Vidas paralelas V - Plutarco - E-Book

Vidas paralelas V E-Book

Plutarco

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Este volumen reúne las biografías de Lisandro-Sila, Nicias-Craso y Cimón-Lúculo. Plutarco se centra en el carácter moral de estos personajes históricos para dibujar un fino retrato de poderosas naturalezas humanas. Este volumen reúne las biografías de Lisandro-Sila, Nicias-Craso y Cimón-Lúculo. Plutarco se centra en el carácter moral de estos personajes históricos para dibujar un fino retrato de poderosas naturalezas humanas. Lisandro, el exitoso general espartano (derrotó a la flota ateniense en la célebre batalla de Egospótamos y conquistó Atenas), y Sila, el cruel dictador romano, aparecen unidos por su carácter excesivo, que llevó al primero a ensañarse con sus enemigos incluso cuando ya había vencido, y al segundo a depurar a sus enemigos en Roma; el general y estadista ateniense Nicias tuvo una destacada intervención en la Guerra del Peloponeso y obró la célebre paz que lleva su nombre, aunque se le achaca una derrota decisiva frente a los espartanos en Sicilia a causa de su carácter vacilante e inseguro, mientras que Craso el Triunvuro, general y político de la última época de la República romana, se destacó en los lances militares de la batalla de la Puerta Colina, en el bando de Sila, y el aplastamiento de la revuelta de los esclavos, además de por su apoyo económico y político a Julio César (con éste y con Pompeyo formó el Primer Triunvirato); por último, Cimón y Lúculo comparten suertes distintas: el primero fue condenado a un ostracismo de siete años por ser el principal defensor del partido proespartano en la Atenas de Pericles, el segundo se retiró a un lujo desmedido en sus villas de Roma y Túsculo, donde se dedicó al estudio de la filosofía tras haber combatido con éxito, como general de Sila, en las Guerras Mitridáticas.

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BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 362

PLUTARCO

VIDAS PARALELAS

V

LISANDRO — SILA

CIMÓN — LÚCULO

NICIAS —CRASO

INTRODUCCIONES, TRADUCCIONES Y NOTAS DE

JORGE CANO CUENCA, DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE

Y

AMANDA LEDESMA

EDITORIAL GREDOS

Asesor para la sección griega: CARLOS GARCÍA GUAL .

Según las normas de la B.C.G., la traducción de este volumen ha sido revisada por ÓSCAR MARTÍNEZ , HELENA FERRÁNDIZ MARTÍN y JORGE CANO .

©  EDITORIAL GREDOS, S.A.

López de Hoyos, 141; Madrid, 2007

www.editorialgredos.com

La introducción, traducción y notas de Lisandro — Sila han sido realizadas por JORGE CANO , y han sido revisados por ÓSCAR MARTÍNEZ .

La introducción, traducción y notas de Cimón — Lúculo han sido realizadas por DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE , y han sido revisadas por HELENA FERRÁNDIZ MARTÍN .

La introducción, traducción y notas de Nicias — Craso han sido realizadas por AMANDA LEDESMA, y han sido revisadas por JORGE CANO .

REF. GEBO439

ISBN 9788424937362

Composición: Manuel Rodríguez

LISANDRO — SILA

INTRODUCCIÓN

VIDA DE LISANDRO

Lisandro representa un nuevo modelo de espartano, un espartano al que las circunstancias permiten desarrollar un carácter distinto: fuerte, poderoso, intrigante, ambicioso, cruel y violento en ocasiones, presto al perjurio e incluso sarcástico; sus victorias en la Guerra del Peloponeso son más frutos del azar y de los graves errores de sus enemigos que de su pericia militar; se sirve de los oráculos y de la superstición para sus intereses personales y sus pretensiones tiránicas, actitudes semejantes a las de Alcibíades. La comparación con Sila, aunque matizada por Plutarco, es, por tanto, evidente. Nada se sabe del nacimiento y de la juventud de Lisandro. Su primera aparición se data en el 407 a. C., cuando es nombrado navarco en sustitución de Cratesipides, cargo que presupone a un militar ya experimentado. Su carrera será tan corta como vehemente y encontrará su fin en Haliarto, Beocia, en el transcurso del asedio a la ciudad en el 395 a. C.

Se enfrentó a sus conciudadanos espartanos por su cercanía a los bárbaros, en concreto a Ciro el Joven, del que recibió favores y prebendas, algo que su sustituto en el cargo, el adusto y lacónico Calicrátidas, aborrece; Plutarco narra la escena de Calicrátidas pidiendo audiencia en el palacio de Ciro con fina sorna y el regusto amargo de alguien que ve cómo se corrompe un mundo. No obstante, tras su victoria en Egospótamos ante la flota ateniense en el 405 a. C., Lisandro se convierte en el hombre más poderoso de Grecia. Comenzará entonces una fina trama para intervenir en las ciudades asiáticas que se encontraban en la órbita ateniense, promoviendo golpes de Estado y llevando a cabo matanzas de partidarios de los gobiernos populares, como la de Mileto, fruto de las cuales su poder personal comenzará a extenderse por toda Grecia. Su ambición y gusto por la intriga se proyectará incluso sobre la propia Esparta, con un estrambótico y largo plan para acabar con el poder de las familias de los Agiadas y los Euripóntidas, únicas que tenían acceso a la realeza, plan que, finalmente, no se puso en marcha en el último momento. Precisamente es este deseo de personalismo uno de los puntos de la crítica de Plutarco, en la medida en que no favorece con él a su patria, Esparta, sino a sí mismo. Plutarco, además, muestra a un personaje con escaso refinamiento y gusto: el episodio de la competición poética en su honor, en la que privilegia a un autor mediocre, «un tal Nicérato de Samos», ante el célebre Antímaco de Colofón le sirve a nuestro autor para mostrar, con bastante malicia, a Platón consolando a Antímaco con estas palabras: «La ignorancia es el mal de los ignorantes, al igual que la ceguera el mal de los que no ven». Introdujo el dinero en Esparta, algo que jamás le perdonaron los espartanos más apegados a la tradición, ya que sembró la codicia y el deseo de propiedad privada entre sus ciudadanos. Pese a esto, Lisandro murió con muy poco y no se le puede culpar de enriquecerse ni de amasar fortunas; sus hijas fueron rechazadas por sus pretendientes cuando, muerto Lisandro, se descubrió que apenas poseía nada.

Las fuentes de esta biografía, mencionadas por el propio autor, son Anaxandridas de Delfos, Androclides, Aristóteles, Duris de Samos, Éforo, Teofrasto y el historiador Teopompo. Éforo, cuya obra Historia universal está perdida, aunque transmitida en parte por Diodoro de Sicilia, y Teopompo, autor de una Historia griega, son seguramente las fuentes que utiliza Plutarco en todos aquellos casos en los que se separa de los datos que Jenofonte transmite sobre el personaje en los libros I-III de las Helénicas, en los que se narra este mismo período de la Guerra del Peloponeso. Asimismo, determinadas anécdotas y documentos escritos mencionados en esta Vida hacen pensar en una tradición oral sobre el personaje que duró varios siglos y de la que posiblemente se haga también eco Claudio Eliano en sus Historias curiosas. Plutarco no escatima un momento para mostrar tanto su cultura literaria, con citas de Eurípides y menciones a Jenofonte, como científica, mediante la larga digresión sobre el meteorito caído en Egospótamos, también mencionado en Aristóteles (Meteor. I 7, 9) y en la Historia natural de Plinio el Viejo (Hist. nat. II 149), en la que rebate a Anaxágoras sirviéndose de las teorías de otros fisiólogos.

