Ahora y siempre - Nora Roberts - E-Book

Ahora y siempre E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Mientras Daniel MacGregor, el fundador de la dinastía MacGregor, yace en una cama de hospital luchando por su vida, su esposa, Anna, recuerda el pasado, cómo Daniel vio en ella al amor de su vida y se convirtió en su mayor reto conquistarla y convertirla en su esposa para vivir juntos una historia de amor que durara toda la vida...

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Seitenzahl: 350

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1987 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Ahora y siempre, n.º 35 - agosto 2017

Título original: For Now, Forever

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-180-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los MacGregor

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Prólogo

 

–Mamá.

Anna MacGregor entrelazó la mano con la de su hijo mientras este se sentaba a sus pies. El pánico, el miedo, la tristeza brotaban en su interior y chocaban contra el férreo muro de su fuerza de voluntad. No iba a perder el control. No podía. Sus hijos ya estaban llegando.

–Caine…

Tenía los dedos fríos como el hielo, pero no le temblaban. La tensión de las horas pasadas había hecho desaparecer el color de su rostro y sus ojos estaban sombríos. Sombríos y asustados. Caine pensó entonces que, hasta ese momento, nunca había visto a su madre asustada. Jamás.

–¿Estás bien?

–Por supuesto –sabía lo que Caine necesitaba escuchar. Le dio un beso en la mejilla–. Y ahora que habéis llegado vosotros, mucho mejor.

Con la mano libre, tomó la de Diana mientras su nuera se sentaba a su lado. La nieve cubría el pelo oscuro y largo de Diana y comenzaba a derretirse ya sobre los hombros de su abrigo. Anna tomó aire antes de mirar de nuevo a Caine.

–Habéis llegado muy rápido –comentó.

–Hemos fletado un avión –bromeó Caine.

Detrás de aquel hombre adulto, prestigioso abogado y reciente padre de familia, se escondía un niño que estaba deseando gritar contra el mundo. Su padre era invulnerable. Su padre era un MacGregor. No podía estar destrozado en la cama de un hospital.

–¿Está muy mal?

Anna era médica y podía darle un parte preciso: costillas rotas, pulmones encharcados, conmoción cerebral y una hemorragia interna que en aquel momento estaban intentando detener sus colegas.

–Está en el quirófano –estrechó con fuerza la mano de su hijo y casi consiguió sonreír–. Es fuerte, Caine. Y el doctor Feinstein es el mejor del estado –tenía que apoyarse en eso y en su familia–. ¿Y Laura?

–A Laura la hemos dejado con Lucy Robinson –contestó Diana quedamente. Sabía lo que era tener que controlar los propios sentimientos. Acarició lentamente la mano de Anna–. No te preocupes, Anna.

–No, no estoy preocupada –aquella vez, consiguió sonreír–. Pero ya conoces a Daniel. Laura es su primera nieta. Y cuando se despierte vamos a tener que enfrentarnos a un montón de preguntas.

–Anna –Diana deslizó el brazo por el hombro de su suegra. Le parecía de pronto pequeña y frágil–, ¿has comido algo?

–¿Qué?

Anna sacudió ligeramente la cabeza y se levantó. Tres horas. Daniel llevaba tres horas en el quirófano. ¿Cuántas veces había estado ella en la sala de operaciones, luchando para salvar la vida de alguien mientras las personas que amaban a su paciente esperaban en aquella misma sala de espera, en aquellos pasillos fríos y asépticos? Había tenido que luchar duramente para poder estudiar medicina y lo había hecho porque quería aliviar el dolor de los otros, curar a los demás de un modo diferente. Y, en aquel momento, cuando su marido estaba herido, lo único que podía hacer era esperar. Como cualquier otra mujer. No, no como cualquier otra mujer, se corrigió a sí misma, porque ella sabía el aspecto que tenía un quirófano, conocía su olor y los sonidos que se escuchaban dentro. Conocía las máquinas, el instrumental y el esfuerzo que en él se realizaba. Y quería gritar. Flexionó las manos y se acercó a la ventana.

Detrás de aquellos ojos oscuros y serenos se escondía una voluntad de hierro. Y tenía que hacer uso de ella por sí misma, por sus hijos y, principalmente, por Daniel. Si había alguna posibilidad de hacerle volver a la vida con la sola fuerza de su deseo, la emplearía. Sabía que había algo más allá del saber de los médicos, de las condiciones objetivas de la salud para recuperar la vida.

Estaba a punto de dejar de nevar. La nieve, pensó mientras observaba caer los últimos copos, que convertía unos neumáticos en objetos mortalmente traicioneros. La nieve que había cegado a un joven, haciéndole perder el control de su coche y estrellarse contra el ridículo deportivo de su marido. Apretó los puños con fuerza.

¿Por qué no habría ido en la limusina? ¿Qué estaría intentando demostrar con aquel ridículo juguete rojo? Siempre exhibiéndose, siempre… Sus pensamientos volaron hacia atrás en el tiempo y relajó las manos. ¿No era esa una de las razones por las que se había enamorado de él? ¿No era acaso uno de los motivos por los que lo había amado y vivido a su lado durante casi cuarenta años? «Maldito seas, Daniel MacGregor». Era imposible decirle nada, era imposible hacerle entrar en razón. Anna se llevó la mano a los ojos y estuvo a punto de soltar una carcajada. Eran incontables las veces que se lo había dicho durante sus años de matrimonio. Y lo adoraba por ello.

