5,99 €
A pesar de que un "admirador" obsesionado estaba acosándola, Chantel O'Hurley no quería que ningún detective privado le dijera lo que tenía que hacer. A su vez, a Quinn Doran lo irritaba hacer de niñera de una estrella consentida. Pero solo un vistazo a la distante rubia le indicó lo fácil que resultaría obsesionarse con una mujer como Chantel...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 293
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1988 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Bajo la piel, n.º 59 - octubre 2017
Título original: Skin Deep
Publicada originalmente por Silhouette© Books
Este título fue publicado originalmente en español en 2002
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-414-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
A Mary Anne, Carol, Bobbi,
Carolyn, Maxine, Reba
Barbara y Joyce, a las cuales
he tenido la suerte de heredar
como hermanas gracias a mi
matrimonio
N.R.
–No sé qué vamos a hacer con esa chica.
–Vamos, Molly –con un ojo puesto en el espejo, Frank O’Hurley añadió un poco de maquillaje a su mentón para cerciorarse de que la cara no le brillara en el escenario–. Te preocupas demasiado.
–¿Preocuparme? –mientras se retorcía para subirse la cremallera de la espalda del vestido, Molly permaneció en la puerta del camerino para poder observar el pasillo–. Frank, tenemos cuatro hijos y los quiero a todos. Pero Chantel puede ser un problema.
–Eres demasiado dura con la pobre.
–Porque tú no eres lo suficientemente duro con ella.
Frank rió entre dientes, luego se volvió para tomar en brazos a su mujer.
Más de veinte años de matrimonio no habían reducido ni un ápice los sentimientos que le inspiraba.
Seguía siendo su Molly, bonita y luminosa, aun cuando era la madre de su hijo de veinte años y de sus tres hijas adolescentes.
–Molly, mi amor, Chantel es una jovencita hermosa.
–Y ella lo sabe –Molly se asomó por encima del hombro de Frank, deseando que se abriera la puerta que daba a los camerinos. ¿Dónde andaba esa chica? Faltaban quince minutos para que tuvieran que salir al escenario, y Chantel aún no había llegado.
Al dar a luz a sus tres hijas, que llegaron al mundo con una separación de pocos minutos, no había imaginado que la primera le daría más preocupaciones que las otras dos juntas.
–Es su aspecto lo que va a meterla en problemas –musitó Molly–. Cuando una chica es como Chantel, eso provoca que los chicos se acerquen a husmear.
–Puede manejar a los chicos.
–Quizá también eso me preocupa. Los maneja demasiado bien. –¿cómo podía esperar que un hombre tan sencillo y amable como Frank comprendiera las complejidades de las mujeres? Recurrió a un tópico–. Sólo tiene dieciséis años, Frank.
–¿Y cuántos años tenías cuando tú y yo…?
–Era diferente –aseveró, aunque se vio obligada a reír por la sonrisa que le dedicó Frank–. Bueno, lo era –le enderezó la corbata–. Puede que no tenga la buena suerte de conocer a un hombre como tú.
–¿Qué clase de hombre es ése?
Con las manos en los hombros de él, observó su rostro. Era delgado y ya con arrugas, pero los ojos seguían siendo aquéllos del seductor por el que había perdido la cabeza. Aunque jamás le dio la luna que le había prometido, eran pareja en todos los sentidos de la palabra. Para bien o para mal… Había pasado más de la mitad de la vida con él y todavía podía hacerle perder la cabeza.
–Uno muy querido –repuso, y le dio un beso en los labios. Al oír que la puerta de los camerinos se cerraba, se apartó.
–No la regañes, Molly –comenzó Frank al tomar el brazo de su mujer–. Sabes que eso sólo la pondrá nerviosa, y ya está aquí.
Molly se separó con un gruñido mientras Chantel avanzaba por el pasillo. Llevaba un jersey rojo y unos pantalones negros ceñidos que resaltaban su floreciente forma juvenil. El aire otoñal había avivado un poco los colores de sus mejillas, potenciando una estructura ósea ya elegante. Tenía los ojos de un azul profundo y exhibía una expresión satisfecha.
