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ODETTE GREENWOOD Mi vida en Missoula, Montana, siempre ha sido tranquila y apacible. Me dedico a trabajar en la granja de mi padre sin descanso y, a veces, salgo con una amiga de la infancia. Sin embargo, de un día para otro un empresario millonario aparece por el pueblo para comprar los terrenos del viejo señor Holms. Su existencia no tendría por qué alterarme…, pero lo hace. Y mucho. Alto, moreno y misterioso. Siempre me he mantenido alejada de los hombres como él. No traen nada bueno. Pero es que me es imposible no mirarlo cuando está cerca. Y qué decir de lo bien que huele… Algo me dice que me va a dar más de un quebradero de cabeza. ARCHER WHITE He decidido comprar unas tierras a las afueras de Missoula para expandir mis negocios. La idea ha sido de mi padre. Yo nunca me habría ido de una ciudad como Nueva York a un pueblo infernal lleno de gente chismosa. Solo tengo que estar el tiempo suficiente para supervisar las obras. Luego volveré a Nueva York y no pisaré Missoula nunca más…, o esa había sido mi idea inicial. Porque Odette lo ha cambiado todo. Esta mujer no debería haber aparecido en las lindes de mi terreno. Ahora no puedo dejar de pensar en ella y en lo mucho que me apetece besar esos labios tentadores.
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Seitenzahl: 262
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Primera edición: diciembre de 2024
Copyright © 2024 Irene Manzano Pinto
© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]
ISBN: 978-84-10070-71-4BIC: FRD
Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®Fotografías de cubierta: SnapHive/FreepikImagen de interior traje: Imagen de Piki Superstar en FreepikImagen de interior flor: Imagen de FreepikFotografías caballos: Irene Manzano Pinto
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
1
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5
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Epílogo
Nota de la autora
Agradecimientos
Contenido especial
Missoula, Montana (Estados Unidos)
Odette
El amanecer se abría paso entre las grandes montañas de tonos malvas mientras Travieso comía a orillas del río Blackfoot. Aquel caballo iba a volverme loca. Literalmente. Era la tercera vez en esa semana que conseguía escaparse del cercado. La tercera vez que escuchaba los gritos de mi padre al ver la valla aplastada. La tercera vez que me levantaba sin desayunar y galopaba a lomos de Fastuosa, la yegua más silenciosa y tranquila del picadero, para que Travieso no me escuchara y no saliera corriendo. Desde que mi padre había llamado al veterinario para castrarlo, las yeguas habían pasado a un segundo plano y él solo se centraba en comer y conseguir la hierba más fresca de todas.
Estaba tan sumido en lo que comía que ni siquiera se había percatado de que el viento iba en nuestra contra y que, por lo tanto, podía olernos desde esa distancia.
Ay, Travieso, eres un comilón, pensé con una sonrisa.
El canto de un pájaro hizo que el caballo alzara la cabeza y sus orejas se empinaran.
Era el momento. O actuaba ya o Travieso volvería a escapar.
Apreté con la mano izquierda las riendas mientras que con la derecha afianzaba el agarre sobre la cuerda que le echaría al cuello.
Sin pensarlo ni un segundo más, le clavé el talón izquierdo a Fastuosa en la barriga.
La yegua echó a galopar.
Travieso se quedó un par de segundos quieto antes de correr como alma que llevara el diablo.
Sin embargo, el hecho de que le encantase comer y estuviese castrado había afectado a su físico. Era un caballo torso de tamaño mediano cuya barriga comenzaba a ser más prominente cada mes que pasaba. Fastuosa, en cambio, era una yegua fuerte, ágil y veloz que no tardó mucho tiempo en colocarse a su lado. Alcé la mano derecha sobre mi cabeza, apreté las piernas contra la barriga del equino y lancé la cuerda con todas mis fuerzas.
Apreté los dientes y me estiré ligeramente hacia delante.
Listo.
Tenía a Travieso.
El caballo dio un par de coces y relinchó en señal de protesta.
Una vez más, Fastuosa y yo habíamos ganado.
Palmeé con suavidad el cuello de la yegua.
—Bien hecho, vieja amiga —dije con orgullo.
