Antología poética - Amado Nervo - E-Book

Antología poética E-Book

Amado Nervo

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Beschreibung

Un autor cuya celebridad se ha mantenido a lo largo del tiempo. Uno de los mejores representantes del Modernismo. Esta antología recoge lo mejor de uno de los poetas más apreciados y leídos de México. Aunque la prosa de Nervo (cuento, crónica, ensayo, crítica, novela) fue ampliamente leída y le valió numerosos elogios, fue en el terreno de la poesía donde descansa gran parte de su celebridad. Su obra lírica consta de tres etapas. La primera está influida por el simbolismo francés y a ella pertenecen libros como Perlas negras (1898), Poemas (1901), El éxodo y las flores del camino (1902) y Los jardines interiores (1905). La segunda marca un abandono de los ornamentos y un repliegue hacia su yo interior, como En voz baja (1909) y Serenidad (1914). La tercera y última es la más profunda y adquiere un tono melancólico: Elevación (1917), Plenitud (1918) y sus dos libros póstumos La amada inmóvil (1922) y El arquero divino (1922).

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PRÓLOGOAMADO NERVO ANTE EL ESCARNIO DE LA VANGUARDIA

Al cumplirse el centenario natal de Amado Nervo (Tepic, 1870-Montevideo, 1919), Ernesto Mejía Sánchez afirmó que, hacia 1920, la edición de sus primeras Obras completas (Biblioteca Nueva, Madrid) significó una especie de pira funeral a la cual se añadió la burla de los jóvenes poetas.

No fue Mejía Sánchez el único en advertirlo y en deplorarlo. Antes que él, Alfonso Reyes, precisamente el primer editor de esas Obras completas (bajo cuyo cuidado estuvieron veintinueve volúmenes), señaló la incomprensión hacia la obra de Nervo, producto de una serie de prejuicios de quienes interpretaron su sinceridad como una forma de renunciación artística en beneficio de la elemental confesión autobiográfica.

Es famosa, y repetida con demasiada diligencia, la opinión devastadora con la que Jorge Cuesta repudió a Nervo en las páginas de su no menos célebre y polémica Antología de la poesía mexicana moderna (1928): “Distinguimos —escribió— dos épocas en la poesía de Amado Nervo: la de su juventud, realizada en los límites de una inquietud artística, dicha en voz baja, íntima, musicalmente grata, y la de su madurez religiosa y moralista, ajena, las más veces, a la pureza del arte. El progreso de su poesía se termina en la desnudez; pero así que se ha desnudado por completo, tenemos que cerrar, púdicos, los ojos”.

Para Cuesta —“el más universalmente armado de todos los Contemporáneos”, a decir de Xavier Villaurrutia—, Amado Nervo fue víctima de su propia sinceridad, y a tal grado juzgó irremediable esa derrota que llegó a decir que el hombre había acabado por destruir al artista. Más aún, en una carta pública a Manuel Horta, en la cual respondió a éste sobre los cuestionamientos que hizo a su antología, Cuesta reconoció que incluyó a Amado Nervo no como una manifestación de su gusto sino como un compromiso del interés; un interés (¿público?) que, por cierto, no llega a quedar del todo claro.

“Encuentro —dijo— que tanto Amado Nervo y Rafael López, que figuran en la antología, como Manuel Gutiérrez Nájera y José de J. Núñez y Domínguez, que no figuran en ella, me parecen detestables poetas.” Y en esa misma línea del desdén, Cuesta llegó a afirmar lo siguiente, respecto de Gutiérrez Nájera y Nervo: “aquél no vive para mí, no atrae mi interés, y éste apenas cuando me esfuerzo y me violento”.

Gutiérrez Nájera, nacido en 1859 y muerto en 1895, y Amado Nervo, que murió a los cuarenta y nueve años de edad, casi una década antes de la publicación de la antología de Cuesta, sufrieron póstumamente eso que Mejía Sánchez denominó el escarnio de la vanguardia. A ello debe añadirse que el ejercicio de desprecio que Cuesta y otros más llevaron a cabo en especial contra Nervo, fue emulado más tarde por quienes se encargaron de revalidar el juicio adverso sin siquiera tomarse la más mínima molestia de leer al autor de Perlas negras para saber qué era aquello que los movía tan feliz mente al desdén.

