Las tres reglas de mi jefe - Emily Delevigne - E-Book

Las tres reglas de mi jefe E-Book

Emily Delevigne

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Beschreibung

Me llamo Rhys Knight y soy uno de los hombres más ricos de Estados Unidos. Nunca he mezclado los negocios y el placer, y prueba de ello es el imperio que he levantado en poco tiempo. Cierro contratos, destino dinero a causas benéficas y salgo con mujeres preciosas a las que no vuelvo a ver al día siguiente. Mi vida es perfecta, o al menos lo era hasta que mi mejor amigo me pidió el favor de contratar a su hermana pequeña como secretaria…, y desde ese día soy incapaz de no imaginármela desnuda. Casey Evans es todo lo que no suelo buscar en una mujer: habla demasiado y le gusta el contacto físico, lo que supone el incumplimiento de dos de mis reglas a la hora de trabajar conmigo. Sin embargo, supe que todo cambiaría esa noche, cuando celebramos haber cerrado un acuerdo con un magnate ruso… A partir de ese momento tuve claro que no podría mantenerme alejado de ella nunca más.

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Primera edición: julio de 2023

Copyright © 2023 Irene Manzano Pinto

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-58-1BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®Fotografías de cubierta: Dexailo/sam741002/depositphotos.com Imagen de interior zapatillas: Imagen de macrovector en Freepik Imagen de interior corbatas: Imagen de macrovector en Freepik

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

Agradecimientos

Contenido especial

Para Conchi, mi editora.

Gracias por todas las oportunidades que me has dado

y por tratarme con tanto cariño. Eres la mejor.

Prólogo

Casey

Había miradas capaces de atraparte en el momento en el que hacías contacto visual. Miradas que te follaban y te hacían sentirte como si fueras la mujer más deseada del mundo, que hacían que tu corazón se acelerara y que tu sangre hirviera en el interior de las venas mientras deseabas con cada poro de tu ser que se acercara, que acortara la distancia entre ambos y llevara a cabo la promesa que llameaba en sus ojos.

Y luego estaban las manos… Esas manos grandes, fuertes, trabajadas y diseñadas para acariciarte por todas partes y moldearte como si fueras de arcilla. Esos dedos largos y con señales de haber estado trabajando en algo manual y que anhelabas sentir por cada centímetro de tu piel.

Pues mi jefe tenía esa mirada de depredador y esas manos destinadas a arrancarte orgasmos con tan solo rozarte.

Lo nuestro solo comenzó como un rollo pasajero cuyo objetivo era aliviar la tensión sexual que nos perseguía en la oficina. Sin embargo, para mí siempre fue mucho más, incluso cuando, después del primer encuentro, quise engañarme y taparme los ojos para no ponerle fin a algo que acabaría destrozándome el alma.

Dios, decir que Rhys me alteraba hasta lo inimaginable era quedarse corta.

Mi respiración se volvía pesada cuando venía a mi despacho para pedirme, con esa voz ronca y aterciopelada, que reorganizara la agenda o que cogiera reserva para algún almuerzo de negocios. Mi boca se secaba cuando él sonreía, cuando sus labios se curvaban hacia arriba y mostraba esos hoyuelos tan sensuales y juveniles que restaban seriedad a su rostro.

Lo que comenzó como un simple polvo en una cena de negocios terminó por afectar a mi vida entera. Fui incapaz de verlo en la oficina y no imaginármelo desnudo, o, más bien, no recordarlo de la noche anterior, mientras se arrodillaba entre mis piernas y sus anchos hombros me obligaban a exponerme por completo. Cada pequeño momento que habíamos compartido se me había grabado en la retina, y dudaba que fuese a olvidarlo algún día.

Estaba jodida. Muy jodida.

¿Y ahora cómo te voy a olvidar, Rhys?

Saliendo del portal del ático en el que Rhys vivía, una de las mejores zonas de Filadelfia, me rodeé el cuerpo con los brazos, como si de esa forma pudiese recomponer los pedazos de mi corazón. Una suave brisa me acarició el rostro, e inspiré temblorosamente.