Clavé mis ojos en los marrones de Travieso. Cuando hice el amago de acariciarlo, él me lo permitió. Había criado a aquel caballo junto a mi padre, y aunque sabíamos que Travieso no solía alejarse mucho del rancho, temía que acabase adentrándose en el río o sufriera algún accidente.
Puse rumbo de vuelta al rancho al paso cuando un sonido alertó a los caballos.
Estuve a punto de perder el equilibrio y soltar a Travieso, pero afiancé las piernas. Llevaba montando a caballo desde que tenía uso de razón, para desgracia de mi fallecida madre, por lo que me era casi tan natural como andar.
A lo lejos vi un par de coches de color negro que se paraban en las lindes del terreno al otro lado del río. Me había enterado en el pueblo de que esas tierras estaban a la venta y que habían sido compradas rápidamente por un empresario millonario de Nueva York. Aquella noticia había causado revuelo. ¿Para qué querría un empresario unas tierras en Missoula? Habían pertenecido al viejo Frederick Holms, un hombre anciano sin hijos que había sido encontrado muerto en su sillón por mi padre. Al parecer no había sufrido: había fallecido al quedarse dormido.
Mi padre me había mencionado la posibilidad de comprar aquellas tierras cuando ahorrase lo suficiente, pero no había tenido tiempo.
Aquel empresario se le había adelantado.
Mi curiosidad me instaba a acercarme y quedarme un poco más.
Sin embargo, los caballos estaban agitados. Lo mejor que podía hacer era dejarlos en el picadero y dedicarme a mis tareas. Iba a acabar enterándome tarde o temprano. En el pueblo no había secretos.
Uno de los coches tocó el claxon. Fastuosa se asustó y relinchó para luego incorporarse sobre las patas traseras. Me agarré con fuerza a la montura y hablé en voz baja para calmarla.
—Tranquila, chica. Va todo bien. Ya nos vamos a casa.
Hice que girara y miré una última vez hacia los coches.
Había unas cinco personas reunidas, pero una de ellas estaba más alejada de ellos. Miraba fijamente hacia donde yo me encontraba.
Debía de tratarse de un hombre, ya que era bastante alto y su figura era corpulenta. Incluso habría jurado que llevaba un traje de chaqueta y un maletín. No podía ver mucho más, ya que nos separaba una distancia bastante considerable.
Tragué saliva y me alejé con la sensación de que aquel grupo no iba a traer nada bueno al pueblo.
Espero equivocarme, pensé con nerviosismo.
Archer
Observé cómo la mujer se marchaba montada sobre un caballo y tiraba del otro, hasta perderse entre los montes hasta desaparecer por completo. Su habilidad para sostenerse sobre el animal cuando este se había incorporado me había sorprendido. Mucho. Debía de ser una buena jinete.
—¿Archer?
Me giré al escuchar la voz de mi abogado y buen amigo Kai. Sus ojos oscuros esperaban una respuesta a alguna pregunta a la que yo no le había prestado atención.
Miré a lo lejos el vasto valle que nos rodeaba y aquel paisaje salvaje y natural. ¿Por qué demonios me había dejado convencer por mi padre para comprar aquel terreno? No tenía nada que no pudiesen ofrecerme otros sitios más cercanos a Nueva York. Sin contar con que tendría que empezar desde cero. Iba a tener que tirar esa vieja casa que había pertenecido al anterior propietario para luego contratar arquitectos que hicieran el modelo de la empresa que quería.
Dirigí la mirada hacia Kai.
—Que empiecen a trabajar. Quiero que los arquitectos tengan un primer modelo esta semana.
Kai asintió.
—Así será.
Mi padre se había dedicado a convencerme durante un mes de las ventajas que tendría comprar aquel terreno a las afueras del pueblo. En cada cena, en cada reunión, cada vez que nos veíamos, traía fotos nuevas e informes sobre cómo mejorarían nuestras ventas si lo adquiríamos. O mejor dicho, si lo compraba yo. La empresa era mía. Al igual que el esfuerzo por hacerla resurgir y cambiar la dirección creativa cuando mi padre se había jubilado. No era que hubiese sido un mal empresario, pero en vez de tener expectativas que lo llevaran a una proyección internacional, se había quedado en su zona de confort.
