Atracción sin límites - Nora Roberts - E-Book

Atracción sin límites E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Pasaron de ser enemigos acérrimos a fieles aliados, y de ahí al amor. Jillian Baron y Aaron Murdock parecían empeñados en proseguir una generación más con la enemistad que enfrentaba a sus familias desde siempre. Ella era muy susceptible y él arrogante, pero la batalla que estaban librando sus corazones estaba a punto de convertir la mutua desconfianza en un deseo irrefrenable... Podrían finalmente los Baron y los Murdock formar una unión inquebrantable?

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Seitenzahl: 351

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1985 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atracción sin límites, n.º 67 - octubre 2017

Título original: Boundary Lines

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2004

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-422-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

 

A Ruth Langan, por todos estos años.

1

 

El aire azotaba sus mejillas y se colaba entre su pelo; olía a primavera y a nuevos brotes. Jillian alzó el rostro, tanto para plantarle cara al viento como para disfrutar de él. Bajo ella, su yegua, reluciente y elegante, se esforzaba por alcanzar mayor velocidad; mientras el sol brillara en lo alto ambas cabalgarían como dos seres libres.

Los cascos aplastaban la hierba, corta y dura, y las flores silvestres dispersas, a las que no prestó mayor atención. Se incorporó al sendero de tierra marrón bordeado de salvia, con su característico color plateado.

No había árboles en aquel llano vasto y abierto ni ella buscaba sombra. Galopó por un trigal que resplandecía bajo el sol, mecido apenas por una esquiva brisa. Más allá se extendían los campos de heno, acres y más acres de heno listo para la primera cosecha. Escuchó y reconoció la llamada de una alondra. En contra de lo que pudiera parecer, no era granjera. Si alguien se hubiera referido a ella con ese término, se habría reído o enojado, dependiendo de su humor.

Sembraban cereal porque lo necesitaban, al igual que se sembraban y cultivaban los bancales de verduras. El hecho de producir los alimentos que consumían la hacía independiente y, a su juicio, nada era más importante. Los años buenos sobraba grano suficiente para proporcionar algunos ingresos suplementarios y con esos dólares extra se podían comprar más cabezas de ganado. Lo importante era el ganado.

Era ranchera, como antes lo habían sido su abuelo y el padre de su abuelo.

Los campos se extendían hasta donde podía abarcar con la vista. Sus tierras. Eran campos ricos y ondulados, acres y acres de cereal que brotaba rápidamente, y tras ellos venían los llanos y las praderas donde pastaban el ganado y los caballos. Ese día, sin embargo, no tenía que revisar el estado de las cercas, ni contar cabezas ni sumergirse en los libros de cuentas sobre el escritorio de piel y madera de roble de su abuelo. Ese día quería libertad y se la había tomado.

No se había criado en los vastos y agrestes llanos de Montana, no había nacido sobre una silla de montar. Era de Chicago: su padre había preferido la medicina al rancho y el Este al Oeste. No lo culpaba por ello, como había hecho su abuelo. Era cuestión de gustos; cada uno tenía derecho a elegir la vida que quería llevar. Por eso ella había vuelto allí, al lugar donde estaban sus raíces, cinco años atrás, tras cumplir veinte.

Detuvo la yegua en lo alto de la colina. Desde aquel punto se divisaban, más allá de los campos cultivados, los pastizales, delimitados por cercas de alambre que apenas se distinguían desde esa distancia, lo cual creaba la ilusión de un espacio abierto e ilimitado por el cual el ganado podía vagar a sus anchas. En otra época seguramente había sido así, reflexionó al tiempo que se retiraba el pelo hacia atrás por encima del hombro. Si entrecerraba los ojos, casi podía verlo, abierto y libre, tal y como debía de ser cuando sus antepasados se habían establecido allí. Habían llegado atraídos por la fiebre del oro, pero la tierra los había atrapado. Igual que a ella.

«Oro», pensó moviendo la cabeza. ¿Quién necesitaba oro cuando aquel espacio representaba una riqueza incalculable? Prefería aquella extensión de tierra, con sus valles y sus montañas. Si su gente hubiera continuado hacia el oeste, hacia las montañas, sus tatarabuelos se habrían dejado la piel en los ríos y en las minas. E incluso si hubieran logrado establecerse allí, encontrar pepitas y extraer oro en polvo, nunca jamás habrían descubierto nada que tuviera más valor que el rancho. Ella había comprendido lo valiosa y atractiva que era la tierra desde el primer momento.

Tenía entonces diez años y, en respuesta a la invitación, mejor dicho, a la orden de su abuelo, se corrigió con una sonrisa, su hermano Marc y ella acudieron al rancho Utopia. Marc ya había estado allí antes, claro. Tenía dieciséis años, poseía las mismas cualidades que su padre y tampoco a él le interesaba convertirse en ganadero.

Su primera visión del rancho no la había sorprendido, a pesar de no coincidir con lo que la mayoría de los niños esperarían; la realidad no tenía nada que ver con la imagen de las películas del Oeste. Era inmenso y, en cierto sentido, ordenado. Potreros, establos, cuadras… y el robusto encanto de la casa principal. Incluso a los diez años, con una sola mirada ella había comprendido que no estaba hecha para las calles y las aceras de Chicago. A los diez años había experimentado lo que era amor a primera vista.

