Adicta a Scott - Emily Delevigne - E-Book

Adicta a Scott E-Book

Emily Delevigne

0,0

Beschreibung

ANDREA Atractivo, oscuro y dominante, Scott McCain es el hombre más arrebatador que he conocido. Se habría convertido en un bonito recuerdo si no hubiera sido porque ha regresado… y yo no estoy preparada para enfrentarme a él. Me dejó sin explicaciones y con el corazón roto. Ahora ha vuelto y temo no poder resistirme. SCOTT Regresar a Nueva York no ha sido fácil, aún menos cuando la razón que me ha traído de nuevo tiene nombre y apellidos: Andrea Márquez. La dejé ocho años atrás para alistarme en la marina. Sin embargo, no he podido dejar de pensar en ella. Quiero recuperarla, y pienso hacer lo que sea necesario por volver a estar a su lado.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 228

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición: abril de 2024

Copyright © 2014 Irene Manzano Pinto

© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-10070-13-4BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®Fotografía del modelo: Pawelsierak/depositphotos.comImagen de interior chapa: Imagen de @freepikImagen de interior periódico: Imagen de @macrovector en @freepik

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

Agradecimientos

Contenido especial

A mis abuelos, Dolores y Manolo, dos almas gemelas

que ni siquiera la muerte ha conseguido separar.

Os quiero muchísimo, y nunca os voy a olvidar.

1

—Scott está mirándote —susurró Taylor, la mejor amiga de Andrea, mientras se llevaba disimuladamente su vaso de cerveza a los labios.

Andrea dio un pequeño respingo en la silla de ese bar con la luz tan tenue, apoyada en la barra de color caoba oscuro. Se mordió el labio inferior con fuerza y miró los azules ojos de su mejor amiga.

—¿Todavía?

—Ajá —musitó Taylor—. Todavía. Y creo que lo seguirá haciendo durante los próximos minutos. —Le guiñó un ojo—. Está con unos amigos, parece.

Aguantando la respiración, Andrea se echó para atrás un mechón de su cabello castaño. ¿Qué diablos haría allí Scott? La había abandonado hacía ocho años, cuando ella tenía diecisiete y era una estúpida adolescente totalmente enamorada de un futuro marine que, tras haber aprobado de forma satisfactoria las pruebas de la Marina, se había marchado sin mirar atrás y la había dejado sola al día siguiente, después de pasar la noche juntos.

Pero, a pesar de ello, Andrea no había dejado de pensar en él.

¿Seguiría igual de atractivo? ¿Seguiría teniendo aquellos ojos negros increíblemente exóticos que la excitaban con solo clavarse en ella? ¿Seguiría teniendo aquellos grandes e inmensos hombros en los cuales ella había clavado sus uñas mientras él la llevaba hacia explosivos y desgarradores orgasmos?

Andrea se humedeció los labios y dio un sorbo de su refresco.

—No me jodas.

—No te preocupes, cielo. —Se rio Taylor—. Me van los hombres, como a ti, ¿recuerdas? Porque a quien no me importaría joder sería a Scott. Dios, está muchísimo mejor que hace ocho años.

Andrea se planteó concienzudamente girarse o no. Lo que menos quería era volver a caer…

Ay, Dios, y qué manos.

Las recordaba grandes, masculinas y entendidas sobre su ansioso e inexperto cuerpo adolescente.

La familia de Andrea había dejado España cuando ella tan solo tenía catorce años, y se quedaron a vivir en Estados Unidos. A los dieciséis años comenzó a salir con Scott, quien tenía tres años más que ella. Lo había conocido en el instituto, y, aunque había intentado con todas sus fuerzas mantenerse alejada de él, había sido una batalla perdida desde el principio.

¿Cómo resistirse a esos ojos negros?

Fue imposible, pensó con nostalgia.

En esos años se había conocido a Scott como «el Mojabragas», un mote de lo más vulgar pero que lo describía a la perfección. Andrea había sido consciente de todos los chismes que habían circulado por el instituto. Todas las chicas intentaban rifarse a Scott, para asegurarse el mejor polvo que nunca antes hubieran echado en su vida.

Cuando Andrea perdió su virginidad con él, tras unos meses de relación, se hizo adicta al sexo.

Adicta a él.