El sonido de unos pasos la hizo darse la vuelta. Vio entonces a Alan, el mayor de sus hijos. Daniel había jurado que alguna vez tendría un hijo que llegaría a la Casa Blanca. Y, aunque Alan estaba a punto de convertir aquel sueño en realidad, de los tres hermanos era el que más rasgos había sacado de ella. Los genes de los MacGregor eran fuertes. Los MacGregor eran fuertes. Se dejó caer suavemente en los brazos de Alan.

–Me alegro de que estés aquí –su voz era firme, pero había dentro de ella una mujer que necesitaba llorar y llorar–. Pero tu padre se va a enfadar contigo por haber traído a tu esposa en su estado –Anna miró a Shelby sonriendo y le tendió la mano. Su nuera, una joven de pelo de fuego y ojos dulces, estaba a punto de tener un hijo–. Deberías sentarte.

–Me sentaré si te sientas tú.

Sin esperar respuesta, Shelby tomó a Anna de la mano y la condujo hasta una silla. En cuanto se sentó, Caine le puso a su madre una taza de café entre las manos.

–Gracias –musitó Anna y bebió un sorbo para complacer a su hijo.

Olía el café, fuerte y caliente, y sentía que le escaldaba la lengua, pero no podía saborearlo. Anna escuchaba el sonido de los timbres de las habitaciones y el roce de las suelas contra las baldosas. Hospitales. Allí se sentía como en la fortaleza que Daniel había construido para que vivieran ellos dos. Siempre se había sentido cómoda en los hospitales, segura en aquellos pasillos asépticos. Pero en aquel momento se sentía impotente.

Caine caminaba nervioso. Era normal en él, era demasiado nervioso para estar quieto. Qué orgullosos se habían sentido ella y Daniel el día que había ganado su primer caso. Alan continuaba sentado a su lado, quieto, pensativo, como siempre lo había sido. Estaba sufriendo. Anna observó a Shelby deslizando la mano en la de su hijo y se sintió satisfecha. Sus hijos habían elegido bien. «Nuestros hijos», pensó, intentando comunicarse mentalmente con Daniel. Caine con Diana, una mujer tranquila y voluntariosa. Alan con Shelby, un espíritu libre. El equilibrio era tan importante en una relación como el amor y la pasión. Ella lo había encontrado. Y también sus hijos. En cuanto a su hija…

–¡Rena! –Caine estaba ya cruzando la sala para abrazar a su hermana.

Cuánto se parecían, pensó Anna vagamente. Los dos rubios y delgados. De todos sus hijos, Serena era la que más se parecía a su padre en temperamento y cabezonería. En ese momento, su hija ya era también madre. Anna sentía la fuerza serena de Alan a su lado. Los tres eran ya adultos. ¿Cuándo habría ocurrido exactamente? ¿Y cómo lo habrían conseguido hacer tan bien?, le preguntaba a su esposo. Cerró los ojos un instante y amenazó mentalmente a Daniel: ¡que no se le ocurriera dejarla disfrutando sola de aquella hermosa familia!

–¿Y papá? –con una mano, Serena se agarraba a su hermano. Con la otra se aferraba a su marido.

–Todavía está en el quirófano –los cigarros y el temor habían enronquecido la voz de Caine. Se volvió hacia Justin–. Me alegro de que hayáis venido. Mi madre nos necesita a todos.

–Mamá –Serena se arrodilló a los pies de su madre, como hacía siempre que necesitaba consuelo o conversación–. Se pondrá bien. Es un hombre fuerte y obstinado.

Pero Anna leía la súplica que encerraba la mirada de su hija. Le estaba pidiendo que le dijera que todo saldría bien. Eso bastaría para que ella también lo creyera.

–Por supuesto que se pondrá bien –alzó la mirada hacia el marido de su hija. Justin, al igual que Daniel, era un jugador. Anna acarició la mejilla de Serena–. ¿Crees que se perdería por algo del mundo una reunión como esta?

Serena dejó escapar una temblorosa risa.

–Justin ha dicho lo mismo –sonrió y vio que Justin se había acercado ya a saludar a su hermana Diana–. Diana –Serena se levantó para abrazarla–. ¿Cómo está Laura?

–Esta maravillosa. Le ha salido ya el segundo diente. ¿Y Robert?

–Hecho un diablillo –Serena pensó en su hijo, que a su corta edad ya adoraba a su abuelo–. Shelby, ¿cómo te encuentras?

–Gordísima –esbozó una sonrisa radiante, intentando ocultar que ya llevaba más de una hora de parto–. He llamado a mi hermano –se volvió hacia Anna–. Grant y Gennie también vienen hacia aquí. Espero que no te parezca mal.

–Claro que no –Anna le palmeó la mano–. Ellos también son parte de la familia.

–Papá se va a emocionar cuando se despierte –Serena tragó saliva, intentando deshacer el nudo que el miedo había formado en su garganta–. Con toda esta atención… Y, además, tenemos algo que anunciarle –miró a su marido–. Justin y yo vamos a tener otro hijo. El linaje está asegurado. Mamá –se le quebró la voz y se arrodilló otra vez a los pies de su madre–, Daniel se va a sentir muy orgulloso, ¿verdad?

–Claro que sí –le dio dos besos en las mejillas. Pensó en los nietos que tenía y en los que iba a tener. La continuidad de la familia, Daniel. Siempre Daniel–. Pensará que todo esto es obra suya.

–¿Y no lo es? –musitó Alan.

Anna luchó para contener las lágrimas. Qué bien conocían todos ellos a su padre.

–Sí, claro que lo es.