Con su abuelo, el amor no había surgido a primera vista. Era ya un hombre mayor, severo, curtido y obstinado. El rancho y el ganado lo habían sido todo en su vida. No tenía ni la menor idea de qué hacer con esa niña larguirucha, la hija de su hijo. Habían rondado el uno alrededor del otro durante días hasta que él había cometido el error de dejar escapar una observación cáustica sobre su padre. De genio vivo, ella había saltado inmediatamente en defensa de éste y habían acabado a gritos, ella completamente congestionada pero sin dejar escapar una lágrima, incluso después de que su abuelo la amenazara con el cinturón de cuero.

Al finalizar aquella visita, se habían separado con una mezcla de mutuo respeto y desagrado. Luego, por su cumpleaños, él le envió un sombrero Stetson de piel de búfalo hecho a medida, y así había empezado todo…

Es posible que hubieran llegado a quererse tanto precisamente porque se habían tomado un tiempo para desarrollar aquel afecto. En su adolescencia, durante las esporádicas semanas que pasaba con su abuelo, éste le había transmitido sus conocimientos, aunque apenas parecía asumir el papel de profesor. Le había enseñado a predecir el tiempo a partir del olor del aire y el aspecto del cielo; a ayudar en el parto de un becerro que venía de cuartos traseros; a revisar las cercas y a guiar hasta la manada a un novillo extraviado. Lo llamaba Clay porque eran amigos; la primera y única vez que había intentado mascar tabaco, en lugar de sermonearla le había sujetado la cabeza para ayudarla a aliviar la náusea.

Cuando la vista de su abuelo se debilitó, ella se hizo cargo de los libros de contabilidad. Nunca hablaron de ello, al igual que tampoco charlaron jamás sobre si su traslado al rancho el verano de su vigésimo cumpleaños sería definitivo. Cuando la enfermedad se agravó, ella fue asumiendo gradualmente responsabilidades, aunque sin intercambiar con su abuelo ni una palabra al respecto para oficializar la nueva situación.

Tras su muerte, el rancho pasó a ella. No necesitaba oír los términos del testamento para saberlo. Clay sabía que se quedaría, que había dejado atrás el Este. Si algunos recuerdos de su vida anterior todavía coleaban en su interior, los enterraría… Sin duda más fácilmente de lo que había enterrado a su abuelo.

Se estaba autocompadeciendo y darse cuenta de eso la impacientó. Clay había vivido muchos años y muy intensamente, haciendo lo que quería y siempre a su manera. La enfermedad había ido consumiéndolo y le habría reportado dolor y humillación de haber continuado. Si pudiera verla en ese momento, afligiéndose por su pérdida, no lo soportaría; denostaría su actitud.

«¡Dios Todopoderoso, muchacha! ¿Qué haces aquí perdiendo el tiempo?, ¿es que no sabes que hay un rancho que dirigir? Reúne algunos hombres para que vayan a revisar la cerca del lado oeste antes de que tengamos a las vacas vagando por todo Montana».

«Sí», pensó con una media sonrisa. Diría algo así, y se habría metido un poco con ella antes de marcharse gruñendo. Ella, claro está, también se habría metido con él.

—Eh, viejo oso sarnoso —murmuró—, voy a convertir el Utopia en el mejor rancho de Montana sólo para fastidiarte —se rió y levantó la cara hacia el cielo—. ¡Ya lo verás!

Al darse cuenta de su cambio de humor, la yegua comenzó a moverse con impaciencia y a sacudir la cabeza.

—De acuerdo, Delilah —se inclinó para darle unas palmaditas en el cuello—, tenemos toda la tarde —con un movimiento diestro, hizo dar media vuelta al animal y éste avanzó con paso ligero.

No disponía de muchas horas libres, así que le resultaban preciosas. Haría lo que fuera con tal de disponer de momentos así y eso le hacía apreciarlos más. Si al día siguiente tuviera que trabajar dieciocho horas para recuperar ese rato, lo haría sin quejarse. Incluso echaría un vistazo a los libros de cuentas, pensó con un suspiro, aunque estaba ese novillo enfermo al que había que vigilar… y el maldito Jeep se había vuelto a averiar por tercera vez ese mes. Y estaba la cerca que marcaba los límites del rancho, y el límite con los Murdock, pensó con una mueca.

La enemistad entre los Baron y los Murdock se remontaba a principios del siglo xx, cuando Noah Baron, su bisabuelo, llegó al sureste de Montana. Su intención era continuar hacia las montañas en busca de oro, pero se había establecido en aquel lugar. Los Murdock ya estaban allí, en su rancho, rico e inmenso. Para ellos, los Baron eran unos campesinos, intrusos condenados al fracaso o a ser expulsados. Jillian rechinó los dientes al recordar las historias que le había contado su abuelo: cercas cortadas, robo de ganado, cosechas arruinadas.

A pesar de todo, los Baron se habían quedado, habían sobrevivido y habían triunfado. Cierto, no poseían tantas tierras como los Murdock ni tanto dinero, pero sabían sacar el mejor provecho de lo que tenían. Si su abuelo hubiera topado con petróleo, como les había pasado a los Murdock, pensó con una sonrisa de medio lado, también ellos habrían podido permitirse dedicar el rancho únicamente a ganado de pura raza. Había sido cuestión de suerte, no de habilidad.