Después de escuchar las dolorosas experiencias de sus amigas, Andrea se había preparado mentalmente para sufrir. Sin embargo, Scott se había encargado de que fuera diferente y sintiera algo que nunca antes había vivido. El verdadero placer.

El resto de la historia no era tan bonita. Se despertó al día siguiente de que Scott supiera que había pasado las pruebas sola, en la cama de él, con una nota y el corazón hecho pedazos.

Capullo.

—¿Sería muy descarada si me voy ahora mismo del bar?

—Sí. —Taylor sonrió—. Me apuesto cincuenta dólares a que están hablando de nosotras. No paran de mirar hacia acá.

Andrea maldijo en voz baja.

—Joder. No quiero hablar con él, no quiero que se acerque. —Dio otro sorbo a su bebida—. ¿Tienes alguna idea de lo que podemos hacer?

—Andrea, ya tienes veinticinco años; ¿no crees que es hora de zanjar el tema? Quizá solo quiera saludarte.

Andrea bufó.

—No hace falta que me salude. —Se pasó una mano por el cabello en un gesto nervioso. Siempre había sospechado que acabaría topándose con Scott: después de todo, ninguno de los dos se había mudado del estado de Nueva York. Sin embargo, cuando se levantó esa mañana con la idea de pasar un buen rato con sus amigas por la noche, no había contemplado la posibilidad de que fuera a encontrárselo.

Y menos después de tanto tiempo.

—Pues él no piensa lo mismo. Viene hacia nosotras con uno de sus amigos, un tío rubio de esos que a nuestra querida y remilgada amiga Irina le encantarían.

La sonrisa se Andrea se borró.

—¿Qué? ¡¿Que viene hacia nosotras?! —susurró asustada.

Taylor asintió.

A pesar de haberlo intentado y odiarse por ello, no pudo evitarlo: revisó su aspecto en el espejo que había al otro lado de la barra.

Sus castaños ojos brillaban con fuerza, sus labios seguía luciendo ese color rojo sangre del pintalabios que se había aplicado hacía apenas una hora. Tenía buen aspecto, lo suficiente como para no sentirse la misma adolescente torpe e insegura que había sido al estar con Scott.

De repente, dejó de respirar.

Y en ese momento lo notó.

Notó aquel gran cuerpo cálido y masculino tras ella. Aquel familiar olor a hombre, cuero y menta llegó hasta su nariz. Apretó los puños y contó hasta tres, recordándose todas aquellas palabras que había practicado frente a un espejo por si algún día se lo encontraba. Pero…

Era oler a Scott y sentir cómo sus pezones se endurecían. Su cuerpo ya temblaba de deseo, y esas palabras que había practicado a solas en su casa se habían esfumado de su cabeza como si de polvo se tratase.

Se giró lentamente, mirando de reojo a Taylor, quien sonreía mientras saludaba al amigo de Scott, que era bastante guapo.

Luego clavó sus ojos en Scott.

Sintió que su corazón se saltaba un latido.

Dios, Scott seguía siendo igual de atractivo, masculino y perfecto que siempre. Con aquel cabello corto negro tan oscuro como la noche y sus sensuales ojos, la nariz recta y esos labios carnosos y pícaros, perfectos para morderlos y lamerlos. Y su mandíbula, con una barba incipiente que le daba un aspecto más juguetón, sexy y oscuro.

Respira, Andrea.

¿Por qué diablos el tiempo había tratado tan bien a Scott McCain?

Con su metro noventa y siete de estatura y sus hombros anchos y musculosos, al igual que todo su cuerpo, Scott era la perfección masculina. Ningún hombre podía igualarse a él.

El corazón de Andrea comenzó a latir con fuerza contra su pecho. Se humedeció los labios, aunque dejó de hacerlo al ver cómo la oscura y ardiente mirada de él se clavaba en su boca.

—S-Scott —dijo con cierto esfuerzo—. Qué de tiempo… ¿Qué tal estás?

—Muy bien, y, por lo que veo, tú también. —Su sonrisa pícara y mojabragas hizo su aparición, afectando a Andrea y a las mujeres cercanas a ellos. Taylor se rio.

—Oh, sí. Todo va muy bien. —Andrea se metió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos que llevaba. Se sonrojó cuando los oscuros ojos de Scott se clavaron en sus pechos y luego bajaron por sus piernas. ¿Por qué diablos la miraba así, como si el tiempo no hubiese pasado y ellos siguiesen en la misma dinámica?