Plutarco se muestra como un admirador de la Esparta de Licurgo y no pierde la ocasión de criticar las innovaciones de Lisandro, como la mencionada introducción del uso de la moneda de oro y plata y que supondrán la ruina del austero modo de vida espartano. En otras obras acerca de Esparta, como la Vida de Licurgo y las Sentencias laconias, Plutarco incide sobre esto y cita el oráculo dado a los reyes Alcámenes y Teopompo: Ha philochrematía Spártan oleî: «El ansia de riquezas acabará con Esparta». Además de esto, hay una crítica implícita al modelo expansionista espartano, representado en la figura de Lisandro, y, por supuesto, a las guerras entre griegos, que él, como Isócrates, considera guerras fratricidas. El autor, nacido en Queronea, Beocia, se muestra como un firme adalid de sus paisanos y no se puede hurtar a la celebración de los decretos promulgados por los beocios para acoger y ayudar a los partidarios de la democracia huidos de Atenas durante el gobierno de los Treinta Tiranos, impuestos por Esparta tras la toma de la ciudad, «decretos semejantes a las acciones de Heracles o de Dioniso en espíritu y temple» afirma. En paralelo con ciertas claves de la tragedia griega, la hýbris de Lisandro le llevará a emprender una expedición de castigo contra Beocia, por amparar a los fugitivos y darles apoyo y armas para recuperar Atenas y acabar con la dominación espartana. Pero ni siquiera los espartanos quieren ya que la guerra continúe: el rey espartano Pausanias parece abandonar al impetuoso personaje a su suerte y no hacer todo lo posible para acudir en su ayuda durante el asedio de Haliarto, en donde Lisandro morirá de una manera muy poco heroica, casi patética y fruto de un grave error de estrategia. El final del relato tiene un bello tono novelesco, con la escena del soldado que se lamenta ante la fragilidad humana y el encadenamiento al inexorable destino al que está sometida cuando reconoce en la muerte de Lisandro, acaecida junto a un arroyo llamado Hoplita, el cumplimiento de una profecía que había recibido el estratego lacedemonio y que le mandaba evitar «el Hoplita engañoso y al dragón hijo de la tierra que viene por la espalda». Parece que Plutarco redime en parte a Lisandro tras su muerte y en los últimos pasajes de su biografía: los espartanos condenan al exilio al rey Pausanias por entender que no acudió en auxilio de su general y el rey Agesilao se lamenta de que sus conciudadanos no fueran conscientes de la talla política de Lisandro al hallarse entre sus pertenencias un documento, un discurso político, en el que pedía una renovación profunda en la vida espartana y abogaba por un gobierno de los «mejores», no de oligarquías hereditarias en el seno de los Heraclidas. Finalmente. el descubrimiento de la parquedad de su patrimonio y del repudio de sus hijas por parte de sus pretendientes aporta una nueva luz a la representación del personaje llevada a cabo por Plutarco: un autor que, aunque no se asome a las simas psicológicas con el olfato y la finura de Tácito, sí es capaz de desplegar un nutrido registro de claroscuros y de tonos a la hora de retratar las relaciones de sus personajes con el poder, registro que William Shakespeare supo aprovechar en buena parte de sus tragedias de temática clásica.

SUMARIO

Retrato físico y moral: 1–2.

Campañas navales en Jonia: relación con Ciro el Joven y rivalidad con Calicrátidas: 3–8.

La batalla de Egospótamos: 9–13.

Toma de Atenas: 14–15.

Gran poder de Lisandro después de su victoria: 16–18.

Semblanza de Lisandro y de su ambición, la denuncia de Farnabazo: 19.

Consecuencias de la denuncia de Farnabazo: 20–21.

Lisandro y Agesilao: 22–23.

Plan de Lisandro para cambiar el poder en Esparta: 24–26.

Guerra contra Tebas. Muerte de Lisandro: 27–28.

Situación en Esparta después de la muerte de Lisandro: 29–30.

Esta traducción sigue el texto editado por ROBERT FLACELIÈRE y ÉMILE CHAMBRY en Plutarque: Vies, VI, Pyrrhos-Marius et Lysandre-Sylla, Les Belles Lettres, París, 1971.

VIDA DE SILA

La semblanza de Sila que realiza Plutarco coincide casi por completo con la que trazan Salustio y Valerio Máximo, y parece que todas las fuentes vienen a coincidir en señalar que en el dictador romano la valía militar y la crueldad iban por caminos paralelos. Sila nació en el año 138 a. C. en el seno de una familia patricia, pero venida a menos por culpa de un antepasado, Publio Cornelio Rufino, que llegó a cónsul y a dictador, pero que, debido a la apropiación de fondos públicos, fue expulsado del Senado en el año 275 a. C., después de lo cual ningún miembro de la familia llegó a ocupar cargos públicos hasta Lucio Cornelio Sila. Salustio (Guerra de Jugurta 95, 3–4) señala su buena formación y conocimiento erudito de las letras griegas y latinas, dato que deja caer Plutarco cuando menciona que, tras la toma de Atenas, el general romano se llevó los libros de Aristóteles y Teofrasto que se encontraban en la biblioteca del erudito Apelicón de Teos a Roma, donde fueron editados y publicados. Asimismo en Sila la ambición sin medida, el desenfreno en los placeres y la búsqueda de gloria, continua y sin miramientos, parecen combinarse con una generosa prodigalidad, un carácter amigable y festivo, una envidiable capacidad de liderazgo e incluso capacidad para emocionarse hasta el llanto, lo cual, en manos del sabio de Queronea, sirve para llevar a cabo un fino retrato de un hombre para el que el exceso se convirtió en una marca de conducta existencial. El poder que acaparó Sila, al igual que en el caso de Lisandro, aunque el romano llegó incluso más lejos, merced a sus éxitos militares, a las masacres de enemigos perpetradas, a las proscripciones de ciudadanos y a su implacable sed de honores, se convirtió poco menos que en absoluto. Valerio Máximo (Dichos y hechos memorables IX 2, 1) señala que «en la consecución de victorias militares se convirtió a los ojos del pueblo romano en un nuevo Escipión, pero en el uso que hizo de la victoria, en un nuevo Aníbal». Derramó más sangre de sus conciudadanos de lo que había hecho antes otro romano y fue el gran vencedor de la guerra civil contra Mario y el bando popular, por lo que la tradición historiográfica romana no pudo sino sentir una curiosa mezcla de abominación ante su crueldad y de fascinación ante sus logros: la captura de Jugurta, el sometimiento de los marsos en la Guerra Social, la rendición de Mitrídates y la unificación del Estado romano después de una cruenta guerra civil. Resulta muy interesante, además de aportar distintos matices a la narración de este convulso momento de la historia de Roma, la lectura de esta Vida de Sila en paralelo con la de la Vida de Mario.

Plutarco arranca su crítica moral de Sila en los primeros años de la vida del dictador, licenciosa y demasiado convivial junto a gente de la farándula y cuyos prolongados excesos provocaron su muerte en el 78 a. C. Nuestro autor señala con una mezcla de aversión y escándalo sus amoríos con una prostituta rica, con el cantante y actor Metrobio, sus divorcios y matrimonios. Posteriormente, según avanza el relato, el tono se recrudece hasta que se entrelazan datos que configuran un catálogo realmente atroz: pone precio a la cabeza de Mario, su gran rival, que, sin embargo, le perdonó la vida cuando le tuvo a merced, masacra a los ciudadanos de Antemnas ante las puertas del Senado de Roma durante una sesión del mismo, expolia con inefable impiedad los santuarios de Grecia, incluso los más sagrados, como Olimpia y Delfos —el amado Delfos de Plutarco, en la que él había servido como sacerdote de Apolo—, se comporta con una arrogancia y altanería impropia de Roma con los pueblos de Asia, proscribe y condena a muerte a los ciudadanos romanos para apoderarse de sus patrimonios o regalárselos a sus amigos. Su aspecto no era menos feroz: ojos de un azul gélido, rubicundo, con manchas de sangre por todo su rostro, lo que llevó a un gracioso ateniense a compararlo con «una mora rebozada en harina». En suma, una invitación a contemplar cómo la consecución y el ejercicio del poder absoluto llevan a un general valioso, apreciado por el pueblo y con cierta facilidad para emocionarse, a convertirse en un cruel tirano. En palabras del propio Plutarco: «Resulta natural que el ejercicio del poder absoluto le causara un perjuicio, ya que éste no permite que los rasgos del carácter permanezcan de acuerdo con el modo de ser de un principio, sino que se vuelven caprichosos, fútiles y violentos. Ver si esto es un movimiento y un cambio de la naturaleza que opera por fortuna, o si es una revelación producto del poder de la perversidad que yacía oculta, es algo que nos haría entrar en otra clase de temas» (Vida de Sila 30, 5–7). Esto acerca el retrato de Sila al que traza del griego Pirro en su biografía: el poder sin medida conducirá a ambos sin remedio a la degeneración moral en una suerte de tragedia shakespeareana que les deparará a ambos un cruel final: al griego, la espada; al romano, una necrosis tumoral.

