El donador de almas - Amado Nervo - E-Book

El donador de almas E-Book

Amado Nervo

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Beschreibung

Rafael Antiga es un médico exitoso, pero no tiene a nadie con quien compartir sus días. Andrés Esteves, un protegido suyo con la sorprendente capacidad de encadenar voluntades, le regala el alma de una muchacha que durante la vigilia vive encerrada en un convento. Desde entonces, el doctor y la joven conviven en el mismo cuerpo y luchan por imponer su voluntad al otro.-

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Amado Nervo

El donador de almas

 

Saga

El donador de almas

 

Copyright © 1919, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726679977

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A Josefina Tornel

 

Amica in gaudio, soror in tenebris.

[Amiga en el gozo, hermana en las tinieblas.]

 

Ten cuidado: jugando uno al fantasma,

se vuelve fantasma.

 

Máxima de cábala

DIARIO DEL DOCTOR

El doctor abrió su diario, recorrió las páginas escritas, con mirada negligente: llegó a la última, sobre la cual su atención se posó un poco más, como queriendo coger el postrer eslabón a que debe soldarse uno nuevo, y en seguida tomó la pluma.

En el gabinete “se oía el silencio”, un silencio dominical, un silencio de ciudad luterana en día de fiesta.

México se desbandaba hacia la Reforma, hacia los teatros, hacia los pueblecillos del Valle, y en Medinas todo era paz: una paz de calle aristocrática, turbada con raros intervalos por el monofónico rodar de un coche o por la bocanada de aire que arrojaba indistinto y melancólico a los hogares, un eco de banda lejana, un motivo de Carmen o de Aída.

El doctor —decíamos— tomó la pluma y escribió lo siguiente, a continuación de la última nota de su diario:

Domingo 14 de julio de 1886. Estoy triste y un poco soñador. Tengo la melancolía del atardecer dominical. La misma total ausencia de afectos… ¡Ni un afecto! ¡“Mi reino” por un afecto!… ¡Mi gato, ese amigo taciturno de los célibes, me hastía. Mi cocinera ya no inventa y encalvece sobre sus guisos; los libros me fatigan; siempre la misma canción! ¡Un horizonte más o menos estrecho de casos! Sintomatologías adivinables, diagnósticos vagos, profilaxis. ¡Nada! “Sólo sé que no sé nada”. Sabiamente afirma Newton que los conocimientos del hombre con relación a lo ignorado son como un grano de arena con relación al océano…

Y yo sé mucho menos que Newton supo. Sé sobre todo que no soy feliz… Vamos a ver: ¿qué deseo?, porque esto es lo esencial en la vida; saber lo que deseamos; determinarlo con precisión… ¿Deseo acaso “tener un deseo”como el viejo de los Goncourt? ¡No!, ese viejo, según ellos, “era la vejez” y yo soy un viejo de treinta años. ¿Deseo por ventura dinero? El dinero es una perenne novia; pero yo lo tengo y puedo aumentarlo y nadie desea aquello que tiene o puede tener con facilidad relativa. Deseo tal vez renombre… Eso es, renombre, un renombre que traspase las lindes de mi país… et quid inde? como dicen los ergotistas o à quoi bon?, como dicen los franceses. Recuerdo que a los dieciséis años deseé tener cien pesos para comprarme un caballo. Los tuve y compré un caballo, y vi que un caballo era muy poca cosa para volar; a los veinte deseé que una mujer guapa me quisiera, y advertí poco después que todas las mujeres guapas lo eran más que ella. A los veinticinco deseé viajar, “world is wide!”, repetía con el proverbio sajón. Y viajé y me convencí de que el planeta es muy pequeño y de que si México es un pobre accidente geográfico en el mundo, el mundo es un pobre accidente cósmico en el espacio…

¿Qué deseo, pues, hoy?

Deseo tener un afecto diverso del de mi gato. Un alma diversa de la de mi cocinera, un alma que me quiera, un alma en la cual pueda imprimir mi sello, con la cual pueda dividir la enorme pesadumbre de mi Yo inquieto… Un alma… ¡“Mi reino”por un alma!

El doctor encendió un segundo cigarro —la sutil penetración del lector habrá adivinado sin duda que ya había encendido el primero— y empezó a fumar con desesperación, como para aprisionar en las volutas de humo azul a esa alma que sin duda aleteaba silenciosamente por los ámbitos de la pieza.

La tarde caía en medio de ignívoma conflagración de colores y una nube purpúrea proyectaba su rojo ardiente sobre la alfombra, a través de las vidrieras.

Chispeaban tristemente los instrumentos de cirugía alineados sobre una gran mesa como los aparatos de un inquisidor. Los libros dormían en sus gavetas de cartón con epitafios de oro. Una mosca ilusa revoloteaba cerca de los vidrios e iba a chocar obstinadamente contra ellos, loca de desesperación ante aquella resistente e incomprensible diafanidad.

De pronto, ¡tlin!, ¡tlin!, el timbre del vestíbulo sonaba.

Doña Corpus, el ama de llaves del doctor —cincuenta años y veinticinco llaves— entró al estudio.

—Buscan al señor…

—¿Quién? —bostezo de malhumorado—. ¿Quién es?

—El señor Esteves.