Hoy, al dejar atrás el siglo XX, la fama pública de Gutiérrez Nájera ha mejorado de manera considerable, merced a una atención cada día más justa y más informada, no así la de Amado Nervo, pese a algunos loables esfuerzos que, sobre to do en los últimos años, han llevado a cabo ciertos estudiosos y lectores que han propuesto una reconsideración de la historia literaria moderna que no sólo acabó escarneciendo a Nervo sino, junto con él, a sus lectores.

Alfonso Reyes fue de los pocos que realmente comprendieron la obra del poeta y narrador nayarita. Cuando se acusó a Nervo de chabacanería, de falta de elegancia, Reyes dijo por el contrario, sin ocultar su admiración, que pocos como él eran realmente tan buenos “oficiales de su oficio”, a grado tal que, “por eso, diríamos, a veces dejó caer la herramienta y forjó los versos con las manos, como el que —seguro de su elegancia— se atreve a comer un día con los dedos”.

A despecho de la pésima imagen que un sector de la crítica culta y de la vanguardia hizo de Nervo, hoy sabemos que el autor de Los jardines interiores fue un auténtico hombre de su tiempo que no ignoró las desventajas ni las potencialidades de la sinceridad artística. Fue, y en esto ya no debiera caber duda, tan buen prosista como poeta, y si en la poesía dejó una extraordinaria obra que ha sido mistificada por el “buen gusto” de la modernidad, en la prosa nos entregó cuentos, novelas y crónicas que están entre lo mejor de las letras mexicanas de las dos primeras décadas del siglo XX.

Nervo supo muy bien qué era lo que estaba haciendo, más allá de los juicios de opinión de quienes veían en él a un cándido, a un crédulo, a un inocente y, por si ello fuera poco, a un inepto para comprender las novedades del gusto intelectual fundado por la modernidad. La nueva crítica debería volver a las páginas ensayísticas y de opinión que Nervo escribió, y a su correspondencia y a sus textos autobiográficos en donde abordó con plena inteligencia, y no sin ironía, la situación del arte literario y la condición del artista en un momento en el que la emoción estaba a punto de constituirse en un escandaloso pecado intelectual.

Ya muerto, a Nervo no se le ha dado oportunidad de defenderse. Aun sin analizar su tiempo y su obra, se le ha venido acusando de sentimentaloide, de cursi, de pésimo actor de sus sentimientos más íntimos, de impúdico revelador de su vida privada para un público ávido de fútiles sensaciones. Lo que no suele decirse es que, en vida, Nervo supo perfectamente dónde estaban sus detractores, y tampoco se consigna la forma y los términos en los que, desde un principio, defendió su estética al margen del ejercicio poético.

Uno de sus comentarios más irónicos revela de qué modo comprendió el drama de vivir en un tiempo en el que el esnobismo intelectual estaba copando, poco a poco, pero inexorablemente, el medio literario mexicano: “Cuando, en mis mocedades, solía tomar suavemente el pelo a algunos de mis lectores, escribiendo malarmeísmos que nadie entendía, sobró quien me llamara maestro; y tuve cenáculo, y dizque fui jefe de escuela, y llevé halcón en el puño y lises en el escudo... Mas ahora que, según Rubén Darío, he llegado ‘a uno de los puntos más difíciles y más elevados del alpinismo poético: a la planicie de la sencillez, que se encuentra entre picos muy altos y abismos muy profundos’; ahora que no pongo ‘toda la tienda sobre el mostrador’ en cada uno de mis artículos; ahora que me espanta el estilo gerundiano, que me asusta el ratacuerismo de los adjetivos vistosos, de la logomaquia de cacatúa, de la palabrería inútil; ahora que busco el tono discreto, el matiz medio, el colorido que no detona; ahora que sé decir lo que quiero y como lo quiero; que no me empujan las palabras, sino que me enseñoreo de ellas; ahora, en fin, que dejo ‘oscuro el borrador y el verso claro’, y llamo al pan, pan, y me entiende todo el mundo, seguro estoy de que alguno ha de llamarme chabacano...”.

