El éxodo y las flores del camino - Amado Nervo - E-Book

El éxodo y las flores del camino E-Book

Amado Nervo

0,0

Beschreibung

"El éxodo y las flores del camino" (1902) es una crónica de viajes compuesta por poemas, impresiones y notas que Amado Nervo escribió durante su viaje por varias ciudades europeas como corresponsal de "El Imparcial" para la Gran Exposición Universal de París en 1900.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 188

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Amado Nervo

El éxodo y las flores del camino

1900—1902

Saga

El éxodo y las flores del camino

 

Copyright © 1902, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726679908

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LA CHANSON RACCOURCIT

LA ROUTE.

(Viejo proverbio francés)

Debo esta edición de EL EXODO Y LAS FIORES DEL CAMINO, á la espoptánea amabilidad de mi distinguido amigo Don Enrique C. Creel, á quien me complazco en dar las graciasen las presentes líneas.

Amado Nervo.

I

PRIMERA PAGINA

El mar es más constante que yo; las nubes rojas

del orto más que mi alma conservan su vestido;

yo tengo la impaciencia perenne de las hojas;

mi amor es un eterno gemelo de mi olvido.

Mi mente es un espejo rebelde á toda huella;

mi anhelo es una pluma funámbula, donaire

del viento; el aerolito que cae, esa es mi estrella;

mis goces y mis penas son trazos en el aire.

El ansia del misterio me agita y desespera:

jinete en mis pegasos ó nauta en mi galera,

corriendo voy tras todo señuelo que lo finge;

mi hermana la cigüeña me ha visto donde quiera

que el rojo sol proyecta la mitra de la esfinge.

Amo unos ojos mientras que su matiz ignoro,

amo una boca mientras no escucho sus acentos;

jamás pregunto el nombre de la mujer que adoro,

del César por quien lucho, del Dios á quien imploro,

del puerto á donde bogo, ni el rumbo de los vientos.

Criatura fugitiva que cruza el mundo vano,

temiendo que la alforja sus éxodos impida,

ni traje amor ni llevo, y así voy al arcano,

lanzando con un gesto de sembrador el grano

fecundo de mis versos al surco de mi vida.

II

EL ULTIMO FRAGMENTO DE IDIOMA

Desperté y me acerqué á la ventanilla del tren. El pabellón americano flotaba al otro lado del río, bajo el absoluto gris del cielo. Una muchacha colorada y alegre que se quedaba en Laredo, y que con la volubilidad de su conversación había entretenido á los pasajeros en el camino, dándome un cordial apretón de manos, me dijo: « bueu viaje, » y un minuto después el tren pasaba lentamente el río. México quedaba atrás con sus últimos girones de cielo azul. El Norte me esperaba con su gris perenne, implacable, un gris que no cede jamás, que viene conmigo como un silencioso compañero que habla de « tú » á mi espíritu.

Y comenzamos á atravesar los inmensos planes de Texas, y continuamos y seguimos. Planes llenos de flores pomposas, rojas, amarillas, azules y blancas. La primavera aquí tiene un despertar de niño alegre. Es friolenta, pero vivaracha y retozona, como esos escolapios que juegan con la nieve. Mas el cielo no se sonríe con ella; el cielo no estrena vestido, no deja su jaique de brumas. El horizonte se redondea como un inmenso capelo de cuarzo. Ni un perfil azul de montaña. A veces se hincha un poco la tierra y parece que va á surgir una colina; pero torna á aplanarse y sigue invariablemente llana, huyendo bajo las ruedas del tren.

* * *

Y mientras atravieso el inmenso Estado que fué nuestro, flota en mi oído el « buen viaje » de la furtiva compañera de tren. y se me antoja que esas dos palabras son el sólo girón de patria que me resta. En efecto: el idioma es la patria, una patria impalpable y divina que nos sigue por todas partes. Basta en una ciudad lejana decirse algunas frases de la nativa lengua en voz alta, para sentir algo como la atmósfera de los nuestros.

Los confines de una nacìón no están ahí donde la geografía política los marca, sino ahí donde vibra la última palabra del idioma. Texas es una prolongación de México aún; una prolongación tenue ya, apenas visible, porque consiste en algo como leve estela de idioma nuestro. Pero yo no torno á oír una palabra española en toda la Unión. En San Antonio, recorriendo las calles, sorprendo tal ó cual tipo mexicano, pero tan innoble, que no me acerco, porque sé que de sus labios sólo han de surgir frases patibularias, y no quiero ver profanado el armonioso tesoro de mi vieja lengua latina.