Aguanté de la mejor forma que pude el escalofrío que me recorrió el cuerpo cuando su olor vino hasta mí.

Maldita sea la hora en que me enamoré de ti, Rhys.

1

Rhys

—Tío, necesito un favor.

Bajé lentamente el periódico desplegado que leía y lo doblé con sumo cuidado antes de dejarlo caer con fuerza en la mesa de la cafetería. A la mierda las noticias, y eso que estaba leyendo una bastante interesante. Que mi mejor amigo de la infancia me hubiese pedido que quedáramos a las nueve de la mañana en aquella cafetería cerca de mi empresa solo significaba una cosa: necesitaba algo. Tal y como lo acababa de corroborar hacía apenas unos segundos.

Mi intuición nunca fallaba, y había quedado comprobado una vez más.

Contuve un suspiro y miré a Robert, cuyos ojos azules lucían preocupados.

—¿De qué se trata? —me atreví a preguntar. Lo conocía lo suficiente como para saber que, si me pedía algo, era solo porque se trataba de algo importante.

Miré al suelo y vi que movía la pierna con rapidez bajo la mesa.

—Necesito… tu ayuda.

Asentí, impaciente y algo excitado. ¿Qué sería? ¿Dinero? ¿Trabajo? ¿Que le presentara a una de las muchas modelos o actrices con las que solía salir? Me crucé de brazos.

—Tú dirás.

Apretó los labios con tanta fuerza que se le pusieron blancos.

—Es… mi hermana. Casey.

Oh, mierda.

Casey.

La hermana de Robert. ¿Cuándo había sido la última vez que la vi?

Estaba seguro de que habían pasado por lo menos diez años. Aquella joven insolente tuvo la mala idea de abandonar sus estudios y mudarse a Londres para seguir al que ella decía que se trataba del amor de su vida, un músico de poca monta que apenas tenía para pagar las facturas y que, de una forma u otra, siempre conseguía que se las abonasen sus novias.

Ese tal amor de su vida no tardó en darle la patada a Casey en cuanto triunfó y se vio rodeado por miles de fans.

Contuve una sonrisa y me enderecé en la silla.

—¿Qué le ha sucedido a Casey?

Robert forzó una enorme sonrisa que me recordó bastante a las que su hermana solía componer cuando algo le salía mal y no quería que la castigaran o la riñeran.

—Bueno…, al final terminó sus estudios. ¿Te acuerdas de que estudiaba Ciencias Económicas y Empresariales?

—Sí.

—Bien, pues en cuanto rompió con el músico, decidió retomar los estudios. Tendrías que verla, tío. Ha cambiado. Ha madurado. Ya no es la misma.

Querrá decir que la dejó, pensé para mis adentros.

Pensé por un momento en Casey Evans… y estuve a punto de estremecerme.

En mi vida había visto a una chica tan torpe y tan manazas como ella. Se cargaba todo lo que tocaba. Era como si una gitana la hubiese maldecido el día de su nacimiento.

Imaginándome lo que Robert me pediría, fui incapaz de no suspirar.

—Quieres que le ofrezca un puesto en la empresa.

—¡No te vas a arrepentir! —anunció en un intento por convencerme—. Mira, trabajaba en una pequeña empresa londinense, pero sin su exnovio y sin su familia decidió que lo mejor que podía hacer era regresar a Filadelfia. Y aquí está.

Alcé una ceja.

—Con «aquí» te refieres a Filadelfia.

Robert se encogió de hombros y me dirigió una mirada cargada de disculpa. Estaba tan nervioso que casi le perdonaba que me hubiese hecho perder el tiempo al venir a esta cafetería.

—No. Lo digo literalmente. Aquí.

Mi espalda se tensó como las cuerdas de un violín y miré a todas partes, esperando ver a esa niña de pelo castaño claro y revuelto que contemplaba la vida como si fuera lo más maravilloso del mundo.