(Expresión de alegría).

—¡Que pase!

Y el señor Esteves pasó.

LA DONACIÓN

—Doctor —dijo el señor Esteves, alto él, rubio él, pálido él, con veinticinco años a cuestas y a guisa de adorno dos hermosos ojos pardos, dos ojos de niebla de Londres estriados a las veces de sol tropical—, vengo a darte una gran sorpresa.

—Muy bien pensado —replicó el doctor—; empezaba a fastidiarme.

—Ante todo, ¿crees que yo te quiero? —¡Absolutamente!

—¿Que te quiero con un cariño excepcional, exclusivo?

—Más que si lo viese…, pero siéntate.

El señor Esteves se sentó.

—¿Crees que a nadie en el mundo quiero como a ti? ¿Crees en eso?

—Como en la existencia de los microbios…, pero ¿vienes a administrarme algún sacramento?, o ¿qué te propones haciéndome recitar tan repetidos actos de fe?

—Pretendo sencillamente dar valor a mi sorpresa.

—Muy bien, continúa.

—Todo lo que soy —y no soy poco—, te lo debo a ti.

—Se lo debes a tu talento.

—Sin ti, mi talento hubiera sido como esas flores aisladas que saturan de perfumes los vientos solitarios.

—Poesía tenemos.

—Todo hombre necesita un hombre…

—Y a veces una mujer.

—Tú fuiste mi hombre; tú creíste en mí, tú hiciste “que llegara mi día”;tú serviste de sol a esta pobre luna de mi espíritu; por ti soy conocido, amado; por ti vivo, por ti…

—Mira, capítulo de otra cosa, ¿no te parece?

—Repito que pretendo sencillamente dar valor a mi sorpresa.

—Pues supongamos que su valor es ya inapreciable… Oye, poeta, cierto es que yo te inventé, mas si no te hubiese inventado, otro lo habría hecho. Yo no creo en los talentos inéditos, como no creo en los soles inéditos. El talento verdadero siempre emerge; si el medio le es hostil, lo vence; si es deficiente, crea un medio mejor… ¿Estamos? Si tú hubieras resultado al fin y al cabo una nulidad, arrepintiérame de haberte inventado, como dicen que le pasó a Dios con el mundo la víspera del diluvio. ¿Vales, brillas?, estoy recompensado por mi obra y orgulloso de ella. La gratitud es accidental. La acepto porque viene de ti, pero no la necesito para mi satisfacción y mi contento… Ahora sigue hablando.

—Pues bien. Hace un año; un año, ¿te enteras?; que pienso todos los días; todos los días, ¿te fijas?; en hacerte un regalo. —Aquí el doctor frunció el ceño—. Un regalo digno de ti y digno de mí; un regalo excepcional, y después de 364 días de perplejidades, de cavilaciones, de dudas… he encontrado hoy ese regalo. —Segundo fruncimiento de cejas del doctor—. Mejor dicho, no lo he encontrado, descubrí simplemente que lo poseía, como el escéptico del cuento descubrió que andaba.

—¿Y ese regalo?

—Vine a ofrecértelo.

Andrés se levantó como para dar mayor solemnidad a su donación y, con voz cuasi religiosa y conmovida, añadió:

—¡Doctor, vengo a regalarte un alma!

El doctor se levantó a su vez y clavó sus ojos negros —dos ojos muy negros y muy grandes que tenía el doctor: ¿no lo había dicho?— en los de su amigo, con mirada sorprendida e inquieta.

—¿Tomaste mucho café esta tarde, verdad? —preguntó—. No me haces caso y tu cerebro la paga. Eres un perpetuo hiperestesiado…

—Esta tarde me dieron un café que amarillecía de puro delgado —replicó el otro con sencillez—. Creo que existe un complot entre mi cocinera y tú… No hay, pues, tal hiperestesia. Lo que te digo es cierto como el descubrimiento de América, a menos que el descubrimiento de América sea sólo un símbolo; vengo a regalarte un alma.

—En ese caso explícate.

—Me parece que hablo con claridad, Rafael —el doctor se llamaba Rafael—: un alma es una entidad espiritual, sustantiva, indivisa, consciente e inmortal.

—O la resultante de las fuerzas que actúan en nuestro organismo, como tú quieras.

—No —dijo Andrés con vehemencia—, ¡eso es mentira! Un alma es un espíritu que informa un cuerpo, del cual no depende sino para las funciones vitales.

—No discutiremos ese punto. Concedido que es un espíritu, et puis après?

—Te hago, por tanto, la donación de un espíritu. —¿Masculino o femenino?

—Los espíritus no tienen sexo.

—¿Singular o plural?

—Singularísimo.

—¿Independido de un organismo?

—Independido cuando tú lo quieras.

—Y ese organismo, si la pregunta no implica indiscreción, ¿es masculino o femenino?

—Femenino.

—¿Viejo o joven?

—Joven.

—¿Hermoso o feo?

—¿Y qué te importa, si yo no te regalo un cuerpo, sino un alma?

—Hombre, no está de sobra conocer a los vecinos…

—No debo decirte más. ¿Aceptas el regalo?

—Pero ¿hablas en serio, Andrés?

—Hablo en serio, Rafael.

—Mírame bien.