Porque no era así.

—Me alegro. Hace unos días regresé de Irak. Tengo permiso para quedarme por aquí hasta nuevo aviso.

—Entonces sigues alistado en la Marina… —señaló Andrea. ¿Por qué su voz sonó tan decepcionada?

—Sí —fue la respuesta de él, aunque tensa.

Andrea se quedó callada, sin darse cuenta de que sus ojos de color avellana estaban clavados en él con fuerza, expectantes. Su cuerpo actuaba independientemente de ella, y sentía unas irrefrenables ganas de acariciar a Scott.

Se obligó a desviar sus pensamientos y centrarse en otra cosa. Como en Taylor, que los observaba con atención.

Scott se aclaró la garganta y se acercó más. Se colocó a su lado en la barra del bar y se inclinó sobre ella.

—Bueno, cuéntame algo de ti. ¿En qué trabajas?

Andrea se negaba a contestar. Conocía bastante bien a Scott, o al menos al viejo Scott, si es que había cambiado. Si seguían por ese camino, ella no tardaría en bajar sus defensas y actuar como si nada hubiese sucedido.

—No voy a entrar en esto, Scott. —Se aclaró la garganta—. Si crees que he olvidado todo lo que pasó hace ocho años…, estás equivocado —susurró, para que no se enteraran los demás.

Él suspiró, y toda sonrisa que había habido antes desapareció.

—Andrea…

—Encantada. Yo soy Taylor Lanson. —Taylor habló justo a tiempo. Andrea le dirigió una sonrisa agradecida.

Scott le estrechó la mano, aunque parecía molesto por la interrupción.

—Un placer, Taylor. Soy Scott McCain. Mi amigo es Dorek Nowak.

—He oído hablar mucho de ti, Scott McCain —siguió Taylor, haciendo un gesto con la cabeza a modo de saludo hacia Dorek—. Pensábamos irnos ya, así que…

—¿Por qué no os tomáis algo con nosotros? —preguntó Dorek—. Estamos ahí con dos amigos más, también marines. Nos vendría bien algo de compañía femenina.

Andrea negó con la cabeza.

—No, gracias. Tenemos muchas cosas que hacer. Quizá en otra ocasión.

En ese momento la puerta del bar se abrió, y apareció Irina Maxwell. De padre ruso y madre estadounidense, Irina trabajaba como modelo para diversas campañas. Con aquel cabello largo, liso y negro que le llegaba hasta las costillas y con unos ojos de color violeta, era una de las mujeres más guapas que Andrea había visto en su vida. Tenía una hija pequeña de tres años, fruto de una relación con un español que finalmente acabó mal.

El rubio silbó por lo bajo al verla.

En cambio, Scott la ignoró, con la mirada clavada todavía en Andrea.

—Andrea, tenemos que hablar.

Aquellas palabras que Andrea había temido toda su vida hicieron acto de presencia. Con su voz suave y masculina, Scott parecía estar hablando con tranquilidad, como si temiese que en cualquier momento ella fuese a salir corriendo como un animal asustado.

Que era realmente lo que quería hacer.

Irina fue hasta ellos con una sonrisa temblorosa. Sus largas y torneadas piernas se movían con maestría sobre aquellos tacones blancos.

Tras aclararse la garganta, Taylor habló.

—Os presento a Irina Maxwell Boyka. Irina, ellos son Scott McCain y Dorek Nowak.

Irina parpadeó, aunque sonrió con rapidez, acostumbrada a que la presentaran a muchas personas en su trabajo. Mientras que Scott le estrechó la mano, Dorek se la cogió y le dio un beso en la muñeca, lo que provocó que ella se sonrojara.

—Irina, lamento tener que decírtelo, pero tenemos que irnos ya.

Los ojos violeta de Irina se entrecerraron.

—¿Ya? Pero si apenas acabo de entrar… —Miró su reloj de muñeca—. Solo llego tarde dos minutos.

Andrea se apartó de Scott.

—Tenemos que irnos. Ya. —Lo miró y tembló.

Dios, aún lo deseaba. Lo sabía. Todavía sentía aquel nudo en la garganta de anhelo al verlo, todavía conseguía excitarla con solo una mirada. Frotó involuntariamente un muslo contra el otro, intentando aliviar parte del calor que sentía entre ambos. Sintiendo la garganta seca y al ver que su vaso estaba vacío, cogió su bolso con rapidez.