—Robert, ella no…

—Oh, mira. Acaba de entrar por la puerta. ¿Puedes ser amable? —Al ver que yo fruncía el ceño, él alzó las manos—. No digo que no lo seas, solo que… —Suspiró—. Es sensible, ¿vale? Y ha comenzado a volver a ser ella.

—¿No has dicho que ha cambiado por completo? —pregunté con más brusquedad de la que pretendía.

Robert comenzó a balbucir y a soltar palabras inconexas que no consiguieron relajarme en absoluto. Volví a barrer la cafetería con la mirada cuando la silueta de una mujer con curvas captó mi atención. Mis ojos se abrieron de par en par. ¿Sería acaso ella?

—Oh, Dios. Ahí está. ¡Casey! —dijo Robert, que apenas podía estarse quieto. Me pregunté si yo era el causante de tal estrés. Nunca antes me había parado a pensar si intimidaba tanto a mis amigos y a mis empleados.

Ella esbozó una enorme sonrisa que cruzó todo su bonito rostro. Y cuando decía «bonito», quería decir «precioso». Joder, ¿tanto había cambiado Casey en estos diez años? Cuando su hermano decía que no tenía nada que ver con la que solía ser, no había mentido en absoluto.

Maldita sea, deja de mirarla tanto. ¡Contrólate!

—¡Robert! —Casey fue hasta su hermano y lo abrazó. Había tanto cariño entre ellos que por un momento envidié que yo nunca hubiese compartido un vínculo como aquel con nadie. Ni con mis padres ni con mis parejas o rollos. Los ojos azules de Casey se clavaron en mí—. Hola, Rhys. Qué de tiempo.

Asentí y estiré la mano.

—Sí. Sí que ha pasado tiempo —musité, algo perplejo.

Ella me estrechó la mano e hizo un gesto hacia una de las sillas vacías.

—¿Puedo sentarme?

—Yo me voy, hermanita. Creo que será lo mejor —soltó Robert, que se levantó casi de un salto, como si ansiase marcharse de allí cuanto antes—. Ya hablamos, ¿vale, tío?

Alcé una ceja en su dirección y él se dio la vuelta, no sin antes darle un beso en la mejilla a Casey. Me hizo un gesto con las manos como de pedirme perdón por esa encerrona, ya que sabía que, sí o sí, le ofrecería un trabajo a su hermana. Su familia se había portado tan bien conmigo que solo sentía gratitud hacia ellos.

Casey cambió el peso de un pie u otro, incómoda, y esa fue mi oportunidad para contemplarla.

Al parecer, su estilo de ropa es algo que ha permanecido inalterado todos estos años, pensé con resignación.

Llevaba una camiseta amarilla de un tono limón que iba a juego con sus pendientes amarillos, que, por cierto, eran unos limones. Además, una falda verde con lunares blancos provocaba que te doliese la vista de tan solo mirarla…, pero al mismo tiempo me atraía. Era la única persona capaz de llevar prendas tan estridentes y, sin embargo, de lucirlas tan bien.

—Siéntate, por favor —dije cuando supe que mi escrutinio la estaba poniendo nerviosa.

—Vale —respondió de buen humor.

—Supongo que todo esto es para que te dé un puesto de trabajo en mi empresa.

Ella pegó un pequeño respingo. Quizá había sido demasiado directo, pero nunca me había andado por las ramas. ¿Para qué? Era una pérdida de tiempo, y el mío valía oro.

—Más bien para una entrevista de trabajo —corrigió ella.

Su pelo castaño y ondulado, que llevaba suelto y a la altura de los hombros, tenía reflejos rubios cada vez que el sol incidía sobre ella. Sus carnosos labios estaban pintados de un tono rosado que los hacía parecer muy sensuales.

Sacudí de inmediato la cabeza ante tal pensamiento. ¿Acababa de mezclar «sensuales» y «Casey» en el mismo pensamiento? Merecía que me pegaran un tiro.