–Chantel.
Con su tendencia natural al drama y a la sincronización, Chantel se detuvo en la puerta del camerino que compartía con sus hermanas.
–Mamá –alzó las comisuras de la boca y la sonrisa se amplió más al ver que su padre le guiñaba un ojo por encima del hombro de Molly. Sabía que siempre podía contar con él–. Sé que llego un poco tarde, pero estaré lista. Me lo he pasado como nunca –la excitación añadió chispa a la belleza–. Michael me dejó llevar su coche.
–¿Ese pequeño descapotable rojo…? –comenzó Frank. Luego tosió cuando Molly lo reprendió con la mirada.
–Chantel, tienes el permiso desde hace apenas unas semanas –«cómo odio tener que soltar discursos», pensó Molly mientras se preparaba para ello. Sabía lo que era tener dieciséis años, y debido a ello sabía que no había forma de evitar lo que tenía que hacer–. Tu padre y yo no creemos que estés lista para conducir a menos que vayas acompañada de uno de nosotros. De todos modos –continuó antes de que Chantel pudiera emitir su primera protesta–, no es apropiado ponerse al volante del coche de otra persona.
–Fuimos por caminos secundarios –Chantel se acercó y besó a su madre en ambas mejillas–. No te preocupes tanto. He de divertirme un poco o me marchitaré como una pasa.
Molly reconoció la estratagema y se mantuvo firme.
–Eres demasiado joven para subirte al coche de un chico.
–Michael no es un chico. Tiene veintiún años.
–Más a mi favor.
–Es un idiota –anunció Trace con calma al aparecer en el pasillo. Sólo enarcó una ceja cuando Chantel se volvió para mirarlo con ojos centelleantes–. Y como me entere de que te ha tocado, le arrancaré la cabeza.
–No es asunto tuyo –informó su hermana. Una cosa era que su madre le soltara un discurso, y otra recibirlo de su hermano–. Tengo dieciséis años, no seis, y ya estoy harta de que me controlen.
–Qué pena –le tomó el mentón y lo sostuvo con firmeza cuando ella trató de soltarse.
Trace tenía una versión más áspera y masculina de la belleza de Chantel. Al mirarlos, Frank sintió tanto orgullo en su interior que pensó que estallaría. Se parecían más a su Molly que a él. Los quería con todo su corazón.
–Vamos, vamos –se adelantó en plan pacificador–. Hablaremos de ello luego. Ahora mismo Chantel tiene que cambiarse. Diez minutos, princesa –murmuró–. No te retrases. Vamos, Molly, salgamos a preparar al público.
Molly miró a Chantel con una expresión que la advertía de que el tema no estaba olvidado, luego se suavizó y tocó la mejilla de su hija.
–Tenemos derecho a preocuparnos por ti, ¿sabes?
–Es posible –Chantel aún mantenía el mentón erguido–. Pero no es necesario. Sé cuidar de mí misma.
–Me temo que sí –con un suspiro, se dirigió con su marido hacia el pequeño escenario donde se ganarían el sustento el resto de la semana.
Lejos de estar apaciguada, Chantel apoyó la mano en el pomo de la puerta antes de encararse con su hermano.
–Yo decido quién me toca, Trace. No lo olvides.
–Asegúrate de que tu amigo el del coche bonito se comporta. A menos que quieras que termine con los dos brazos rotos.
–Oh, vete al infierno.
–Probablemente lo haga –convino con afabilidad. Luego le tiró del pelo–. Te despejaré el camino a ti, hermanita.
Como quería reír, Chantel abrió la puerta y después la cerró en la cara de él.
Maddy miró por encima del hombro mientras abrochaba la espalda del traje de Abby.
–Vaya, has decidido aparecer.
–No empieces –con rapidez sacó un vestido a juego con el de sus hermanas de un perchero que abarcaba el ancho de toda la habitación.