III

U. S.

Estas ciudades americanas no se presienten, no se adivinan. Le salen á uno al paso, lo acechan, lo asaltan.

El tren va devorando bosques y llanadas, bufa que bufa, á toda velocidad, y de pronto, sin decir « agua va, » ahí está una casa de madera, otra y otra, cada una con su pedazo de tierra cercada: luego los « cottages » se aprietan, se enfilan; vienen las casas de ladrillo clareadas por centenares de ventanas ennegrecidas por el vapor y el humo, chorreando agua, tristes, con fisonomía de fábricas londinenses—todavía no he visto Londres, pero así debe ser,— casas de cuentos de Dickens, con sus « mansardes » azules y de una uniformidad aterradora. De cuando en cuando un edificio gigantesco, sin arquitectura, que parece un raro panal, se empina sobre los demás, asoma al maremagnum de casas, y contempla flemáticamente el horizonte gris acero por sus centenas de ojos rectangulares. Y empiezan á desfilar bloques enormes, y el tren escala puentes de hierro, perfora masas de piedra, masas sudorosas de agua helada, y por fin, se detiene bajo un inmenso cobertizo obscuro, cuyo piso está rayado de rieles como un papel pautado. Oh, qué débil idea tenemos en nuestras estaciones de México de lo que es un movimiento de trenes! En San Louis, por ejemplo, cada dos minutos, cuando más, durante el día, entra ó sale un rosario de carros para toda la Unión, sin contar los innumerables vapores que se mueven en el turbio y caudaloso río. Y es hermoso ver el aplomo con que las misses van y vienen en medio de aquel laberinto, con su petaca en la diestra, trepando ó descendiendo de los carros, sin aceptar la mano que el conductor les tiende, y desparramándose por la ciudad desmesurada, hormigueante de troleys, de carros, de ómnibus, de automóviles y carruajes. En San Louis, sin salir de la estación, puede hallarse todo lo que se desea . . . . hasta hotel. En una gran sección de la misma, hay instalado una especie de centro mercantil, colosal bazar con restaurantes, bars, cafés, cajones de ropa, expendios de tabacos, de fruta, dulcerías, etc. El viajero puede proveerse de cuanto quiera, sobre todo de víveres baratos, si no quiere verse condenado á los carros comedores de los ferrocarriles de Pennsylvania, que cobran modestamente un peso ( ¡oro!) por un humilde almuerzo (sin extras), acaso para hacerse pagar el atractivo del yantar á todo vapor, tomando los huevos al plato dos millas más adelante de donde se tomó el consomé.

* * *

Salvo tal ó cual monumento, tal ó cual particularidad que no alcanza á fisonomizarlas, las grandes ciudades americanas, vistas á lo menos como yo las he visto, muy más al vapor que el Maestro Sierra, son iguales; tienen todas ese aire de formidables agrupaciones provisionales, como interinas, que se nos antoja están ahí « por lo pronto, » esperando el momento oportuno para irse á invadir el mundo. Causan curiosidad, pero no despiertan esa sensación hermosa de lo monumental, salvo acaso la entrada á la bahía de Nueva York. Ahí se comprende más que en ninguna parte el poder del coloso. Aquella no es una bahía, es un mar, cuyas riberas están erizadas de edificios, algunos verdaderas torres de Babel. Un enjambre de vapores de todas las formas puebla las aguas turbulentas, y desde el puente los millares de luces móviles de los barcos, los centenares de millares de los edificios, los farolillos que arden en los topes de las velas que se hinchan y alejan « como una esperanza blanca que pasa, » producen el efecto de una feería extraña, de una infinita fiesta de Carnaval ante el gran espejo de las aguas. Una luz empero se yergue más alta que las otras. Entre la bruma se destaca obscura, gigantesca, una mujer enorme, que tiene una estrella en la mano (sí, esa luz es una estrella ). Es la estatua de la Libertad iluminando al mundo, á la entrada del país de la libertad, de la gran República moderna.

Y el espectáculo de esa bahía compensa de las fatigas del viaje, de las lentas noches de tren, del frío que nos aguardaba todavía en el Norte, y hacia el cual hemos corrido á pleno ímpetu de locomotora, y de la total ausencia de los besos divinamente azules de nuestros cielos mexicanos.