—Has terminado los estudios.

Ella asintió.

—Sí, y con muy buenas notas. Puedo mandarte mi currículo.

Así que ofrecerle un trabajo a la hermana pequeña de mi mejor amigo… ¿Qué edad debía de tener? ¿Veintiséis? No recordaba con exactitud cuánto le llevábamos Robert y yo. Supuse que lo sabría cuando me mandara su currículo. ¿En qué puesto debía ponerla? En uno bajo no, por supuesto. Pero tampoco veía justo que ocupara uno muy alto si no disponía de las habilidades acordes a dicho puesto.

De repente recordé que el puesto de mi secretaria, Lauren, había quedado vacío. La había despedido hacía tan solo tres días, cuando insistió en hacerme una mamada en mi despacho cuando le pedí la agenda de aquel día.

Yo nunca mezclaba el trabajo y el placer.

Nunca.

Eso era un error de novatos.

No quería ni recordar su rostro cuando la rechacé tajantemente y le ordené que recogiera sus cosas.

—Serás mi secretaria una semana —anuncié. Ella asintió varias veces—. Si tras siete días no demuestras ser útil…

—Soy lo que buscas —prometió, interrumpiéndome—. No te arrepentirás.

Ya lo estoy haciendo, pensé con desgana. La contemplé durante un largo rato para evaluar si no habría tomado una mala decisión. Casey no se sintió incómoda ni intimidada. De hecho, su enorme sonrisa seguía intacta.

Cerré los ojos unos segundos antes de abrirlos. Alcé un dedo.

—Hay tres reglas que debes seguir.

Ella ladeó la cabeza.

—¿Tres reglas?

—Mmm… —Asentí una sola vez—. La primera: no me interrumpas nunca.

Su sonrisa fue menguando.

—Pero…

—La segunda —la interrumpí implacablemente, porque yo sí que podía hacerlo con mis empleados—: nunca me digas «no» ni tengas pataletas cuando te eche el trabajo para atrás porque no me gusta cómo ha quedado. Soy algo maniático, Casey. Y si quieres trabajar para mí, tienes que adaptarte.

Casey asintió de nuevo con tanta brusquedad que temí que fuese a romperse el cuello.

Alcé un tercer dedo.

—Y la tercera: nada de contacto físico que no sea estrictamente necesario. Los apretones de mano tienen un pase. Los abrazos no. Es del todo innecesario. E incómodo. Están prohibidos.

Su rostro era la viva imagen de la confusión, y por un momento sentí la necesidad de sacudirla para que volviese en sí misma. Mis reglas eran claras, y pocas, por lo que no permitía que ninguno de mis empleados se olvidasen de ellas.

Alcé una ceja.

—¿Te ves capaz de cumplirlas?

Casey asintió con lentitud.

—Sí.

—Bien. —Me incorporé de la silla y dejé un par de billetes sobre la mesa. Ella no se movió; parpadeaba mientras supuse que intentaba analizar todo lo que acababa de decirle—. Te espero en media hora en mi despacho para hablar sobre las condiciones del contrato. No llegues tarde.

Ignoré si fue a decir algo o no porque me di la vuelta para salir de la cafetería.

Más le valía ser tan buena y eficiente como su hermano decía que era.

No me temblaría la mano para despedirla en caso de no superar la prueba.

2

Cinco meses más tarde

Casey

Aquella mañana llovía con fuerza. Era un chaparrón de verano. El cielo estaba cubierto por unas nubes plomizas que daban la sensación de que, en vez de haber amanecido hacía un par de horas, fuese a anochecer.