Parece que Plutarco tuvo acceso a las propias Memorias de Sila, hoy perdidas, en cuya redacción se volcó el dictador una vez que abandonó Roma y el poder y se marchó a vivir a su villa de los alrededores de Cumas. Además de esta obra, nuestro autor menciona como fuentes a Fenestela, a Juba, rey de Mauritania, a Salustio, a Estrabón y a Tito Livio. Por otro lado, al igual que en la Vida de Lisandro, en la narración de la campaña militar de Sila por Grecia, Plutarco se detiene con calma a precisar datos mitológicos y geográficos sobre los lugares de su tierra, Beocia, conocidos por él de primera mano, en donde tuvieron lugar las decisivas batallas de Queronea, su pueblo natal, y Orcómeno.

Como sucedía en la Vida de Lisandro, el moralista Plutarco, en su rechazo del lujo, da datos precisos que ponen en relación la vinculación entre el enriquecimiento económico y la corrupción moral. Si bien en el caso de Lisandro, no se le podía achacar el afán de lucro propio, sino la introducción de la codicia en Esparta; en cambio, en el caso de Sila, con los excepcionales y sarcásticos episodios del expolio de los santuarios de Grecia (12) o el de la subasta pública de unos bienes fruto de una proscripción (41), sí que se proyecta un haz de luz directo sobre el apego a las riquezas del dictador. En la comparación final se señala: «(…) tanto daño provocó Lisandro en Esparta con la introducción de la propiedad privada de la riqueza, como mal Sila con su expolio de Roma (…). Ambos ejercieron una curiosa influencia sobre sus ciudades: Sila, siendo como era de intemperado y despilfarrador, con todo logró que sus ciudadanos se volvieran más cuerdos; sin embargo, Lisandro llenó a Esparta de todas las afecciones del alma de las que él mismo carecía, de modo que ambos marraron: uno por ser peor que sus leyes, el otro porque hizo que sus conciudadanos se volvieran peores que él, ya que enseñó a Esparta a necesitar aquello que él había demostrado no echar en falta».

Por otra parte, se muestra curioso ante la religiosidad de Sila, sobre todo volcada hacia la diosa Fortuna, Venus, Apolo y las prácticas adivinatorias. El propio Sila se consideraba «un hijo de la Fortuna» y no tenía reparos en afirmar que era a ella a quien le debía sus éxitos, no sabemos si por una actitud supersticiosa o por una auténtica piedad o falta de vanidad. Lo cierto es que la aparición de señales divinas es continua a lo largo del relato: una estatua de la Victoria movida por máquinas durante una ceremonia de coronación de Mitrídates se desploma durante el acto; un monstruoso sátiro aparece cuando las tropas de Sila desembarcan en Brindis; en un sacrificio en Tarento el hígado de un animal sacrificado muestra una corona de laurel; dos machos cabríos se enzarzan en una mortal pelea en el monte Tifato ante la vista del ejército y luego se desvanecen en el aire; un esclavo en estado de posesión por la diosa Belona le comunica su victoria final y el incendio del Capitolio; en Fidencia una nube de flores cae de repente sobre el ejército de su lugarteniente Marco Lúculo y lo corona. No sabemos con certeza, aunque parece plausible por el tono y el contenido, que éstos sean datos ofrecidos por el mismo Sila en sus Memorias ; no obstante, sirven para aportar un tinte sobrenatural a la narración de Plutarco, al igual que la predicción que realiza un oráculo caldeo sobre el propio Sila (c. 5) o el sueño del propio Sila en el que un hijo suyo muerto se le aparece para anunciarle su próxima muerte (c. 37), dato que Plutarco extrae de las propias Memorias del dictador.

Asimismo, nuestro autor no pierde ocasión para demostrar su erudición: en el capítulo 7 se hace eco de las doctrinas pitagóricas sobre un gran año cósmico que marca las sucesión de las edades del mundo; en el 17 explica la etimología de un topónimo beocio a la luz de la mitología y de la lengua fenicia; en el 36 describe la enfermedad mortal de Sila sirviéndose de las teorías médicas de su época; además de citas de Eurípides, Aristófanes y Filocles.

SUMARIO

Orígenes familiares y primeros años de Sila: 1–2.

Cursus honorum hasta la consecución del consulado, Guerra de Jugurta y primeras rivalidades con Mario: 3–5.

Guerra civil entre Mario y Sila: 7–10.

Guerra contra Mitrídates, toma de Atenas, campaña en Beocia y en Asia: 11–25.

Vuelta a la Grecia continental: 26.

Regreso a Italia y continuación de la guerra civil: 27–32.

Sila dictador en Roma, crueldades y proscripciones: 33–35.

Muerte de Sila: 36–38.

Comparación entre Lisandro y Sila

Actividad política: 39–41.

Acciones bélicas y conclusión: 42–43.

Al igual que en la Vida de Lisandro, esta traducción sigue el texto editado por ROBERT FLACELIÈRE y ÉMILE CHAMBRY en Plutarque: Vies, VI, Pyrrhos-Marius et Lysandre-Sylla , Les Belles Lettres, París, 1971.

LISANDRO

El tesoro de los acantios que se encuentra en Delfos tiene [1] la siguiente inscripción: «Brásidas y los acantios de los atenienses» 1 . Por ello muchos afirman que la estatua de mármol que se encuentra en su interior junto a las puertas representa a Brásidas. En realidad es la imagen de Lisandro, con el pelo al estilo antiguo y las mejillas barbadas. Tampoco es cierto, [2] como algunos afirman 2 , que, después de su gran derrota, los argivos se cortaran el pelo y la barba en señal de duelo, mientras que los espartanos, por el contrario, se dejaran crecer la cabellera como signo de alegría triunfal; ni siquiera que se dejen los cabellos largos porque los Baquíadas, cuando salieron huyendo de Corinto en dirección a Lacedemonia 3 , parecieran tener un aspecto poco noble y desastrado con el pelo corto, sino que eso fue una disposición de Licurgo, que decía que la cabellera larga hacía que los hombres bellos estuvieran más favorecidos y que los feos resultaran más temibles.