Se dijo que tampoco le importaba lo del ganado de pura raza. Que se quedaran con sus medallas en los concursos y vanagloriándose de mejorar la raza. Ella continuaría criando sus hereford y las vendería al mejor precio en el mercado. La carne de los Baron era de primera calidad y todo el mundo lo sabía.

¿Cuándo había sido la última vez que los Murdock habían revisado a caballo la cerca de su rancho, sudando bajo el sol mientras se detenían para hacer una pausa?, ¿cuándo la última vez que uno de ellos había tragado polvo conduciendo a la manada? Sabía de buena fuente que Paul J. Murdock, que era de la misma generación que su abuelo, no se había molestado en revisar el cercado del rancho ni en conducir el ganado desde hacía más de un año.

Dejó escapar una carcajada burlona. Ésos sólo entendían de números, los de sus libros de cuentas, y de politiqueo. Cuando ella hubiera hecho todo lo que se proponía, comparado con el Utopia, el Double M parecería uno de esos ranchos para turistas.

La idea la puso de mejor humor y la arruga que se marcaba entre sus cejas desapareció. Ese día no pensaría en los Murdock, ni en que al día siguiente tendría que deslomarse trabajando desde antes del amanecer; pensaría únicamente en lo maravillosas que eran aquellas horas robadas, en el fragante olor de la primavera y el azul intenso del cielo, interminable.

Conocía bien aquel camino, discurría por el extremo más occidental del rancho. Aquella zona era demasiado agreste para el arado y no lo bastante fértil como para servir de pasto al ganado, de modo que la habían dejado de lado. Allí era adonde iba siempre que buscaba algo de soledad. Nadie más acudía a aquel lugar; ni de su propio rancho ni del de los Murdock, cuyas tierras se extendían en paralelo a las suyas. Incluso la cerca que en una época había marcado el límite se había caído años atrás y nadie se había preocupado de repararla. A nadie le importaba aquel pedacito de tierra inútil salvo a ella, y eso hacía que le importara aún más.

Había algunos árboles; el álamo de Virginia y el álamo temblón estaban empezando a verdear. Por encima del ruido de los cascos de la yegua, distinguió el canto de una curruca. Probablemente habría también coyotes y, sin duda alguna, serpientes de cascabel. Estaba tan encantada que no se había acordado de eso. Llevaba un rifle, engrasado y cargado, sujeto a la parte trasera de su silla.

La yegua olió el agua de la charca y ella le dejó mover la cabeza. La idea de deshacerse de la ropa empapada de sudor y darse un chapuzón le atraía muchísimo. Nadar cinco minutos en aquellas aguas heladas y transparentes resultaría tonificante, y Delilah podría descansar y beber antes de emprender el largo camino de regreso. Se quedó contemplando la superficie reluciente del agua y aflojó las riendas; se relajó. Su abuelo la habría regañado por su falta de atención, pero ella ya estaba pensando en el inmenso privilegio de adentrarse desnuda en aquellas aguas frescas y secarse después al sol.

Pero la yegua olió algo más. Bruscamente se encabritó y corcoveó de tal modo que lo primero en lo que pensó ella fue en una serpiente de cascabel. Mientras trataba de controlar a Delilah con una mano, alargó la otra para agarrar el rifle, pero antes de darse cuenta, ya estaba volando por los aires. Apenas le dio tiempo a murmurar una blasfemia antes de aterrizar con el trasero en la charca. Para entonces ya había visto que aquella serpiente de cascabel tenía piernas.

Consiguió ponerse en pie farfullando, furiosa, y se retiró el pelo de los ojos para mirar airadamente a aquel hombre sentado a horcajadas sobre su caballo. Delilah no dejaba de moverse, nerviosa, mientras él mantenía quieto a su resplandeciente semental.

No hacía falta que desmontara para apreciar que era alto. Por debajo del Stetson negro asomaban varios mechones de cabello negro y ondulado, los cuales oscurecían un rostro curtido de mandíbula prominente. Tenía la nariz recta, elegante, y una boca bien dibujada de expresión solemne. Ella no se entretuvo en admirar el modo en que montaba el semental, relajadamente, con un dominio que rezumaba confianza en sí mismo y poderío. Lo que sí vio fue que sus ojos eran casi tan oscuros como su pelo, y que sonreían. Ella entrecerró los suyos.

—¿Se puede saber qué está haciendo en mis tierras? —le espetó.

Él la contempló en silencio y se limitó a alzar lentamente una ceja. Al contrario que ella, se estaba tomando su tiempo para admirarla. Al mojarse, su melena pelirroja se había vuelto cobriza y le caía sobre los hombros de tal modo que acentuaba la elegancia de su piel, dorada como la miel, bajo la cual se marcaban unos huesos delicados. Se fijó en sus ojos, peligrosamente felinos, dos destellos verdes como el jade. Tenía una boca generosa de labios llenos, aunque en ese momento los apretaba con furia. El labio inferior, muy sugerente, contrastaba con la mandíbula, firme y obstinada.

Su mirada descendió despreocupadamente. Era alta, pensó él, y sin apenas curvas, como un chico, pero en ese preciso momento, con la camisa mojada y pegada como una segunda piel… Lentamente, su mirada volvió a ascender hasta encontrarse con la de ella. No se había sonrojado con aquel examen de su anatomía, aunque no se le había escapado nada. Sus ojos no mostraban miedo ni aprensión, muy al contrario: le dirigió una mirada penetrante que habría fulminado a cualquier otro hombre.

