosa? Tiene muy buenas referencias.

–¿De quién?

–¿Qué te pasa? ¿Por qué pareces tan enfadado?

Dylan jugueteaba con la raya de su pantalón.

–Es absolutamente inconveniente. Demasiado joven, demasiado impertinente, demasiado...

–¿Guapa? –lo interrumpió Liz–. Te has dado cuenta, ¿verdad?

Dylan recordó los preciosos ojos verdes, su rostro ovalado... Afortunadamente, Samantha Piper estaba mirando su cara y no más abajo, donde la evidencia de lo que sentía quedaba clara bajo la toalla.

–Me he dado cuenta. Pero no sé qué tiene eso que ver... Lo que me interesa es si está capacitada para el trabajo.

Liz asintió, sonriendo. Con esa sonrisa suya que Dylan conocía tan bien desde los cuatro años, cuando se comió un bicho en contra de sus instrucciones y luego estuvo vomitando toda la noche.

–He hablado con Ebony Larkin, la persona que le ha dado referencias.

–¿Ha trabajado para los Larkin?

Su madre asintió.

–Yo no habría contratado a cualquiera para que fuese tu mayordomo. Sé que necesitas ayuda...

–No necesito a nadie, mamá.

–No es verdad. Entre dirigir el negocio, inspeccionar las tierras de Budgeree y cuidar de la familia estás agotado –replicó ella–. Ya no tienes tiempo para divertirte, hijo. ¿Cuándo vas a sentar la cabeza con una buena chica?

–A mí me gusta mi vida tal y como es, muchas gracias.

En su opinión, las «buenas chicas» ya no existían. Y estaba harto de mujeres guapas de buena familia que mentían descaradamente para conseguir lo que querían. Que, en su caso, era la fortuna de los Harmon.

Y él trabajaba demasiado como para dejar que la fortuna de su familia fuese a parar a manos poco escrupulosas.

–No tienes que demostrar nada, Dylan. Ya has demostrado todo lo que tenías que demostrar.

–Pero papá habría querido que siguiera ampliando el negocio.

Su ambicioso padre no habría parado hasta ser el propietario de todo el estado de Victoria.

–Pero él querría que fueras feliz, no que estuvieras todo el día trabajando.

Su padre había sido un trabajador nato que consiguió multiplicar por mil los beneficios del negocio familiar, pero acabó en la tumba antes de tiempo. Después de diez años, Dylan seguía echándole de menos.

–Además, ¿no crees que te tomas el papel de protector demasiado en serio? Tus sobrinas saben cuidar de sí mismas...

Dylan levantó los ojos al cielo.

–Sí, seguro. Entonces, ¿por qué Meg se dedica a meter calzoncillos de leopardo en mi cajón? ¿Y por qué Allie vaga por el mundo como un alma en pena? –preguntó, observando el rostro de su madre, sin una arruga, sus ojos azules y su pelo oscuro, sin una sola cana–. Por no hablar de ti.

Liz sonrió.

–¿Qué he hecho yo?

–Otra vez estás intentando emparejarme. Y no estoy interesado.

–No estoy intentando hacer nada. Si tu nuevo mayordomo te gusta, no es cosa mía.

–¿Mi mayordomo?

¿Sam Piper y él? De eso nada.