[2] Se dice que el padre de Lisandro fue Aristócrito 4 , que no era de familia real, pero pertenecía al linaje de los Heraclidas. Lisandro fue criado en la pobreza, y demostró ser tan obediente como el que más respecto a las costumbres de su patria 5 , así como valiente y capaz de gobernar los placeres, a excepción de ese que procuran las grandes acciones que aportan honores y éxito. Además, en Esparta no se considera una vergüenza que los jóvenes se vean dominados por esa clase de placer. [2] Es más, quieren que desde que comienza su vida los jóvenes pasen por situaciones que les reporten gloria, que se sientan molestos cada vez que se les haga un reproche y engrandecidos cuando se les alabe. Desprecian a aquel que no se siente afectado o movido por estas cosas y le consideran indolente e indigno para la virtud. Por tanto, el amor por los honores y por la disputa quedó implantado en él por la educación laconia, de modo que ese rasgo no es achacable a su disposición natural. [3] Sin embargo, sí que parecía por naturaleza más inclinado a servir a los poderosos que el común de los espartanos y estaba dispuesto a soportar la arrogancia de los poderosos si era preciso, algo que algunos consideran una parte, y no pequeña, de la habilidad política. Aristóteles, que demostró que las grandes naturalezas son propensas a la melancolía, como las de Sócrates, Platón o Heracles 6 , cuenta que Lisandro también fue presa de la melancolía, pero no desde joven, sino cuando ya era bastante mayor. Lo que resulta característico de él es lo [4] bien que sobrellevó la pobreza y que no se dejara gobernar ni corromper por las riquezas. Llenó su patria de bienestar y de amor por la riqueza, acabó con esa fascinación que les provocaba el hecho de no sentirse cautivados por ella y consiguió gran abundancia de oro y plata después de la guerra contra Atenas, y todo ello sin quedarse con una sola dracma 7 . Cuando [5] Dionisio el tirano envió para sus hijas unos mantos muy caros hechos en Sicilia, no los aceptó y dijo que tenía miedo de que no les quedaran bien. Pero poco después cuando él fue enviado como embajador de su ciudad ante ese mismo tirano, éste le presentó dos vestidos y le urgió a que cogiera uno de los dos para regalárselo a su hija, Lisandro dijo que era mejor que lo eligiera ella, cogió los dos y se marchó 8 .

La Guerra del Peloponeso se alargaba y, después del desastre [3] ateniense en Sicilia 9 , se pensaba que Atenas podía perder la hegemonía marítima y que, al poco, renunciaría completamente a la lucha. Pero Alcibíades regresó de su exilio y logró dar un gran vuelco a la situación, ya que consiguió que los atenienses fueran de nuevo un rival por mar para los [2] espartanos. Entonces el temor asaltó de nuevo a los lacedemonios y, puesto que sus ansias de combate se habían visto renovadas, necesitaban a un general fuerte y armamento más poderoso, por lo que concedieron a Lisandro el mando de las fuerzas navales 10 . En Éfeso, vio que la ciudad le era propicia y que además estaba muy inclinada al bando lacedemonio, pero estaba gobernada de manera penosa y corría el peligro de convertirse en bárbara por la influencia de las costumbres persas, muy imbricadas; además lindaba por todas partes con Lidia y los generales del Rey pasaban en ella mucho tiempo. [3] Puso su cuartel general, ordenó que todos los barcos de mercancías llevaran allí sus cargas, desde todas partes, y comenzaron la construcción de una flota de trirremes, lo cual reanimó el comercio en los puertos de la zona, así como el mercado de trabajadores, y llenó de riquezas las casas particulares y los talleres de artesanos, de modo que desde ese momento la ciudad, gracias a Lisandro, comenzó a albergar las esperanzas de esplendor y grandeza que ahora ha conseguido plenamente 11 .

[4] Cuando se enteró de que Ciro, el hijo del Rey, se dirigía a Sardes, acudió allí para hablar con él y quejarse de Tisa-fernes 12 . Éste tenía la orden de ayudar a los lacedemonios y expulsar del mar a los atenienses, pero parecía que Alcibíades se lo había ganado para su causa, pues se había mostrado indolente y había suministrado unos recursos insignificantes [2] que debilitarían la flota. Además, Ciro estaba deseoso de que Tisafernes incurriera en una culpa y que se dijera de él que era un hombre malvado y que estaba enfrentado con él. A partir de estos sucesos y de otras vivencias compartidas, Lisandro se ganó el afecto del joven Ciro, especialmente por el tono preferencial con el que lo trataba 13 , y le dio ánimos para entrar en guerra. Un día que Lisandro se disponía a salir de un banquete [3] que le había dado Ciro, éste le pidió que no rehusara sus amistosas dádivas, sino que pidiera aquello que quisiera, puesto que no faltaría en absoluto a ninguna sus peticiones, entonces Lisandro respondió: «Ya que eres tan generoso, Ciro, te pido y ruego que añadas un óbolo más al salario de los marineros, de modo que reciban cuatro, en lugar de tres». Ciro, encantado [4] con su nobleza, le entregó diez mil daricos 14 , para que subiera con ellos un óbolo el salario de los marineros. En muy poco tiempo se corrió tanto la voz que los barcos de los enemigos se quedaron vacíos, ya que la mayoría acudía a donde les pagaban más, y los que permanecían se quedaban de mala gana, se volvían conflictivos y eran fuente de problemas diarios a los capitanes. No obstante, Lisandro, aunque con esta maniobra [5] había causado bajas a los enemigos y los había dejado diezmados, rehuía el combate naval, ya que temía a Alcibíades, que era un estratego audaz, le superaba en número de naves y que además en cuantas batallas había tomado parte hasta entonces, por tierra y por mar, había resultado invicto 15 .

[5] Una vez que Alcibíades partió de Samos en dirección a Focea dejó la flota al mando de Antíoco, el piloto 16 . Antíoco para insultar a Lisandro, navegó con dos trirremes hasta el puerto de Éfeso en un gesto de arrogancia. Cuando pasaron por delante del puerto, comenzaron a hacer burlas, a montar jaleo y a mostrarse desafiantes. Lisandro, presa de la cólera, salió con unas pocas trirremes en su persecución. Al momento se dio cuenta de que los atenienses acudían en ayuda de Antíoco, sacó más naves y terminaron trabando una batalla [2] naval. Salió vencedor Lisandro, que tomó quince trirremes y erigió un trofeo. El pueblo de Atenas, enojado por este suceso, le quitó el mando de la flota a Alcibíades, quien, vituperado e insultado también por los soldados que estaban acantonados en Samos, se marchó del campamento en dirección al Quersoneso. Aunque esta batalla no fue en realidad muy importante, la Fortuna quiso que Lisandro se hiciera famoso por lo que le ocurrió a Alcibíades 17 .

[3] Lisandro, por su parte, hizo que desde las demás ciudades concurrieran en Éfeso todos aquellos a los que había visto descollar en audacia o animosidad. De este modo sembró las semillas de lo que serían las decadarquías y de las innovaciones que vendrían después 18 . Les incitó y animó a que formaran sociedades y se aplicaran a los asuntos públicos, para que, en cuanto fueran liberados del dominio ateniense, derrocaran los gobiernos democráticos y fueran ellos los [4] que gobernaran en sus patrias. Cumplió la palabra dada con cada uno de ellos: a los que eran sus amigos y huéspedes les otorgó cargos importantes, honores y mandos militares. Mas él mismo incurrió también en arbitrariedades y errores por dar pábulo a la codicia de aquéllos; hasta tal punto que todos tenían la atención puesta en él, le llenaban de favores y le mostraban su cariño, en la esperanza de que, mientras él estuviera en el poder, no se iban a ver privados de las cosas más importantes. Por ello desde el primer momento no [5] les agradó que fuera Calicrátidas el sucesor de Lisandro en el mando de la flota, tampoco después, cuando este hombre había dado pruebas de sus capacidades y se había demostrado que era el mejor y el más justo, estaban a gusto con la manera en que ejercía el mando, aunque lo hacía con una sencillez y coherencia dóricas. Admiraban la virtud de Calicrátidas como el que admira la belleza de una estatua heroica, pero anhelaban la diligencia de Lisandro y buscaban su camaradería y el beneficio que les reportaba, de modo que cuando se marchó, se sintieron desanimados e incluso le lloraron.