Hubo más paseos, susurros y abrazos mientras el tiempo iba pasando lentamente. Anna dejó la taza de café sin terminar a un lado. Cuatro horas y veinte minutos. Estaban tardando demasiado. A su lado, Shelby se tensó y comenzó a respirar hondo. Automáticamente, Anna posó la mano en su vientre.

–¿Son muy frecuentes? –le preguntó.

–Ahora mismo cada cinco minutos.

–¿Y desde cuándo?

–Desde hace un par de horas –miró a Anna, aterrada y emocionada al mismo tiempo–. En realidad, tres. Me gustaría haber elegido un momento mejor.

–Has elegido el momento perfecto. ¿Quieres que te acompañe?

–No –le dio un beso en el cuello–. Estaré bien. Todo va a salir bien, Alan –le tendió la mano para que la ayudara a levantarse–, me temo que el niño no va a nacer en el hospital de Georgetown.

Alan tiró suavemente de ella.

–¿Qué?

–Voy a tenerlo aquí. Y muy pronto –se echó a reír cuando su marido la miró con los ojos entrecerrados–. Los bebés no entienden de lógica, Alan. Y este ya está dispuesto a venir al mundo.

El clan entero los rodeó, ofreciéndoles ayuda, consejo y apoyo. Con su estilo tranquilo y eficiente, Anna llamó a una enfermera y le pidió una silla de ruedas. A los pocos minutos, Shelby ya estaba preparada para ir a la sala de partos.

–Me pasaré por allí para ver cómo van las cosas.

–Estaré bien –Shelby tomó la mano de Alan–. Dile a Daniel que va a ser un niño.

Anna observó a Shelby y a Alan desaparecer tras las puertas del ascensor justo antes de que el doctor Feinstein entrara en la sala de espera.

–Sam –exclamó Anna y se acercó rápidamente a él.

En el marco de la puerta de la sala de espera, Justin retuvo a Caine.

–Déjala sola un momento –murmuró.

–Anna –Feinstein posó las manos en sus hombros. Anna no solo era una colega o una cirujana a la que respetaba. Era también la mujer de un paciente–. Daniel es un hombre fuerte.

Anna sintió renacer la esperanza y se esforzó en tranquilizarse.

–¿Lo suficiente?

–Ha perdido mucha sangre, Anna, y ya no es un joven. Pero hemos detenido la hemorragia –vaciló, pero comprendió al instante que la respetaba demasiado para eludir lo que a los dos los preocupaba–. Lo hemos perdido una vez en la mesa de operaciones, pero en décimas de segundo ya estaba él luchando para volver a la vida. Quiere vivir, Anna. Se va a aferrar a todo lo que pueda para sobrevivir.

Anna se cruzó de brazos. Estaba helada. ¿Por qué serían tan fríos aquellos pasillos?

–¿Cuándo podré verlo?

–Lo van a llevar a la Unidad de Cuidados Intensivos –tenía las manos entumecidas después de tantas horas de trabajo–. Anna, no hace falta que te diga lo que significan las próximas veinticuatro horas.

Vida o muerte.

–No, no es necesario. Gracias, Sam. Voy a hablar con mis hijos. Después subiré.

Dio media vuelta. Era una mujer pequeña, adorable, con un pelo azabache que aclaraban ya algunas hebras plateadas. Su rostro estaba limpiamente dibujado y su piel era tan suave como en su juventud. Había criado a tres hijos, había llegado a la cima en su profesión y había pasado media vida amando a un solo hombre.

–Ya ha salido del quirófano –dijo con calma, haciendo uso de la capacidad de control que siempre la había caracterizado–. Van a llevarlo a Cuidados Intensivos. Y ya han conseguido detener la hemorragia.

–¿Podemos verlo? –preguntaron sus hijos casi al mismo tiempo.

–Cuando se despierte –su tono era firme. Estaba de nuevo a cargo de la situación. Algo que se le daba perfectamente–. Voy a quedarme aquí esta noche –miró el reloj–. Es posible que se despierte en cualquier momento y será mejor que sepa que estoy a su lado. Pero no podrá hablar hasta mañana –era la única esperanza que podía darles–. Ahora quiero que vayáis todos a maternidad para ver cómo está Shelby. Quedaos todo el tiempo que queráis con ella. Después, regresad a casa a esperar. Os llamaré en cuanto se produzca algún cambio.

–Mamá…

Anna interrumpió a Caine con una sola mirada.

–Haz lo que te he dicho. Os quiero descansados y preparados para cuando tu padre pueda veros –acarició la mejilla de Caine–. Hacedlo por mí.

Dejó a sus hijos y subió a consolar a su marido.

 

 

Daniel estaba soñando. A pesar de los tranquilizantes y los somníferos, era consciente de que estaba soñando. Estaba en un mundo dulce y lleno de recuerdos. Aun así, continuaba luchando porque necesitaba orientarse. Cuando abrió los ojos, vio a Anna a su lado. No necesitaba nada más. Era muy hermosa. Siempre lo había sido. Aquella mujer fuerte, obstinada y serena a la que primero había admirado y después amado y respetado. Intentó tomarle la mano, pero era incapaz de levantar la suya. Furioso por su debilidad, volvió a intentarlo, pero oyó entonces la voz dulce de Anna.

–Sigue tumbado, cariño. No voy a irme de aquí. Me quedaré a tu lado, esperando –Daniel creyó sentir sus labios en el dorso de la mano–. Te amo, Daniel MacGregor. Maldito seas.

Daniel sonrió. Y cerró los ojos.

