Las noches que te debo - Emily Delevigne - E-Book

Las noches que te debo E-Book

Emily Delevigne

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Beschreibung

Me llamo Rain Sheridan y he tenido que tragarme mi orgullo y regresar a Nantucket, mi hogar, después de diez años sin pisar la isla. Me hice la promesa de no volver tras la muerte de mi padre, pero la salud de mi madre ha empeorado y sé que mi hermana no puede encargarse de todo. Sin embargo, nada me había preparado para que en mi primera noche en la isla me encontrase con Zack Levine, un empresario alto y de ojos azules con el que he terminado pasando una ardiente noche de pasión. A pesar de que ambos deseamos más, me he intentado hacer a la idea de que esto ha sido solo una aventura. Pero ahora no puedo dejar de pensar en él… Me llamo Zack Levine y soy uno de los empresarios más ricos de Nantucket. Soy dueño de varios restaurantes y del mejor hotel de la isla. Las mujeres han dejado de ser importantes en mi vida y solo me centro en mi trabajo. O eso pensaba hasta que hace nada coincidí con Rain Sheridan. Sabía que había estado fuera más de diez años y que no debía liarme con ella, pero la química sexual que hay entre nosotros fue incontenible e hizo que pasáramos una noche mágica juntos. Nos dijimos que sería eso, una noche y nada más, pero yo siempre consigo todo lo que quiero, y ahora la quiero a ella.

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Primera edición: octubre de 2023

Copyright © 2023 Irene Manzano Pinto

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-68-0BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®Fotografías de cubierta: stm.co/freepik y sepavone/depositphotos.comImagen de interior faro: Nenilkime en FreepikImagen de interior ola: Brgfx en Freepik

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Prólogo

1

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4

5

6

7

8

9

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Epílogo

Agradecimientos

Playlist

Contenido especial

«Sé que no soy fácil, pero espero merecer la pena».

Rain Sheridan

Prólogo

Nantucket, Massachusetts

Rain, a la edad de quince años

Llovía con tanta fuerza que apenas veía lo que había delante de mí. Aquella tarde de domingo había pasado volando, y tenía la sensación de no haber disfrutado del fin de semana. Los días entre el lunes y el viernes se me hacían eternos y, cuando llegaban el sábado y el domingo, sentía que en un abrir y cerrar de ojos ya era domingo por la noche.

Mientras corría con todas mis fuerzas y pisaba los charcos que se formaban en el asfalto, pensé en mi padre, Rob. ¿Le haría ilusión ver el libro que le había comprado? Había gastado todos mis ahorros en él. Lo había visto en el estante de la librería y en un impulso irracional, tras ver su portada, algo dentro de mí palpitó.

Este libro tiene que ser para mi padre, pensé.

En un primer momento había asistido a la biblioteca pública para pasar un par de horas leyendo. Sin darme cuenta, y como solía sucederme, acabé cuatro horas encerrada entre aquellas paredes blancas, rodeada de enormes estanterías de caoba barnizada. Siempre me sentaba en el mismo lugar, en la mesa al final del pasillo cercana a una ventana. Los rayos del sol daban tanta claridad que no tenía que forzar la vista.

Esquivé un coche que me pitó y giré a la derecha. Estaba a cinco minutos de ver mi casa de ladrillo. Obligué a mis piernas a ir con mayor rapidez y estuve a punto de chocarme con un enorme pino. Extendí las manos para impulsarme y esquivarlo. Si el tiempo mejoraba, sabía que al día siguiente iría con mi padre para disfrutar del día en su barco de vela. Seguramente vendría su mejor amigo, Wayne, quien se turnaba con mi padre en el manejo del barco. El viento debía ser el indicado, ya que era el encargado de generar el impulso necesario para mover el velero. Recordé las manos de mi padre sobre las cuerdas o los suaves movimientos sobre el timón mientras Wayne le contaba los mismos chistes una y otra vez.

Una oleada de anticipación me recorrió el estómago.

Vi la fachada de mi casa y sonreí. Cruzaba el amplio jardín cuando la puerta se abrió y apareció mi hermana mayor, Storm. Me hacía gestos para que llegara de una vez por todas. Sus ojos eran de un color azul profundo, iguales a los de mi padre, y se le pusieron como platos al verme.

—¿Se puede saber en qué estabas pensando al no llevarte un paraguas? —preguntó mientras me ayudaba a quitarme la mochila y la cazadora, que estaban empapadas.

—Pensaba venir antes de que empezara a llover —dije en mi defensa—. Pero se me ha hecho tarde.

—Siempre se te hace tarde. —Alzó una ceja—. Ve a cambiarte de ropa. Yo pondré esto a secar.

Asentí en señal de agradecimiento y entré en casa. Me dirigí a las escaleras cuando vi la esbelta figura de mi padre sentada en la banqueta del piano. Era un hombre muy alto y delgado, con el pelo rubio algo blanco por el paso de los años. Una melodía suave y nostálgica llegó hasta mí. Mi primer impulso fue ir hasta donde se encontraba cuando mi hermana se interpuso en mi campo de visión.

—Que vayas a cambiarte —me riñó con cariño.

Contuve una sonrisa y subí las escaleras a toda velocidad, saltándolas de dos en dos. Me quité la ropa a toda velocidad mientras escuchaba a mi padre tocar el piano. Quería sentarme a su lado y acompañarlo. Me había enseñado desde que tenía uso de razón. Storm también sabía, aunque prefería quedarse sentada en un sillón mientras dibujaba.

Me puse una camiseta vieja, un chándal y unas zapatillas de estar por casa.