—Ha sido un placer verte de nuevo, Scott. —Miró a Dorek—. Encantada.

Y con ello salió del bar con rapidez, seguida de sus dos amigas, que apenas podían creerse qué había pasado.

Taylor e Irina se colocaron con rapidez a su lado e intentaron seguir su ritmo. Andrea no era consciente de que la estaban siguiendo, solo quería irse a su pequeña casa, estar con su perrita y abrazarla mientras veía una película y se olvidaba de lo que había pasado.

Taylor la cogió de la mano, mientras la hacía detenerse frente a un McDonald’s.

—Para, para. Oye, ¿qué pasa?

—No quiero estar cerca de él, ¿vale? Eso es todo. Viene a saludarme como si fuésemos viejos conocidos, como si no me hubiese abandonado tras haberse acostado por primera vez conmigo, sabiendo que era virgen.

Irina sonrió con tristeza.

—Andrea, ¿por qué no le dejas que te lo explique? He estado poco tiempo, pero parecía dispuesto a darte una explicación. Quizá ya haya pasado página y solo quiera quedar bien contigo.

Andrea clavó en su amiga una mirada furiosa.

—Las excusas se las puede meter por el c…

Taylor le dio un tirón de un mechón de pelo y Andrea se calló.

—Anda, vamos a entrar en el McDonald’s y nos tomamos algo. Luego ya veremos qué hacemos. Ahora olvida que has visto al sexy mojabragas de Scott y…

—¡Tay! Ese apelativo es horroroso. No lo llames así —dijo Irina con cierto bochorno.

Taylor sonrió mientras entraba en el McDonald’s y tiraba de la muñeca de Andrea.

—¿Por qué? Oh, vamos, Ira. Comamos algo y olvidémonos de ellos. Esto es una salida de chicas. Hablar de lo bueno que está Scott o de cómo te miraba su amigo no es relevante. Hoy no. Quizá mañana podamos pensar en ello.

Andrea estuvo a punto de decirle que ni al día siguiente ni el próximo serían buenos momentos para hablar de Scott. Para ella, Scott formaba parte de su pasado. Se lo había encontrado después de varios años y había actuado como una mujer madura y segura de sí misma…

Aunque dudaba de que fuera lo suficientemente madura como para mantenerlo alejado de sus pensamientos.

—La has asustado, tío —soltó Dorek mientras le daba un trago a su cerveza—. Te dije que nada de miradas hambrientas ni acercamientos. Se suponía que solo ibas a saludarla.

—Cierra la boca, anda —le espetó Scott—. ¿Has visto las ganas que tenía de irse nada más verme? Como si hubiese visto a un puto asesino.

Kevin, otro de los compañeros de Scott, se rascó la perilla mientras miraba la televisión del bar. Se había mantenido alejado de Andrea y sus amigas, aunque había estado atento.

—¿Cómo querías que reaccionara después de ocho años? La abandonas después de haber follado con ella, y para empeorarlo era virgen. ¿En qué pensabas?

Scott se pasó una mano por el pelo.

—Joder, pensaba en conseguir dinero y volver a por ella. Era una sorpresa, ya lo sabes.

Dorek maldijo en polaco tras sonreír.

—Eres un cabronazo, amigo —señaló—. Por cierto, ¿alguien sabe más de esa tal Irina Maxwell? Creo que me he enamorado. —Sus ojos castaños relucieron.

Kevin lo golpeó en el hombro, lo que le hizo reír.

—Tú no te enamoras, estúpido. Solo quieres follar con ella. La has visto en esos anuncios de biquinis y te la has cascado pensando en ella.

Dorek no lo negó.

Sean, el cuarto amigo marine, dejó de hablar por el móvil y suspiró.

—La he jodido, y la he jodido bien —aseguró con su fuerte acento escocés.

—¿Pasa algo? —preguntó Scott desinteresadamente, todavía con la imagen de Andrea en su cabeza.

—Tengo una vecina al lado que no para de jugármela. —Una sonrisa apareció en el rostro de Sean—. Acaba de pincharme la rueda del coche.