–Ni se me pasaría por la cabeza. Aunque parecía interesante la discusión del pasillo.
–Ojalá dejaran de cuidarme tanto –se quitó el jersey. Su piel era pálida y suave, las curvas ya acentuadas y femeninas.
–Míralo de esta manera –dijo Maddy al terminar con los botones de Abby–. Están tan ocupados contigo que rara vez se meten con Abby y conmigo.
–Estáis en deuda conmigo –se quitó los pantalones con movimientos enérgicos y se quedó en sujetador y braguitas.
–Mamá estaba preocupada de verdad –intervino Abby. Como ya había terminado con su maquillaje y su pelo, arregló los tubos y botes que prepararían la cara de Chantel para el escenario.
Con cierto sentimiento de culpa, Chantel se dejó caer delante del espejo que las tres compartían.
–No era necesario. Estaba bien. Me divertí.
–¿De verdad dejó que condujeras su coche? –interesada, Maddy recogió un cepillo para colocar el cabello de Chantel.
–Sí. Me sentí… No sé, me sentí importante –miró en torno al cuarto atestado y sin ventanas y con el suelo de cemento–. No siempre voy a estar en un antro como éste.
–Ahora sí que te pareces a papá –con una sonrisa, Abby le pasó una esponja de maquillaje.
–Pues no –con años de experiencia ya a su espalda, Chantel añadió color a su cara con toques veloces–. Un día voy a tener un camerino tres veces más grande que éste. Todo blanco, con una moqueta tan gorda que te hundirás hasta los tobillos.
–Yo prefiero un poco de color –dijo Maddy con voz soñadora–. Mucho color.
–Blanco –repitió Chantel con firmeza. Luego se levantó para ponerse el vestido–. Y va a tener una estrella en la puerta. Iré en una limusina y tendré un coche deportivo que hará que el de Michael parezca un juguete –se puso el vestido que había sido remendado demasiadas veces para recordarlas–. Y una casa con un jardín enorme y una piscina gigantesca.
Como los sueños formaban parte de su legado, Abby se explayó mientras abrochaba los botones del vestido de Chantel.
–Cuando entres en un restaurante, el maître te reconocerá y te dará la mejor mesa y una botella de champán por cuenta de la casa.
–Serás amable con los fotógrafos –continuó Maddy, pasándole los pendientes–. Y jamás te negarás a dar un autógrafo.
–Por supuesto –encantada, se puso las piedras de cristal, pensando que eran diamantes–. Habrá dos suites enormes en mi casa para cada una de mis hermanas. Por la noche charlaremos y comeremos caviar.
–Que sea pizza –instruyó Maddy, apoyando un codo en su hombro.
–Pizza y caviar –indicó Abby, situándose al otro lado.
Riendo, Chantel pasó los brazos alrededor de las cinturas de sus hermanas. En ese momento eran una unidad, tal como lo habían sido en el útero.
–Visitaremos muchos sitios. Vamos a ser importantes.
–Ya lo somos –Abby ladeó la cabeza para observarla–. Las Trillizas O’Hurley.
Chantel observó el reflejo que le devolvió el espejo.
–Y nadie va a olvidarlo nunca.
La casa era grande, fresca y blanca. A primeras horas de la mañana una brisa entraba por las puertas de la terraza que Chantel había dejado abiertas. Más allá del jardín, oculto de la casa principal por los árboles, había un mirador pintado de blanco, con glicinias que trepaban por sus enrejados.
En el lado este del césped había una elaborada fuente de mármol. En ese momento no funcionaba. Rara vez hacía que la activaran cuando se encontraba sola. Cerca estaba la piscina octogonal de piedra, circundada por un patio amplio y flanqueada por otra casa blanca más pequeña. Del otro lado de una arboleda había una pista de tenis, aunque hacía semanas que no había tenido tiempo ni ganas de empuñar una raqueta.