—He preguntado qué demonios está haciendo en mis tierras —repitió Jillian en voz baja, como conteniéndose.

En lugar de responder, él desmontó. Fue un movimiento lo bastante suave y calculado como para que Jillian se diera cuenta de que debía de haberse pasado la vida subiendo y bajando de una silla de montar. Caminó hacia ella pausadamente, muy relajado, aunque sin perder su poderío. Luego sonrió y su expresión pasó de ser tremendamente sexy a resultar absolutamente encantadora. Era una sonrisa que parecía querer decir «puedes confiar en mí… por el momento». Le tendió una mano.

—Señora…

Ella inhaló profundamente y dejó salir el aire. Sin aceptar la mano que él le ofrecía, se incorporó y salió del agua por sus propios medios. Calada hasta los huesos y con frío, pero lejos de haberse calmado, puso los brazos en jarras.

—No ha respondido a mi pregunta.

«Tiene valor», pensó él mientras continuaba estudiándola, «mucho valor, temperamento y…». Entonces notó el modo desafiante en que ella alzaba la barbilla. «Y arrogancia.» Le gustaba aquella combinación. Enganchó los pulgares en las aberturas de los bolsillos y basculó para cambiar el peso de pierna. Era una pena que con el sol se estuviera secando tan deprisa.

—Éstas no son sus tierras… —dijo tranquilamente, arrastrando en su voz un ligero acento del Oeste—, señorita…

—Baron —Jillian habló con brusquedad—. ¿Y se puede saber quién es usted para decirme que estas tierras no son mías?

Él se levantó un momento el sombrero, en un gesto que tenía más de insolente que de respetuoso.

—Aaron Murdock —frunció los labios al oír que ella dejaba escapar un bufido—. El límite pasa justo por aquí —miró las punteras de sus botas, a unos centímetros de las de ella, como si estuviera viendo una línea dibujada en el suelo— y atraviesa la charca por la mitad —volvió a mirarla a los ojos. Su boca tenía una expresión solemne, pero sus ojos sonreían—. Creo que ha aterrizado en mi lado.

Aaron Murdock, primogénito y heredero. ¿No debía estar en Billings, dedicado a sus malditos pozos de petróleo? Jillian arrugó la frente y decidió que no tenía el aspecto de universitario imberbe con el que su abuelo lo había descrito. Ya pensaría luego en aquello; en ese momento, se imponía defender su posición, no retroceder.

—Si he aterrizado en su lado —dijo cáusticamente—, será porque usted estaba merodeando montado en eso —señaló el caballo de Murdock con el pulgar. «Es un animal magnífico», pensó con una admiración que le costaba ocultar.

—Y porque casi había soltado las riendas —señaló él con toda tranquilidad.

Era cierto y ella lo sabía, pero sólo consiguió enfurecerla más.

—Su olor ha asustado a Delilah.

—Delilah… —repitió, y por un instante pareció divertido. Se echó hacia atrás el sombrero y estudió las líneas suaves y limpias de la yegua—. Debe de haber sido el destino —murmuró—. Samson —y al oír su nombre el semental avanzó y empujó con el morro el hombro de Aaron.

Jillian reprimió la risa, pero no pudo ocultar los hoyuelos que se formaron junto a las comisuras de sus labios.

—Recuerde cuál fue el destino de Samson —replicó— y manténgalo alejado de mi yegua.

—Es preciosa —dijo Aaron pausadamente. Mientras acariciaba la cabeza de su caballo sus ojos seguían fijos en Jillian—. Quizá excesivamente nerviosa —continuó—, pero bien formada. Muy apropiada para cruzarla.

Los ojos de Jillian volvieron a entrecerrarse. A Aaron le gustó el modo en que relucían tras las pestañas, largas y abundantes.

—Ya me preocuparé yo de eso, Murdock —golpeó el suelo con un pie para sacudirse el agua que empapaba su ropa. Seguía chorreando, pero la tierra absorbía rápidamente las gotas—. ¿Qué está haciendo aquí? —preguntó—. No encontrará petróleo en esta zona.

Aaron ladeó la cabeza.

—No estaba buscando petróleo. Y tampoco estaba buscando una mujer —se acercó a ella con naturalidad y enroscó en los dedos un mechón de su cabello—, pero he encontrado una.

Jillian sintió una opresión fulminante en el pecho que le impedía respirar y de inmediato reconoció aquella sensación. Oh, no, ya le había ocurrido antes, una vez. Su mirada bajó hasta los dedos de Aaron, que jugueteaban con las puntas de su pelo, y ascendió de nuevo hasta la cara de su interlocutor.

—Estoy segura de que no quiere perder esa mano —dijo con suavidad.

Por un instante los dedos de él se pusieron en tensión, como si estuviera considerando la posibilidad de recoger el guante que ella acababa de lanzarle. Y entonces, con la misma naturalidad con la que le había agarrado aquel mechón, lo soltó.

—¿No te parece que eres demasiado susceptible? —dijo Aaron tranquilamente—. Claro que los Baron siempre habéis sido rápidos a la hora de desenfundar.

—Para defendernos —puntualizó Jillian sin ceder.

Durante un momento, ambos se observaron, sorprendidos de encontrar tan atractivo al adversario. Mejor andar con cuidado, se dijeron los dos para sus adentros, aunque habitualmente aquélla era una recomendación que les costaba seguir.