Bajé las escaleras y me acerqué con lentitud hasta mi padre para no romper la atmósfera relajante y mágica que había creado con sus notas musicales. Llevaba una camisa hawaiana blanca con dibujos azules y unos pantalones de color caqui. Alzó el rostro al sentirme y me dirigió una de sus sonrisas serenas pero cargadas de amor que me invitaban a sentarme con él. Mi madre también se encontraba allí, sentada en el sillón mientras escuchaba la dulce melodía.

Me hizo un hueco sin dejar de tocar y lo ocupé, a la izquierda, para encargarme de las notas más graves. Leí las partituras y supe que se trataba de una de las que había compuesto en uno de sus muchos viajes en vela, cuando Wayne y yo nos afanábamos con las cuerdas y la vela para redirigir el barco.

Mis manos, pequeñas y finas, contrastaban con las de él, grandes y más maduras. Mi vínculo con mi padre era profundo y fuerte, como las raíces de un árbol. Nos entendíamos con tan solo mirarnos y sabíamos si al otro le pasaba algo. Desde pequeña había sentido un inmenso amor por mi padre. Si él sonreía, yo lo hacía. Si él se reía, yo lo hacía más fuerte. Mi hermana, en cambio, era con mi madre con quien tenía ese vínculo.

Pasé la partitura cuando la terminamos y vi que solo nos quedaba una página. Tocamos con mayor lentitud, tal y como nos indicaban las notas blancas.

Al acabar, mi padre me pasó un brazo por los hombros y me llevó hacia su pecho para abrazarme. Cerré los ojos e inspiré. Mi padre era mi hogar, mi mayor apoyo, el puerto en el que arribaba cuando había tormenta en el instituto. Cuando estábamos juntos sentía que los insultos del resto de los alumnos ya no existían. Era como si todo desapareciera y solo quedara luz.

Los ojos de mi padre, azules y profundos como las aguas del mar del Caribe, me contemplaron con orgullo.

—Bien hecho, Rain.

Las comisuras de mis labios se arquearon hacia arriba.

—Gracias, papá. ¡Oh! Tengo algo para ti.

Me incorporé con tanta rapidez que estuve a punto de caerme al suelo. Mi madre soltó una suave risa. Me pregunté dónde había dejado la mochila. Rehíce todos mis pasos desde que había entrado en casa. En el cuarto de la lavadora no estaba, por lo que supe que debía de haberla dejado en el suelo de mi habitación. Subí las escaleras y la vi tirada cerca de la pata de la cama. La abrí con brusquedad y saqué el libro. Contemplé la portada grisácea, con el hombre en el barco acompañado por las gaviotas y el inmenso mar como paisaje. Se trataba de las memorias de uno de los mejores navegadores de velero. Contaba su dura infancia, los golpes que le había dado la vida con la enfermedad de su madre y la manera en la que el mar se convirtió en su mejor aliado. Además, ofrecía algunos consejos profesionales.

Bajé las escaleras como alma que lleva el diablo y fui hasta mi padre. Me miró con calidez y su mirada descendió hasta mis manos.

—Toma, papá —dije, y le tendí el libro—. Ha salido hoy mismo, o eso es lo que me ha dicho la bibliotecaria.

—¿Lo has comprado para mí?

Asentí.

—Es todo tuyo.

Mi padre cogió el libro y poco a poco una sonrisa fue apareciendo en su rostro. Su piel, bastante tersa menos en la zona de los ojos, se volvió de un tono rosado, y supe que le había agradado mi regalo.

Estiró un brazo para cogerme las manos. Me las apretó.

—Gracias, cariño. Me lo llevaré mañana para leerlo mientras Wayne y tú me releváis.

Vi tantos sentimientos en la mirada de mi padre que me sentí orgullosa de mí misma por haberle comprado el libro. Gastarme los ahorros que tan cuidadosamente había vigilado desde navidad había sido una buena decisión. Nada de comprarme chuches ni libros nuevos, solo había adquirido alguno de segunda mano con la esperanza de utilizar ese dinero algún día para algo que realmente mereciera la pena.

Mi padre dejó el libro sobre la banqueta y extendió los brazos. Me lancé a ellos sin pensármelo ni un segundo. Su olor fresco mezclado con la colonia que utilizaba me relajó. Era como estar en casa, en un lugar seguro donde nadie podía herirme. Nuestra conexión, profunda, verdadera e irrompible, había sido así desde que me había cogido en brazos por primera vez. Él me lo había contado. Era su ojito derecho, al igual que Storm lo era de mi madre. Los cuatro juntos formábamos una buena familia.

Miré a mi madre, cuyos ojos verdes brillaban. Asintió y vi que Storm se acercaba a ella y se sentaba sobre el reposabrazos del sillón blanco con estampado de flores en el que estaba.

—¿Quién tiene hambre? —preguntó mi madre—. La comida ya está hecha.

—¡Yo! —dijimos Storm y yo al mismo tiempo. Nos reímos al estar tan sincronizadas y nos dirigimos corriendo hacia la cocina para poner la mesa. Nos empujamos la una a la otra por ver quién llegaba primero.

Fuera seguía lloviendo con fuerza. Las ventanas de la cocina estaban repletas de gotitas de agua mientras un cielo gris con nubes encapotadas contrastaba con el verde de los jardines de las casas.

Storm cogió servilletas del cajón mientras yo colocaba un mantel de color amarillo pastel sobre la mesa.

—¿Vendrás mañana a navegar? —le pregunté.

Ella negó con la cabeza.

—No, va a hacer mal tiempo.

—Eso no lo sabes —señalé—. Quizá las nubes se vayan y mañana haga mucho sol.