IV

EN POS

La enorme bahía: Primero los docks grises, húmedos, obscuros, enfilándose á lo lejos. Luego la inmensa cordillera de edificios de ladrillo y de madera; después los islotes sonrientes: Long Island, Coney Island, perdiéndose en la bruma. Y aquella mujer alta y negra, de pie sobre un zócalo egipcio . . . . . ó azteca, aquella mujer enorme y negra que ha asido una estrella y que parece, en las noches, querer apedrear con ella la metrópoli. El gigantesco esqueleto del puente de Brooklyn (el macho de la Torre Eiffel), enredando, de una ribera á otra, sus cables de acero. Y minutos después, un perfil sombrío y ondulante en la lejanía: Es América que huye de nosotros.

El Mar.—

Las gaviotas blancas revuelan. Se me antoja que son pañuelos que se escaparon de finas manos temblorosas. Pañuelos que decían « adiós, » adioses que nos siguen en el viento, adioses que se volvieron palomas . . .

No! yo no dejo ningún adiós palpitante en la playa. La playa no me conoce, no sabe deletrear mi nombre latino. Estoy solo en la popa del inmenso barco; solo? no! Mi viejo padre el mar, mis viejos hermanos los vientos, mi vieja novia el cielo, están conmigo y me tutean. Voy de cara al sol como Byron. El mundo es pequeño:

Oh! que le monde est grand á la clurté des lampes. . . .

Aux yeux du souvenir, que le monde est petit!

Por fin! este instinto consubstancial á mí mismo, este anhelo añejo de errar, este ímpetu incontrarrestable de vuelo, se realiza. A dónde voy? qué importa! Soy un viajero, y les vrais voyageurs sont ce qui partent . . . . pour partir, como yo. Tornaré no sé cuándo. Volveré á partir no sé cómo. Y un día mi libro favorito quedará sobre mi mesa, abierto é interrogador; vacío estará mi asiento en el hogar común. En mi lecho se desperezará la soledad, mi eterna compañera; es que he partido para un viaje más largo, en busca del Enigma: novia esquiva y silenciosa; es que he partido hacia la sombra.

Padre océano, amargo y azul, amargo como mi pensamiento, azul como mi deseo . . . . vuelvo á tí confiado y tranquilo. No te temo, porque siempre te he amado. Soy digno de tí, azótame! Soy huérfano, arrúllame; estoy enfermo, vitalízame. Creo en Dios, espumarajea, yérguete, arrulla, ahonda vértices . . . . pero huye bajo la azuzadora espuela de mi esperanza!

* * *

Mister está enojado ( mister es el mar). En la sacudida y trepidante cubierta, una irlandesa pálida, de codos sobre la borda, medita á la luz de las primeras estrellas. Es blanca, es diáfana hasta el heroísmo. Viste un luengo impermeable azul, y sobre el alboroto de oro de sus rizos vacila al viento una boina obscura. Mira el océano con la ardiente nostalgia de La petite femme de la mer, ese extraño cuento de Lemonnier. Las gaviotas la rondan. Va á escaparse por ventura del barco, va á sumergirse en las ondas? Va á buscar á sus hermanas misteriosas, las que gritan en los arrecifes en las noches de tormenta?—Gilliat, dime si la conoces . . . .

Tiende la oreja al rumor que pasa, como si escuchara algo que viene de lejos. La llaman del mar. El viento despeina sus bucles pálidos; las estrellas desenmarañan los suyos en irisaciones fugitivas sobre las olas . . . . Me alejo lentamente entre las sombras: quisiera verla partir á sus abismos, pero no quiero con mi presencia impedirle que se vaya. . . .

* * *

Vóime buscando en mi memoria un verso que huela á ozono, un verso bravo y bello como el mar, y encuentro este de Rimbaud:

Et dés lors, je me suis baigné dans le poème

de la mer infusé d’ astres et latescent,

dévorant les azurs verts où, flottaison blème

et ravie, un noyé pensif parfois descend . . . .