—Siento lo del viejo —dijo Aaron por fin—. Era tu… ¿abuelo?

Jillian seguía mirándolo con la barbilla levantada, con gesto retador, pero él vio que por un instante una sombra cruzaba por su mirada.

—Sí.

Lo quería, pensó Aaron algo sorprendido. En sus escasas peleas con Clay Baron, siempre le había parecido un hombre singularmente desagradable. Dejó que su memoria reuniera los fragmentos de información que había ido reuniendo desde su regreso al Double M.

—Tú debes de ser la cría que pasaba aquí los veranos hace años —comentó mientras trataba de recordar si se habían cruzado antes—. Del Este —con una mano se agarró la barbilla, un poco áspera porque esa mañana no se había afeitado—. Jill, ¿verdad?

—Jillian —lo corrigió ella fríamente.

—Jillian —una rápida sonrisa volvió a transformar su rostro—. Sí, te va mejor.

—«Señorita Baron» me va aún mejor —dijo ella mientras maldecía su sonrisa.

Aaron no prestó atención a su deliberada hostilidad. Cedió al impulso de dejar que su mirada recorriera de nuevo la boca de Jillian. No, no creía que se hubieran cruzado antes. Ningún hombre olvidaría una boca como ésa.

—Si Gil Haley se ocupa de dirigir el Utopia, seguro que todo va bien.

Ella se erizó como un gato. Él casi podía ver la curvatura de su columna vertebral.

—El Utopia lo dirijo yo —se limitó a responder.

A él se le formó un hoyuelo junto a la comisura de los labios.

—¿Tú?

—Exacto, Murdock, yo. No me he pasado los últimos cinco años en una oficina en Billings —algo cruzó por la mirada de Aaron, pero ella no se detuvo sino que continuó—. El Utopia me pertenece, cada palmo de tierra, todas y cada una de las briznas de hierba. La diferencia es que yo lo trabajo en lugar de andar pavoneándome por la Feria Estatal de Ganado exhibiendo mis lazos azules.

Intrigado, él le agarró las manos sin hacer caso de sus protestas y estudió las palmas. Eran delgadas pero fuertes y capaces. Le acarició el pulgar encallecido y sintió admiración… y deseo. Había llegado a hartarse de las manos inútiles y ociosas de Billings.

—Vaya, vaya —murmuró sin soltar las manos de Jillian mientras la miraba a los ojos.

Ella estaba furiosa. Le enfurecía que las manos de Aaron fueran tan fuertes y que retuvieran las suyas sin esfuerzo, y le enfurecía también que el corazón le latiera con tanta fuerza que hacía que le zumbaran los oídos. La curruca había vuelto a cantar y podía oír el suave roce de las colas de los caballos moviéndose.

Él olía a cuero y a sudor, le agradaba. Le agradaba demasiado. Un anillo de color ámbar le rodeaba el iris y acentuaba el marrón oscuro de sus ojos. Una cicatriz, delgada y blanca, discurría por el borde de su mandíbula. No se notaba a no ser que uno mirara muy de cerca, al igual que sus manos no parecían tan fuertes y huesudas hasta que atrapaban las de una.

Jillian retrocedió rápidamente. No merecía la pena fijarse en esas cosas, no merecía la pena escuchar aquel zumbido en su cabeza. Ya le había ocurrido en una ocasión y ¿adónde la había conducido? Tenía que admitirlo, era ingenua, sumisa y tonta. Pero era mucho más lista que cinco años atrás. Lo más importante era recordar quién era él, un Murdock, y quién era ella, una Baron.

—Ya te he advertido sobre tus manos antes —dijo con calma.

—Es cierto —reconoció Aaron mirándola a la cara—. ¿Por qué?

—No me gusta que me toquen.

—¿No? —levantó una ceja, pero no le soltó las manos—. A la mayoría de los seres vivos nos gusta, si nos tocan de la manera adecuada —de pronto la miró fijamente a los ojos de manera muy directa e intuitiva—. ¿Es que has tenido alguna mala experiencia?

Ella le mantuvo la mirada.

—Te estás metiendo donde no te llaman, Murdock.

Él ladeo levemente la cabeza de nuevo.

—Puede ser. Siempre podemos volver a levantar la cerca.

Ella se dio cuenta de que había captado el mensaje. Esa vez, cuando tiró de sus manos, él se las soltó.

—Limítate a quedarte en tu lado —sugirió.

Él se caló el sombrero de modo que éste volvió a dejar en sombras su rostro.

—¿Y si no lo hago?

Ella alzó la barbilla.

—Entonces tendrás que vértelas conmigo.

Dio media vuelta, caminó hasta Delilah y agarró las riendas. Le costó no acariciar el cuello del semental, pero logró contenerse. Sin mirar a Aaron, se deslizó con facilidad sobre su silla y se ajustó el sombrero, mojado y con el ala aplastada. Sólo entonces se dio el gusto de mirarlo desde lo alto de su caballo.

De mejor humor, Jillian se inclinó sobre la empuñadura de la silla. El cuero gimió bajo ella cuando Delilah se movió. Su camisa se estaba secando, notaba calor en la espalda.

—Que tengas unas buenas vacaciones, Murdock —le dijo con una ligera sonrisa—. No te mates a trabajar mientras estés por aquí.

Él se acercó y acarició el cuello de Delilah.