Él contribuyó también a que se sintieran enojados con [6] Calicrátidas, ya que mandó de vuelta a Sardes lo que quedaba del dinero que había recibido de Ciro para los marineros y dijo que fuera a pedirlo el propio Calicrátidas, si quería, o que se buscase la manera de mantener a los soldados 19 . Finalmente, [2] cuando iba a partir, tomó a Calicrátidas por testigo y le dijo que ponía a su cargo una flota que era dueña del mar; pero Calicrátidas, queriendo reprender sus vanas y fanfarronas pretensiones, le dijo: «Perfecto, deja a tu izquierda Samos, navega en dirección a Mileto y me haces entrega de las naves allí. Si somos dueños del mar, no hay razón para temer a los [3] enemigos acuartelados en Samos». Respondió a eso Lisandro que él ya no tenía el mando, sino Calicrátidas. A continuación emprendió rumbo hacia el Peloponeso dejando a Calicrátidas sumido en dificultades económicas, puesto que él no había traído fondos de Esparta, ni le parecía honesto recaudarlos de las ciudades o cogerlos por la fuerza, ya que éstas se encontraban [4] en grandes aprietos. Lo único que podía hacer era llamar a las puertas de los generales del Rey, como había hecho Lisandro, y pedirlo. Pero era el menos indicado para esa labor, ya que tenía un carácter libre y orgulloso y consideraba en todo punto más honorable que los griegos fueran derrotados por griegos a andar adulando y presentándose ante las puertas de unos bárbaros que, por muy ricos que fueran, no tenían [5] nada bueno. Agobiado por las estrecheces, enseguida marchó a Lidia, al palacio de Ciro, y mandó que le hicieran saber que había llegado Calicrátidas, el estratego de la flota espartana, y que quería hablar con él. Uno que estaba en la puerta le dijo: «Ciro no está ahora para tareas, extranjero. Está bebiendo». Calicrátidas, entonces, con bastante naturalidad, le dijo: «No pasa nada. Esperaré aquí hasta que haya acabado de beber». [6] Les pareció bastante rudo en sus maneras y, sintiendo que los bárbaros se reían de él, se marchó. Cuando se presentó por segunda vez, no le permitieron entrar y con un gran enfado se volvió a Éfeso maldiciendo a los primeros que se habían dejado burlar por esos bárbaros y que los habían enseñado a comportarse con tamaña insolencia por el hecho de ser ricos; [7] además juró ante todos los presentes que, tan pronto como estuviera de vuelta en Esparta, haría todo lo que pudiese para que los griegos se reconciliaran y se hicieran temibles para los bárbaros y dejaran de necesitarlos para pelear unos contra otros.

[7] Calicrátidas, que pensaba de un modo digno de un lacedemonio y que rivalizaba con los mejores griegos en justicia, grandeza de ánimo y valentía, murió poco tiempo después en la batalla naval de las Arginusas 20 , en la que fue derrotado. Entonces la situación empeoró y los aliados enviaron una embajada a Esparta para pedir que se restituyera a Lisandro en la comandancia de la flota, ya que concurrirían con un ánimo mayor si era éste el general en jefe. Ciro también mandó una [2] misiva con la misma petición. Ya que la ley no permitía que una misma persona fuera el comandante de la flota dos veces, los lacedemonios quisieron complacer a sus aliados y le dieron el título de general de la flota a un tal Araco, y a Lisandro le dieron el título de enviado, aunque de hecho lo mandaron a éste con plenos poderes 21 . Llegó allí el más anhelado por los gobernantes y por los más poderosos de esas ciudades, ya que esperaban que gracias a él pudieran conseguir más poder una vez que se pusiera fin a los gobiernos democráticos. No [3] obstante para aquellos que preferían un modo de gobierno sencillo y noble, Lisandro, en comparación con Calicrátidas, parecía taimado y embustero, ya que engrandecía con engaños sus acciones de guerra y exaltaba la justicia cuando iba acompañada por el beneficio, y si no era así, se servía de lo más provechoso como si fuera lo bueno, pues consideraba que la verdad no era por naturaleza superior a la mentira y que había que sopesar en qué consideración se debía tener a una u otra. Se burlaba de aquellos que no consideraban digno [4] de los descendientes de Heracles el hecho de hacer la guerra mediante engaños y decía: «Cuando no llega con la piel de león, hay que parchear con la de zorra» 22 .

[8] Lo que se cuenta que hizo en Mileto apoya estas consideraciones 23 . Cuando los amigos y huéspedes de Esparta, a los que había ofrecido ayuda para acabar con el gobierno democrático y expulsar a los disidentes, cambiaron de idea y se reconciliaron con los enemigos, Lisandro hizo manifestaciones públicas de estar encantado con ello y que se adhería a la reconciliación, pero en privado los criticaba y acusaba duramente, azuzándolos a ponerse en contra de la mayoría de [2] la población. Cuando se enteró de que se había producido una sublevación, de inmediato fue a la ciudad en su auxilio. A los primeros sublevados con los que se encontró los vituperó de palabra y los trató con aspereza, como si fuera a imponerles un castigo, y a los demás los animó y les hizo suponer que [3] nada malo les pasaría mientras él se encontrara allí. Así fingió y se sirvió de esas argucias para que los demócratas de mayor poder no huyeran, sino que se quedaran en la ciudad a fin de poder asesinarlos. Y así sucedió. Todos los que se fiaron de él fueron degollados. Recuerda Androclides una frase de Lisandro [4] que le acusa de ligereza en materia de juramentos. Pues, según cuentan, aconsejaba engañar a los niños con las tabas y a los hombres, con juramentos, a la manera de Polícrates de Samos: y no está bien que un general imite a un tirano 24 . Tampoco es muy espartano tratar a los dioses como a los enemigos, incluso es esto más injurioso, pues el que falta a un juramento reconoce tanto que teme a su enemigo como que desprecia a la divinidad.

Ciro hizo que Lisandro fuera a Sardes para darle unas cosas, [9] prometerle otras y, con cierta fanfarronería juvenil, para ganarse su favor le dijo que, aunque su padre no le diera nada, él gastaría en él todos sus bienes; y en caso de que no tuviera más, desmontaría el trono en el que se sentaba para sacar dinero, ya que éste era de oro y plata. Finalmente, cuando se [2] dirigía a la Media a encontrarse con su padre 25 , le encomendó la recogida de los tributos de las ciudades dotándole de su potestad. Se despidieron y Ciro le rogó que no entablara combates navales con los atenienses hasta que él regresara, pues volvería de Fenicia y Cilicia con muchas naves; después marchó al palacio del Rey. Lisandro, que no era capaz de combatir por mar en casi igualdad de fuerzas ni de quedarse quieto con tal cantidad de naves, se hizo a la mar y se anexionó algunas islas, atacó Egina y Salamina y las saqueó. A continuación [3] desembarcó en el Ática y saludó a Agis, que bajó desde Decelia para encontrarse con él 26 , y mostró su fuerza naval a la infantería que se hallaba allí acantonada, para mostrar que navegaba por donde quería y que tenía el dominio del mar. No obstante, cuando se dio cuenta de que los atenienses marchaban a su encuentro, se apresuró a huir por medio [4] de las islas en dirección a Asia. Se encontró el Helesponto vacío y atacó con sus naves Lámpsaco; entonces Tórax acudió con la infantería y lanzó un ataque contra las murallas. Tomó la ciudad por la fuerza y permitió a los soldados que la saqueasen 27 .

La armada ateniense, con ciento ochenta naves, había fondeado por entonces en Eleunte del Quersoneso, pero cuando se enteraron de que Lámpsaco había sido tomada, al momento se [5] dirigieron hacia Sestos. Una vez allí se hicieron con provisiones y navegaron por la costa rumbo a Egospótamos, enfrente de los enemigos que aún estaban anclados en Lámpsaco. Eran varios los estrategos atenienses y entre ellos estaba Filocles, el que había convencido al pueblo para cortar el dedo pulgar de la mano derecha a aquellos enemigos que fueran capturados en la guerra, para que no fueran ya capaces de llevar una lanza, pero sí de batir los remos 28 .