—No lo creo. —Storm cogió vasos para el agua y los colocó en la mesa—. Ve haciéndote a la idea de que mañana no podréis navegar. Yo tampoco podré salir con mamá al exterior para pintar en el invernadero —susurró con tristeza—. Ojalá la primavera pase rápido y llegue el verano.

Dejé de escuchar a mi hermana y me acerqué a la ventana. El cielo estaba tan oscuro que, dentro de mí, supe que al día siguiente habría tormenta. Sin embargo, no iba a ser la primera vez que nos sorprendiera una en medio del mar. Pero ninguna había sido tan violenta como parecía que iba a serlo esta. Las copas de los árboles se movían frenéticas por la velocidad del viento, y me pregunté en qué momento se había vuelto así.

Hay más fines de semana, Rain. Si no puede ser este, será el siguiente, me dije para animarme. Aun así, solo noté más tristeza. Los fines de semana eran los únicos días en los que hacía algo que realmente me gustaba y disfrutaba. El resto de días iba al instituto, que se encontraba a unos quince minutos de distancia. Los días se hacían largos y eternos allí, y a pesar de mirar el reloj lo menos posible, siempre tenía la sensación de que era la misma hora.

Salir a navegar era mi escape.

Cerré los ojos con fuerza. Que mañana haga un buen día, pedí desde lo más profundo de mi corazón.

Cuando me levanté a la mañana siguiente, lo primero que hice fue descorrer la cortina que cubría la enorme ventana de mi habitación. Sentí que una súbita alegría me invadía y di un salto en la cama antes de bajarme con rapidez. Quizá no fuese el día más soleado ni cálido del año, pero las nubes no se veían pesadas.

Fui al baño para asearme, colocarme mi bañador azul marino y terminar de vestirme con una camiseta de manga corta, unos pantalones cortos y unas cangrejeras. Bajé las escaleras mientras tarareaba una canción y fui directa a la cocina, donde estaban mi padre, mi madre y Storm.

—¡Buenos días! —solté, y ocupé un sitio al lado de mi padre.

—Buenos días, dormilona —respondió mi madre de buen humor—. ¿Has dormido bien?

—¡Sí!

—Bien, porque… —mi padre me guiñó un ojo— Wayne nos espera en veinte minutos en el muelle.

Alcé el puño y solté un grito. Storm puso los ojos en blanco antes de continuar con sus cereales.

—¿Es seguro ir hoy, Rob? —preguntó mi madre con preocupación—. Puede que el cielo esté despejado, pero la previsión meteorológica anuncia tormenta a la una de la tarde.

—Estaremos de vuelta antes —aseguró mi padre. Luego me miró y me guiñó un ojo—. Así que desayuna y prepárate.

Me llevé la mano a la cabeza e hice el saludo militar y murmuré «Sí, señor». Mi madre suspiró y se concentró en su taza de té. Mi padre se terminaba su café mientras hablaba en voz baja con mi madre. Aquel día llevaba el pelo, rubio y corto, algo ondulado y un suave maquillaje que embellecía sus rasgos. Era alta y delgada, y aunque no era la madre más guapa, tenía una elegancia a la hora de comportarse que captaba la atención de los demás. No solía perder los nervios, y siempre pensaba antes de hablar, algo en lo que yo fallaba estrepitosamente.

Tras terminar mi zumo de naranja y unas cuantas tortitas, recogí la mesa y fui al baño. Decidí que aquel día recogería mi pelo negro en una coleta para tener el rostro despejado. Mis ojos, de un intenso color verde, me devolvían la mirada desde el espejo. Había tanta ilusión en ellos que fui incapaz de no sonreír y salir casi corriendo, aunque escuché la voz de mi madre de fondo recordándome que tenía que apagar la luz.

Luego fui al salón y cogí mi pequeña mochila. Allí metí una botella de agua y unos cuantos snacks. Volveríamos a la hora de la comida, pero el mar siempre daba mucha hambre. Me dirigí hacia la puerta, donde me esperaba mi padre. Llevaba una gorra de color azul marino, una camiseta de manga corta blanca y unos pantalones cortos que le llegaban hasta la rodilla. Estiró una mano, y vi que sostenía el libro.

—Guárdalo en tu mochila —me pidió.

Dejé la mochila en el suelo, abrí la cremallera para meter el libro, luego la cerré y me incorporé justo cuando mi padre me colocaba una gorra.

Alcé una ceja.

—Para el sol. No quiero que vuelvas hecha una gamba roja —dijo.

Salimos de casa y miramos una última vez atrás, donde estaba mi madre. Parecía preocupada, como si quisiera hacernos regresar al interior. Mi hermana apareció a su lado y se despidió haciendo gestos con la mano. Yo se los devolví.

Fuimos hasta el todoterreno y nos montamos en él. El cielo seguía gris y el aire arrastraba humedad y un intenso olor a césped. Iba a ser un buen día. Mientras mi padre conducía, disfruté del silencio que nos rodeaba y de las hermosas vistas del pueblo. Mi parte favorita era un faro blanco con una casita cerca de la costa, en Great Point. Había intentado durante años convencer a mis padres de que la compraran, pero ellos me habían respondido que con su actual casa estaban muy contentos, que me la podría comprar yo cuando fuera mayor. De todas formas, me habían dicho que allí vivía un viejo marinero junto a su perro. Me pregunté cómo serían las noches en el faro, escuchando el sonido del mar y el viento. Muchos multimillonarios compraban grandes casas en Nantucket con el objetivo de alejarse del mundanal ruido y de la ciudad. Allí descansaban y recargaban pilas. Muchos de ellos eran clientes de mi padre, a quienes les vendía casas o zonas donde hacerlas. Mi padre era agente inmobiliario, y era bastante conocido en el pueblo. Siempre buscaba lo que los clientes le pedían. Sabían que él era el único capaz de dar con la tecla. Era su habilidad. Rob Sheridan era capaz de ver a través de ti con tan solo oírte hablar un par de minutos.