—Trataré de seguir tu consejo, Jillian.

Ella se inclinó más hacia él.

—Señorita Baron.

Aaron llevó la mano hasta el ala del sombrero de Jillian y la empujó hacia la nariz de ésta.

—Me gusta Jillian.

Antes de que ella pudiera incorporarse, le agarró el cordón del sombrero y se quedó mirándola con una expresión rara.

—¿Sabes?, hueles a algo en lo que cualquier hombre se revolcaría con los ojos cerrados.

Jillian se dijo que resultaba divertido mientras hacía como si no notaba la aceleración de su pulso. Le apartó la mano del cordón de su sombrero, se puso derecha y sonrió.

—Me decepcionas. Habría pensado que un hombre que ha pasado tantos años en la universidad y en la gran ciudad se expresaría de manera más ingeniosa y refinada.

Él metió las manos en los bolsillos traseros de sus pantalones y la miró. Resultaba fascinante el modo como el sol se reflejaba en los ojos de Jillian, sin arrancar el menor destello dorado ni gris a aquel verde oscuro y frío. Eran unos ojos demasiado obstinados como para aceptar la menor injerencia; muy adecuados para ella.

—Tendré que practicar —dijo esbozando una sonrisa—. Lo haré mejor la próxima vez.

Ella dejó escapar un bufido que acabó en carcajada y comenzó a hacer girar a su yegua.

—No habrá próxima vez.

La mano de Aaron sujetó con firmeza la brida antes de que ella pudiera poner su caballo al trote y él le dirigió una mirada tranquila y sólo levemente divertida.

—Parecías más lista, Jillian. Habrá más de una próxima vez antes de que hayamos terminado.

Jillian no sabía cómo había perdido la ventaja tan rápido, pero así era. Alzó la barbilla.

—Pareces decidido a perder esa mano, Murdock.

Él le dedicó una sonrisa relajada y palmeó el cuello de Delilah antes de volverse hacia su propio caballo.

—Hasta pronto, Jillian.

Ella esperó, bufando, hasta que él estuvo sobre su montura. Delilah dio unos pasos laterales, con aire asustadizo, y los dos caballos acabaron casi morro con morro.

—Quédate en tu propio lado —ordenó Jillian, y clavó los talones. La yegua se lanzó hacia delante.

Samson sacudió la cabeza y se encabritó mientras jinete y caballo contemplaban cómo Jillian se alejaba montada sobre Delilah.

—Esta vez no —murmuró Aaron para sí al tiempo que tranquilizaba a su caballo—, pero pronto —soltó una carcajada y enfiló en sentido contrario—. Muy pronto.

Jillian conseguía librarse de enfados y frustraciones con la velocidad del viento. Cabalgaba a la velocidad que deseaba la yegua, es decir, deprisa. Quizá Delilah necesitaba calmarse tanto como ella, pensó con ironía. Los dos machos eran irresistibles. Si el semental perteneciera a cualquiera que no fuera Murdock, habría encontrado el modo de cruzarlo con Delilah sin importarle el precio. Si de verdad aspiraba a mejorar la raza de los caballos del Utopia, todo el peso de la operación recaería en su propia yegua. Y no había en su rancho ningún caballo que pudiera compararse con Samson.

Era una pena que Aaron Murdock no fuera el hombre de negocios educado y aburrido que se había figurado. Ese tipo de hombre no haría hervir su sangre. En su posición, ninguna mujer podía permitirse reconocer esa atracción, menos aún ante un rival. Eso la pondría en desventaja, cuando en realidad necesitaba acumular la mayor ventaja posible.

Las posibilidades de crecimiento del rancho dependían de los siguientes seis meses. Claro, podían seguir como hasta ese momento, produciendo algunos beneficios discretos, pero ella quería más. Había heredado la ambición de su abuelo. Con su juventud y su energía, y con esa dama voluble llamada fortuna, convertiría el Utopia en el imperio con el que sus antepasados habían soñado.

Tenía la tierra y los conocimientos necesarios. Era hábil y se lo había propuesto. Ya había invertido en el rancho la parte de la herencia que había recibido en metálico. Había dado un adelanto para comprar la avioneta que la obstinada resistencia de su abuelo le había impedido adquirir antes. Con una avioneta, podrían patrullar el rancho en sólo unas horas, localizar el ganado disperso, dar aviso de dónde había cercas por reparar. Aunque todavía creía en la necesidad de disponer de cowboys hábiles, comprendía la belleza de mezclar lo nuevo con lo tradicional.

Las rancheras y los todoterrenos recorrían el rancho del mismo modo que los caballos. Se usaba la radio para comunicar a larga distancia, pero eso no evitaba que se siguiera utilizando el lazo, que se llevaba en la silla o detrás de la rueda de repuesto. El ganado sería conducido en grandes grupos si era necesario y los terneros, agrupados en el corral para marcarlos con el hierro al rojo, aunque éste se calentaba con bombonas de butano en vez de en una hoguera. Los tiempos habían cambiado, pero el espíritu y las normas seguían siendo los mismos.

Por encima de todo, el ranchero, como cualquier otra persona que viviera del campo, dependía de dos cosas: el cielo y la tierra. Como el primero era veleidoso y la segunda inquebrantable, al ranchero no le quedaba más que confiar en sí mismo. Ésa era la filosofía de Jillian.