En la última década de su corta existencia, el autor de Serenidad se declaró fatigado de todo alpinismo literario, y mostró no sólo su conformidad con una búsqueda que, a decir de Reyes, tendía al silencio, sino que juzgó equivocada y ridícula toda intención deliberada del arte “novedoso” y de la literatura a la moda intelectual. Dentro de esa polémica que genera en sí mismo el arte, y dentro de esa crítica que engendra en sí misma la poesía (y la literatura en general), Nervo supo discutir los argumentos de quienes lo juzgaban ajeno a toda inteligencia y únicamente inmerso en el reino del candor.

Así, por ejemplo, en uno de sus poemas de El Arquero divino se pregunta y él mismo se responde:

¿Y cómo harás en lo futuro versos?

Haré mis versos sin hacerlos... casi

fluidos, casi inmateriales, tenues,

sin palabras apenas,

o palabras que formen leve reja,

delgada reja, tras la cual asome,

tembloroso, mi espíritu desnudo.

Con lo cual puede verse que lo que precisamente le reprochaba Jorge Cuesta no era para Nervo fruto de la torpeza, sino una búsqueda estética de afán deliberado. Para Nervo, la poesía no podía ser, de ningún modo, “logomaquia de cacatúa”, sino diálogo espiritual, emoción concentrada para comunicar incluso en el silencio. Los libros, para ser, tenían que constituir urnas de ideas, atmósferas del alma; de ahí que también aconsejara:

Deja que los seres y las cosas hablen;

si sabes mirarlos y escucharlos bien,

tornaránse lentamente cristalinos,

hasta deslumbrarte con su limpidez.

Por ello, en otro poema, del todo irónico, e incluso mordaz, Nervo responde a sus detractores no sin cierto sarcasmo, burlándose de “los diarios que esponjan adjetivos” para calificar a ciertos autores “nuevos” caracterizados por una retórica de la novedad intelectual que huye del franco diálogo con el lector. Se trata del poema “Exhibicionismo”, que figura en el apartado “Poesías varias” de sus Obras completas:

¡Exhibición, exhibición!... Ahora

lo mejor es callar altivamente,

dejando que ensordezcan los mediocres

las orejas del vulgo

desde todos los diarios, y que pongan

nombres a la divina poesía.

¡Ella, que es lo absoluto,

encerrada en vocablos

que terminan en ismo! Dinamismo,

futurismo y unanimismo ... Bueno,

sigue, necia balumba,

y déjame pensar; yo no vinculo

mis versos con las modas,

porque aspiro a que duren tanto como

las almas, el dolor, la lucha, el triunfo,

la faena de amar, alegre o triste,

el misterio que el hombre nunca alcanza [...]

Amado Nervo vivió los últimos años de su existencia con la puerta cerrada a toda vanidad. Es elocuente la imagen que de él nos dejó Alfonso Reyes: cuando murió, dijo, era ya completamente feliz porque había renunciado a todas las ambiciones y exterioridades ociosas, había pasado de la sencillez a la íntima sinceridad, y “aún amanecía, cotidianamente, con el sol”.

En otras palabras, Nervo hizo oídos sordos a la “neciaba lumba” y se entregó a vivir la poesía del modo más natural y con el menor grado de esnobismo. La voz baja reflejaba su espíritu, y el silencio no fue el final de su obra sino su coronación. Ésa su estética sincera, que tanto molestó a sus adversarios, es también lo que lo ha hecho vivir, todavía, en el gusto de los lectores; porque Nervo —menos aun que antes, pero todavía— sigue siendo un poeta popular gracias a que no le importunaron en absoluto las preocupaciones del “buen gusto” que atormentaron a sus contemporáneos.

Amado Nervo vivió convencido de que en la poesía tenían que estar sus estados de ánimo tanto como su inteligencia, y no se atrevió a contradecir lo más íntimo de sí, aun frente a los jueces antiemotivos que acabaron por reprobarlo. Conoció los más exaltados elogios de los que verdadera mente contaban entonces (Rubén Darío y Alfonso Reyes, entre muchos), aunque también saboreó la hiel del desafecto y aun del desprecio. Mas ni una cosa ni otra turbó su ánimo y él continuó en lo suyo hasta ese 24 de mayo de 1919 en Montevideo, Uruguay, cuando la muerte que él mismo tantas veces invocara, más allá del lugar común, vino por él y se lo llevó.

Cuando Amado Nervo murió había recibido, en efecto, las celebraciones más altas. Rubén Darío, con quien cultivó estrecha amistad y mutua admiración, lo definió así en célebre poema:

Amado es la palabra en que amar se concreta,

Nervo es la vibración de los nervios del mal:

bendita sea y pura la canción del poeta

que lanzó sin pensar su frase de cristal.