Capítulo 1

 

Un imperio. A los quince años, Daniel MacGregor se había prometido a sí mismo que tendría uno, lo levantaría y lo dirigiría él mismo. Y él siempre cumplía su palabra.

Tenía treinta años y estaba trabajando para conseguir su segundo millón de dólares de la misma manera que había trabajado para conseguir el primero. Como siempre había hecho, utilizaba su fuerza, su cerebro y su astucia, en el orden que considerara conveniente. Cuando había llegado a América, cinco años atrás, Daniel solo contaba con el dinero que había ganado trabajando primero en la mina y después como contable para Hamus McGuire. También llevaba consigo un cerebro astuto y una elevada ambición.

Podría haber pasado por un rey. Medía cerca de dos metros y tenía una complexión fuerte, acorde con su altura. Su tamaño había bastado para evitarle muchas peleas, aunque también inducía a algunos hombres a desafiarlo. Cualquiera de las dos cosas le iba bien a Daniel. Era conocido por su fuerte carácter, pero él se consideraba a sí mismo una persona tranquila. De hecho, no creía haber distribuido más dosis de puñetazos de las que a cualquier hombre le correspondía.

Tampoco se consideraba atractivo. Tenía una mandíbula cuadrada, fuerte, y en su mejilla derecha una cicatriz causada por una viga caída en la mina. Como una concesión a su vanidad, se había dejado crecer la barba en su primera juventud. Doce años después, allí continuaba, tupida y roja, enmarcando su rostro y mezclándose con un pelo que llevaba demasiado largo para la época. Aquella combinación le confería un aspecto fiero y regio que le gustaba. Sus pómulos, altos y rosados, y su boca, parecían sorprendentemente suaves en medio de aquella melena salvaje. Sus ojos eran de color azul intenso y brillaban con buena voluntad cuando sonreía de verdad, pero podían adquirir la calidad del hielo cuando su sonrisa carecía de humor.

Imponente. Ese era uno de los adjetivos que se utilizaban para describirlo. Implacable era otro. A Daniel no le importaba cómo lo describieran siempre y cuando él no se enterara. Era un jugador intrépido. Su reino era la ruleta y su bolsa de valores la mesa de juegos. Cuando jugaba, lo hacía para ganar. Aprovechaba sus oportunidades, pero continuaba jugando. Nunca había buscado la seguridad, porque la seguridad llevaba aparejado el aburrimiento.

Aunque había nacido pobre, Daniel MacGregor no era un adorador del dinero. Lo usaba, lo manejaba y jugaba con él. El dinero significaba poder y el poder era un arma.

En América, se había encontrado con una vasta arena en la que desenvolverse. Estaba Nueva York, con su ritmo ajetreado y sus ávidas calles. Un hombre con cerebro y valor podía ganar allí una fortuna. Y también Los Ángeles, con su glamour y sus grandes apuestas; una ciudad en la que un hombre con imaginación podía moldear un imperio. Daniel había pasado temporadas en ambas ciudades, había tenido sus escarceos en el mundo de los negocios de ambas orillas pero, al final, había elegido Boston como base para sus negocios y para levantar su hogar. No era solo dinero o poder lo que buscaba, sino un estilo. Boston, con su antiguo encanto, su dignidad y su esnobismo, encajaba perfectamente con el estilo de Daniel.

Él procedía de una larga estirpe de guerreros que había sobrevivido gracias al ingenio y la espada. El orgullo por su linaje era su fuerza, su fuerza y su ambición. Daniel pretendía ver prolongarse su linaje en sus hijos e hijas. Como hombre con visión de futuro que era, no tenía ningún problema para imaginarse a sus nietos heredando el imperio que él había levantado. Era absurdo tener un imperio si no había una familia con la que compartirlo. Pero, para formar una, tenía que encontrar a la mujer adecuada. Para Daniel, encontrarla era tan importante como encontrar la primera pieza de su estado. Y había ido al baile de los Donahue para probar suerte.

Odiaba el cuello alto de la camisa y aquella corbata que lo estaba estrangulando. Cuando un hombre tenía la constitución de un toro, necesitaba sentir su cuello libre. El traje que llevaba se lo había hecho en Boston un sastre de la calle Newburry. Daniel se los encargaba casi siempre a él, porque así lo demandaba su tamaño. Había sido la ambición la que lo había metido en aquel traje, pero no tenía por qué gustarle. Otro hombre vestido con aquel elegante esmoquin negro y la camisa blanca habría parecido distinguido. Daniel, ya fuera con un tartán o con esmoquin, siempre resultaba rimbombante. Y así lo prefería él.

A Cathleen Donahue, la hija mayor de Maxwell Donahue, también le gustaba.

–Señor MacGregor –recién salida de un internado suizo, Cathleen sabía perfectamente cómo servir el té, bordar con hilo de seda y coquetear de manera elegante–, espero que esté disfrutando de nuestra pequeña fiesta.

Su rostro parecía de porcelana y su pelo de lino. Daniel pensó que era una pena que tuviera los hombros tan delgados, pero él también conocía el arte del flirteo.

–Ahora estoy disfrutando mucho más, señorita Donahue.

Sabiendo que a la mayor parte de los hombres les molestaban las carcajadas de las mujeres, Cathleen rio muy bajito. La falda de su vestido crujió suavemente cuando se sentó a su lado, al final de la enorme mesa en la que habían servido el bufé.

Cualquiera que se acercara a probar las trufas o el salmón podría verlos juntos. Y le bastaba volver mínimamente la cabeza para ver el reflejo de los dos en uno de los espejos de la pared. Cathleen decidió que le gustaba lo que veía.

