Un sueño: novela - Amado Nervo - E-Book

Un sueño: novela E-Book

Amado Nervo

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Beschreibung

Un anciano rey del siglo XIX despierta en el cuerpo del joven Lope de Figueroa, tres siglos antes, ¿o se trata de un extraño sueño del platero? Durante la jornada se encuentra con Mencía, la bella joven que ama, sus amigos, Gaetano y el Greco, incluso con el rey, Felipe II. Llega la hora de dormir y siente la incertidumbre de despertar en otro cuerpo y otro tiempo.-

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Amado Nervo

Un sueño: novela

 

Saga

Un sueño: novela

 

Copyright © 1906, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726679847

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Al lector

Este cuento debió llevar por título «Segismundo o la vida es sueño», pero luego elegí uno más breve, como para ser voceado en la Puerta del Sol por vendedores afanosos, entre el ajetreo y la balumba de todas las horas. «Un sueño», llamóse, pues, a secas, y con tan simple designación llega a ti, amigo mío, a hablarte de cosas pretéritas que suelen tener un vago encanto...

Claro que no es un cuento histórico. Mi buena estrella me libre de presumir tal cosa, ahora que tanto abundan los eruditos y los sabios, a mí, que por gracia de Dios no seré erudito jamás, y que sabio... no he acertado a serlo nunca.

Es, sí, un cuento de «ambiente histórico», como diría un italiano. Lo que pasa en él, «pudo haber sido».

Si hay contradicciones, si hay inexactitudes y errores, si esto no se compadece con aquello, si lo de acá no concierta con lo de allá, perdónamelo, amigo, pensando que Lope de Figueroa no ha existido nunca; que todo fue un sueño, a ratos lógico, desmadejado y absurdo a ratos, y que, como dijo el gran ingenio, a quien fui a pedir un nombre para bautizar estas páginas, «los sueños... ¡sueños son!».

Amado Nervo.

- I -

Lope de Figueroa, Platero

Cuando Su Majestad abrió los ojos, todavía presa de cierta indecisión crepuscular que al despertarse había experimentado otras veces, y que era como la ilusión de que flotaba entre dos vidas, entre dos mundos, advirtió que la fina y vertical hebra de luz que escapaba de las maderas de una ventana, era más pálida y más fina que de ordinario.

Su Majestad estaba de tal suerte familiarizada con aquella hebra de luz, que bien podía notar cosa tal. Por ella adivinaba a diario, sin necesidad de extender negligentemente la mano hacia la repetición que latía sobre la jaspeada malaquita de su mesa de noche, la hora exacta de la mañana, y aun el tiempo que hacía.

Todos los matices del tenue hilo de oro tenían para Su Majestad un lenguaje. Pero el de aquella mañana jamás lo había visto; se hubiera dicho que ni venía de la misma ventana, ni del mismo cielo, ni del mismo sol...

Mirando con más detenimiento, Su Majestad acabó por advertir que, en efecto, aquella no era la gran ventana de su alcoba.

¡Vaya si había diferencia!

Su humildad y tosco material saltaban a la vista. Su Majestad se incorporó a medias en el lecho, y apoyando la cabeza en la diestra púsose a examinar en el aposento, estrecho y lucido de blanco, en la media luz, a la cual iban acostumbrándose ya sus ojos, lo que le rodeaba.

Al pie del lecho, pequeño y bajo, había un taburete de pino, y sobre él, en desorden, algunas prendas de vestir. Una ropilla y un ropón de modesta tela, harto usada, unas calzas, una capa. Más allá, pegado al muro, un vargueño, cuyos cerrojos relucían redes, algunas estampas de santos y en un rincón una espada...

Su Majestad se frotó los párpados con vigor, y cada vez más confusa buscó maquinalmente la pera del timbre eléctrico, que caía casi sobre la almohada, aquella pera de ágata con botón de lapislázuli, que tantas veces oprimió entre sus dedos, y a cuya trémula vibración respondía siempre el discreto rumor de una puerta, que, al entreabrirse, dejaba ver, bajo las colgaduras, la cabeza empolvada de un gentilhombre de cámara.

Pero no había timbre alguno...

Su Majestad, sentada ya al borde del lecho, perdida absolutamente la moral, sintiendo algo así como una terrible desorientación de su espíritu, el derrumbamiento interior de toda su lógica, más aún, de su identidad, quedose abismada.

En esto, la puerta que Su Majestad, por invencible hábito, suponía que era una ventana que caía sobre la gran plaza de Enrique V, se entreabrió, y una figura de mujer, alta, esbelta, armoniosa, se recortó en la amplia zona de luz que limitaban las maderas.

-Lope -dijo con voz dulcísima de un timbre de plata-, ¿estás ya despierto?

Su Majestad -o mejor dicho Lope-, estupefacto, quiso balbucir algo; no pudo y quedose mirando, sin contestar, aquella aparición.

Era, a lo que podía verse, una mujer de veinte años, a lo sumo, de una admirable belleza. Sus ojos, obscuros y radiantes, iluminaban el óvalo ideal de un rostro de virgen, y sus cabellos, partidos por en medio y recogidos luego a ambos lados, formando un trenzado gracioso que aprisionaba la robusta mata, eran de un castaño obscuro magnífico. Vestía modestamente saya y justillo negros, y de los lóbulos de sus orejas, que apenas asomaban al ras de las bandas de pelo, pendían largos aretes de oro, en los cuales rojeaban vivos corales.

-¿Duermes, Lope? -preguntó aún la voz de plata-. Tarde es ya, más de las siete... Recuerda que mañana ha de estar acabada la custodia. El hermano Lorenzo nos ha dicho que en el convento la quieren para la fiesta de San Francisco, que es el jueves.

-¡Lope! -murmuró Su Majestad- ¡Lope, yo!... ¿Pero quién sois vos, señora?...

-¿Bromeas, Lope? -respondió la voz de plata-. ¿O no despiertas aún del todo?

Y acercándose con suavidad puso un beso de amor en la frente de Su Majestad, murmurándole al oído:

-¡Quién he de ser, sino tu Mencía, que tanto te quiere!

Lope se puso en pie, restregóse aún los ojos, se palpó la cabeza, el cuello, el busto, puso sus manos sobre los hombros de la joven, y convencido de que aquello era objetivo, consistente, de que no se desvanecía como vano fantasma, se dejó caer de nuevo sobre el lecho, exclamando:

-¡Estoy loco!

-¿Por qué? -insinuó la voz de plata.

-¿Quién ha podido traerme aquí?... Yo soy el Rey...

-Cierto -dijo Mencía con tristeza-. ¡Lo has dicho tanto en sueños!...

-¡Cómo en sueños!

-¡Soñabas agitadamente! ¡Hablabas de cosas que no me era dado entender! ¡Dabas títulos! ¡Conferías dignidades!

-¡Yo!...