Cuando yo había cogido las riendas de la empresa todo había cambiado. Teníamos sedes en Madrid, París, Londres… Nos habíamos convertido en la primera empresa de exportación de madera y muebles de lujo. Contábamos con los mejores artesanos, y no aceptaba que ninguno de mis trabajadores no diera el cien por cien. También contaba con un buen grupo de Recursos Humanos que se encargaba de que mis trabajadores estuvieran contentos y satisfechos.
—Regresemos a Missoula —dije.
Fui hasta mi coche y esperé a que Kai se subiera para volver a la ciudad. Aquellos terrenos se encontraban a las afueras, lejos del sonido de los coches y del tumulto. En Missoula había desaparecido la industria maderera en 1990, lo que, bajo mi punto de vista como empresario, había sido un tremendo error. Con más de ciento sesenta hectáreas de zonas verdes y treinta y cinco kilómetros de senderos, la ciudad y sus alrededores eran una gran fuente de explotación que pensaba aprovechar. La ciudad necesitaba dinero. Y yo pensaba dárselo.
Contemplé el monte Jumbo a través de la luna delantera del coche. No había una sola zona que no estuviese cubierta de un espeso manto verde. Al parecer allí vivían ciervos y alces que se dedicaban a pastar durante el invierno. Antes era casi imposible verlos. Comprendí en ese momento por qué mi padre había sentido tanta fascinación por Missoula. Era un buen sitio en el que vivir, al mismo tiempo que se podía ganar una buena cantidad de dinero por los recursos naturales que ofrecía.
Sin embargo, había algo en aquel silencio ensordecedor que me inquietaba. Quizá fuera que estuviese acostumbrado a vivir en Nueva York, donde el sonido era incesante y rara vez no escuchaba el ruido del claxon de los coches o los altos tonos de voz de la gente. En Missoula podía escuchar mis propios pensamientos sin esforzarme en hacerme oír sobre el mundanal ruido.
Kai se subió en ese momento al coche.
—Bien. Vamos a la ciudad. Allí llamaré a los trabajadores, y comenzarán a trabajar mañana mismo.
Asentí y arranqué el coche.
—Quiero que me informes de cada pequeño detalle.
—Eso haré, amigo. —Kai apoyó sobre sus rodillas el maletín de piel que llevaba a todos lados—. Puedes regresar cuando quieras a Nueva York. Yo me encargaré de que…
—No —lo interrumpí—. Voy a quedarme por aquí durante un tiempo. Quiero supervisar el trabajo.
Kai no dijo nada, pero supe que mi decisión lo había desconcertado. Raras veces me quedaba en algún sitio más del tiempo necesario. Siempre regresaba a Nueva York, a mi zona de confort.
—Bien. ¿Cancelo entonces la visita a la sucursal de Londres?
—Sí —respondí—. Me gustaría reunirme con el alcalde. ¿Puedes encargarte de ello?
Kai no era mi secretario ni mi asistente, pero sí me acompañaba cada vez que salía por negocios. Era eficiente y trabajador, dos características que me habían llevado a subirle el sueldo lo suficiente como para que me hiciera todo más fácil.
—Claro. No hay problema.
—Gracias —musité.
El todoterreno sobre el que iba sorteaba con facilidad las pendientes y los obstáculos del área. No tardé mucho tiempo en ver a aquella mujer que montaba a caballo y que tiraba de otro. A varios cientos de metros de distancia había lo que parecía una granja. ¿O quizá un picadero? Fuera lo que fuera, estaba seguro de que debía de trabajar allí.
Pasamos por delante de ella y miré por el espejo retrovisor.
Justo en ese momento, la mujer levantó el rostro y nuestros ojos se encontraron durante unos segundos.
Hallé una mirada verde electrizante y un rostro de tez bronceada seguramente a causa de estar expuesto largas horas al sol. Su melena de color castaño claro tenía algunos mechones rubios que contrastaban con su piel.
Joder, aquella mujer…
—¡Cuidado con ese árbol!
Retiré la atención de ella y me centré en la conducción. Giré a la derecha con brusquedad para evitar a tiempo un álamo.
—¿Qué coño te pasa? —preguntó Kai, que estaba pálido y se abrazaba a su maletín como si fuera un salvavidas.