Con esa idea en mente, cambió de ruta sin variar de dirección. Cabalgaría a lo largo del límite con las tierras de Murdock, con el fin de revisar el estado de la cerca.

Atravesó al trote un llano en el que pastaban unas hereford de grupa ancha y cara blanca que apenas levantaron la vista. Los pastos crecían ricos y abundantes. Oyó el zumbido de un motor y se detuvo. Husmeó el aire casi del mismo modo como lo hacía su yegua. Gasolina. Era una pena estropear así el olor de la hierba y del ganado. Con resignación, hizo girar a Delilah y cabalgó en dirección al ruido.

Fue fácil localizar la abollada ranchera. Levantó el brazo a modo de saludo y cabalgó hacia ella. Había recuperado el ánimo, aunque todavía tenía los vaqueros húmedos y las botas empapadas. Gil Haley era uno de los últimos cowboys auténticos que quedaban en su rancho y en los de los alrededores. Cien años atrás habría sido un hombre feliz recorriendo las montañas montado en su silla, con una manta para pasar la noche y un poco de tabaco de mascar. Y si tuviera la oportunidad, reflexionó Jillian, también ahora sería feliz llevando esa clase de vida.

—Gil —detuvo a Delilah junto a la ventanilla del conductor y sonrió.

—Has desaparecido esta mañana —era un saludo brusco, con esa voz que parecía siempre enojada. No esperaba una explicación, ni ella se la habría ofrecido.

Jillian saludó con un movimiento de cabeza a los dos hombres que iban con él, otra raza de cowboys, calzados con zapatos adecuados para las labores del campo. Aunque Gil patrullara en ranchera, porque de ese modo podía recorrer cincuenta acres más exhaustivamente y en menos tiempo que a caballo, nunca renunciaría a sus botas.

—¿Algún problema?

—Una vaca idiota que se ha enredado en el alambre un poco más atrás —escupió el tabaco que estaba mascando y se metió otro poco en la boca mientras la miraba con su característica bizquera—. La hemos sacado antes de que hiciera un estropicio. Parece que de nuevo vamos a tener que desbrozar el terreno. Esa maldita maleza ha tirado abajo alguna cerca.

Jillian asintió con la cabeza.

—¿Alguien ha revisado hoy la cerca oeste?

La miró de nuevo con la misma bizquera.

—Qué va.

—Entonces lo haré yo ahora —Jillian vaciló. Si había alguien al corriente de chismes, ése era Gil—. Me he tropezado con Aaron Murdock hace una hora —dejó caer con naturalidad—. Creía que estaba en Billings.

—Qué va.

Jillian le dedicó una mirada dulce.

—Eso ya lo sé, Gil. ¿Qué hace por aquí?

—Tiene un rancho.

Ella tuvo que esforzarse para contener su genio.

—Eso también lo sé. También tiene pozos de petróleo… o los tiene su padre.

—La hermana menor se ha casado con un petrolero —la informó Gil—. El viejo hizo algunos cambios y ha conseguido que el chico vuelva donde él quería.

—¿Quieres decir… —Jillian entrecerró los ojos— que Aaron Murdock se va a quedar en el Double M?

—Va a dirigirlo —afirmó Gil, y escupió con habilidad—. Supongo que las cosas se han calmado después de la pelea de hace unos años. Murdock ya debe de tener setenta o más. A lo mejor quiere retirarse y descansar.

—Va a dirigirlo… —murmuró Jillian.

Así que no iba a librarse de la plaga de los Murdock. Al menos, el viejo y ella habían conseguido no interponerse en sus respectivos caminos. Aaron ya había invadido lo que ella consideraba su pedacito de cielo… incluso si la mitad de ese cielo le pertenecía.

—¿Hace cuánto que ha regresado?

Gil se tomó su tiempo para responder mientras retorcía con aire ausente uno de los extremos de su bigote canoso, una costumbre que normalmente Jillian encontraba divertida.

—Un par de semanas.

Y ya se había topado con él. Bueno, había disfrutado de cinco años de paz, se recordó Jillian. En una región de espacios tan inmensos, no le costaría mucho evitar a un solo hombre. Tenía más preguntas, pero esperaría hasta que Gil y ella estuvieran a solas.

—Voy a revisar la cerca —dijo. Hizo girar a la yegua y cabalgó hacia el oeste.

Gil la miró y parpadeó. Quizá fuera bizco, pero su vista era lo bastante buena como para haber notado que tenía la ropa mojada. Y había visto el brillo de su mirada. Se había tropezado con Aaron Murdock, ¿eh? Con una risa ahogada, encendió el motor de la ranchera. Aquello daba en qué pensar.

—Mira al frente, hijo —dijo refunfuñando al joven peón, que había estirado el cuello para poder seguir contemplando a Jillian, la cual se alejaba al galope por la pradera.

2

 

El día comenzaba antes del amanecer. Había que alimentar al ganado, recoger los huevos, ordeñar las vacas. Incluso con las maquinas, siempre hacía falta un par de manos diestras. Estaba tan acostumbrada a ayudar en las tareas matutinas del rancho que no se le había ocurrido dejar de hacerlo al convertirse en su propietaria. La vida de rancho era rutinaria, tan sólo variaba el número de animales de los que había que ocuparse y las condiciones climáticas en las que había que hacerlo.