[10] Todos permanecieron entonces en reposo, pensando que entrarían en combate naval al día siguiente. Pero la idea de Lisandro era muy distinta: dio orden a los marineros y a los pilotos de embarcar en las trirremes y esperar en formación y en silencio las órdenes, como si fueran a batallar por la mañana; igualmente que la infantería, que estaba formada en la [2] costa, aguardase sin moverse. Cuando salió el sol, los atenienses avanzaron de frente con todas sus naves para provocar la batalla, pero él, con todas las naves de proa a los enemigos y ya pertrechadas desde la noche, no entró en combate. Mandó unas embarcaciones auxiliares a los barcos de la vanguardia para ordenarlas que se mantuvieran quietas y permanecieran en formación sin inquietarse ni entrar en batalla. Al atardecer [3] los atenienses se retiraron y él no dejó desembarcar a los soldados de las naves hasta que regresaron dos o tres naves que había enviado como oteadoras para asegurarse de que los enemigos habían desembarcado. Al día siguiente sucedió lo mismo y al tercero y al cuarto, de modo que surgió entre los atenienses gran confianza y también desprecio al pensar que los enemigos les temían y estaban desalentados. Entonces [4] Alcibíades, que se encontraba en el Quersoneso, en su fortaleza 29 , marchó a caballo hasta el campamento de los atenienses y, una vez allí, criticó a los estrategos primero por haber acampado en un lugar malo y además poco seguro, en una costa abierta y expuesta a peligros, y en segundo lugar porque se equivocaban al ir a Sestos a tomar provisiones desde tan lejos, cuando era más conveniente navegar un poco más hacia [5] el puerto y la ciudad de Sestos para mantenerse apartados de unos enemigos que les vigilaban y que estaban a las órdenes de un solo hombre al que obedecían escrupulosamente en todo por miedo. Aunque él les mostraba todas estas cuestiones, no le hicieron caso. Tideo incluso le respondió con arrogancia y le replicó que no era Alcibíades el que mandaba el ejército, sino otros 30 .

Alcibíades se marchó de allí con la sospecha de que había [11] traidores entre ellos. Al quinto día, los atenienses hicieron la navegación y la retirada, como era costumbre, con mucha despreocupación y desprecio. Pero Lisandro, al enviar naves de reconocimiento, ordenó a los capitanes que, cuando vieran que los atenienses desembarcaban, regresaran a toda prisa y, tan pronto como estuvieran a medio camino, levantaran un [2] escudo de bronce en la proa, como señal de batalla. Él mismo recorría la flota a bordo de su embarcación y se dirigía a los pilotos y capitanes, urgiéndoles a que tuvieran en formación a la tripulación, marineros y remeros, y a que, en el momento en el que diera la señal, avanzaran contra los enemigos con decisión y fuerza. Cuando se alzó el escudo en las naves y la capitana dio la llamada con un toque de trompeta, las naves se lanzaron al ataque y los soldados de infantería rivalizaron entre [3] sí por alcanzar la costa junto al promontorio. La distancia que mediaba entre ambos continentes era de quince estadios 31 , pero rápidamente fue cubierta por el empuje y el ímpetu de los remeros. Conón fue el primer estratego ateniense que vio desde tierra cómo la flota se lanzaba al ataque y al punto ordenó a gritos que embarcaran. Dándose cuenta de lo que les esperaba, llamaba a unos, rogaba a otros, a otros les obligaba [4] a subirse a los barcos. Pero su esfuerzo fue en balde, los hombres se encontraban dispersos: después de desembarcar, ya que no sospechaban nada, unos se habían ido al mercado, a darse una vuelta por el lugar, otros dormían en las tiendas o se preparaban el almuerzo, pendientes de todo menos de lo [5] que iba a ocurrir por la incompetencia de sus superiores. El enemigo se echó entonces sobre ellos entre gritos y estrépitos, Conón cogió ocho naves y emprendió la huida en dirección a Chipre en busca de la protección de Evágoras. El resto de las naves fueron presa de los peloponesios: se encontraron unas completamente vacías y atacaron aquéllas sobre las que aún no se había embarcado toda la tripulación. Algunos hombres murieron junto a las naves, cuando corrían a defenderlas sin orden y sin armas, a otros los mataron en tierra, cuando huían [6] del desembarco enemigo. Lisandro capturó a tres mil prisioneros, además a los estrategos y la flota entera a excepción de la Páralos y de los que habían huido con Conón 32 . Después de remolcar las naves y saquear el campamento, emprendió la navegación hacia Lámpsaco entre flautas y canciones triunfales: había conseguido una gran hazaña con un mínimo esfuerzo y en una sola hora había puesto fin a la más larga guerra, la más diversa en incidentes y la más increíble en cuanto a situaciones de suerte de las que había habido hasta entonces, ya [7] que, después de haber pasado por mil formas de combate, por cambios en los acontecimientos y por una pérdida de ejércitos superior a cuantas guerras habían tenido lugar en Grecia, había encontrado su fin gracias al buen consejo y la destreza de un solo hombre, por lo que algunos llegaron a pensar que había habido intervención divina 33 .

Algunos decían que habían visto brillar con fuerza las [12] estrellas de los Dioscuros a ambos lados de la nave de Lisandro 34 , justo cuando navegaba desde el puerto contra los enemigos; otros que la caída de una piedra había sido la señal de este suceso, pues, como se suele creer, había caído una piedra enorme del cielo en Egospótamos: aún hoy la muestran; de [2] hecho, es objeto de veneración en el Quersoneso. Se cuenta que Anaxágoras había anunciado que cuando los cuerpos que están sujetos en el cielo sufrieran algún deslizamiento o alguna sacudida, sucedería la ruptura y caída de uno que se hubiera quedado desprendido 35 ; además cada una de las estrellas del cielo no está en el lugar en el que tuvo su origen, pues su brillo, dado que su naturaleza es pedregosa y pesada, surge por resistencia y refracción del éter y son arrastradas a la fuerza por la potencia y tensión del movimiento circular que las sujetaba, que en origen hizo que no cayeran en la tierra, en la época en que los cuerpos fríos y pesados se separaron del conjunto.

[3] Pero hay otra explicación más plausible que ésta: algunos afirman que las estrellas que se precipitan no son flujo ni desprendimiento del fuego eterno que se desvanece en el aire tan pronto como éste se prende; tampoco inflamación e incendio de una gran cantidad de aire que se libera sobre la región superior, sino ruptura y caída de cuerpos celestes —como resultado de una pérdida de fuerza del movimiento circular producido por dislocaciones— que no los llevan a partes habitadas de la tierra, sino que la mayoría de ellos cae fuera en la inmensidad [4] del mar, por lo que desaparecen. Daímaco, en su tratado Sobre la piedad, testimonia la idea de Anaxágoras 36 , cuando cuenta que antes de la caída de la piedra y durante setenta y cinco días consecutivos se vio en el cielo un cuerpo incandescente de gran tamaño, semejante a una nube de fuego, no en reposo, sino en giros múltiples y quebrados, hasta que esas sacudidas y movimientos errantes acabaron por romperlo en fragmentos incandescentes que iban de aquí para allá y brillaban como estrellas que caen. Cuando cayó en esa parte de la tierra, y [5] una vez que los que allí vivían se liberaron del miedo y el estupor que les había producido, acudieron al lugar y no se encontraron con fuego ni siquiera con un resto, sino con una piedra tendida, grande de hecho, pero que no conservaba parte alguna de aquel círculo de fuego, por decirlo de algún modo. Está más que claro que Daímaco necesita un auditorio bienintencionado. Si su explicación es cierta, refuta con autoridad a [6] aquellos que andan diciendo que aquélla era una piedra arrancada de una cima por vientos y vendavales que había quedado suspendida y había sido llevada como las peonzas; tan pronto como la revolución aflojó y se fue perdiendo la fuerza, se precipitó y cayó. A no ser, por Zeus, que fuera realmente fuego [7] lo que se manifestó durante varios días, y que su desvanecimiento y desaparición provocaran en el aire un cambio que produjera corrientes de aire más violentas y en movimiento, que fueron la causa de que la piedra cayera. Pero estas cosas son para examinarlas en otra clase de escritos.