–Mi padre me ha dicho que está interesado en comprar un terreno en el acantilado de Hyannis Port –batió las pestañas–. Espero que esta noche no haya venido para hablar de negocios.

Daniel tomó dos copas de la bandeja que acababa de acercarle un camarero. Él habría preferido tomar un whisky escocés en un vaso grueso, en vez de champán en una copa tan fina, pero un hombre que no sabía adaptarse al entorno se perdía muchas cosas. Mientras bebía, observó el rostro de Cathleen. Sabía que Maxwell Donahue no hablaba de negocios con su hija más de lo que él podría hablar de moda con ella, pero Daniel no la culpaba por mentir. De hecho, le concedía el mérito de haber averiguado aquella información. Sin embargo, aunque la admirara por ello, era precisamente esa la razón por la que no la consideraba como una posible esposa. La que fuera su mujer estaría demasiado ocupada cuidando de sus hijos para ocuparse de sus negocios.

–Los negocios siempre son menos importantes que una mujer adorable. ¿Alguna vez ha estado en los acantilados?

–Por supuesto –inclinó la cabeza y las flores de diamante que llevaba en las orejas resplandecieron–. Pero prefiero la ciudad. ¿Va a asistir a la cena de los Ditmeyer la semana que viene?

–Si estoy en la ciudad…

–Viaja usted mucho –Cathleen sonrió antes de dar un sorbo a su copa. Ella se sentiría muy cómoda con un marido que viajara–. Debe ser muy emocionante.

–Lo exige mi trabajo –comentó. Entonces añadió–: Pero usted acaba de volver de París.

Halagada al enterarse de que había notado su ausencia, Cathleen sonrió radiante.

–Tres semanas no son suficientes. Solamente en comprar se te va todo el tiempo. No puede hacerse idea de la cantidad de horas de tedio que he tenido que emplear para encontrar este vestido.

Daniel la recorrió de arriba abajo con la mirada, tal como ella esperaba.

–Solo puedo decir que ha merecido la pena.

–Muchas gracias.

Mientras ella se levantaba, adoptando una pose un tanto afectada, la mente de Daniel comenzó a divagar. Sabía que se suponía que las mujeres tenían que estar interesadas por la ropa y los peinados, pero él habría preferido una conversación más estimulante. Al sentir que estaba perdiendo su atención, Cathleen le tocó suavemente el brazo.

–¿Ha estado alguna vez en París, señor Mac-Gregor?

Había estado en París, sí, y había visto los estragos que la guerra podía hacer en la belleza. La hermosa rubia que en aquel momento le sonreía jamás se habría sentido conmovida por la guerra. No tenía por qué hacerlo. Vagamente disgustado, Daniel dio un sorbo al burbujeante champán.

–Hace algunos años.

Miró a su alrededor, fijándose en el resplandor de las joyas y el cristal. Se respiraba algo en el ambiente que solo podía ser descrito como riqueza. En cinco años, ya había conseguido acostumbrarse a ella, pero no había olvidado el olor del polvo de carbón. Y no quería olvidarlo.

–América me gusta más que Europa. Su padre sabe cómo organizar una fiesta.

–Me alegro de que esté disfrutando. ¿Le gusta la música?

Daniel todavía echaba de menos las gaitas. Los doce miembros de la orquesta, con sus corbatas blancas, le parecían un poco estirados, pero sonrió.

–Mucho.

–Pensé que a lo mejor no le gustaba –Cathleen le dirigió una mirada melosa por debajo de sus espesas pestañas–, puesto que no baila.

Con un gesto cortés, Daniel le quitó la copa y la dejó junto a la suya en la mesa.

–Claro que estoy bailando, señorita Donahue –la corrigió y salió con ella a la pista de baile.

–Cathleen Donahue continúa siendo demasiado obvia –Myra Lornbridge mordisqueó un canapé de paté.

–Mantén tus garras envainadas, Myra –le contestó su amiga, con una voz grave y suave por naturaleza.

–No me importa que una persona sea ruda o calculadora, ni siquiera que sea un poco estúpida… –Myra se terminó el canapé con un suspiro–, pero no soporto que alguien sea tan obvio.

–Myra…

–De acuerdo, de acuerdo –tomó un poco de mousse de salmón–. Por cierto, Anna, me encanta tu vestido.

Anna bajó la mirada hacia el vestido de seda rosa.

–Lo elegiste tú.

–Ya te dije que me encantaba –Myra sonrió satisfecha, contemplando la caída del vestido por las caderas de su amiga. Era muy chic–. Si prestaras la mitad de atención a tu guardarropa de la que le dedicas a tus libros, podrías convertirte en un problema para Cathleen Donahue.

Anna se limitó a sonreír mientras observaba a las parejas que bailaban en la pista de baile.

–No tengo ningún interés en Cathleen Donahue.

–De acuerdo, no es muy interesante. ¿Pero qué me dices del hombre con el que está bailando?

–¿Ese gigante pelirrojo?

–Así que te has fijado en él.

–No estoy ciega –se preguntaba cómo podría irse dignamente de la fiesta. Estaba loca por volver a casa y ponerse a leer el diario médico que el doctor Hewitt le había enviado.

–¿Sabes quién es?

–¿A quién te refieres?

–Anna –la paciencia era una virtud que Myra solo extendía a sus mejores amigas–. Sabes perfectamente a quién me refiero.

Con una risa, Anna bebió un sorbo de vino.