Todos empezaron a preguntarle a Sean sobre lo ocurrido con su coche. Pero Scott seguía pensando en Andrea. ¿Habría dejado de amarlo? Un año después de estar en los marines regresó a Nueva York a por ella. La sorpresa que se llevó al enterarse de que ella se había cambiado el número de teléfono y que lo había bloqueado en todas partes le había sentado como una patada en el estómago. Aun así, no podía recriminarle nada. Eso le pasaba por no haber hablado con ella —nunca se le habían dado bien las sorpresas, y aquello lo había demostrado—. Eso le pasaba por ser un maldito estúpido y no pensar.

En su cabeza, la idea de marcharse y regresar más tarde con un trabajo y dinero para comprarse una casa era bastante bonita. Sin embargo, en la realidad había ido bastante mal. Debió haberle contado sus planes a ella y no haber dejado que pasara tanto tiempo.

Nunca aprenderás, Scott, se dijo con amargura.

Kevin se levantó de su silla.

—Ahora vuelvo. Voy al baño.

—No irás a cascártela, ¿verdad? —bromeó Scott alzando una ceja.

Kevin sonrió.

—No me hace falta, al contrario que a ti.

Eso era jodidamente cierto. No iba a negar que en esos largos y horribles años hubiera follado con alguna que otra mujer, pero nunca había vuelto a ser lo mismo. Acababa asqueado y preguntándose por qué no era Andrea la que estaba a su lado.

Se movió, incómodo, sintiendo cómo su polla apretaba con fuerza la tela del pantalón vaquero.

¿Qué podía haber esperado? ¿Que Andrea lo recibiera con los brazos abiertos?

Dorek alzó su cerveza.

—Brindemos, amigos.

Sean dio un trago de la suya.

—Claro, ¿por qué no?

Scott se cruzó de brazos y estiró las piernas. Pensaba recuperarla. Andrea era suya y él era de ella. Solo tenía que hacérselo ver.

2

Unos labios masculinos bajaban por su cuello, lamiéndolo y mordisqueándolo a placer mientras sus manos apretaban sus pechos, con los pulgares en los duros pezones y con una rodilla entre sus abiertas piernas. De esa forma dejaba que se frotara ansiosamente y consiguiese aliviar parte del calor que sentía.

Andrea clavó las uñas en sus anchos y musculosos hombros, mordiéndose los labios mientras el placer la invadía poco a poco. Apenas podía contener las ganas de coger su cabeza y atraerla a sus labios, que cada vez estaban más impacientes por probar los suyos.

—Bésame —suplicó.

Poco a poco la cabeza fue alejándose de su cuello y unos ojos negros que iban clavándose en ella la paralizaron.

Era Scott.

El miedo se instaló en ella. Rápidamente intentó separarse, pero las manos de Scott la agarraron suavemente por las muñecas y se las colocaron por encima de su cabeza, impidiéndole cualquier movimiento.

—No, no, no. Esto no puede ser…

Los labios de él dibujaron una sonrisa pícara.

—Apenas acabamos de empezar —dijo Scott con voz ronca. Su sonrisa se borró —. Eres mía, Andrea. He venido a por ti, y no pienso irme con las manos vacías.

Cuando sus labios se unieron con los de ella, Andrea abrió la boca para dejar que la lengua de él penetrara. Aquel beso la estaba devorando, consumiéndola en miles de llamas que dejaban un vivo deseo en cada poro de su piel.

Y aquella erección potente, grande y dura contra su muslo la quemaba viva. Apenas podía controlar las enormes ganas que tenía de sentirla dentro de ella, con fuerza, con rapidez y…

Espera… ¿Qué está pasando?, se preguntó, confundida.

Scott comenzó a difuminarse, como si no fuera real.

Algo le lamía la cara.

Lo que era más: Scott había desaparecido.

¿Por qué diablos tenía que dejarla en ese estado? ¿Caliente, húmeda y excitada?

Andrea abrió los ojos, aunque los cerró al sentir la luz del sol impactar con fuerza en su rostro. Jadeando, entreabrió los párpados y sonrió al ver a su perrita, Blanca, quien estaba tumbada a su lado con su lengua rosa colgando.

Estiró la mano y acarició su cabeza varias veces mientras pensaba en aquel sueño que solía tener casi todas las noches. Siempre sucedía en el cuarto de Scott, como la última vez que estuvieron juntos. Era un recuerdo doloroso que la traspasaba y que le traía nostalgia de los momentos que habían pasado juntos.