—Me he distraído —dije con la boca pequeña. Bajo ningún concepto pensaba admitir que la belleza de aquella mujer me había hecho desatender el camino.
—¿Y con qué te has distraído? ¿No habrá sido con…? —Le dirigí una rápida mirada que lo hizo enmudecer. Una sonrisa perezosa fue surcando su rostro—. Bien. Si con esas estamos, déjame que al menos me ponga el cinturón.
—Es lo primero que deberías haber hecho —señalé con cierta rigidez.
Kai miró por su espejo retrovisor con descaro. Yo apreté los labios.
—¿Trabajará en ese picadero?
—¿Qué más da? —pregunté con fingida indiferencia.
—Es por hablar de algo. Llevas muy callado desde que hemos llegado a Missoula.
Decidí contener una respuesta y centrarme en los negocios. Quería reunirme con el alcalde. Sabía que la ciudad no rechazaría que una sede de White Constructions se instalara allí. Pero si quería encontrar el menor número de problemas posible, necesitaba acercarme al alcalde. No solo yo obtendría beneficios al explotar las tierras, sino que se crearían puestos de trabajo para los habitantes de Missoula.
—No se te olvide agendarme una cita con el alcalde.
Era mi forma de cortar la conversación. Me había puesto yo solo en evidencia al distraerme por ver a una simple mujer montada a caballo. ¿Qué demonios me había pasado? Había estado con las mujeres más atractivas del mundo, desde las modelos más cotizadas hasta actrices y cantantes. Sin embargo, ninguna de ellas me había llamado la atención lo suficiente como para tener una relación más duradera. Cuando las cosas se ponían difíciles o me pedían más de lo que estaba dispuesto a dar, desaparecía.
Mi teléfono móvil comenzó a sonar. Estaba conectado al coche, por lo que pulsé el botón del volante para responder a la llamada.
—Archer White.
—Soy yo, hijo.
La voz de mi padre, grave, tranquila y pausada, me trajo recuerdos de mi infancia. Había intentado estar siempre presente, sin tampoco descuidar la empresa. Su implicación con la familia había sido alabada por muchos, sobre todo por mi madre, que seguía enamorada perdidamente de él.
—Estoy en el coche, papá, de vuelta a Missoula.
—¿Ves? Te dije que era una buena idea.
Y lo había sido, pero no pensaba admitirlo tan pronto.
—No está mal —fue mi respuesta.
—Sé que no piensas darme la razón, pero tu padre sigue siendo un tiburón de las finanzas. Ese terreno y los recursos naturales que hay harán que ganes mucho dinero. ¿Te has reunido con el alcalde?
—Eso mismo es lo que le he dicho a Kai. Él se va a encargar de ello.
—Bien —coincidió mi padre—. ¿Cuándo regresas a Nueva York? Supongo que después de reunirte con el alcalde.
—Voy a posponer mi regreso por ahora. —Me aclaré la garganta mientras las hermosas vistas de los valles intentaban captar mi atención—. Quiero seguir el proceso de cerca.
—Mmm…, eso es raro en ti. Nunca te quedas más de lo necesario.
No dije nada. No me había hecho una pregunta, y yo no pensaba darle más información.
Vi el desvío hacia la carretera y lo tomé, para alejarme de las masas de árboles que me impedían ver más allá. No iba a mentir, Missoula tenía unas vistas increíbles… si no hubiera sido porque yo prefería la ciudad. A pesar de persistir una temperatura cálida (el verano daba sus últimos coletazos), se notaba que el otoño ya se asomaba por los valles. El cielo no era tan azul, y la suave brisa que se levantaba empezaba a ser más fría.
Decidí cortar la conversación con una despedida rápida y prometí a mi padre que llamaría a mi madre más tarde.
—¿Sigue tu primo aquí? —preguntó de pronto Kai.
—¿Eh? —Sacudí la cabeza y me encogí de hombros—. No lo sé. No tengo relación con él.
—Lo sé, pero lo último que supimos de él era que estaba aquí, trabajando en una de las grandes destilerías. ¿No te pidió tu padre que lo metieras en la empresa?