–De acuerdo, ¿quién es?

–Daniel Duncan MacGregor.

Myra permaneció un momento en silencio, esperando despertar el interés de Anna. A los veinticuatro años, Myra era una joven rica y atractiva. No hermosa, eso lo sabía. Era consciente de que nunca había sido guapa. Comprendía que la belleza era una ruta hacia el poder. El cerebro era otra. Myra usaba su cerebro.

–Actualmente es el joven prodigio de Boston. Si prestaras más atención a quién es quién en la alta sociedad de nuestra ciudad, habrías reconocido el nombre.

La alta sociedad, con sus juegos y absurdas restricciones, no le interesaba a Anna lo más mínimo.

–¿Para qué voy a prestar más atención si ya me pones tú al corriente?

–Te merecerías que no te contara nada.

Pero Anna se limitó a sonreír y bebió otra vez.

–De acuerdo, te lo diré –el chismorreo era una tentación que Myra encontraba imposible resistir–. Es escocés, como supongo que es obvio por su aspecto y su nombre. Deberías oírle hablar, parece capaz de cortar la niebla.

En ese momento, Daniel soltó una carcajada que hizo que Anna arqueara las cejas.

–Creo que podría cortar cualquier cosa.

–Es un poco rudo, pero algunas personas… –dirigió una significativa mirada a Cathleen Donahue– creen que un millón de dólares puede aliviar cualquier cosa.

Al darse cuenta de que aquel hombre estaba siendo medido y juzgado por el tamaño de su cuenta bancaria, Anna sintió una cierta compasión por él.

–Espero que sepa que está bailando con una víbora –comentó.

–No parece ningún estúpido. Compró la antigua Oficina de Préstamo y Ahorro hace seis meses.

–¿Ah, sí?

Anna se encogió de hombros. A ella solo le interesaban los negocios si había algún hospital relacionado con ellos. Al sentir que algo se movía a su izquierda, se volvió y sonrió a Herbert Ditmeyer, que se encontraba con un caballero al que ella no conocía.

–¿Cómo te encuentras?

–Contento de verte –Herbert era solo unos centímetros más alto que Anna y tenía el rostro ascético de un erudito, con el pelo negro que anunciaba una calva en muy pocos años. Pero tenía una fuerza de voluntad que Anna respetaba y también un sentido del humor agudo e ingenioso.

–Estás adorable –señaló con la mano al hombre que estaba a su lado–. Este es mi primo, Mark. Anna Whitfield y Myra Lornbridge –las presentó.

Herbert detuvo un instante la mirada en Myra, pero en cuanto la orquesta comenzó a tocar un vals, se dejó llevar por la impaciencia y agarró a Anna del brazo.

–Deberías estar bailando.

Anna lo siguió con naturalidad. Le encantaba bailar, pero prefería hacerlo con personas a las que conocía. Con Herbert se sentía muy cómoda.

–Creo que tengo que felicitarte –sonrió–, señor abogado del distrito.

Herbert sonrió. Era joven para el puesto, pero no tenía intención de detenerse allí. Si no lo hubiera considerado como una falta de educación, le habría hablado inmediatamente a Anna de sus ambiciones.

–No sabía que las noticias viajaban tan rápido desde Boston a Connecticut –miró hacia Myra, que estaba bailando con su primo–. Supongo que debería haberme informado mejor.

Anna soltó una carcajada mientras giraban alrededor de la otra pareja.

–Que haya estado fuera de la ciudad no quiere decir que no me haya mantenido al corriente de lo que estaba pasando por Boston. Debes estar orgulloso.

–Esto solo es el principio –comentó Herbert alegremente–. Y a ti, un año más y ya habrá que llamarte doctora Whitfield.

–Un año más –musitó Anna–. A veces me parece una eternidad.

–¿Estás impaciente, Anna? Eso no es propio de ti.

Sí, claro que era impaciente, pero siempre había conseguido dominar con éxito su impaciencia.

–Quiero tener el título cuanto antes. No es ningún secreto que mis padres desaprueban lo que estoy haciendo.

–Podrán desaprobarlo –comentó Herbert–, pero tu madre no tiene ningún inconveniente en mencionar que estás en la lista de los diez primeros de la clase por tercer año consecutivo.

–¿De verdad? –Anna pensó en ello sorprendida. Su madre siempre había sido más partidaria de alabar su peinado que sus notas–. Tendré que darle las gracias, aunque ella continúa albergando la esperanza de que aparezca algún hombre que me haga olvidarme de las salas de operaciones y las cuñas.

Mientras hablaba, Herbert giró y Anna se descubrió mirando a Daniel MacGregor directamente a los ojos. Sintió que se le tensaban los músculos del estómago. ¿Nervios? Era ridículo. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Miedo? Completamente absurdo.

Aunque continuaba bailando con Cathleen, Daniel miraba fijamente a Anna. La miraba de una forma que parecía destinada a hacerla sonrojarse. Anna le devolvió fríamente la mirada, aunque su corazón latía a toda velocidad. Quizá había sido un error. Porque Daniel pareció tomarse su actitud como un desafío y sonrió lentamente.

Con una admiración imparcial, Anna lo observó maniobrar. Daniel miró de reojo a un hombre que estaba al final de la pista de baile y le hizo una señal casi imperceptible. En cuestión de segundos, Cathleen se descubrió bailando en los brazos de otro hombre. Anna comprendió al instante cuál iba a ser el siguiente paso.