La propiedad se hallaba rodeada de una valla de piedra, el doble de alta que un hombre, que según las circunstancias le daban sensación de seguridad o de estar encerrada. No obstante, dentro de la casa, con sus techos altos y frescas paredes blancas, a menudo olvidaba la existencia de la valla, del sistema de seguridad y de la cancela electrónica; era el precio que pagaba por la fama que siempre había querido.
Los alojamientos de los criados estaban en el ala oeste, en la planta baja. En ese momento allí no se movía nadie. Acababa de amanecer y estaba sola. Había ocasiones en que Chantel lo prefería de esa manera.
Mientras se acomodaba el pelo bajo un sombrero, no se molestó en comprobar el resultado en el enorme espejo de su vestidor. Había elegido la falda larga y los zapatos bajos por comodidad, no elegancia. La cara que había roto corazones de hombres y despertado la envidia de mujeres no lucía nada de maquillaje. Se la protegió bajando el ala del sombrero y poniéndose unas gafas de sol enormes. Mientras recogía el bolso que creía que contenía todo lo que iba a necesitar para el día, sonó el interfono que había junto a la puerta.
Miró la hora. Las cinco y media. Luego apretó el botón.
–Puntual.
–Buenos días, señorita O’Hurley.
–Buenos días, Robert. Enseguida bajo.
Después de activar el interruptor que abría la puerta principal, bajó por la amplia escalinata que llevaba a la planta baja. La barandilla de caoba parecía satén bajo sus dedos. En lo alto colgaba una araña. El suelo de mármol brillaba como cristal. La casa era un expositor adecuado de la estrella en la que se había esforzado por convertirse. No daba nada por sentado. Era un sueño que se había ido añadiendo a otros sueños, y requería tiempo, esfuerzo y habilidad mantenerlos. Pero llevaba trabajando toda su vida y se sentía con derecho a los beneficios que había empezado a recoger.
Al dirigirse hacia la puerta, el teléfono comenzó a sonar.
Como no había ningún criado levantado, cruzó hasta la biblioteca y contestó.
–Hola –automáticamente tomó una pluma y se preparó para apuntar el recado.
–Ojalá pudiera verte ahora mismo –el susurro familiar humedeció las palmas de las manos de Chantel y la hizo soltar la pluma sobre el papel secante–. ¿Por qué cambiaste de número? No me tendrás miedo, ¿verdad? No debes temerme, Chantel. No te haré daño. Sólo quiero tocarte. Nada más que tocarte. ¿Te estás vistiendo? ¿Te…?
Colgó el auricular con un grito de desesperación. El sonido de su respiración en la casa grande y vacía sonó como un eco duro. Empezaba otra vez.
Minutos más tarde, su chófer notó que ella no le ofrecía la sonrisa fácil y seductora con la que por lo general lo saludaba antes de subir a la limusina. Una vez dentro, Chantel echó la cabeza atrás, cerró los ojos y se obligó a serenarse. En unas pocas horas tenía que plantarse ante la cámara. Ése era su trabajo. Su vida. No podía permitir que nada interfiriera en eso, ni siquiera el miedo a un susurro por teléfono o a una carta anónima.
Cuando la limusina atravesó las puertas del estudio, volvía a tener el control de sí misma. Se dijo que allí estaría a salvo. Allí se entregaría al trabajo que todavía le fascinaba. Dentro de las docenas de edificios de techos abovedados, tenía lugar magia, y ella formaba parte de todo. Hasta la fealdad era sólo ficticia. El asesinato, la destrucción y la pasión se podían simular. Maddy, su hermana, lo había llamado Fantasilandia, y era bastante cierto. «Sin embargo, hay que dejarse la piel para hacer que la fantasía sea real», pensó con una sonrisa.
A las seis y media estaba sentada en la sala de maquillaje y a las siete le tocaba peluquería. Se hallaban en la primera semana de rodaje y todo parecía nuevo. Leyó su diálogo mientras la peluquera le arreglaba su pelo rubio plateado en la cascada que la protagonista luciría ese día.