Mi padre aparcó cerca del muelle, y pude ver la camioneta de Wayne. Nos esperaba al final del camino de tablas que llevaba a los barcos. Era alto, fuerte y de piel oscura. Su pelo negro y rizado estaba siempre cortado casi al rape, y sus ojos oscuros eran cálidos y familiares. Su madre era una afroamericana que había estado afincada en Texas, pero él prefirió mudarse junto a su esposa a Nantucket y estar cerca del mar. La pasión por los barcos había sido lo que lo había unido a mi padre.

Caminamos hacia él y vi las gaviotas sobre el cielo, revueltas y sin parar de hacer ruido. Las aguas parecían calmadas, aunque mostraban un tono grisáceo y verdoso.

Cerré los ojos e inspiré. Noté que mis pulmones se llenaban de aire y que una súbita energía se adueñaba de mi cuerpo.

—¿Preparada? —preguntó mi padre.

Abrí los ojos y lo miré. Asentí.

—Muy preparada.

Me agarró de la mano y continuamos los pocos metros que había hasta Wayne. En cuanto estuvimos junto a él, me lancé a sus brazos. Él me devolvió el abrazo, y me llegó un olor a pan recién horneado. La mujer de Wayne tenía un negocio de dulces caseros donde también vendía pan. Cuando pasaba por delante para regresar del colegio solía darme algo para acompañar el camino de vuelta a casa.

Una fuerte brisa se levantó y mi padre tuvo que agarrarme por los hombros. Varias gotas de agua me salpicaron en la cara, y sacudí la cabeza. Un olor a humedad, salinidad y madera llegó hasta mí.

—Será mejor que nos demos prisa. Tenemos un par de horas para navegar antes de que tu madre se vuelva loca y llame a la guardia costera.

Contuve una risa y fuimos hasta el barco de mi padre con pasos seguros y firmes, sin saber que aquel día sería el último que lo vería vivo y que sería la última vez que volvería a montarme en un barco.

1

Un año más tarde

Zack

—Mira, Zack. Por ahí vienen las hermanas Sheridan.

Alcé la cabeza de mi libro de matemáticas y seguí el dedo de mi mejor amigo, Devin, que miraba por la puerta del instituto. Allí estaban las dos hermanas, Rain y Storm. Storm llevaba el pelo, de color castaño oscuro, liso y suelto, iba con el rostro totalmente serio y sus ojos estaban clavados en la carpeta que apretaba contra su pecho, como si ese trozo de cartón le infundiera valor o pudiera protegerla. En cambio, Rain, su hermana pequeña, tenía la mirada perdida. Su pelo negro y liso estaba recogido en una trenza informal por la que se escapaban muchos de los espesos mechones. Sus ojos, de un tono verde tan claro que parecían ser blancos azulados, estaban llenos de dolor y… ¿rabia? Una chica rubia se acercó hasta ellas para preguntarles qué tal les había ido el fin de semana.

—Pobres. Tiene que ser terrible perder a tu padre de un día para otro —susurró Devin.

Sí, debía de serlo, especialmente para Rain, quien se había salvado de milagro. Al parecer, Rain, su padre y el señor Wayne Lori habían estado navegando un domingo en las aguas tranquilas del Atlántico hasta que, de un momento para otro, se había levantado una violenta tormenta. Los tres lucharon con todas sus fuerzas por volver al muelle cuando una enorme ola empujó el barco hasta las rocas, donde se partió por la mitad.

Según había leído en el periódico, Rob Sheridan se había golpeado la cabeza contra una de las afiladas piedras y había fallecido en el momento. Wayne, en cambio, se había quedado inconsciente tras golpearse contra el casco del barco cuando había salido disparado por el impacto. Acabó inconsciente y ahogándose en las aguas. Rain era la única superviviente. Se había partido la pierna por tres lugares diferentes y tuvo que ser intervenida de inmediato. Tardó meses en recuperarse, y, según me había enterado, ya comenzaba a andar con normalidad sin la ayuda del bastón que había usado durante meses.

Los ojos de Rain conectaron con los míos durante unos segundos, y sentí una profunda presión en el pecho al vislumbrar lo que guardaba en su interior. Luego retiró la mirada, pero a mí se me quedaron grabados a fuego en la cabeza el dolor, la culpabilidad y la angustia que habitaban en ella.

Continuaron su camino hacia su clase en silencio, sin hablar entre ellas ni con nadie.

En ese momento llegó Lauren junto a dos amigas más. Sus ojos de color miel hicieron contacto con los míos antes de acercarse tanto a mí que capté su olor a fresas y nata, demasiado dulce para mi gusto.

—Hola, Zack—ronroneó.

—Hola, Lauren. ¿Qué tal estás? —pregunté, más por educación que por interés.

—Bastante aburrida… ¿Sabes? He estado pensando… —Sus dedos se agarraron a mi camiseta, y se mordió el labio inferior. Intentaba parecer sexy, y seguramente lo fuera para el resto de los chicos del instituto, pero para mí no, ni aunque tuviera un rostro bonito y un cuerpo de infarto—. ¿Qué te parece si salimos esta noche? Voy a estar sola en casa.

A Devin se le pusieron los ojos como platos, y se aclaró la garganta.

—Eh, tío. Te espero en clase.

Lo fulminé con la mirada por dejarme a solas con Lauren, aunque me mordí la lengua y asentí. Mi mejor amigo sabía lo poco que me gustaba quedarme con ella. Hablaba sin parar y no cesaba hasta conseguir lo que se proponía. Y ese día su objetivo era yo, su casa a oscuras y ella. Una ecuación que no me llamaba en absoluto.