Con la seguridad de la experiencia, Daniel caminó entre las parejas que bailaban. Se había fijado en Anna en cuanto esta había comenzado a bailar. Se había fijado en ella, la había observado y había calculado todos sus movimientos. En cuanto ella había reparado en su mirada y lo había observado sin disimular su frialdad, Daniel se había sentido atrapado. No era tan alta como Cathleen, parecía una mujer pequeña y delicada. Tenía el pelo negro y de aspecto suave. Y unos ojos tan oscuros como su pelo. Y parecía una mujer que se adaptaría fácilmente a los brazos de un hombre.

Con la confianza que lo caracterizaba en cualquier situación, Daniel palmeó el hombro de Herbert.

–¿Puedo interrumpir?

Esperó a que Herbert la soltara antes de tomar la mano de Anna para ponerse a bailar nuevamente.

–Ha sido un movimiento muy inteligente, señor MacGregor.

Le complació que supiera su nombre. Y le gustó también no haberse equivocado al imaginarla entre sus brazos. Olía a flores, una fragancia suave y delicada.

–Gracias, señorita…

–Whitfield. Anna Whitfield. Y también me ha parecido muy rudo.

Daniel la miró fijamente porque la severidad de su voz no parecía encajar con aquel rostro tan adorable. Pero él siempre apreciaba la sorpresa. Soltó una carcajada que hizo que varias cabezas se volvieran hacia ellos.

–Tiene razón, pero ha funcionado. No creo haberla visto antes, señorita Anna Whitfield, pero conozco a sus padres.

–Es muy posible –la mano que sostenía la suya era enorme, dura como una roca, e increíblemente delicada. Anna comenzaba a sentir un extraño cosquilleo en la mano–. ¿Es usted nuevo en Boston, señor MacGregor?

–Supongo que tengo que responder que sí, porque solo llevo dos años viviendo aquí, no dos generaciones.

Anna inclinó la cabeza para poder mirarlo a los ojos.

–Hace falta poder retrotraerse a tres generaciones para no ser considerado un recién llegado.

–O ser más inteligente –dio tres vueltas sobre la pista de baile.

Agradablemente sorprendida por la agilidad de sus movimientos, Anna se relajó un poco. Sería una pena no disfrutar de aquella música.

–Ya me han dicho que usted lo es.

–Y volverán a decírselo –no se molestaba en bajar la voz, a pesar de que la pista de baile estaba abarrotada de gente. El poder era su fuerte, no los buenos modales.

–¿Ah, sí? –Anna arqueó una ceja–. Qué extraño.

–Solo si no se comprende el sistema –le aclaró Daniel–: si no puedes tener una generación detrás de ti, basta con que tengas dinero delante.

Aunque sabía que era verdad, a Anna le molestó aquella exhibición de esnobismo.

–Supongo que tiene suerte de que la alta sociedad de Boston se mueva con unos criterios tan flexibles.

El desinterés y la frialdad de su voz le hicieron sonreír. No era ninguna estúpida aquella Anna Whitfield. No era una estúpida vestida de seda, como Cathleen Donahue.

–Su rostro me recuerda al del camafeo que llevaba mi abuela en el cuello.

Anna elevó una ceja y estuvo a punto de sonreírle. La mirada de Daniel indicaba que estaba siendo absolutamente sincero.

–Gracias, señor MacGregor, pero creo que sería mejor que guardara sus halagos para Cathleen. Es más susceptible a las alabanzas que yo.

Daniel frunció el ceño, dando a su rostro un aspecto formidablemente fiero, pero lo despejó antes de que Anna pudiera medir su próxima actuación.

–Y usted tiene una lengua muy afilada, muchacha. Admiro a las mujeres que dicen lo que piensan… hasta cierto punto.

Sintiendo una agresividad para la que no encontraba explicación, Anna lo miró a los ojos.

–¿Hasta qué punto exactamente, señor MacGregor?

–Hasta el punto de que las haga parecer poco femeninas.

Antes de que Anna hubiera podido anticipar su movimiento, Daniel giró con ella hacia las puertas de la terraza. Hasta entonces, ella no había sido consciente del sofocante calor que hacía en el salón de baile. A pesar de todo, la reacción normal de Anna habría sido excusarse con firmeza y regresar al interior. Pero se encontró a sí misma deteniéndose justo donde estaba, con los brazos de Daniel a su alrededor y las flores del jardín perfumando el aire.

–Estoy segura de que tendrá su propia definición de lo que es o no la feminidad, señor MacGregor, pero me pregunto si será coherente con el hecho de que estemos en el siglo veinte.

Daniel estaba disfrutando al sentirla entre sus brazos, pero se sintió ligeramente ofendido.

–Siempre he considerado la feminidad como una constante, señorita Whitfield, y no como algo que cambia con los años o las modas.

–Ya entiendo.

Daniel la estaba abrazando con excesiva fuerza. Se apartó y caminó hacia el borde de la terraza para asomarse al jardín. El aire era allí más dulce y la música llegaba amortiguada por la distancia.

Se le ocurrió entonces que estaba teniendo una conversación privada, una conversación que podría estar muy cerca de convertirse en discusión, con un hombre al que acababa de conocer. Pero no tenía ninguna urgencia por interrumpirla. Había aprendido a sentirse cómoda rodeada de hombres. Había tenido que hacerlo. Al ser la única mujer de su clase, Anna había aprendido a tratar a los hombres a su mismo nivel, y también a hacerlo sin que sus orgullos se resintieran. Tras el primer año de críticas e insinuaciones, había conseguido concentrarse en sus estudios, y durante la mayor parte del tiempo, se sentía aceptada por sus colegas. Era consciente, sin embargo, de a lo que debería enfrentarse cuando comenzaran los meses de residencia. El ser etiquetada como poco femenina todavía le dolía, pero ya se había resignado a ello.