Me apresuré a cruzar el paso de cebra cuando el semáforo comenzó a parpadear, señal de que se iba a poner en rojo de un momento para otro. Tiré de la correa del enorme perro que me seguía, que no era mío, sino de mi mejor amiga, cuando un coche me pitó. Di un pequeño salto y mis ojos se abrieron como los de un cervatillo asustado cuando las luces impactaron en mi rostro. Retrocedí varios pasos de forma instintiva y poco segura. Pisé al perro, y al escucharle gemir de dolor, me eché a un lado sin saber dónde colocarme para no estorbar al coche y para no lastimar más al enorme can que tenía que llevarme al trabajo. Mis pies se enredaron con tanto movimiento y acabé cayéndome al suelo. Mi costado golpeó el asfalto y contuve un gemido de dolor.

—¡Muévete! —gritó un conductor.

Me incorporé lo más rápido que pude, abochornada, y me pasé las manos por la ropa. Mi falda verde estaba surcada por círculos negros del polvo del pavimento y mis rodillas sangraban un poco.

Contuve un suspiro y tiré del perro.

—Vamos, Rocky.

El animal me siguió, obediente, e intentó lamer mis rodillas. Cuando ya no estábamos obstaculizando el tráfico, me arrodillé a su altura y le acaricié la cabeza. Rocky era un cruce entre mastín y alguna otra raza grande. Era colosal. Todos se apartaban cuando lo veían, los niños chillaban y huían, hasta que se percataban de que era el perro más leal y bonachón del mundo.

—Buen perro. Ahora vamos al trabajo antes de que mi terrible y sexy jefe se dé cuenta de que vas a estar hoy en mi despacho. —Me mordí el labio inferior y me incorporé—. Kassandra me debe una. Una muy grande.

Aún no me creía que fuese a ir al trabajo con Rocky. Mi mejor amiga de la infancia, Kassandra Ryan, se había plantado a las seis de la mañana en la puerta de mi pequeño apartamento para pedirme que cuidase de su perro, ya que ese día tenía un reportaje fotográfico de una boda y Rocky estaba con diarrea y vómitos. Afortunadamente, Rocky todavía no había hecho ninguna de las dos cosas.

Recién despertada y con los ojos tan entrecerrados que apenas veía qué había delante de mis narices, dejé que Kassandra colocase la correa en mi mano izquierda antes de decirme lo mucho que me quería y que iría a por él sobre las ocho de la tarde y que, por supuesto, vigilara todo lo que se comía.

Mi jefe me va a matar…

Paré en el Starbucks que más cerca me pillaba y pedí un macchiato con doble shot de café. Tan intenso y caliente como el infierno.

Y como mi jefe, pensé antes de pagarle a la chica que me atendía y marcharme.

En cuanto mis Converse pisaron el suelo de la empresa, sentí todas las miradas clavadas en mí. Y en Rocky.

Noté que toda la sangre se me acumulaba en las mejillas.

Forcé una sonrisa y pasé a toda velocidad por las mesas hasta ir a mi despacho, que se encontraba a la izquierda del de mi jefe. No me paré a saludar a nadie, no porque no me cayesen bien o porque tuviese la costumbre de ignorarlos, sino porque sabía que, si no llegaba a mi despacho antes de que él me viese, tendría que marcharme junto a Rocky. Y lo peor es que no solo se conformaría con que dejase al perro en mi casa, sino que me prohibiría entrar allí el resto de mi vida.

A veces me preguntaba por qué me odiaba tanto. Me consideraba una mujer trabajadora, educada y muy ágil. Era capaz de teclear más de ciento veinte palabras por minuto. Sin faltas de ortografía, con el texto justificado y preparado para su firma. Atendía todas sus llamadas, le organizaba la agenda y me ocupaba de consolar a las mujeres, modelos o actrices que se negaban a aceptar que Rhys Knight ya no estaba interesado en ellas. A veces me mordía la lengua para no soltarles un «Lo siento, querida. Solo era un polvo». Pero era demasiado cruel incluso para mí.

Una vez llegué a mi despacho, sentí que un súbito alivio inundaba mis venas. Fui hasta mi perchero y cogí una manta de cuadros rosas y blancos que solía ponerme por encima en invierno. Ya era verano, por lo que simplemente la dejaba ahí, limpia, por si algún día la temperatura caía.