Y que no regresarían.

Tenía dos opciones: o darse una ducha fría y arreglarse para ir a trabajar o terminar la faena masturbándose, cosa que era muy común en su vida.

Tras elegir la primera, le dio una palmada en el lomo a Blanca antes de levantarse de la cama e ir hacia el cuarto de baño dando tumbos.

Se aseó y fue en ropa interior a la cocina mientras pensaba en Scott. Dios, lo odiaba por ser tan atractivo. Aquella mirada oscura clavada con fuerza sobre ella, su musculoso cuerpo cerca del suyo, transmitiéndole ese calor y esa masculinidad que la excitaba. Y esos labios… Se moría de ganas por lamerlos.

Con un suspiro, preparó café. Se apoyó contra la encimera y miró por la ventana de la cocina. Hacía un buen día, el sol estaba en lo más alto, sin nubes que lo cubrieran. Los árboles que había no se movían, ante la ausencia de viento.

Tras desayunar y vestirse, dio de comer a Blanca y, cerrando la puerta con llave, salió. Mientras iba de camino al trabajo, contestó los mensajes de su familia desde España, con una sonrisa en el rostro. Finalmente sus padres habían resuelto volver a Sevilla. Habían decidido que aquel clima era el suyo, y no podían permanecer más tiempo alejados, por lo que Andrea era la que usualmente iba a visitarlos a pesar de no gustarle del todo viajar sola en avión.

Al entrar en el edificio de su trabajo, saludó a todos sus compañeros y fue hacia su despacho. Trabajaba en la redacción de un periódico en Nueva York. Empezó siendo un periódico pequeño, pero al cabo de unos años acabó ganando una buena reputación y una influencia de la que pocos periódicos podían presumir.

Al llegar a su despacho, se encontró con Blue, una de las trabajadoras del periódico.

—Buenos días, Andrea. Patrick te espera en su despacho. Necesita que revises unas cuentas con respecto a la publicidad que hacemos a la empresa de comida tailandesa en las páginas finales.

Andrea asintió.

—De acuerdo. En diez minutos estaré allí.

Blue sonrió y se fue. Al quedarse sola, Andrea comenzó a sacar todos los contratos y el papeleo que tendría que haber terminado para esa semana. Suspiró y gimió. Al menos tenía un equipo que la ayudaba. Hacía unos años era ella la que tenía que hacer todo el trabajo sola.

Cogió su agenda, el contrato que tenían firmado con la empresa de comida tailandesa y el móvil del trabajo y fue hacia la sala de reuniones.

Su jefe, acompañado de Blue, levantó sus verdes ojos del móvil y sonrió.

—Buenos días, Andrea. ¿Todo bien?

—Ajá. —Asintió, y luego frunció el ceño—. ¿Hay algún problema con respecto a la publicidad que hicimos a la empresa de comida tailandesa? Yo fui la responsable de revisarlo, y todo estaba bien.

Patrick hizo un gesto con la mano.

—No, no te preocupes. Siéntate.

Andrea se sentó a su lado aún con el ceño fruncido. Blue se sentó al otro lado. Por alguna extraña razón, a Andrea las manos le sudaban. Las tenía apretadas con fuerza contra el estómago. Intentaba sonreír mientras por dentro ardía de expectación por saber qué pasaba.

Patrick suspiró a la vez que se cruzaba de brazos.

—Andrea, hemos conseguido gracias a Blue —la aludida se sonrojó— una entrevista con un marine que fue enviado a una misión a Afganistán. Queremos tener una buena entrevista donde se le pregunte por todo: qué hacían allí, cómo se vivía, qué interés político hay de por medio… —Andrea cabeceó lentamente, sin saber qué pintaba ella en todo aquello—. Quiero que seas tú la que haga la entrevista.

Andrea jadeó y se llevó una mano a la garganta.

—¿Cómo?

—Sí. Quiero que seas tú la que tengas para mañana una batería de preguntas para nuestro marine. Después se lo pasarás a Blue para que lo redacte. Llevará tu firma, claro. —Achinó los ojos—. Sabes que esto es una buena oportunidad, ¿verdad?

Ella solo pudo asentir varias veces, sorprendida.

—S-sí, Patrick.