Sí, pero yo me había negado rotundamente. Mi primo Larry era un holgazán que no quería trabajar. Solo deseaba aprovecharse de las circunstancias y hacer lo mínimo posible mientras ganaba un buen sueldo. Me daba igual que su padre fuera el hermano de mi madre. Me había negado tajantemente, lo que había provocado que mis tíos me dejaran de hablar desde entonces. Tampoco era que me importara. Todos ellos eran unos chupasangres que no tenían consideración a la hora de aprovecharse de mis padres.
—Sí, pero me negué.
—Es lo mejor. Solo habría sido un gasto más.
Estaba de acuerdo.
Nos quedamos en silencio el resto del trayecto. Le pediría a mi secretaria de Nueva York que cancelara mi agenda hasta nuevo aviso. Allí, en la gran ciudad, uno de mis agentes se encargaría de la empresa hasta que regresara… sin descontar que yo siempre tenía un ojo puesto en Nueva York.
Comencé a prepararme mentalmente para lo que me esperaba en las próximas semanas. Tampoco quería alargar más de lo posible mi estancia en Missoula, pero deseaba que mis negocios salieran bien. Missoula era una fuente de recursos excelente para ser explotada. Si jugaba bien mis cartas, tendría al alcalde comiendo de la palma de mi mano.
Odette
Una semana más tarde me encontraba en Missoula haciendo unas compras. En casa teníamos un huerto del que cogíamos nuestros propios tomates, pimientos, cebollas, patatas…, pero siempre había algo que nos faltaba, y era cuando aprovechaba para hacer allí una buena compra. Luego, hasta el siguiente mes, no volvía a pisar la ciudad a no ser que fuera extremadamente necesario.
Odiaba Missoula. O, más bien, odiaba la gente que vivía en Missoula. Como si no tuvieran nada mejor que hacer, se dedicaban a cotillear y a hablar pestes de cualquiera que no fuera de su agrado. Yo también había sido su víctima. Y lo seguía siendo. Al parecer, y según los rumores que llegaban hasta mi madre y mi familia, yo había mantenido relaciones sexuales con la mitad de la población y había roto más de un matrimonio.
Mi padre, conocedor de cómo eran los habitantes, había hecho oídos sordos. Yo, sin embargo, solía enfadarme tanto que necesitaba varios días para no ir en busca de quien había soltado tales comentarios de mí. Que, la mayoría de las veces, venía de Ilsa, un mujer de unos cuarenta años que no dudaba en soltar veneno de cualquiera.
Cuando llegué al supermercado, comencé a llenar el carrito de papel higiénico, champú, gel de baño… y todo lo que tenía apuntado en la lista.
Pasaba por el pasillo de los lácteos cuando un conocido olor penetró en mis fosas nasales.
—Pero… ¿qué ven mis ojos? ¡Si es la mismísima Odette Greenwood!
Hice un enorme esfuerzo por no suspirar y mostrar las pocas ganas que tenía de hablar con Larry Hines.
Giré sobre mis talones y forcé una sonrisa. Larry era un hombre muy guapo, de ojos azules y cabello castaño claro. También era alto y tenía un cuerpo bastante musculoso. De hecho, yo misma me había prendado de él cuando lo había visto por primera vez.
Habíamos estado saliendo durante poco más de un mes cuando, de repente, había decidido hacerme gaslighting y desaparecer para irse con otra.
Liarme con Larry había sido un error.
Un tremendo error.
Si hubiese podido volver atrás, no habría perdido mi tiempo con él. Y no solo porque me hubiese tratado con tanta desconsideración, sino por las mentiras que me había soltado para poder acostarse conmigo. Mi único consuelo era que yo había sido bastante joven y había aprendido a distinguir a los gilipollas de Missoula.
—Hola, Larry —dije con poco entusiasmo.
—Hace mucho que no te veo; ¿cómo van los caballos?
Sus ojos azules no me causaban ningún efecto. Recordé lo mucho que me habían gustado cuando empezamos a salir.
Era increíble cómo podían cambiar tanto las cosas.
—Bien. Bien, gracias. —Agarré el carro con fuerza—. Tengo cosas que hacer, cuí…
—¿Te has enterado de que han comprado los terrenos de Frederick Holms?
—Algo he oído.
—Pues son de…
—Adiós, Larry. Tengo prisa —lo interrumpí para continuar con mi compra.