—¿Y bien? —insistió, enseñando su perfecta sonrisa.

—Me lo pensaré —dije con rapidez antes de hacerme a un lado e ir hasta clase.

Lauren corrió hasta colocarse a mi izquierda y contarme todo lo que podríamos hacer en su casa. Fingía que la escuchaba, aunque cada vez iba más rápido.

—Oh, vamos, Zack. Será divertido, te lo prometo. —Me agarró de la mano y dio un tirón para impedir que avanzara—. Solo piénsalo.

—Lo haré. De verdad. —Fue mi respuesta antes de entrar en mi clase.

Fui hasta Devin, que aguantaba la risa al ver la mala leche que tenía en ese momento. Estaba sentado en la última fila y ya había sacado el cuaderno, el libro y el estuche. Pasé por al lado de Storm, que garabateaba en las últimas hojas de su cuaderno a la espera del profesor. Eché un vistazo, y me sorprendió la gracilidad y la seguridad con las que su mano se movía sobre el folio mientras dibujaba un barco y unas olas enfurecidas.

Noté que mi garganta se obstruía y avancé.

Ocupé el asiento vacío junto a Devin y le di un codazo entre las costillas.

—No te rías.

—No me río —protestó—. ¿Ha ido mal?

—¿Mal? Ha sido horrible —solté, y bufé.

—Bueno, piénsalo de esta forma: si le has dado una negativa, no volverá…

Alcé una ceja en su dirección y él se calló. ¿Acaso se había olvidado de lo pesada e insistente que podía llegar a ser Lauren? Era guapa, atractiva y lista, pero estaba tan vacía por dentro como una cáscara sin fruto. Sin contar que era la persona menos empática del mundo. Disfrutaba viendo a los demás fracasando o siendo humillados. Una sonrisa de desdén cubría su rostro cuando lo presenciaba.

La profesora entró en ese momento. Era joven, debía de rondar los treinta años, y era bastante querida en el instituto. De cabello castaño ondulado y ojos pardos, llevaba siempre sus gafas de pasta marrón. Sin ellas no veía absolutamente nada, y era tan despistada que raro era el día en el que no tropezaba con las mesas y sillas. Vi que se acercaba hacia Storm y le ponía una mano en el hombro. Leyéndole los labios, supe que le preguntaba cómo estaba. Storm esbozó una pequeña sonrisa, y sus ojos parecieron menos tristes.

—La profesora Lago debería quedarse todo el año —soltó Devin, quien también la miraba.

—Cuando el señor Allen se incorpore, ella tendrá que irse. —Me pasé una mano por el cuello al notarlo tenso—. Pero sí, debería quedarse todo el año.

—Es la única que consigue que me entere de las matemáticas. Sin contar lo bien que trata a los alumnos. ¿Has visto cómo se preocupa por Storm y su hermana? Ninguno de los otros profesores se ha molestado en acercarse a las hermanas Sheridan.

—Lo hicieron cuando regresaron al colegio tras… el accidente —puntualicé, a pesar de estar de acuerdo con mi amigo.

—Bah. La única que merece la pena es ella, y el colegio lo sabe. Es la única asignatura donde todos los alumnos sacan buenas notas y aprenden.

Fruncí el ceño ante el interés que mi amigo mostraba por la profesora. Cuando la clase finalizó, todos comenzamos a recoger. De repente, una alumna que no era de la clase entró y fue corriendo hacia Storm. Le murmuró algo al oído y poco a poco el rostro de Storm se fue volviendo más pálido. Salió de la clase con tanta rapidez que estuvo a punto de llevarse por delante a la profesora Lago.

—¿Qué habrá pasado? —pregunté en voz alta.

Devin entornó los ojos. Justo cuando abrió la boca para hablar, un chico asomó medio cuerpo a nuestra clase.

—¡Hay pelea en el patio! —gritó.

Los alumnos salieron de la clase con rapidez y se empujaron unos a otros para ver quién llegaba antes. Devin me dio con el codo entre las costillas y me señaló la puerta con la barbilla. Fuimos hacia el patio y nos hicimos un hueco entre todos los cuerpos que se interponían entre nosotros y la pelea. Supe que se trataba de cuatro chicas porque vi unas piernas largas y delgadas en el suelo. Al ser alto, solo tuve que ponerme un poco más cerca para ver quiénes eran.

Se me pusieron los ojos como platos al distinguir a Rain y a Storm.

—¡Mierda! —gimió Devin, que se llevó las manos a la cabeza.

Rain estaba sentada sobre el estómago de una chica de un curso superior mientras le tiraba del pelo con fuerza y le gritaba algo que no conseguía comprender. Storm, que debía de haber ido en su ayuda, intentaba librarse de otra estudiante que le pegaba con los puños en la espalda. Sin pensármelo dos veces, me coloqué ante el par de alumnos que había justo delante y fui hasta Rain. La agarré de las axilas y la separé de la chica, que se incorporó con rapidez para bajarse la falda y arreglarse el pelo.

—¡Eres un animal! —le gritó a Rain, que intentaba zafarse de mis manos.

—¡Suéltame! —gruñó Rain, revolviéndose como una lagartija—. ¡Suéltame ahora mismo!

No le hice caso, y la alejé todo lo posible. Devin pareció espabilar y fue hasta Storm. Apartó a la chica de un empujón y se colocó sobre Storm para protegerla de los golpes. En ese momento vi que dos profesores se acercaban corriendo hacia donde nos encontrábamos nosotros. Actué por instinto y decidí llevar a Rain a un lado para que los profesores no la viesen en ese estado, con los ojos brillantes por la furia y soltando palabrotas como un camionero. La alejé hasta la parte trasera del instituto, donde unos alumnos hablaban tranquilamente. Al soltarla, Rain se giró con rapidez y me señaló con un dedo acusador.