Cubrió el trayecto entre la casa principal y las cuadras. Hacía un frío que resultaba agradable, pero había hecho el mismo camino con tanto calor que el aire parecía pegarse a su piel y con tanta nieve que las botas se hundían en ella hasta la rodilla. En el cielo asomaba una débil luz por el este y la oscuridad apenas empezaba a ceder, pero el patio del rancho mostraba ya signos de vida. Captó el olor de la carne en la parrilla y del café: la cocinera preparaba los desayunos.

Hombres y mujeres se dirigían a sus quehaceres con calma; esporádicamente se les oía renegar o reírse. Todos acababan de sufrir el invierno de Montana, de modo que apreciaban esa suave mañana de primavera. La primavera daría paso al calor del verano y a la sequía demasiado deprisa.

Jillian cruzó la pasarela de cemento y abrió la cuadra de Delilah. Como cada día, se ocuparía primero de ella antes de ir a ver a los demás caballos; luego vendrían las vacas lecheras. Unos pocos hombres ya estaban allí, repartiendo grano y llenando los abrevaderos. Se oían los tacones de las botas en el cemento, el tintineo de las espuelas.

Algunos de ellos poseían sus propios caballos, pero la mayoría utilizaba los del Utopia.

Todos eran propietarios de sus sillas. La norma estricta de su abuelo.

Los establos olían bien, a caballo, a heno y a grano. Cuando acabaron de alimentar a los animales y los sacaron a los corrales, ya casi había amanecido. Mecánicamente, Jillian se dirigió hacia el inmenso establo blanco donde las vacas aguardaban a que las ordeñaran.

—Jillian.

Se detuvo y esperó a que Joe Carlson, su experto en ganado, atravesara el patio del rancho. No caminaba como un cowboy ni se vestía como tal, simplemente porque no lo era. Tenía unos andares suaves y relajados que combinaban bien con su aspecto cuidado y casi presumido. El sol del amanecer arrancaba reflejos dorados a sus rizos. Se desplazaba en jeep en vez de hacerlo a caballo y prefería el vino a la cerveza, pero sabía de ganado. Lo necesitaba si aspiraba a tener éxito en la industria del ganado de pura raza, en la que hasta entonces no había hecho más que incursiones esporádicas. Lo había contratado seis meses atrás, a pesar de las quejas de su abuelo, y no se arrepentía.

—Buenos días, Joe.

—Jillian —la saludó con una inclinación de cabeza cuando llegó hasta ella y luego volvió a calarse el sombrero gris, que llevaba siempre impoluto—. ¿Cuándo vas a dejar de trabajar quince horas diarias?

Ella rió y continuó andando hacia el establo mientras él se ponía a su paso.

—En agosto, cuando tenga que empezar a trabajar dieciocho.

—Jillian —le puso una mano en el hombro y la detuvo a la entrada del establo.

Era una mano cuidada y bonita, bronceada pero no callosa. A ella le hizo recordar otra, más fuerte, más dura. Frunció el ceño.

—Sabes que no hace falta que te impliques en todas y cada una de las tareas del rancho. Tienes suficiente gente trabajando para ti. Si contrataras a un administrador…

Era una conversación que se repetía y Jillian respondió como acostumbraba.

—Yo soy la administradora —se limitó a decir—. Para mí el rancho no es ni un juguete ni algo provisional, Joe. Antes de contratar a alguien para ocuparse de él, lo vendería.

—Trabajas demasiado.

—Y tú te preocupas demasiado —replicó ella, pero sonrió—. Aunque te lo agradezco. ¿Cómo está el toro?

Los dientes de Joe brillaron, unos dientes rectos, uniformes y blancos.

—Tan huraño como siempre, pero se ha apareado con todas las vacas que le hemos puesto a tiro. Es una hermosura.

—Eso espero —murmuró Jillian al recordar cuánto había pagado por aquel toro hereford de pura raza. Aunque si de verdad era todo lo que Joe había proclamado, con él comenzaría a mejorar la calidad de la carne que producía el Utopia.

—Tú espera hasta que empiecen a nacer terneros —le aconsejó Joe mientras le daba un rápido apretón en el hombro—. ¿Quieres venir a echarle un vistazo?

—Mmm, quizá luego —entró en el establo y miró hacia atrás por encima del hombro—. Me gustaría ver cómo ese toro le quita el lazo azul al de Murdock en julio —esbozó una sonrisa rápida e insolente—. Maldito sea si no lo consigo.

Para cuando hubieron dado de comer a todo el ganado y Jillian hubo engullido su propio desayuno, ya era completamente de día. Las largas horas de trabajo y lo que éste exigía deberían haber mantenido ocupada su mente. Siempre había sido así. Con tantas cuestiones relativas a la alimentación del ganado, los sueldos y las cercas, no debería quedar sitio para pensar en Aaron Murdock, pero así era. Jillian se dijo que una vez que tuviera las respuestas a sus preguntas, podría sacárselo de la cabeza, de modo que mejor sería intentar enterarse. Llamó a Gil antes de que éste pudiera subir a su ranchera.

—Hoy voy contigo —le dijo mientras subía al asiento del pasajero.

Él se encogió de hombros y escupió tabaco por la ventanilla.

—Como te venga bien.

Jillian sonrió ante aquella bienvenida y se caló el sombrero. Unos cuantos rizos pelirrojos le caían sobre la frente.

—¿Por qué nunca te has casado, Gil? Eres un encanto…