–Estoy segura de que sus puntos de vista sobre la feminidad son fascinantes, señor MacGregor –el dobladillo de su vestido rozó las baldosas de la terraza cuando se volvió–. Pero no creo que sea un tema del que me interese hablar. Dígame, ¿a qué se dedica exactamente en Boston?

Daniel no la había oído. No había oído nada desde que Anna se había vuelto para mirarlo. Su pelo rozaba suavemente sus hombros blancos, cremosos. Con aquel vestido de seda rosa, su cuerpo parecía tan delicado como la porcelana. La luz de la luna bañaba su rostro haciendo que su piel pareciera de mármol y sus ojos negros como la media noche. Cuando un hombre se encontraba frente a una visión como aquella, no era capaz de oír absolutamente nada.

–¿Señor MacGregor? –por primera vez desde que habían salido, Anna comenzó a ponerse nerviosa.

Aquel hombre era enorme, un desconocido, y la estaba mirando como si se hubiera vuelto loco. Anna enderezó los hombros y se recordó que era capaz de manejar cualquier situación a la que se enfrentara.

–¿Señor MacGregor? –repitió.

–Sí… –Daniel apartó a un lado sus fantasías y dio un paso adelante.

Curiosamente, Anna se relajó. Daniel no parecía peligroso cuando estaba cerca de ella. Y tenía unos ojos bonitos. Lo cierto era que había una razón genética para justificar su hermosura; podía haber escrito hojas y hojas al respecto. Pero eran preciosos.

–Usted trabaja en Boston, ¿verdad?

–Sí –a lo mejor había sido una ilusión óptica la que la había hecho parecer tan perfecta, tan etérea y seductora–. Compro –le tomó la mano porque sentirse en contacto con ella se convirtió de pronto en algo vital para él. Le tomó la mano porque quería estar seguro de que era real–. Y vendo.

La mano de Daniel era tan cálida y delicada como cuando habían bailado. Anna apartó la suya.

–Qué interesante. ¿Y qué es lo que compra?

–Cualquier cosa que me apetezca –sonriendo, dio otro paso adelante–. Cualquier cosa.

Anna sintió que se le aceleraba el pulso; sentía calor en la piel. Sabía que había explicaciones químicas y emocionales para justificar una reacción como aquella. Aunque no era capaz de pensar en ellas en ese momento. No retrocedió.

–Estoy segura de que es muy satisfactorio. Y eso me conduce a pensar que vende lo que no quiere conservar.

–En pocas palabras, señorita Whitfield. Y, además, siempre intento obtener beneficios.

Vaya un presuntuoso, pensó Anna e inclinó la cabeza.

–Algunos podrían considerarlo un poco arrogante, señor MacGregor.

Daniel podría haberse echado a reír ante la fría calma con la que hablaba, ante la fría calma con la que lo miraba a pesar de los trazos de pasión que distinguía él en sus ojos. Aquella era una mujer, pensó Daniel, que podía hacer que un hombre se presentara en la puerta de su casa cargado de ramos de flores y cajas de bombones.

–Cuando un hombre pobre es arrogante, es arrogante y ya está, señorita Whitfield. Pero cuando un hombre de dinero es arrogante, dicen que tiene estilo, señorita Whitfield. Yo tengo ambas cosas.

Anna sabía que tenía parte de razón, pero no estaba dispuesta a retroceder ni un ápice.

–Es curioso, no sabía que los criterios sobre la arrogancia cambiaran con los tiempos o las modas.

Daniel sacó un puro mientras la observaba.

–Un punto para usted –encendió el mechero, que iluminó sus ojos por un breve instante. En ese momento, Anna comprendió que era un hombre peligroso.

–Entonces quizá deberíamos dar por terminada la conversación –el orgullo le impedía retroceder. La dignidad le advertía que se alejara de una situación que, frente a toda lógica, parecía interesante–. Y ahora, si me disculpa, señor MacGregor, tengo que pasar adentro.

Daniel la agarró del brazo, de forma brusca y posesiva. Anna no se sobresaltó y tampoco se apartó; apenas lo miraba, era como una duquesa mirando a un sucio plebeyo.

Al enfrentarse a aquella muda desaprobación, la mayoría de los hombres habría dejado caer la mano y habría musitado una disculpa. Daniel sonrió de oreja a oreja. Allí había una mujer capaz de hacer que a un hombre le temblaran las rodillas.

–Volveré a verla, Anna Whitfield.

–Quizá.

–Volveré a verla –se llevó su mano a los labios.

Anna sintió el suave y sorprendente roce de la barba contra sus nudillos y, por un instante, la pasión que Daniel había visto en sus ojos pareció desbordarse.

–Y más de una vez –añadió Daniel.

–No creo que tengamos muchas ocasiones de encontrarnos, puesto que solo voy a estar en Boston un par de meses. Y ahora, si me perdona…

–¿Por qué?

No le soltó la mano, algo que inquietaba a Anna más de lo que podía permitirse demostrar.

–¿Por qué, señor MacGregor?

–¿Por qué solo va a estar en Boston un par de meses? –si ella estuviera buscando marido, las cosas podrían cambiar. Daniel la miró otra vez y decidió que no permitiría que nada hiciera cambiar nada.

–Tengo que volver a Connecticut a finales de agosto para terminar el último curso de la carrera de medicina.



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