–Es increíble la cantidad de pelo que tienes –murmuró la estilista mientras apuntaba con el secador de mano–. Conozco a mujeres que venderían sus valores bursátiles más seguros por tener un pelo como éste. ¡Y el color! –se inclinó para mirar el resultado de su trabajo–. Hasta a mí me cuesta creer que es natural.
–Me viene de mi abuela por parte paterna –giró la cabeza un poco para comprobar su perfil izquierdo–. Margo, se supone que en esta escena tengo veinte años. ¿Conseguiré que se lo crean?
Riendo, la vivaz pelirroja retrocedió.
–Ésa es la menor de tus preocupaciones. Es una pena que tengan que echar lluvia sobre todo esto –le ahuecó una última vez el cabello.
–Dímelo a mí –se levantó cuando la otra le quitó el babi protector–. Gracias, Margo –antes de haber dado dos pasos, tuvo a su secretario al lado. Lo había contratado porque era joven, solícito y no ambicionaba ser actor–. ¿Vas a sacar el látigo, Larry?
Larry Washington se ruborizó y tartamudeó, como le sucedía siempre durante los primeros cinco minutos al lado de Chantel. Era bajo y de buena complexión, recién salido de la universidad, con una mente que absorbía los detalles. Su mayor ambición en ese momento era comprarse un Mercedes.
–Oh, ya sabe que yo nunca haría eso, señorita O’Hurley.
Chantel le dio una palmadita en el hombro, haciendo que le subiera la tensión arterial.
–Alguien debe hacerlo. Larry, te agradecería que buscaras al ayudante del director para comunicarle que estoy en mi camerino. Voy a aislarme allí hasta que estén preparados para el ensayo –el protagonista masculino apareció con un cigarrillo en la mano y lo que ella evaluó como una horrible resaca.
–¿Quiere que le traiga un café, señorita O’Hurley? –al preguntarlo, se movió para distanciarse. Cualquiera con algo de cerebro sabía que lo mejor era evitar a Sean Carter a la mañana siguiente a una borrachera.
–Sí, gracias –saludó con la cabeza al equipo que completaba el trabajo en el decorado de una estación de trenes, con vías, vagones y sala de espera. Allí se despediría de su amado. Sólo esperaba que por entonces éste hubiera controlado el dolor de cabeza que lo atenazaba.
Larry se mantuvo a su lado mientras ella cruzaba el plató bajo los focos y esquivaba las mesas.
–Quería recordarle la entrevista que tiene al mediodía. El periodista del Star Gaze llegará a las doce y media. Dean, de publicidad, dijo que si usted lo deseaba él podía acompañarla.
–No, está bien. Puedo manejar a un periodista. Fíjate si puedes conseguir fruta fresca, sándwiches y café. No, té con hielo. Haré la entrevista en mi camerino.
–Muy bien, señorita O’Hurley –comenzó a apuntarlo en su agenda–. ¿Quiere algo más?
–¿Cuánto tiempo llevas trabajando para mí, Larry? –se detuvo frente a la puerta de su camerino.
–Ah, poco más de tres meses, señorita O’Hurley.
–Creo que ya podrías empezar a tutearme y a llamarme Chantel –sonrió, luego cerró la puerta ante su atónito placer.
El camerino acababa de ser redecorado a su gusto y comodidad. Con el guión todavía en la mano, Chantel cruzó el salón y entró en el pequeño espacio que hacía de vestidor. Como sabía que su tiempo era limitado, no lo perdió. Después de quitarse la ropa, se puso los vaqueros y el jersey que usaría para la primera escena.
Su personaje tenía veinte años y era una estudiante de arte que sufría su primer desengaño amoroso. Volvió a contemplar el guión. Era bueno y sólido. Su papel le iba a proporcionar la oportunidad de expresar un amplio abanico de emociones que aprovecharían al máximo su talento creativo. Representaba un desafío, y lo único que tenía que hacer ella era aprovecharlo. Y lo haría. Se prometió que así sería.
