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Amado Nervo

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"Ellos" (1910) es una recopilación de cuentos breves de Amado Nervo, como "Ellos", "Los que ignoran que están muertos", "La locomotora", "Las varitas de virtud" o "El hombre a quien le dolía el pensamiento". El autor entreteje en estos textos la fantasía y el misterio con las reflexiones filosóficas y la tensión narrativa.-

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Amado Nervo

Ellos

LOS QUE IGNORAN QUE ESTÁN MUERTOS LA LOCOMOTORA LAS VARITAS DE VIRTUD, ETC.

Saga

Ellos

 

Copyright © 1910, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726679946

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Dedico este libro

al lic. Don josé i. Limantour

en testimonio de hondo afecto.

A. N.

I ELLOS

Á Don Justo Sierra.

ELLOS

Á Don Justo Sierra.

Todos los días pasan frente á mi ventana, dos terneras.

Van al matadero, llevadas por sendos rapaces.

Tienen aún ese gracioso aturdimiento de las bestias jóvenes; se repegan la una á la otra, saltan, miran á todas partes con sus grandes y apacibles ojos glaucos y curiosos.

Llegarán á su destino; les ligarán las piernas, y con una gran maza, les darán un certero y terrible golpe en el testuz.

Luego..... la nada.

Pero ellas no lo saben, y un minuto, un segundo antes de recibir ese golpe definitivo, su embrionario espíritu tranquilo se asomará á sus ojos para bañarse en luz, ajeno á toda inquietud.

¡Van á morir, pero no lo saben!

No lo saben, he aquí el celeste y misericordioso secreto.

No lo saben, en tanto que nosotros vivimos acosados sin piedad por el fantasma de la muerte.

Todas la noches, al acostarnos, nos preguntamos:

— ¿Será hoy? ¿Me levantaré aún de este lecho?

Y por la mañana, al despertar, exclamamos con un suspiro:

— ¡Un día más!

En cuanto la enfermedad ase con su garra acerada nuestras entrañas y nos enciende en fiebre, murmuramos con inquietud:

— ¿Será esta dolencia la última?

Y en la convalecencia, al invadirnos la suave y tibia oleada de vida nueva, pensamos:

— Todavía…..

¡Oh terrible, oh espantoso privilegio de la vida consciente!

¿Qué hemos hecho para merecerlo?

* * *

Todos: ese que canta, aquel que baila, el otro que atesora, el de más allá que ama, el de más acá que se envanece, todos, estamos condenados á muerte..... ¡Y lo sabemos!

Pero he ahí á las dos terneras que pasan: sus padres no las han engendrado sino para el matadero. Su vida ha sido breve como una mañana.

La especie á que pertenecen, al obedecer al poderoso instinto de perpetuarse, que es el más grande instinto de su alma colectiva, no hace sino dar al hombre individuos para que se los coma.

Todo su esfuerzo de siglos viene á parar en chuletas, solomillos y puchero.

La especie no vence, no ha vencido en los milenarios los obstáculos que se han opuesto á su vida, sino para que nos la engullamos.

* * *

Y quién te dice, exclama Alguien dentro de mí, cierto Alguien que gusta mucho de discutir conmigo, ¿quien te dice que á la humanidad no se la comen también como á los bueyes, á las vacas y á las terneras?..... Vamos á ver: ¡quien te asegura á ti que no se la comen!

— ¡¡¡ . . . . .!!!

— Sólo que tampoco ella lo sabe.

— ¡¡¡. . . . .!!!

— ¡Sí! Ya adivino lo que vas á preguntarme: ¿quiénes se la comen: no es eso?

— ¡¡¡. . . . .!!!

— Pues se la comen unos seres diáfanos, y, por lo tanto, invisibles para nosotros los hombres; unos seres translúcidos, que viven en el aire, que han nacido en el aire, cuyo mundo es la vasta capa atmosférica que recubre el globo. Unos seres más viejos que vosotros, más perfectos, más sabios, más duraderos; que realizarán un día, que empiezan á realizar ya, el tipo definitivo de la humanidad. ¿Has leído el Horla de Maupassant? Pues algo por el estilo.

— Bueno, ¿pero y la muerte?

— La muerte es una apariencia, tal como vosotros la concebís. No hay enfermedades; cuando creéis que enfermáis, es que Ellos empiezan á comeros, ó bien que os preparan, que os adoban, que os maceran, para el diario festín. Hecho esto, os matan, á menos que no estéis aún á punto, en cuyo caso os dejarán para más tarde: entonces sanaréis!

* * *

Una vez muertos, Ellos van convirtiendo vuestro cuerpo en sustancias asimilables para sus organismos casi inmateriales. Lo disgregan sabiamente, hasta que os aspiran, como si dijéramos, en forma de emanaciones. Vosotros, estúpidos, pensáis que os pudrís en vuestro ataúd, hasta quedaros en huesos, hasta desvaneceros en polvo . . . . . ¡Mentira!

¡ Es que Ellos os van comiendo poco á poco!