La inmensa monotonía del océano empieza á adunarse al inmenso enigma de la noche. Me siento impregnado de una influencia cósmica. Nada me dice la colosal maquinaria que me conduce á Europa. El agua y la sombra hablan sólo á mi espíritu. Pienso que del océano primordial surgió la vida y que á él ha de volver, y no sé por qué me imagino un mundo que por su conformación especial no se hubiese solidificado en parte, un mundo líquido, un planeta de agua . . . . un océano esférico. En qué repliegue del infinito existirá ese mundo? Porque debe existir. El sol lejano, alma de su sistema, atravesarálo de parte á parte como á una inmensa piedra preciosa. Imagináos un zafiro esférico, de dos ó tres mil kilómetros de radio . . . . Pero el agua que en nuestro planeta fué el génesis de todo, ahí no habrá sido estéril. Habrá humanidades acuáticas monstruosamente bellas. Ese es el verdadero planeta de los tritones y de las sirenas. Si como dice Platón, aprender no es más que recordar, cuando aprendemos ciertas mitologías recordamos acaso que vivimos en ese océano esférico donde la idea de tierra es desconocida . . . . Van á ver ustedes cómo uno de estos días (quiero decir, una noche de estas), un astrónomo atrapa con su lente intrusa ese zafiro coloso, oculto en el vasto joyero de la noche . . . .

Ruido de cadenas. La hélice va paralizándose. Una línea ondulada color de esmeralda se extiende no lejos.

San Patricio, estamos frente á Irlanda.

V

FRENTE A IRLANDA

Qué tristes las olas van

á besar tu playa ignota

donde parece que flota

toda la bruma de Ossián!

Saben acaso los mares

el tormento de tu raza

que entre sollozos abraza

los Cristos de sus altares?

Lo saben y con querellas

sus ondas cíñente en coro . . . .

Irlanda, yo también lloro

tu servidumbre con ellas.

Que quién soy? Niebla que amasa

la vida, voz que se ahoga,

un espíritu que boga

y un pensamiento que pasa;

Que al pasar, el duelo ve

en tu augusta faz impreso,

te mira, te manda un beso

y te dice . . . . no sé qué.

Adiós, Erin! Yo, pequeño

como soy, también escondo

un sueño muerto . . . . ¡tan hondo.

tan hondo como tu sueño!

Sólo que tú vivirás

años de años y tu anhelo

tal vez cristalizarás,

y yo soy hoja que vuelo

nada más . . . . ah! nada más!

VI

OLD KINGS MUNSTAR-CORDELIA

El viejo borracho irlandés que durante todo el viaje ha bebido cerveza negra con una sed hereditaria, me dice por centésima vez antes de separarnos:

— No olvide usted que soy descendiente de los viejos reyes Munstar: the old Kings Munstar. Ha sido este su estribillo eterno. Taciturno, mudo, indiferente á todo, menos á la espuma blanca de su cerveza negra, á su gigantesca pipa y á su genealogía, á cada paso pegaba su boca á mi oído para murmurarme con tropiezos de lengua:

— Soy el descendiente de los viejos reyes Munstar.

Yo le señalo un escuadrón de coraceros ingleses que pasa á galope por la triste y espaciosa calle de Dublin en que nos encontramos. Pobres reyes Munstar! Esos soldados son de Victoria I.

Se apellida O’Conell. Aquí todo el mundo se apellida O’Conell, O’Donell. O’Reilly, O’Bryan

— Old Kings Munstar! Sin duda eran grandes bebedores de cerveza.

— Old Kings Munstar!

Estoy aburrido. Sueño noche á noche con antiguos monarcas celtas de túnica blanca, que pasan bajo la tormenta por llanuras de verde suave. Los relámpagos les apuntan pero no les pegan, como al Rey Lear. Dónde está Cordelia? Será aquella mujer pálida que oía las voces del mar eterno, apoyada en la borda? Venía con esas voces extrañas, la de su rey loco que la llamaba? Come! come! We two alone will sing like birds in the cage. When thou dost ask me blessing, I’ll Kneel down . . . . . And pray, and sing, and tell old tales . . . . »

And tell old tales . . . . Sí, eso escuchaba la blonda muchacha junto á la borda; viejas leyendas, todas, todas las que sabe el mar.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Esta es Europa. Seis dias de modorra, seis minutos, y estamos en otro mundo; todo es pequeño.

— Irías á la India?

— Todo es pequeño.

— A Marte?

—Todo es pequeño.

— Dime, te atreverías á hacer el viaje de un cometa?

—Déjame partir á Londres. Haré el viaje de un cometa si J. H. Wells me acompaña. He ido con él á Marte, en la Guerra de los mundos; con él he ido al futuro en la Máquina para explorar el tiempo, me he estremecido con él en la Isla del Doctor Moreau; vi las antenas de los selenitas invertebrados, cuando Cavor me invitó á su excursión prodigiosa. . . . . Iré á buscar á Wells en Londres.