Cuando leyó Extraños se había metido en la piel de Hailey, la joven artista traicionada por un hombre y obsesionada por otro; una mujer que en última instancia encuentra el éxito y pierde el amor. Chantel entendía a Hailey y también sabía lo que era la traición. Volvió a contemplar el pequeño y elegante camerino y pensó que también entendía el éxito y el precio que había que pagar por él.
Aunque se sabía sus diálogos de memoria, no dejó el guión mientras regresaba al salón. Con algo de suerte, dispondría de tiempo para tomar una rápida taza de café antes de repasar la escena. Cuando trabajaba en una película, le resultaba fácil vivir de café, un almuerzo ligero y más café. El papel la alimentaba. Rara vez tenía tiempo para ir de compras, nadar o recibir un masaje en el club hasta no acabar la película.
Fue a sentarse, pero un jarrón con rosas rojas llamó su atención. Al ir a recoger la tarjeta, pensó que serían de uno de los jefes del estudio. Cuando la abrió, el guión se le cayó al suelo. Te estoy mirando siempre. Siempre.
Cuando llamaron a la puerta se sobresaltó y se golpeó contra una mesa. Con una mano al cuello, observó la puerta con el primer temor real que jamás había experimentado.
–Señorita O’Hurley… Chantel, soy Larry. Tengo su café.
Con un sollozo entrecortado, atravesó la estancia y abrió de golpe.
–Larry…
–Solo, como le gusta… ¿qué sucede?
–Yo… yo… –calló. «Control», pensó con desesperación. «Pierdes todo si pierdes el control»–. Larry, ¿sabes algo sobre estas flores? –señaló sin poder mirarlas.
–Las rosas. Las encontró una de las chicas mientras preparaba la mesa para el desayuno. Como llevaban su nombre escrito, se las traje aquí. Sé lo mucho que le gustan las rosas.
–Deshazte de ellas.
–Pero…
–Por favor –salió del camerino. Quería tener a mucha gente alrededor–. Simplemente deshazte de ellas, Larry.
–Claro –miró su espalda mientras ella se dirigía al plató–. Ahora mismo.
Dos aspirinas y tres tazas de café parecía que le habían devuelto la vida a Sean Carter. Era hora de trabajar y no se podía permitir que nada interfiriera con eso… ni una resaca ni unas palabras aterradoras escritas en una tarjeta. Chantel se había esforzado en proyectar una imagen de glamour y estilo. Se había esforzado con igual ahínco en no ganar fama de ser una actriz temperamental. Estaba lista cuando la llamaban y siempre se sabía sus líneas. Si una escena requería diez horas para grabarse, allí estaba ella. Se recordó todo eso mientras se acercaba a Sean y a la directora.
–¿Cómo es que siempre das la impresión de acabar de salir de una revista de moda? –gruñó Sean.
Pero ella observó que el maquillaje le había ocultado las ojeras. Tenía la piel bronceada y estaba bien afeitado. Su pelo tupido y de color caoba aparecía peinado como al descuido, cayéndole un poco sobre la frente. Parecía joven, sano y atractivo, el amante soñado para una chica idealista.
Chantel alzó una mano y la apoyó en la mejilla de él.
–Porque es así, cariño.
–Qué mujer –como la aspirina había vuelto a hacerlo sentir humano, echó a Chantel hacia atrás con gesto dramático–. Deja que te pregunte una cosa, Rothschild –dijo, llamando a la directora mientras los labios flotaban a unos centímetros de los de ella–. ¿Cómo un hombre en su sano juicio puede dejar a una mujer así?
–No ha quedado establecido que tú… o Brad –corrigió Mary Rothschild, refiriéndose al personaje–, esté en su sano juicio.
–Y eres tan sinvergüenza –le recordó Chantel a Sean.
Complacido de que se lo recordara, la volvió a erguir.
–No he interpretado a un sinvergüenza en unos cinco años. Creo que aún no le he dado las gracias al guionista.
–Puedes hacerlo luego –le dijo Rothschild–. Está allí.