No son los gusanos lo que os devoran. La carne que no es profanada por las moscas que en ella depositan sus gérmenes no cría gusanos. Y, sin embargo, ¡se descompone, se pudre, se acaba!

¿Á dónde ha ido?

«Ha restituido todos y cada uno de sus elementos al gran laboratorio de la naturaleza», dicen los sabios pedantes.

¡Mentira! ha ido á nutrir los organismos esos, misteriosos, del aire, en la forma idónea para que ellos se la asimilen.

— ¡¡¡. . . . .!!!

— ¡La vejez no existe! Es otra engañifa, otra apariencia. Son Ellos quienes os van poniendo así.

Se trata de una simple preparación culinaria.... de un civet; á algunos de esos seres les gustáis frescos; otros, más gourmets, os prefieren añejos….. ¡como el queso!

— ¡¡¡. . . . .!!!

— ¡Claro! ¡No me lo crees! ¡Cómo habías de creérmelo! Necesitarías un esfuerzo mental superior á tus aptitudes. Tu pobre y ridículo sentido común se subleva…..

!Tampoco la ternera cree que nos la comemos! Si pudiéramos decírselo, movería burlona la cabeza. El golpe de maza, en su obscuro cerebro, de asumir alguna forma, sería la de una enfermedad fulminante, de una especie de ataque apoplético; no de otra suerte que vosotros llamáis muerte repentina, proveniente de la aorta, del aneurisma, de la congestión, á lo que no es, en suma, sino el golpe de maza que os asestan Ellos en este matadero de la vida!

II LOS QUE IGNORAN QUE ESTÁN MUERTOS

Al Lic. Don Ignacio mariscal.

LOS QUE IGNORAN QUE ESTÁN MUERTOS

Al Lic. Don Ignacio mariscal.

Los muertos — me había dicho varias veces mi amigo, el viejecito espiritista, y por mi parte había encontrado, varias veces también, la misma observación en mis lecturas, — los muertos, señor mío, no saben que se han muerto.

No lo saben sino después de cierto tiempo, cuando un espíritu caritativo se los dice, para despegarlos definitivamente de las miserias de este mundo.

Generalmente se creen aún enfermos de la enfermedad de que murieron; se quejan, piden medicinas... Están como en una especie de adormecimiento, de bruma, de los cuales va desprendiéndose poco á poco la divina crisálida del alma.

Los menos puros, los que han muerto más apegados á las cosas, vagan en derredor nuestro, presas de un desconcierto y de una desorientación por todo extremo angustiosos.

Sienten dolores, hambre, sed, exactamente como si vivieran, no de otra suerte que el amputado siente que posee y aun que le duele el miembro que se le segregó.

Nos hablan, se interponen en nuestro camino, y desesperan al advertir que no los vemos ni les hacemos caso. Entonces se creen víctimas de una pesadilla y anhelan despertar.

Pero la impresión más poderosa — como más cercana, — es la de que les sigue doliendo aquello que los mató.

Y, en efecto, una tarde en que por curiosidad asistí á cierta sesión espiritista, pude comprobarlo.

La medium era parlante. (Ustedes saben que hay mediums auditivos, videntes, materializadores, etc.) Las almas de los muertos se servían de su boca para conversar con los presentes, ó como si dijeramos, hablaban por boca de ganso.

Debo advertir, á fin de que no parezca á ustedes ilógico ni en contradicción con lo que he dicho lo que voy á relatar, que no es preciso que un muerto sepa que está muerto para hablar ú obrar por ministerio de un medium.

En ese sopor á que me refería antes, los espíritus recientemente desencarnados rondan á los vivos é instintiva, maquinalmente, cuando encuentran un medium lo aprovechan para comunicarse, no de otra suerte que un viandante, aunque no esté en sus cabales, por instinto también, aprovecha un puente para llegar al otro lado del río.

Empezó, pues, la sesión sin matar las luces, y la medium cayó en trance.

Momentos después, exclamaba:

— «¡Estoy mal herido! ¡Socórranme!» y se apretaba con ambas manos el costado derecho.

— ¿Quién es usted? — preguntó el que presidía la sesión.

— «Soy Valente Martinez, y me han herido aquí, en la plazuela del Carmen; me han herido á traición. Estoy desangrándome... Vengan á levantarme.»

Y por la cara de la medium pasaban como oleadas de dolor y de agonía.

Muchos de los allí presentes experimentamos gran sorpresa, porque, en efecto, en los periódicos de la última semana se había hablado con lujo de detalles del asesinato de Valente Martinez, cometido á mansalva por un celoso. Así, pues, la sesión se volvía interesante.

— «¡Vengan á levantarme!» — seguía diciendo con inflexión plañidera la medium. — «Me estoy desangrando: es una falta de caridad dejarme así, tirado en una plazuela»...

— Está usted en un error, insinuó entonces el que presidía: cree usted estar herido y abandonado en la calle; pero en realidad está usted muerto!

— «¡Muerto yo! — exclamó la medium con dolorosa sorna. ¡Muerto! ¡Le digo á usted que estoy mal herido!»

Y seguía apretándose el costado.