Además, Amado Nervo fue, sin duda, un poeta continental con muchísimos lectores, en una época en que la crítica —esa actual extensión de la publicidad— aún no ejercía su afán tiránico contra el libre albedrío del lector.

Hoy casi tiende a olvidarse que Amado Nervo fue uno de los grandes exponentes del modernismo, junto con José Martí (1853-1895), Salvador Díaz Mirón (1853-1928), Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), José Asunción Silva (1865-1896) y Rubén Darío (1867-1916), entre los más grandes.

Debido a la mala fama pública que la vanguardia le otorgó, casi olvidamos hoy que, además de ser uno de los más decisivos poetas populares, Nervo fue también una rica personalidad que no puede simplificarse en los adjetivos que, en racimo de anatemas, le obsequiaron quienes hacían asco sólo de pensar que pudieran infectarse del mismo virus: el de lo sentimental, el de lo cursi, el de lo apasionado y, por si fuera poco, ¡el de lo popular!

Un fragmento ciego y dogmático de la vanguardia deberá ser recordado, entre otras cosas, por ese afán deliberadamente sectario de quienes veían enemigos en los lectores que no eran suyos. Al margen de las propuestas de grupos o individuos, son todavía muchos los que han seguido leyendo a Nervo, sin importarles el juicio final de la crítica canónica que llegó a soñarse no sólo como un magisterio sino también, y sobre todo, como el órgano legislador y legitimador del Gusto y la Verdad.

Entre las falsas verdades que propició la vanguardia acerca de la obra de Nervo, está la de haber sido, el autor de Serenidad, un escritor superficial, tan sólo armado de escalofriantes lugares comunes que únicamente el vulgo municipal y espeso era capaz de celebrar. Entre todo esto, todavía tienen eco, pues se repiten, los desdenes de Cuesta, que lo acusó de ser aje no, las más de las veces, a la pureza del arte, esa pureza que los desapasionados blanden siempre, como todo argumento, cuando quieren justificar su falta de comunicación con el prójimo.

Por todo lo anterior, suele olvidarse que más de un momento de la obra poética de Nervo preludia y aun anticipa algo de lo mejor de Ramón López Velarde (1888-1921), quien lo admiró con declarado entusiasmo, considerándolo, en 1909,“tan alto como profundo”, y diez años después —casi a manera de inscripción sepulcral—, “el poeta máximo nuestro”. Alfonso Méndez Plancarte que, junto con Francisco González Guerrero, se encargó de la edición moderna de las Obras completas de Nervo, ha recordado que la fuente de uno de los alejandrinos más famosos de López Velarde y de la poesía mexicana en general (“ojos inusitados de sulfato de cobre”) se encuentra en el primer verso del poema “Dominio” del libro Serenidad de Amado Nervo: “Unos ojos verdes, color de sulfato de cobre”. Serenidad se publicó en 1914 y López Velarde sin duda alguna lo leyó; Zozobra vio la luz en 1919, y el poema “No me condenes...” —donde hallamos justamente el extraordinario alejandrino— está fechado en diciembre de 1916.

A lo largo de la obra de López Velarde podríamos hallar más de una influencia, pero también podríamos encontrarla en poetas posteriores, a despecho del “buen gusto” que planteó la vanguardia y que no practicaba, por supuesto, ni el mismo López Velarde a quien Villaurrutia reivindicó. En uno de sus luminosos ensayos de Cuadrivio (libro publicado en 1965), Octavio Paz escribió: “Amado Nervo fue, entre los poetas mexicanos, la influencia mayor en López Velarde, especialmente durante sus años de formación”, y recuerda Paz el mérito de Méndez Plancarte al mostrar las huellas de Nervo en la poesía del autor de Zozobra.

Pero también hay otras huellas visibles, y menos estudiadas, de Nervo en la obra de poetas posteriores perfectamente canónicos, y que valdría la pena analizar y documentar. Por poner sólo un ejemplo, que vale por muchos, ni más ni menos en Muerte sin fin (1939), de José Gorostiza (1901-1973), pueden encontrarse esas huellas irrefutables que vienen de “La hermana agua” (1901) de Nervo.