Chantel miró en dirección al hombre alto y delgado que se hallaba de pie en un extremo del plató fumando sin parar. Lo había visto unas cuantas veces en reuniones y durante la fase de preproducción. Casi todo lo que había hablado tenía que ver con su libro o los personajes. Le envió una sonrisa vagamente amistosa antes de volver a centrarse en la directora.
Mientras Rothschild perfilaba la escena, vació su mente de todo. Lo único que quedaría en su interior sería un corazón roto. Mecánicamente, con las mentes puestas en los ángulos y la continuidad, Sean y ella realizaron la breve pero intensa escena de amor.
–Creo que debería tocarte la cara así –Chantel alzó la mano para apoyar la palma en su mejilla y mirarlo con expresión de súplica.
–Entonces yo te tomaré de la muñeca –cerró los dedos en torno a la muñeca de Chantel y le giró la palma hacia los labios.
–Te esperaré y todo eso –se saltó las líneas cuando alguien del equipo colocó una puerta con estrépito. Suspiró y pegó la mejilla a la de Sean–. Entonces empezaré a subir los brazos.
–Probemos esto –Sean la tomó de los hombros y la sostuvo un instante mientras se miraban, luego besó los dos bordes de su boca.
–Oh, Brad, por favor, no te vayas… Luego te beso hasta que te castañeteen los dientes.
–Lo estoy esperando –Sean sonrió.
–Repasémoslo –Rothschild levantó una mano. Las directoras aún eran una excepción a la regla. No podía permitirse el lujo de ceder un centímetro, ni ante sí misma ni ante los demás–. Quiero mucha pasión cuando lleguéis al beso –les dijo a ambos–. No dejes de llorar, Chantel. Recuerda, en lo más hondo de tu corazón sabes que él no va a regresar.
–Soy realmente un sinvergüenza –comentó Sean con tono jocoso.
–A sus sitios –los extras se dirigieron a sus marcas. Unos pocos miembros del equipo de dirección dejaron de hacer preparativos para una partida de póquer–. Silencio –Rothschild se movió hasta tener el mejor ángulo para la entrada de Chantel–. Acción.
Chantel salió corriendo al andén y miró alrededor con gesto frenético mientras la gente iba y venía. En su cara se veía la desesperación, los últimos vestigios de esperanza, el sueño que no estaba dispuesto a morir. Gracias al equipo de efectos especiales, se avecinaba una tormenta. Con relámpagos y rayos. Entonces avistó a Brad. Lo llamó por su nombre, abriéndose paso entre la multitud hasta que pudo llegar a su lado.
Ensayaron la escena tres veces antes de que Rothschild quedara satisfecha para empezar a rodar. Retocaron el maquillaje y el pelo de Chantel. Cuando se hizo sonar la claqueta, estaba preparada.
Perfeccionaron la primera parte de la escena durante toda la mañana, la búsqueda de su personaje, la impaciencia de la multitud, su encuentro con Brad. Toma tras toma repitió los mismos movimientos, las mismas palabras, en ocasiones con la cámara a treinta centímetros de ella.
A la sexta toma, Rothschild al fin dio la señal para que se incorporara la lluvia. Los irrigadores lanzaron una cortina de agua que la bañó al plantarse ante Brad. Sus ojos se llenaron de lágrimas y la voz le tembló cuando le suplicó que no la dejara. Mojada y helada, continuaron repasando lo que en la pantalla serían cinco minutos de película hasta el descanso de la comida.
En el camerino, Chantel se quitó la ropa de Hailey y se la entregó a la encargada de vestuario para que pudiera secarla. Antes de que acabara el día volverían a peinarla y a empaparla.
Las rosas ya no estaban, pero le pareció que aún podía olerlas. Cuando Larry se presentó ante la puerta para decirle que había llegado el periodista, le pidió que le concediera cinco minutos y que luego lo hiciera pasar.
«Lo he postergado demasiado», se dijo mientras alzaba el teléfono. No iba a parar, y había llegado al punto en que ya no podía soslayarlo.
–Agencia Burns.