— Está usted muerto y bien muerto. Murió usted de la puñalada, el viernes último, en el hospital de San Lucas.

La medium se impacientaba:

— «¡Es una falta de caridad dejarme tirado como á un perro! ¡como á un perro, sí, en medio de la calle!»

Y se retorcía en su asiento.

— ¿De suerte, preguntó el que presidía, que usted insiste en que está vivo?

« — Sí ¡y mal herido! Ayúdenme á levantarme.

¡No sean malos!»

— Pues le voy á probar á usted que está muerto: Usted ¿qué es, hombre ó mujer?

— «Vaya una pregunta necia: soy hombre!»

— ¿Está usted seguro?

La medium hizo un movimiento de contrariedad: — «¡Que si estoy seguro! ¡Qué ocurrencia!»

Bueno, pues tóquese usted la cara y el pecho.

La medium se llevó la diestra á las mejillas, y una expresión de indecible pasmo se pintó en su rostro: Valente Martinez (que, segun los retratos de los diarios, era barbicerrado) se palpaba imberbe...

La mano temblorosa se posó en seguida en el labio superior, buscando el ausente bigote…….. Luego, más temblorosa aún, descendió al pecho, y, al advertir la túrgida carne de los senos, la medium dejó escapar un grito, gutural, horrible, en tanto que fríos sudores mojaban su frente, lívida de tortura, en la que se leía el supremo espanto de la convicción...

Siguió un silencio muy largo, durante el cual la medium, inmóvil, murmuraba no sé qué, con labios convulsos, y, por fin, el que presidía dijo:

— ¡Ya ve usted cómo está bien muerto! Yo lo he desengañado por caridad, para que no piense más en las cosas de la tierra y procure elevar su espíritu á Dios...

— «Tiene usted razón», — murmuró penosamente la medium.

Luego, después de una pausa, suspiró: «¡gracias!»

Y ya no profirió palabra alguna, hasta salir del trance.

III LA LOCOMOTORA

Á Lic. Don Joaquín D. Casasús.

LA LOCOMOTORA

Ál Lic. Don Joaquín D. Casasús.

Entre la pradera por donde paseaban y el coqueto caserío, atrayente y risueño á fuerza de color y de claridad, estaba la pauta obscura y enorme de los rieles, que prolongaban, hasta perderse de vista, en un cercano recodo, la acerada rigidez de sus paralelas.

El matrimonio y los dos niños tuvieron la misma idea: ir allá entre las coquetas casitas rojas y azules que eran la seducción por excelencia del paisaje.

¿Pero y los rieles? ¿el peligro de atravesar los rieles?

Antes de que el marido madurase esta objeción, la señora, con el mayor de los niños, que la acompañaba, echó á correr, saltando durmientes y hierros y en tres minutos se mostró triunfante al otro lado, sobre el talud mullido de césped.

Siguióla el esposo con el niño más pequeño de la mano. El chico brincaba riel á riel y pretendía, en algunos, caminar, haciendo equilibrios sobre la angosta superficie, sostenido siempre por la diestra de su padre.

De pronto, un ronco silbido los paralizó á los dos de sorpresa. Del recodo surgía poderosa, violenta, empenachada de fuego, una locomotora; detrás asomaban los primeros coches de un gran expreso.

La madre, allá en el talud, lanzó un grito desesperado.

El padre, con esa lucidez de los inevitables momentos de peligro y la loca premura de su pensamiento angustiado, se dijo:

— Es imposible llegar hasta el talud antes que pase el tren.

Luego, siguió pensando, siguió pensando con la concatenación de imágenes y de ideas que se producen vertiginosamente y fuera del tiempo, en los trances supremos:

— «Hay muchos rieles, y por tanto muchas probabilidades de que la máquina no recorra la misma vía en que estoy en estos momentos: Si echo á correr, el peligro es mayor. Si espero en firme aquí, tal vez nos salvemos.»

No vaciló. Apretó fuertemente entre sus brazos al niño y cerró los ojos.......

El estruendo del tren se hacía mayor por instantes. Parecía que la tierra toda era presa de una convulsión y se poblaba de rumores.

— «Viene hacia nosotros», pensó: «Va á aplastarnos».

Y apretó más al niño contra su corazón.

Su pensamiento desbocado siguió agitando imágenes en la fiebre del instante definitivo........

Entretanto, sobreponiéndose á aquel como quebrantamiento, como machacamiento formidable de fierro con que se aproximaba la locomotora, sobresaliendo entre el ruido desconcertador, seguían oyéndose los chillidos de la madre, allá en el talud……..

Y él imaginaba su muerte: La máquina iba á aplastarlos, á triturarlos, á untarlos materialmente en los rieles. Todas sus lecturas de catástrofes le vinieron á las mientes. Vió su cerebro salpicando los postes del telégrafo, sus miembros despedazados, dispersos; segada la cabeza como á cercén por los filos de las ruedas, y los ojos saltando horriblemente de las órbitas como para mirar el espanto de la escena……..

El niño, que hasta entonces había permanecido en un silencio trágico, preguntó:

— Papá, ¿ qué va á dolernos?........