—¿Por qué demonios te has metido? —preguntó enfadada.

—Si los profesores llegan a verte agrediendo a una alumna, te habrían expulsado —dije con tranquilidad.

Un mechón oscuro de su pelo cruzó por su rostro. Contrastaba tanto con su olor de ojos, de un tono verdoso, que resultaba casi imposible retirar la mirada de ella. Hasta ese momento no me había fijado en la simetría de sus rasgos, en la forma en la que sus ojos se rasgaban con suavidad para otorgarle una mirada felina. Sus densas pestañas negras los rodeaban y hacían que el color resultara aún más llamativo.

—Eso es asunto mío. No tendrías que haberte metido —susurró con aspereza. Luego parpadeó un par de veces al darse cuenta de que el grupo de alumnos que había cerca nos miraban con curiosidad.

Suspiré y me miré las manos. Me asombré al comprobar que tenía marcas de uñas y me pregunté cuándo me habría arañado Rain.

Ella, al percatarse de las marcas rojas que cruzaban mis manos, acortó la distancia entre nosotros y me agarró por las muñecas. Me sobresalté ante su contacto y la naturalidad con la que me había tocado. Resultaba muy pequeña a mi lado. Muy menuda. Una suave brisa se levantó y algunos mechones de su melena se movieron. Un olor a flores penetró por mis fosas nasales, y quise enterrar la nariz en su cabello para saber si ese aroma provenía de ella.

—¿Yo te he hecho esto? —preguntó con voz temblorosa.

Me encogí de hombros.

—No te preocupes. La verdad es que no me he dado cuenta hasta ahora.

—Lo siento mucho —dijo con sinceridad. Pasó el dedo índice por uno de los cortes y me estremecí. Ella, gracias a Dios, no lo notó. Parecía enfrascada en sus pensamientos y en la culpabilidad que debía de embargarla—. Ni siquiera me he…

—Tranquila, Rain. No pasa nada. —Retiré las manos con cierta incomodidad al sentir que su contacto despertaba algo en mí, algo que me pilló completamente desprevenido—. Deberías irte a clase y quedarte allí hasta que todo se calme. Si preguntan algo, diré que no te he visto.

—¿Vas a cubrirme las espaldas? —inquirió con curiosidad, alzando una ceja.

—Sí. —Asentí—. Lo haré.

Ella frunció el ceño y entreabrió los labios. Me observaba con el mismo interés que un gato observaría a un canario. Nunca me veía tan aturdido en presencia de una chica, y menos de una que era más joven que yo. Sin embargo, había algo en Rain que me ponía nervioso y provocaba que algo dentro de mis entrañas se removiera.

—Vale —susurró desconfiada—. Adiós…

—Zack —añadí—. Me llamo Zack.

—Adiós, Zack. Y perdona por los arañazos —señaló antes de marcharse.

Me quedé allí parado unos largos segundos. La vi marcharse con rapidez y con aquellos jeans desgastados que le quedaban algo grandes pero que le sentaban de maravilla…

Sacudí la cabeza para despejarme de aquellos pensamientos. ¿A quién demonios se le ocurría contemplar a Rain Sheridan de esa forma? Esa chica llevaba la etiqueta de «Problemas» pegada en la frente. Era temperamental y algo alocada, y, por lo que había visto ese día, estaba algo salvajada. Comprendía hasta cierto punto que sus acciones estaban justificadas por la muerte de su padre y de Wayne. Quizá fuese su forma de gestionar toda la tensión y la ansiedad que sentía por dentro. Quizá fuese como una bomba que intentaba no explotar para no llevárselo todo por delante, sino que poco a poco iba soltando su carga.

Y aquella chica a la que había agarrado de los pelos había sido su primera víctima.

Contuve una sonrisa y regresé hacia la clase, donde ya estaba Devin. Mi amigo me miró con insistencia cuando me senté a su lado, y no dije nada. Apoyé los codos sobre la mesa y pensé en la mirada de Rain, tan insondable y felina. No me habría importado mirarla un poco más, averiguar si de verdad tenía los ojos de un color tan verde y claro.

—Eh, ¿qué ha pasado? —inquirió Devin.

—Nada —respondí—. ¿Por qué?

—Bueno, te has llevado a la fiera de Rain a la parte trasera y tienes las manos llenas de arañazos. ¿Te ha hecho daño?

—¿Qué? —Miré mis manos y negué con la cabeza—. Ah, no, no. No es nada. ¿Todo bien? ¿Ha pasado algo?

—No. Las alumnas implicadas han hecho pacto de silencio y no han querido hablar. Ni siquiera Storm, que ha estado recibiendo golpes de la otra estudiante.

Fruncí el ceño, extrañado.

—¿Sabes por qué han iniciado la pelea?

—No estoy del todo seguro —dijo Devin, que se pellizcó la barbilla—. Creo que la alumna a la que Rain le tiraba del pelo le había dicho algo sobre su padre.

Solté una maldición por lo bajo.

—Se lo merece. Por bocazas —afirmé.