Lisandro, después de que los tres mil prisioneros atenienses [13] que había capturado fueran condenados a muerte por el Consejo 37 , llamó al estratego ateniense Filocles y le preguntó qué sentencia dictaría sobre sí mismo, después de la clase de ideas que había dado a sus ciudadanos contra otros griegos. Filocles no se vino abajo y le replicó que no se podía condenar [2] por cosas de las que nadie era juez competente, sino que el vencedor tenía que hacer aquello que le habría tocado padecer si hubiera sido vencido. A continuación, se lavó, tomó un manto resplandeciente y, según cuenta Teofrasto 38 , condujo a sus conciudadanos a la matanza.

Tras esto, Lisandro navegó a las ciudades y conminó a cuantos atenienses se encontró a marcharse a Atenas; pues no le perdonaría la vida a ninguno, sino que degollaría a cualquiera [3] que encontrara fuera de la ciudad. Algo que logró enviándolos a todos a la capital, pues su plan era que en poco tiempo la ciudad sucumbiera al hambre y a la falta de suministros, de modo que el asedio no le resultara muy arduo por encontrarse los espartanos bien abastecidos. Disolvió los gobiernos populares y el resto de los sistemas políticos, y dejó en cada ciudad a un gobernador lacedemonio y a diez magistrados escogidos de las sociedades que él mismo había formado 39 . [4] Cuando implantó esto tanto en las ciudades enemigas como en las aliadas, se hizo a la mar despreocupadamente ya que había conseguido en cierto modo el control de Grecia. Nunca eligió a los gobernantes por ser de clase noble o por sus riquezas, sino que, en agradecimiento de lo que habían hecho por él, hizo señores del reparto de recompensas y castigos a sus compañeros y a sus huéspedes. Además en muchas ocasiones Lisandro estuvo presente en las matanzas y condenó al destierro a los enemigos de sus partidarios, y ello no contribuyó a presentar ante los griegos una imagen muy buena del gobierno de los lacedemonios; incluso el cómico Teopompo parece [5] quedarse corto cuando compara a los lacedemonios con las taberneras 40 , pues dieron a probar a los griegos el más dulce vino de libertad y le vertieron vinagre: pues en seguida ese sorbo se volvió amargo y desagradable, ya que Lisandro no concedió a los pueblos la soberanía sobre sus propios asuntos, sino que entregó las ciudades a unos pocos: a los más osados y camorristas.

No pasó mucho tiempo en estos asuntos y mandó a Lacedemonia [14] a unos emisarios para que anunciaran que se encontraba navegando hacia allí con doscientas naves. En las costas del Ática se reunió con Agis y Pausanias, los reyes de Esparta, y consideraban que lograrían tomar Atenas en muy poco tiempo. Pero los atenienses opusieron resistencia, de modo que tuvieron que embarcar y pasar de nuevo a Asia. Una vez allí disolvió al momento todas las otras formas de gobierno de las ciudades e instituyó decarquías: mediante muchas muertes y matanzas en cada una de ellas. Desterró a todos los samios y entregó la isla a los antiguos exiliados 41 . Tomó Sestos, isla bajo [2] mando ateniense, y no permitió que estuviera habitada por sestios, sino que entregó a sus pilotos y contramaestres la ciudad y el territorio para que se los repartieran: esta fue la primera de sus órdenes que fue desautorizada por los lacedemonios que restituyeron el territorio a los sestios. Por el contrario, los [3] griegos vieron con gusto otras acciones de Lisandro, como la devolución a los eginetas de su ciudad, después de largo tiempo 42 ; al igual que hizo con los habitantes de Melos y de Esción, por lo que los atenienses fueron expulsados de estas y obligados a devolver las ciudades. Cuando creyó que los que estaban en Atenas se encontrarían ya agobiados por el hambre, puso rumbo al Pireo y cercó la ciudad, obligándoles a llevar [4] a cabo la capitulación bajo las condiciones que él ordenó. Se cuenta entre los lacedemonios que Lisandro escribió entonces a los éforos una carta en estos términos 43 : «Atenas ha sido tomada»; ellos contestaron a su vez a Lisandro: «Es suficiente con haberla tomado», pero quizá esto se cuenta para dar buena impresión. La orden verdadera de los éforos fue ésta: «Éstas son las resoluciones de los magistrados lacedemonios: después de destruir el Pireo y los Grandes Muros y de salir del resto de las ciudades, mantendréis vuestro territorio: si hacéis esto, tendréis paz, si queréis; además: la restitución de los exiliados. Respecto a la cantidad de naves, haréis lo que se [5] resuelva». Los atenienses aceptaron esta escítala a propuesta de Terámenes, hijo de Hagnón 44 . Cuando Cleómenes, uno de los jóvenes demagogos, le interpeló por atreverse a hacer y a decir lo contrario de lo que hizo Temístocles, ya que entregaba a los lacedemonios unas murallas que aquél había ordenado construir en contra de la voluntad de los lacedemonios, Terámenes respondió: «Nada de eso, joven. No hago lo contrario [6] que Temístocles: pues él mandó construir esas murallas para salvaguarda de los ciudadanos y nosotros las demolemos para lo mismo: pues si las murallas ocasionaran la felicidad de las ciudades, entonces la más desgraciada de todas ellas debería ser Esparta, que no está amurallada».

Lisandro, una vez que se hizo con todas las naves, excepto [15] doce, y se le entregaron las murallas de Atenas, decidió en seguida cambiar el sistema de gobierno el día dieciséis del mes de muniquión, el mismo día en que se venció a los bárbaros en la batalla de Salamina 45 . Los atenienses reaccionaron con [2] hostilidad y violencia, y él envió unos emisarios al pueblo para comunicarle que ellos habían roto los acuerdos, puesto que los muros seguían en pie una vez que había pasado el plazo de tiempo en el que debían ser derribados. Por tanto habría de imponerles otro veredicto nuevo, ya que habían incumplido los acuerdos. Hay quienes cuentan que en un encuentro con sus aliados manifestó que su veredicto sería convertirlos en esclavos, y que fue entonces cuando el tebano Eriantes propuso arrasar la ciudad y convertir su territorio en pastos 46 . [3] Cuando los generales bebían juntos en una reunión, uno de ellos, un foceo, cantó el comienzo de la párodos de la Electra de Eurípides: «Hija de Agamenón, he venido, Electra, a tu atrio yermo» 47 ; entonces todos rompieron a llorar y les quedó claro que era una tarea cruel destruir y arrasar una ciudad que [4] había engendrado a hombres tan importantes. No obstante, y aunque los atenienses habían cedido en todos los términos, Lisandro hizo traer de la ciudad a un buen número de mujeres flautistas, las juntó a las que llevaba consigo en su campamento y derribó entonces los muros y prendió fuego a las naves al son de la flauta. Mientras, los aliados fueron coronados y se hacían mutuamente bromas, como si aquel día fuera el comienzo de su libertad. No esperó ningún tiempo para cambiar [5] el sistema de gobierno: puso treinta arcontes en la ciudad y diez en el Pireo, emplazó una guarnición en la Acrópolis, al frente de la cual dejó a Calibio, un espartano 48 . Una vez, Calibio levantó su vara para golpear a Autólico, el atleta en cuyo honor escribió Jenofonte su Banquete , pero éste le cogió por las piernas y le tiró al suelo. Lisandro no se enfadó con él, sino que reprendió a Calibio por no saber gobernar a hombres libres. No obstante, los Treinta Tiranos dieron muerte a Autólico poco después, para complacer a Calibio.