No le guardaba rencor a Larry, pero no pensaba malgastar más mi tiempo con él. Lo trataba como se merecía. Con indiferencia, de la misma forma que me había tratado él cuando se había ido con una chica que tenía una casita a las afueras de Missoula.
Al terminar de comprar en el supermercado, guardé la compra en el maletero y puse rumbo a una guarnicionería a unos dos kilómetros de distancia. Necesitaba comprar un par de cabezones y tres cabezales. Los dueños de la tienda eran un matrimonio español que solían mantenerse alejados de los habitantes de Missoula. Solo tenían contacto con un reducido grupo de personas, entre los que nos encontrábamos mi familia y yo. Los hijos del matrimonio se encontraban en España, estudiando en la Real Escuela Andaluza de Arte Ecuestre. El hijo, Lucas, cursaba la formación de enganches mientras que la hija pequeña, Juana, se había apuntado a equitación. Aquel matrimonio proveniente de Sevilla había decidido mudarse a Missoula hacía unos diez años. Sin embargo, en cuanto los hijos fueron mayores de edad, se marcharon de la ciudad, y solo regresaban en navidad o en alguna fecha señalada.
Aparqué enfrente de la guarnicionería y cerré el coche. Me dirigí a la tienda y, al abrir la puerta, un intenso olor a cuero y aceite inundó mis fosas nasales.
La mujer, Josefa, estaba allí, cobrando a un hombre mientras su marido parecía mirar unas facturas.
Sus ojos verdes se clavaron en mí en cuanto terminó de atender al cliente.
—¡Odette! ¿Qué tal estás?
—Buenos días —dije de muy buen humor. Apoyé los codos en el expositor, donde estaba la caja registradora, y suspiré—. Por ahora Travieso no ha vuelto a escaparse.
Josefa contuvo una sonrisa.
—El pobre solo quiere comer la hierba fresca del río.
—¡Pero si yo lo llevo al menos dos veces a la semana! —protesté—. Es un potro demasiado listo para su propio bien.
Ella sacudió la cabeza.
—Es lo que tiene que lleve sangre española. Los caballos españoles son muy muy inteligentes. —Josefa se cruzó de brazos y pareció olvidarse de dónde estaba—. Mi yegua Castaña es igual. Si no estuviese con estos dolores, me montaría en ella más a menudo.
Supe de manera inmediata a qué se refería. Josefa había tenido cáncer de pecho, y aunque lo había superado, algunas molestias persistentes no le permitían disfrutar de su yegua tanto como le habría gustado.
—Pero es igual —dijo con rapidez—. ¿En qué puedo ayudarte?
—Necesito un par de cabezones y tres cabezales.
—¿La misma marca de siempre? —preguntó.
—Sí. La de siempre —respondí.
Mientras Josefa se iba en busca de mis productos, me fijé en la foto que tenía colgada en la pared, justo encima de la cabeza de Domingo, su marido, que, efectivamente, trabajaba en unas facturas. Se trataba de una foto familiar de ellos dos junto a sus hijos. Supe que los echaban mucho de menos.
Domingo levantó la vista.
—Hola, Odette.
—Buenos días, Domingo.
El hombre, taciturno y serio, se volvió a concentrar en su tarea. Después de mi padre, no había conocido a un hombre tan trabajador como Domingo. Pasaba largas jornadas en la tienda para luego irse con sus caballos. A veces se acercaba al picadero de mi padre, donde compartían horas y horas junto a los equinos para luego marcharse al bar a seguir charlando de sus cosas.
Josefa vino en ese momento con mis productos. Le pagué y me fui. Me monté en el coche para poner rumbo al picadero mientras pensaba en todo el trabajo que tenía por delante. Me encantaba mi vida, estar rodeada de animales y en constante contacto con la naturaleza. No conocía otra forma de vivir. Tampoco quería.
Iba por la carretera cantando la canción que ponían en ese momento en la radio cuando, justo al tomar el desvío para ir al picadero, vi un todoterreno negro parado en el arcén. Tenía las cuatro luces de emergencia puestas y un hombre alto estaba justo enfrente, casi en medio de la carretera.
¿Es que acaso no se daba cuenta de lo peligroso que era? ¡Cualquiera que fuera distraído lo podía arrollar!