—De acuerdo, aceptas entonces. —Andrea asintió dos veces más—. De acuerdo. Mañana él estará aquí a las diez de la mañana, esperándote en tu despacho. Olvídate de la publicidad de la comida tailandesa; de eso se ocupará otro miembro de tu equipo. —Sonrió—. Eso es todo.

Andrea abrió la boca para agradecerle aquella oportunidad, pero su lengua se trababa, lo que hacía que tartamudease sin parar. Cerró la boca y se sonrojó ante la mirada paternal de Patrick, quien le dio unas palmaditas en la mano.

—Sé que puedes, Andrea. Hazlo bien y hablaremos sobre un posible ascenso.

—¡Eso es increíble! —Taylor se metió la pajita en la boca, e hizo un ruido tosco al absorber su bebida—. Y un marine… Ahora es cuando empiezo a envidiarte. Ser diseñadora solo te aporta beneficios a los ojos, pero nada de tocar.

—Yo no quiero tocar nada, Taylor. Solo quiero hacer esta entrevista lo mejor posible y conseguir un ascenso. ¿Sabes cuánto tiempo he estado esperando una oportunidad como esta?

—Ajá. —Le pagó al camarero su bebida—. ¿Ya tienes las preguntas?

—Sí. He incluido algunas de más y he recopilado datos para estar algo más informada. Por cierto, ¿dónde está Irina? —Buscó con la mirada a su alrededor, pero solo vio una parada de autobús y un parque—. Quedamos las tres en ir a dar un paseo por…

Blanca ladró en ese momento, y se levantó del suelo. Su rabo comenzó a moverse con rapidez, mirando hacia el parque.

Andrea hizo lo mismo y maldijo en español. Allí estaba Scott, con una camisa blanca remangada en los fuertes antebrazos y un poco abierta en el cuello, por donde podía verse un pequeño trozo de su pecho musculoso. Y aquellos vaqueros claros le marcaban un trasero perfecto, de esos por los que una mujer mataría por tener sus manos en él y apretarlo.

Sus ojos oscuros brillaban mientras llevaba de la correa a un gran pitbull blanco que intentaba saltar hacia él para quitarle una pelota de tenis que tenía en la mano.

Andrea siempre había sabido que Scott era de perros grandes. Durante su relación en la adolescencia le había hablado más de una vez de su sueño de tener muchos perros, entre ellos pitbull, rottweiler, husky siberiano…

Al ver cómo los ojos del pitbull se clavaban en su pequeña labradora, cogió en brazos a Blanca y la colocó sobre su regazo mientras esta seguía ladrando.

Taylor silbó por lo bajo.

—Vaya… Esos pantalones le hacen un culo a Scott de lo más apetecible, ¿no crees, Andrea? ¿Te has dado cuenta del aire de macho duro que tiene? Lo devoraría ahora mismo. De arriba abajo, como un chupa-chups.

Cuando Scott se arrodilló en el césped, Andrea contuvo el aliento. El pitbull saltó con fuerza sobre él, intentando derribarlo juguetonamente mientras buscaba la pelota. Scott permaneció fuerte, implacable mientras agarraba al perro y le hacía rabiar jugueteando con él.

Suspiró aliviada.

—Dios, qué susto me he dado.

—Andrea, deja de preocuparte. Scott es grande y fuerte; ¿no ves que ese perro no tiene nada que hacer con él?

—Es un pitbull, Taylor. —Abrazó con fuerza a Blanca, quien le lamió la mejilla—. Yo apenas puedo controlar a la mía.

Taylor sonrió pícaramente.

—Tú no controlas nada, cielo. Nada.

En ese momento Scott la miró. Sonrió y las saludó con una mano. Sin poder evitarlo, Andrea se sonrojó y le devolvió el saludo tímidamente. Scott cogió la correa con su perro y fue hacia ellas.

—Hola, Andrea. —Miró a Taylor—. Taylor…

—Hola, hombretón. —Taylor le guiñó un ojo—. Bonito perro.

Scott sonrió y palmeó el lomo del pitbull, que se sentó a su lado.

—Sí, es un buen chico. —Cuando Scott se echó a un lado para dejar pasar a una mujer, Andrea vio unas marcas blancas en su antebrazo derecho. Parecían haber sido causadas hacía tiempo. Líneas blancas irregulares que subían poco a poco hasta ser tapadas por la camisa blanca.