Pero Wells no está visible más que en sus libros, en todas las librerías. Le busco inútilmente. Viaja ahora.

En Londres no me queda más que la niebla y Shakespeare en la Abadía de Westminster. Hermana niebla, padre Shakespeare, en dónde está Cordelia?

VII

LONDRES

Desde el vitral de mí balcón distingo,

al fulgor del crepúsculo, la ignota

marejada de calles, en que flota

la bíblica modorra del domingo.

La bruma lenta y silenciosa, empieza,

fantasmagorizando los perfiles,

á envolver la metrópoli en sutiles

velos trémulos.—Yo tengo tristeza:

La bíblica tristeza de este día,

la tristeza de inútil romería

que remata en inviernos agresores;

el tedio de lloviznas pertinaces

y tu spleen, niebla límbica, que haces

manchas grises de todos los colores.

VIII

JAQUES. —PIERRE

Shakespeare no era inglés. Una lamentable petulancia sajona dió al titán sangre de britanos.

Shakespeare era latino. Venía de Francia, de donde viene todo: los perfumes, las cocotas y los hombres de genio.

El mundo, decía ha poco un modernista parisiense, desde el umbral azul del Mercurio de Francia, nos ha envidiado y nos envidiará siempre dos cosas: nuestra literatura y nuestra prostitución.

Inglaterra, en mi humilde sentir, en asunto de prostitución nada tiene que envidiar á Francia, salvo la ingenuidad en la misma. Pero en asunto de literatura le envidió á Shakespeare y, de acuerdo con su inveterado instinto absorcionista, puso sobre el birrete del grande hombre un letrero que decía: « Posesión Inglesa. »

Este Shakespeare en primer lugar no es Shakespeare, según los franceses, sino . . . . Jacques Pierre, mal pronunciado, pronunciado á la inglesa.

Jacques Pierre, parisiense de nacimiento, partió á Inglaterra allá por los años de . . . . y tuvo en Inglaterra un hijo al cual puso por nombre Guillaume y que firmaba Guillaume Jacques Pierre. De Guillaume á William no hay más que un paso (el paso de Calais ). Darse cata los ingleses de que el tal Guillaume tenía talento (lo cual no acaeció precisamente cuando Shakespeare cuidaba caballos á las puertas de los teatros), y traducirle el nombre, fué todo uno; William Jacques Pierre . . . . muy bien. Pero esos pícaros ingleses pronuncian tan mal el francés (no dicen, por ejemplo, en la ignorancia de su idioma Bairon por Birón!) que á poco andar, el Jacques Pierre de marras, anglicanizando la pronunciación, fué Shakespeare.

Me parece inútil insistir, señores. Si alguien lo duda que lea: As you like it, The merry wives of Windsor, Much ado about nothing, y que niegue después que esas y todas las comedias de Jacques Pierre están impregnadas del espíritu francés.

Si Voltaire hubiese sabido esto, de fijo no trata tan mal á Willy (Guillaume). Hugo no lo supo, pero lo adivinó. Por eso escribió su maravilloso libro « Shakespeare, »

Cómo habría sido capaz Inglaterra de producir un Shakespeare! Un Pope, está bien . . . . pero un Shakespeare! Pues qué esos geniazos se fabrican á punta de acorazados? A ver, de dónde tomó William (Guillaume) la divina salsa de sus comedias? En Inglaterra no hay más que mostaza inglesa; ergo . . . . « Londres tiene cien religiones y una salsa. París cien salsas y . . . . ninguna religión. »

No están ustedes convencidos? Oh escepticismo moderno!

IX

LA PIEDRA DE JACOB

En un rinconcito de la Abadía de Westminster, en una capilla medio alumbrada por la gloria extraña y doliente de los vitrales, hay un viejo sitial de roble, cuyo asiento es una piedra, recubierta en sus dos superficies más amplias por dos planchas de madera, y como engastada en ellas. En ese sitial han sido coronados muchos viejos reyes de Britania, de los que duermen ahí cerca, en los mausoleos polvosos cuyas inscripciones apenas se descifran á la media luz de las vetustas naves.

Pregunto y me dicen:

— Esa piedra es la piedra de Jacob.

— ¿La piedra de Jacob?

— Sí, la piedra en que Jacob reclinó su cabeza para dormir; la piedra que fue testigo de aquel sueño . . . .