Devin asintió con cierto recelo y se quedó callado. La siguiente profesora entró en el aula, y dejamos el tema a un lado. Si de verdad la otra estudiante había dicho algo sobre su padre, no me extrañaba que Rain hubiese reaccionado con tanta ira. No es que fuera amigo de las hermanas Sheridan, pero llevaba toda la vida en el pueblo, al igual que ellas. Mientras que Storm era la hermana tranquila y pacífica a la que le encantaba dibujar, Rain era alocada y temperamental. Pocas veces se mordía la lengua, y no dudaba en dar su opinión sobre cualquier asunto. Disfrutaba navegar junto a su padre y Wayne, donde intentaba aprender a llevar por sí misma un barco de vela. A menudo la había visto en el puerto o en la playa con su padre, un hombre alto y rubio. No hacía falta ser muy observador para saber que había existido un fuerte vínculo entre ambos.

No quise ni imaginarme el duro golpe que habría sido para ella perderlo.

Cuando la profesora dio un golpe sobre la mesa para que los alumnos se callaran, yo sacudí la cabeza y decidí que era hora de dejar de pensar en Rain y en su familia. Eché los hombros hacia atrás y me concentré en lo que decía.

2

En la actualidad

Rain

Regresar a Nantucket después de diez años era como tragarme todo mi orgullo y volver con el rabo entre las piernas. Me había prometido que no iba a pisar aquella maldita tierra que me había arrebatado a mi padre. Y, sin embargo, la última llamada de mi hermana me había preocupado lo suficiente como para recoger mis cosas del pequeño apartamento que había alquilado en Boston y dejar mi trabajo a tiempo completo en una tienda de ropa infantil. Trabajo que, por cierto, había odiado con toda mi alma.

Storm no sabía que había llegado ni que, en vez de ir a casa de mamá y quedarme allí, había optado por pasar la noche en una habitación del hotel Blue Moon, uno de cinco estrellas en el que me había gastado cerca de la mitad de mi sueldo. Por una sola maldita noche. Muy fuerte.

Sin embargo, era el único libre que había encontrado cuando, el día anterior, en plena noche y con demasiados remordimientos en la mente, había comprado un vuelo a Nantucket a última hora. Habían sido unos cuarenta y cinco minutos de viaje en los que me había tocado como compañero un adolescente con las hormonas disparadas que no había parado de mirarle los pechos a una de las guapísimas azafatas de la compañía. Su madre, a mi otro lado, se había quedado dormida, con un hilillo de saliva que le caía por la comisura de la boca.

Y aquí estoy, en Nantucket.

Cuando me bajé del taxi y mis sandalias tocaron el suelo, sentí que todo mi cuerpo era avasallado por una miríada de sentimientos. Recordé lo mucho que había disfrutado aquellos viernes cuando, al volver del colegio, mi padre me esperaba en el coche con un bocadillo y preparado para navegar. Le tiraba la mochila a Storm mientras mi madre, con una sonrisa, negaba con la cabeza y nos deseaba una buena tarde. Comparar el pasado con lo fríos que me parecían mis días me llenó de tristeza. Sacudí la cabeza y avancé todo el camino hasta el hotel, desde el que podía oír las olas del mar y las gaviotas.

La decoración exterior era blanca y playera, con palmeras y vegetación por todas partes. Había hamacas, mesas y sillas blancas y una piscina enorme donde algunos bañistas nadaban. Unas cuantas luces entre la vegetación y en las paredes del hotel daban un toque romántico que varias parejas agradecían mientras se tomaban unas copas. Las sombrillas que cobijaban de los pocos rayos de sol que quedaban estaban recogidas.

Cuando entré y llegué hasta la recepción, una mujer alta y con curvas me sonrió.

—Bienvenida a Blue Moon. ¿Tiene reserva?

Asentí y miré a mi alrededor. Aquel hotel era enorme y la decoración, exquisita. Me fijé en el cuadro que había a la espalda de la trabajadora. Se trataba del mar en calma, con algunas gaviotas por el cielo nublado. La utilización de los colores y el realismo de la pintura me atraparon, y sentí que mi amor por el mar y la navegación volvía a golpearme con fuerza. Tantos años alejada de mi pasión tras aquel trágico día… Contuve un suspiro y me mordí el labio inferior. Me percaté de que había una pequeña firma en una de las esquinas del cuadro, aunque no pude leerlo bien. Me pareció ver una S.

—¿Señorita…?

Sacudí la cabeza y noté que me ardían las mejillas.

—Lo siento. Rain. Rain Sheridan.

La recepcionista tecleó y a los segundos me dio una tarjeta blanca con una luna azul.

—Aquí está su llave electrónica. Espero que disfrute mucho de la suite. Recuerde que tiene un masaje gratuito para mañana a las once de la mañana y una hora en el spa. El desayuno y la cena están incluidos en el precio, por lo que solo tiene que llamar desde el teléfono de la habitación y se lo subirán. Gracias por confiar en Blue Moon.

Forcé una sonrisa al recordar que casi la mitad de mi sueldo se había ido en esa habitación, más de ochocientos dólares, la única que había quedado libre cuando, en un arrebato por los remordimientos de llevar años sin ver a mi hermana y a mi madre, había decidido regresar. A veces me cuestionaba lo terrible que me había vuelto tras la muerte de mi padre: tan fría y distante que parecía haberme aislado del mundo.

Estiré la mano por la mesa de la recepción para coger la llave.

—Gracias. Buenas noches.

Justo cuando me iba a dar la vuelta, la mujer me paró.

—¡Oh, disculpe! Solo quería decirle que esta noche tenemos un concierto de piano a las diez y luego habrá una pequeña fiesta en la piscina. Por si quiere pasarse.

Asentí un par de veces.

—De acuerdo. Lo tendré en cuenta.

Caminé hacia los ascensores y esperé junto a las personas que había delante de mí mientras cargaba con la pequeña maleta que llevaba. Miré mi reloj de mano y vi que eran las ocho y media. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, entré con rapidez. Miré la llave electrónica y vi que ponía el número de planta, la sexta. Pulsé el botón y esperé. La gente se fue bajando a medida que paraban en su planta y otros se quedaban fuera cuando se percataban de que aquel ascensor subía y no bajaba a recepción.