La coloqué en el suelo.

—Eso es para ti, compañero —le dije a Rocky, y le quité la correa—. Siéntete libre. Dame diez minutos y te busco un cacharro donde ponerte agua y…

Mi espalda se estiró y se tensó cuando la puerta se abrió con brusquedad y firmeza. Varias cabezas se asomaron por la ancha espalda de mi jefe. Cotillas. Querían ser testigos de mi humillación. Sin embargo, él tuvo la decencia de cerrar tras él. Luego cruzó sus fuertes y musculosos brazos sobre el pecho.

Mi corazón dio un vuelco.

Mierda, mierda. Es él. Rhys.

Mi jefe era muy conocido en Filadelfia. Bueno, en realidad en Estados Unidos, ya que era un prestigioso arquitecto que se dedicaba a diseñar los edificios de las principales ciudades del mundo. Pero eso no era todo. Había tres razones que lo hacían ser muy reconocido en cualquier parte:

Primero, era millonario. Tenía muchísimo dinero. Más de lo que era capaz de recordar.

Segundo, era guapo. Demasiado guapo. Sus labios eran tan sensuales y plenos que pocas no soñaban con sentirlos alguna vez en sus vidas.

Y tercero…, su polla. Sí, eso mismo. Rhys era conocido entre las mujeres por lo que tenía entre las piernas.

Hice un enorme esfuerzo por no pensar en su pene ni en lo grande que lo tenía, según me contaban las actrices y modelos a las que consolaba cuando él no quería verlas más.

Sus ojos se entrecerraron hasta no ser más que dos rendijas oscuras.

—¿Qué mierda es eso, Casey?

Me quedé callada unos largos segundos mientras le exigía a mi cerebro que encontrase una buena excusa para salir airosa de la situación.

—¿Y bien? —insistió. Señaló a Rocky con un dedo—. Llévate a este perro a tu casa y luego…

—No, señor —le interrumpí con voz suave.

Él alzó una ceja.

Oh, no. Oh, no… No, no…

Mierda, había cometido dos errores garrafales: el primero, interrumpirlo. Y el segundo, decirle que no. Eso estaba terminantemente prohibido. Nadie le negaba nada a Rhys.

—¿Qué has dicho?

Su voz sonó fría. Más bien glacial.

—Lo siento, señor. —Sacudí la cabeza—. Q-quiero decir que no es posible en estos momentos. Rocky tiene que quedarse bajo mi cuidado; se lo he prometido a mi mejor amiga, Kassandra. —Me encogí de hombros y esbocé una sonrisa—. Te prometo que no volverá a pasar.

Rhys me observaba como si fuera un extraterrestre…, y no podía culparlo. Debía de parecerle todo un disparate. Y, además, en mi despacho olía a perro mojado. Rocky tenía tanto pelo que, al haberse mojado por la lluvia, desprendía un fuerte tufo.

—Ni hablar, Casey. Saca a ese chucho de mi oficina ahora mismo, ¿te enteras? Vendré dentro de una hora. Como siga aquí, tú te marcharás junto a él. —Avanzó un paso, y pude captar su olor fresco a aftershave—. Y no te molestes en volver mañana ni ningún día.

Rhys se marchó, no sin antes dedicarle una fulminante mirada a Rocky, que observaba todo con la lengua fuera. Incluso habría jurado que sonreía. Me encantaba lo mucho que pasaba de la situación. Era como si nada pudiese herirle.

—Ah, por cierto…, abre la ventana —ordenó Rhys, mirándome por encima del hombro—. Tu despacho apesta.

Clavé mis ojos en su trasero, que estaba muy bien colocado, y di un pequeño respingo cuando cerró de un portazo.

No puede ser más desagradable…

Por supuesto, no pensaba llevarme a Rocky a ningún lado. Solo lo ocultaría durante mi jornada laboral.