Paré justo detrás, puse las luces de emergencia y cerré de un portazo cuando me bajé.
El tipo, que se había agachado, murmuraba maldiciones.
—¡Señor! ¿Le sucede algo? ¡No puede pararse en medio de la carretera!
El desconocido se incorporó y se dio la vuelta.
Mis ojos se encontraron con una mirada oscura y atormentada.
E increíblemente masculina.
Los dos nos quedamos en silencio, aunque no supe el porqué. Yo no me había esperado encontrarme con un hombre que provocara tantas reacciones en mi cuerpo. Había pasado bastante tiempo desde la última vez que había estado con alguien, y mi deseo sexual había pasado a un segundo plano. Sin embargo, en ese momento, noté algo caliente fluyendo por mis venas.
Cogí una bocanada de aire para oxigenar mi cerebro. No quería actuar como una adolescente que veía por primera vez a un hombre guapo.
Cuando abrí la boca para hablar, la volví a cerrar de inmediato. Había escuchado unos maullidos muy cerca de donde estábamos.
Al mirar al suelo, vi a cinco gatitos pequeños.
—Pero… ¿qué ha pasado?
El desconocido suspiró y se hizo a un lado. Sentí que la garganta se me obstruía y que me costaba respirar. A un par de metros de distancia el cuerpo de una gata adulta yacía en el suelo.
—Me temo que no la he visto al cruzar y la he atropellado —dijo con evidente dolor, como si fuese la peor persona del mundo—. Maldita sea…
Él se llevó las manos al pelo y se dio un tirón mientras murmuraba algo. La tristeza me embargó por completo al percatarme de que aquellos bebés se habían quedado sin su madre. Desamparados. Solos. Sin nadie que los protegiese y los criase.
Parpadeé para no derramar un par de lágrimas. Los gatitos jugaban con mis cordones, menos uno que iba hacia su madre.
—¿Es que no sabes que no se puede ir a más de…?
—¿Te crees que lo he hecho queriendo? —me interrumpió con brusquedad—. Iba lo suficientemente lento para parar, pero no la he visto. Te lo he dicho.
Sabía que mostrar ira y resentimiento por la muerte de la mamá gata no era la mejor solución. Había sido un accidente y el hombre se arrepentía. Quise gritarle y culparlo de haber dejado solos a cinco gatitos que muy difícilmente podrían salir adelante sin su madre.
Fui hasta mi coche y cogí uno de los cubos que siempre tenía para transportar el pienso.
Cogí a los gatos y los metí en el cubo. Alguno me bufó, otros me arañaron.
Le tendí el cubo.
—Toma. Aquí tienes. Es tu responsabilidad cuidarlos.
El desconocido entornó los ojos y retrocedió un paso.
—Ah, no. De eso ni hablar.
—¿Cómo que no? —salté. Agarré el asa del cubo con una mano y con la otra mano libre agarré la de él. Ignoré la corriente de calor que me subió por el brazo y sacudí la cabeza—. Tú has matado a su madre. Ahora tú eres su familia.
—No puedo hacerme cargo de cinco gatos lactantes —señaló como si fuera evidente.
Lo miré de arriba abajo, desde el traje hecho a medida hasta sus caros zapatos de piel. ¡Y un cuerno! Por supuesto que podía cuidar a los gatos. Habría jurado que tenía incluso más dinero que yo, algo que no era difícil de superar.
—Seguro que puedes contratar a alguien para que los cuide.
Él ladeó la cabeza y frunció el ceño.
—¿Contratar a alguien dices?
—Tienes un coche caro, un traje hecho a medida y unos relucientes zapatos de piel. Si no puedes encargarte de los gatos… —suspiré y dejé caer los hombros—, acabarás demostrando que eres un hombre sin corazón.
Supe que había sembrado la semilla de la duda en su cabeza. Tenía el ceño fruncido y miraba el cubo como si en vez de gatitos hubiese serpientes.
Algo dentro de mí protestó. Podía llevarme los gatos a la granja y cuidarlos. Seguramente incluso iban a estar mejor, pero, por alguna razón que desconocía, no quería aceptar que aquel desconocido fuese tan desconsiderado y cruel para abandonarlos a su suerte. Se había parado. Podía haberse ido y yo me los habría encontrado unos minutos más tarde.