Unos cinco minutos más tarde, las puertas de acero se abrieron y pude salir. El pasillo era amplio y blanco, con columnas griegas y alguna que otra estatua. Había cuadros, y supe que el dueño del hotel tenía una gran inclinación por la temática romana y griega. Era como estar en un museo, solo que con ventanas grandes y amplias que dejaban entrar los últimos rayos del sol, que ya se ocultaba en el horizonte.

Mi habitación, según la tarjeta, era la 566. Al pararme en la puerta, pasé la tarjeta y vi que una luz verde se activó. Entré y cerré a mi espalda. Dejé la maleta a un lado y observé la enorme suite que había ante mí. Una enorme cama de matrimonio con cabecero de color beis me daba la bienvenida con los brazos abiertos. Sobre las mantas blancas había una tela de color azul marino pulcramente doblada que supuse que se trataba de la toalla para el baño. Justo al lado de la cama había una amplia terraza con unas increíbles vistas al mar.

Me acerqué, sin importarme pisar la alfombra con mis sandalias, y esquivé los dos sillones blancos que estaban colocados junto a una mesita baja. A la derecha había una televisión en lo alto para poder verla tanto desde la cama como desde aquel rinconcito.

Deslicé la puerta de cristal y la brisa del mar me golpeó en el rostro. Mis cabellos oscuros me taparon por un breve momento los ojos, y me los aparté para contemplar cómo el crepúsculo teñía el cielo de tonos malvas, anaranjados y ocres. Sentí que mi pecho se llenaba de aire limpio y salado y cerré los ojos.

Mi hogar.

Aquel pensamiento silencioso y fugaz me dejó sin aliento. Diez años sin pisar Nantucket. Diez años sin ser capaz de pasar página y aceptar lo que había sucedido aquel trágico día.

Me pasé las manos por el rostro en un intento por quitarme el cansancio del día. Salí de la terraza y dejé la puerta corredera abierta para que la habitación se llenara del olor del mar. Me fijé en que en la entrada de la habitación había un pequeño mueble con una cesta llena de chocolate, frutas y alguna que otra cosa más. Sonreí y me acerqué para coger un bombón. Pensaba darme una buena ducha, cenar en la terraza y luego bajar a la fiesta. Quedarme allí encerrada mientras pensaba en cómo iba a ser mi primer encuentro con Storm después de diez años… me aterrorizaba.

Desenvolví el chocolate y me lo metí en la boca. El sabor, dulce y con una pizca de leche, me arrancó un gemido. Dejé el papel en el mueble y coloqué la maleta sobre la cama. Los cojines azules me llamaban a gritos. Deseaba tirarme, echarme una pequeña siesta y…

¿Siesta? ¡Si ya casi es de noche!, me regañé.

Sin prestar más atención a esa parte de mí que me pedía tirarme en la cama, me fui quitando la ropa a medida que llegaba hasta el baño. Una vez más, la exquisita decoración y la amplitud del cuarto me sorprendieron. Una enorme bañera con hidromasaje me daba la bienvenida. Podía haberme gastado unos ochocientos dólares, pero bien había merecido la pena.

Me fui directa a la bañera y gradué la luz para crear un ambiente relajante. Aquella noche disfrutaría. Al día siguiente ya me enfrentaría a mis demonios y a Storm.

3

Zack

Me paseé por la recepción y miré a mis trabajadores, que atendían con el mayor de los cuidados a los clientes. La recepcionista, Jennifer, sonreía a todos los que se acercaban a ella, ya fuera para preguntarle alguna duda, entregar las llaves o registrarse. Vi al botones, Héctor, un chico mexicano bastante alto y fuerte, que solía hablar con todos los clientes, llevando las maletas de una pareja que parecían recién casados por la forma en la que se agarraban de la mano y compartían miradas.

Esbocé una sonrisa hacia Héctor cuando hicimos contacto visual. Él alzó el pulgar como pudo.

Salí al exterior y recibí con agrado el sonido de las olas al impactar contra la orilla. Un olor salado y fresco llegó hasta mis fosas nasales, y llené mis pulmones de aire. Nantucket era mi hogar. Siempre lo había sido. A pesar de lo bien que me iba con la cadena de hoteles, me negaba a salir del pueblo si no era por causas mayores. El Blue Moon era mi vida. Dedicaba cada minuto a asegurarme de que todos los clientes salieran con una sonrisa en el rostro y con ganas de regresar.

Fui hasta la enorme piscina y vi el ambiente que poco a poco se había formado. Varias personas pedían copas mientras disfrutaban de la música que sonaba por los altavoces. Las luces de las palmeras parecían pequeñas luciérnagas que daban un aspecto acogedor y cálido. Me aproximé a la barra para saludar a los dos trabajadores que servían las copas: Rosalie y Josh. Los había contratado por su carisma y por la habilidad que tenían para hacer todo tipo de cócteles.

—Buenas noches, jefe —me saludó Josh, que arrastró con suavidad por la barra un whisky escocés—. Lo de siempre.

Asentí en señal de agradecimiento y miré a Rosalie, que llenaba un cuenco con frutos secos y luego cobraba a la pareja que esperaba.

—Señor —dijo Rosalie.

Por mucho que lo había intentado durante todos esos años, ni Josh ni Rosalie se dirigían a mí por mi nombre. Y tampoco teníamos tanta diferencia de edad. Quizá los dos rondasen los veintidós años, aproximadamente, y trabajaban en verano en el hotel para ahorrar dinero para la universidad.