El Diamante de la Inquietud - Amado Nervo - E-Book

El Diamante de la Inquietud E-Book

Amado Nervo

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Beschreibung

A través de una prosa límpida, Amado Nervo postula que toda la dicha humana reside en su precariedad: el goce seguro y durable no constituye felicidad alguna, sino ennui, spleen-, y extrañas incursiones en los terrenos de la personalidad o conciencia doble o múltiple.

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El Diamante de la Inquietud

Capítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Página de créditos

Capítulo 1

¿Que dónde la conocí?

Verás: Fue en América, en Nueva York. ¿Has ido a Nueva York? Es una ciudad monstruosa; pero muy bella. Bella sin estética, con un género de belleza que pocos hombres pueden comprender.

Iba yo bobeando hasta donde se puede bobear en esa nerviosa metrópoli, en que la actividad humana parece un Niágara; iba yo bobeando y divagando por la octava Avenida. Miraba… ¡Oh vulgaridad!, calzado, calzado por todas partes, en casi todos los almacenes; ese calzado sin gracia, pero lleno de fortaleza, que ya conoces, amigo, y con el que los yanquis posan enérgica y decididamente el pie en el camino de la existencia.

Detúveme ante uno de los escaparates innumerables y un par de botas más feas, más chatas, más desmesuradas y estrafalarias que las vistas hasta entonces, me trajeron a los labios esta exclamación:

-Parece mentira…

«Parece mentira… » qué, dirás.

No sé; yo sólo dije: «¡Parece mentira!».

Y entonces, amigo, advertí, escúchame bien, advertí que muy cerca, viendo el escaparate contiguo (dedicado a las botas y zapatos de señora) estaba una mujer, alta, morena, pálida, interesantísima, de ojos profundos y cabellera negra. Y esa mujer, al oír mi exclamación, sonrió…

Yo, al ver su sonrisa, comprendí, naturalmente, que hablaba español: su tipo además lo decía bien a las claras (a las obscuras más bien por su cabello de ébano y sus ojos tan negros que no parecía sino que llevaban luto por los corazones asesinados y que los enlutaban todavía más aún el remordimiento).

-¿Es usted española, señora? -la pregunté.

No contestó; pero seguía sonriendo.

-Comprendo -añadí- que no tengo derecho para interrogarla… , pero ha sonreído usted de una manera… ¿Es usted española, verdad?

Y me respondió con la voz más bella del mundo:

-Sí, señor.

-¿Andaluza?

Me miró sin contestar, con un poquito de ironía en los ojos profundos.

Aquella mirada parecía decir:

-¡Vaya un preguntón!

Se disponía a seguir su camino. Pero yo no he sido nunca de esos hombres indecisos que dejan irse; quizá para siempre, a una mujer hermosa. (Además: ¿no me empujaba hacia ella mi destino?)

-Perdone usted mi insistencia -la dije-; pero llevo más de un mes en Nueva York, me aburro como una ostra (doctos autores afirman que las ostras se aburren; ¡ellos sabrán por qué!). No he hablado desde que llegué, una sola vez español. Sería en usted una falta de caridad negarme la ocasión de hablarlo ahora… Permítame, pues, que con todos los respetos y consideraciones debidas, y sin que esto envuelva la menor ofensa para usted, la invite a tomar un refresco, un ice cream soda, o, si a usted le parece mejor una taza de té…

No respondió y echó a andar lo más deprisa que pudo; pero yo apreté el paso y empecé a esgrimir toda la elocuencia de que era capaz. Al fin, después de unos cien metros de «recorrido» a gran velocidad, noté que alguna frase mía, más afortunada que las otras, lograba abrir brecha en su curiosidad. Insistí, empleando afiladas sutilezas dialécticos y ella aflojó aún el paso… Una palabra oportuna la hizo reír… La partida estaba ganada… Por fin, con una gracia infinita, me dijo:

-No sé qué hacer: si le respondo a usted que no, va a creerme una mujer sin caridad; y si le respondo que sí, ¡va a creerme una mujer liviana!

Le recordé enseguida la redondilla de sor Juana Inés:

Opinión ninguna gana;

pues la que más se recata,

si no os admite es ingrata,

y si os admite es liviana…

-¡Eso es, eso es! -exclamó-. ¡Qué bien dicho!

-Le prometo a usted que me limitaré a creer que sólo es usted caritativa; es decir, santa, porque como dice el catecismo del padre Ripalda, el mayor y más santo para Dios es el que tiene mayor caridad, sea quien fuere…

-En ese caso, acepto una taza de té.

Y buscamos, amigo, un rinconcito en una pastelería elegante.

Capítulo 2

Ocho días después nos habíamos ya encontrado siete veces (¡siete veces, amigo, el número por excelencia, el que, según el divino Valles, no produce ni es producido; el rey de los impares, gratos a los dioses!), y en cierta tarde de un día de mayo, a las seis, iniciada ya una amistad honesta, delicada, charlábamos en un frondoso rincón del Central Park.

En ocho días se habla de muchas cosas.

Yo tenía treinta y cinco años y había amado ya por lo menos cuarenta veces, con lo cual dicho está que había ganado cinco años, al revés de cierto famoso avaro, el cual murió a los ochenta y tantos, harto de despellejar al prójimo, y es voz pública que decía: «Tengo ochenta y dos años y sólo ochenta millones de francos: he perdido, pues, dos años de mi vida».

Aquella mujer tendría a lo sumo veinticinco.

A estas edades el dúo de amor empieza blando, lento, reflexivo; es una melodía tenue, acompasada; un andante maestoso…

Estábamos ya, después de aquella semana, en el capítulo de las confidencias.

-Mi vida -decíame ella- no tiene nada de particular. Soy hija de un escultor español que se estableció en los Estados Unidos hace algunos años, y murió aquí. Me casé muy joven. Enviudé hace cuatro años; no tuve hijos desgraciadamente. Poseo un modesto patrimonio, lo suficiente para vivir sin trabajar… o trabajando en lo que me plazca. Leo mucho. Soy… relativamente feliz. Un poquito melancólica…

-¿No dijo Víctor Hugo que la melancolía es el placer de estar triste?

-Eso es -asintió sonriendo.

-¿De suerte que no hay un misterio, un solo misterio en su vida?… Creo que sí, porque nunca he visto ojos que más denuncien un estado de ánimo doloroso y excepcional…

-¡Qué vida no tiene un misterio! -me preguntó a su vez… misteriosamente- ¿Pero, es usted por desgracia poeta, o por ventura, que