Me fijé en su bello rostro, en aquellos ángulos que lo formaban y en la línea marcada de su mandíbula. Bien podía ser una de esas estatuas italianas que recreaban a los dioses. Sin embargo, poco significaba esa belleza si pensaba dejar a los pobres animalitos abandonados a su suerte.
Cuando me quitó el cubo y retrocedió un paso, sentí una llama de esperanza.
—Veré qué puedo hacer.
Hizo ademán de dirigirse a su coche cuando estiré la mano y lo agarré por la chaqueta. El tacto suave del tejido me arrancó un suspiro.
—Dame los gatos —dije con rapidez.
El desconocido achinó los ojos.
—¿Cómo dices?
—Que me des los gatos. Yo me encargaré de ellos. Vivo en una granja. Allí estarán bien.
Ya me había demostrado que no era un ser insensible capaz de huir cuando metía la pata hasta el fondo, por lo que no tenía sentido dejar la vida de cinco gatitos en sus manos. Yo me iba a ocupar de ellos. Era la primera vez que tendría bajo mi protección a cinco lactantes, porque de esas cosas solía encargarse de mi madre, pero estaba segura de que no podía ser tan difícil.
—¿Me estás diciendo que después de toda tu cháchara… tú te vas a encargar de los gatos?
Me sonrojé y asentí.
—Sí.
El desconocido se humedeció los labios, y no pude evitar fijarme en ellos.
—Pues lamento decirte que no. Me los quedo yo.
Pasó por mi lado como si de un gigante se tratase, empujándome con suavidad con el hombro, y se dirigió a su coche.
Oh, no. No podía dejar que se llevara a los gatos.
—¡Eh! ¡Espera! —Impedí que cerrara la puerta. Al menos, me fijé, había colocado a los gatos en el asiento del copiloto—. Te he dicho que yo me voy a encargar de ellos.
—¿No me has dicho hace unos minutos que si no me encargaba de los gatos era un hombre sin corazón?
Maldito seas, pensé con rabia.
—Era una prueba.
—¿Una prueba? Ya… —El desconocido se pasó una mano por la mandíbula. Aquel gesto me pareció arrebatadoramente sexy.
—Quería cerciorarme de que no eras un hijo de la gran…
—No sigas por ahí —me advirtió con cierta dureza. Sin embargo, un atisbo de sonrisa comenzaba a iluminar su rostro.
Algo en mi mente hizo clic. ¿Por qué me resultaba familiar aquel hombre? Y no era por su rostro, sino más bien por su traje.
—¡Tú! —solté—. ¡Te vi hace una semana en el terreno de Frederick!
—He comprado el terreno —admitió, y bajó un poco las ventanas traseras. Luego se aflojó la corbata, y supe que tenía calor—. Te vi montada en un caballo blanco.
—Blanco Picasso —lo corregí.
Él se encogió de hombros.
—Lo que sea. Nunca me han interesado los caballos.
Lo fulminé con la mirada. Si me había parecido guapo, misterioso e irresistible, acababa de perder puntos. Yo no podía imaginarme una vida sin caballos. Tampoco vivir fuera del picadero. Disfrutaba del olor de los animales cuando, después de levantarme, me dirigía a los establos para darles de comer. Ver el cariño y la lealtad en sus miradas me llenaba el alma. Podía pasar horas limpiando acompañada de los perros, gatos, patos y otros animales. Había tenido la inmensa suerte de nacer en un picadero. Mi padre era uno de los mejores domadores de caballos y era conocido en todo el país. Si hubiese querido, habría podido irse a vivir a una gran ciudad y ganar el doble de dinero. Sin embargo, él había querido que yo me criara donde él se había criado. Mi abuelo le había enseñado el oficio. Yo, aunque no sabía domar, sí que era una buena jinete.
Quizá fue mi mirada asesina lo que le hizo dar el paso. O quizá el hecho de que ya me había irritado bastante con su negativa a devolverme los gatos, pero suspiró y asintió.
—De acuerdo. Puedes llevarte a los gatos.
Me puse en una mano en el pecho en señal de alivio.
—Vale, gracias…
—Pero con una condición.
Joder, ya sabía yo que esto no podía ir tan bien, pensé con desgana.