[16] Tras esto, Lisandro emprendió rumbo por mar hacia Tracia: lo que le quedaba de dinero, los regalos y las coronas que había recibido, puesto que muchos, como puede entenderse, querían hacer presentes a un hombre tan poderoso, que, en cierta manera, era el señor de Grecia, los envió a Lacedemonia a través de Gilipo, el estratego que estaba al mando de Sicilia 49 . Éste, según cuentan, descosió los sacos por la parte de abajo y tomó una importante cantidad de plata de cada uno de ellos, luego los volvió a coser, sin haberse dado cuenta de que en cada saco había una nota escrita que indicaba su contenido. Cuando llegó a Esparta, ocultó lo que había sustraído bajo [2] las tejas de su casa; a continuación entregó a los éforos los sacos y les enseñó los sellos. Después de abrirlos y contar su contenido, se vio que la cantidad de plata no correspondía con la nota escrita, lo que dejó estupefactos a los éforos. Entonces un esclavo de Gilipo les dijo algo así como un enigma: «En el Cerámico anidan las lechuzas», pues, según parece, la mayoría de las monedas de la época, a causa de la importancia de los atenienses, estaban acuñadas con una lechuza 50 .

Gilipo, después de una actuación tan vergonzosa e innoble, [17] él que antes había llevado a cabo grandes y deslumbrantes hazañas, se desterró a sí mismo de Lacedemonia. A raíz de esto los espartanos más prudentes comenzaron a temer la fuerza del dinero, que se apoderaba incluso de los ciudadanos principales: censuraban a Lisandro y defendían ante los éforos la purificación de la ciudad de todo oro y plata, como si fueran espíritus funestos conjurados 51 . Los éforos deliberaron [2] sobre ello. Fue Escifáridas, dice Teopompo, o Flógidas, según Éforo 52 , el que hizo público que no se debía aceptar moneda de oro ni de plata en la ciudad, sino que sólo se podía usar la tradicional. Esta moneda era de hierro y, para que no pudiera ser acuñada una segunda vez, se la sumergía en vinagre en cuanto se la sacaba del fuego, para que la moneda se volviera blanda y quebradiza, además de pesada y difícil de llevar encima: con una gran cantidad, y eso que era muy voluminosa, [3] se obtenía un valor muy pequeño. Posiblemente todo el dinero antiguo se encontraba en esta misma situación: algunos utilizaban barritas de hierro como moneda, otros de bronce. Aún hay en circulación una gran cantidad de este dinero al que llaman óbolos, y dracma a seis de ellos, pues estos son los que caben en una mano 53 .

Los amigos de Lisandro se opusieron a esta decisión y [4] lucharon para que el dinero se quedara en la ciudad. Se resolvió que se permitiera el uso público de ese dinero, pero si se descubría a alguien que lo poseyera en privado, se le condenara a muerte, como si Licurgo tuviera miedo de la moneda, no de la codicia que ésta provocaba; que no encuentra su fin con la prohibición a los particulares de poseer riquezas, sino que se acrecienta cuando es la ciudad la que las posee, al permitir su uso, lo que le confiere valor y estimación social. Pues [5] no es posible que se desprecie por inútil en privado lo que recibe honra en público, ni que se piense que no tiene valor para lo privado algo que en lo común recibe tantos honores y amores; además es también más fácil que confluyan en las vidas particulares las costumbres que se producen en los asuntos públicos a que los deslices y pasiones de los individuos hagan que las ciudades rebosen de corrupción. Que las [6] partes se tuerzan a causa del todo, cuando éste continúa su camino hacia lo peor, es natural; en cambio los yerros que provienen de las partes y se dirigen hacia el todo encuentran mucha oposición y enmienda en las partes que se encuentran sanas. Se puso guardianes en las casas de los ciudadanos para que no penetrase en ellas la moneda por miedo a la ley, pero no lograron mantener los ánimos ajenos e insensibles a la riqueza, sino que los lanzaron directos al deseo de enriquecerse, ya que resultaba venerable y magnífico. Pero ya hemos criticado estos asuntos de Lacedemonia en otro escrito 54 .

Con el botín Lisandro erigió en Delfos una estatua suya [18] en bronce y otras de cada uno de los navarcos, además de las estrellas de los Dioscuros en oro, las mismas que dejaron de brillar antes de la batalla de Leuctra 55 . En el tesoro de Brásidas y en el de los acantios había una trirreme de oro y marfil de dos codos, que Ciro había enviado como regalo [2] por la victoria 56 . Anaxándrides de Delfos cuenta que también había allí un depósito que había dejado Lisandro de un talento de plata, cincuenta y dos minas y además once estateras, lo que no concuerda con lo que cuenta el resto de los escritos, que están de acuerdo a la hora de hablar de la pobreza de Lisandro 57 . Llegó en esta época a una cima de poder a la que no había llegado antes ninguno de los griegos y parecía que se servía más de ese orgullo y majestad que había adquirido [3] que del poder, pues, según cuenta Duris, fue el primer griego al que las ciudades levantaron altares y por el que celebraron sacrificios, como si se tratara de un dios, el primero por el que se cantaron peanes, de los que aún se recuerda el comienzo de uno que decía así 58 : De la sagrada Grecia cantemos a un [4] estratego que procede de la ancha Esparta, oh, ie Peán . Los samios votaron a favor de que unas fiestas suyas llamadas Hereas pasaran a llamarse Lisandreas. Entre otros, siempre tenía un poeta a su lado, Quérilo, que se dedicaba a adornar sus hechos a través de la poesía. A Antíloco que había compuesto unos cuantos versos corrientes en su honor le entregó un gorro lleno de plata. Cuando Antímaco de Colofón y un tal Nicerato de Heraclea competían con poemas en su honor en las Lisandreas, coronó a Nicerato, y Antímaco, encolerizado, destruyó su poema. Platón, que por entonces era joven y admiraba [5] la poesía de Antímaco, se dio cuenta de que el poeta llevaba mal su derrota y le dio consuelo diciéndole que la ignorancia era el mal de los ignorantes, al igual que la ceguera el mal de los que no ven 59 . Incluso una vez que un citaredo, Aristónoo, que había resultado vencedor por seis veces en los Juegos Píticos, anunció en público que si volvía a ganar, se haría llamar Aristónoo de Lisandro, éste le replicó: «¿Querrás decir esclavo de Lisandro?» 60 .

La ambición de Lisandro sólo resultaba odiosa a los hombres [19] importantes y a sus iguales 61 . Además esa ambición, por influencia de sus aduladores, se unía a una arrogancia extrema y a un carácter implacable. No tenía ninguna medida ni generosidad en lo que respectaba a acaparar honores y recompensaba la amistad y la hospitalidad con el dominio sin control sobre las ciudades y la tiranía sin freno. Asimismo su ánimo sólo se veía satisfecho con la destrucción de aquel al que odiara, pues no cabía posibilidad de huida. Así, más adelante, cuando [2] temió que los cabecillas del bando popular milesio huyeran, y en el deseo de granjearse el favor de los que permanecían ocultos, juró que no les haría mal alguno 62 . Ellos confiaron en él y se presentaron, él a cambio los entregó a los oligarcas para [3] que los pasaran a cuchillo. Eran alrededor de ochocientos. En cuanto al resto de las ciudades, el número de muertes entre los partidarios del bando popular es imposible de contar, y no sólo se les quitaba la vida por la causa particular que tuvieran con Lisandro, sino que con esas muertes complacía y daba pábulo a las numerosas enemistades y codicias de los amigos que tenía por todas partes. A partir de entonces se hicieron célebres las palabras de Eteocles el lacedemonio que decía que Grecia no podía engendrar dos Lisandros, aunque Teofrasto le atribuye esas mismas palabras a Arquestrato, pero acerca de [4] Alcibíades 63 . No obstante, lo que más molestaba de Alcibíades era su insolencia y esa mezcla de libertinaje y arrogancia, mientras que en Lisandro era la dureza de su carácter lo que volvía terrible e insoportable su poder.

Los lacedemonios no hicieron mucho caso a sus acusadores; pero cuando cometió una injusticia contra Farnabazo 64 , cuyo territorio saqueó y asoló, y este envió acusadores a Esparta, los éforos entonces se indignaron y ejecutaron a Tórax, uno de sus amigos y compañeros en tareas militares, del que habían descubierto que tenía dinero para uso personal 65