–Necesito hablar con Matt.
–Lo siento, el señor Burns se encuentra en una reunión. ¿Puedo…?
–Soy Chantel O’Hurley. He de hablar con Matt ahora.
–Por supuesto, señorita O’Hurley.
Chantel no pudo evitar hacer una leve mueca ante la celeridad con que la telefonista había cambiado de tono. Buscó en el cajón el paquete de cigarrillos que guardaba para las emergencias y esperó hasta que Matt se puso.
–Chantel, ¿qué sucede?
–Necesito verte. Esta noche.
–Vaya, cariño, me temo que estoy ocupado. ¿Por qué no lo dejamos para mañana?
–Esta noche –algo del pánico que la dominaba se reflejó en su voz. Encendió el cigarrillo y dio una calada profunda–. Es importante. Necesito ayuda –soltó el humo despacio–. De verdad que necesito tu ayuda, Matt.
Como nunca antes había captado miedo en ella, no lo dudó.
–Iré a… ¿qué te parece a las ocho?
–Sí, sí, perfecto. Te lo agradezco.
–¿Puedes contarme de qué se trata?
–No puedo. No por teléfono, ni ahora –volvía a calmarse; saber que iba a actuar parecía ayudar.
–Lo que tú digas. Allí estaré.
–Gracias –colgó en el momento en que llamaron a la puerta. Apagó el cigarrillo, se echó el pelo aún húmedo atrás e hizo pasar al periodista con una sonrisa cortés.
–¿Por qué diablos no me lo contaste antes? –Matt Burns iba de un lado a otro del amplio salón de Chantel dominado por una desconocida sensación de impotencia. En doce años había pasado de ser repartidor de correo a importante agente artístico. No había llegado hasta allí por no saber qué hacer en una situación determinada. En ese momento tenía un nido de avispas en la mano y no sabía hacia qué lugar arrojarlo–. Maldita sea, Chantel, ¿desde hace cuánto tiempo que te pasa?
–La primera llamada se produjo hace unas seis semanas –Chantel se sentó en el sofá de color ostra con una copa con agua mineral en la mano. Como a Matt, no le gustaba la sensación de impotencia. Le desagradaba aún más tener que pedirle a otra persona que le solucionara un problema–. Mira, Matt, las primeras llamadas, las primeras cartas, parecían inofensivas. Si aparezco en revistas y en la pantalla grande, es evidente que atraeré atención. Y no toda es sana. Supuse que si no le hacía caso, pararía.
–Pero no ha sido así.
–No –contempló la copa y recordó las palabras impresas en la tarjeta. «Te estoy mirando siempre. Siempre»–. No, empeoró –se encogió de hombros y trató de fingir que no era tan malo como sonaba–. Hice que me cambiaran el número de teléfono, y durante un tiempo funcionó.
–Deberías habérmelo contado.
–Eres mi agente, no mi madre.
–Soy tu amigo –le recordó.
–Lo sé –extendió una mano. Las amistades verdaderas escaseaban en el mundo que había elegido–. Por eso te llamé antes de volverme loca. No soy una mujer histérica.
–Cualquier cosa menos eso –rió y luego le soltó la mano para servirse otra copa.
–Cuando esas rosas… Bueno, supe que tenía que hacer algo, pero no sabía qué.
–El qué es llamar a la policía.
–Bajo ningún concepto –alzó un dedo cuando él quiso objetar–. Matt, supongo que puedes imaginar el escenario tan bien como yo. Llamamos a la policía y entonces la prensa se entera. Titular: «Chantel O’Hurley acosada por un admirador desequilibrado. Susurros al teléfono. Desesperadas cartas de amor» –se alisó el pelo–. Podríamos reírnos un poco de la situación, incluso aprovecharla hasta cierto punto, pero no tardaría mucho hasta que otras personalidades desequilibradas decidieran escribirme más cartas. O acampar ante mi casa. No creo que sea capaz de sobrellevar más de una por vez.
–¿Y si es violento?
–¿No crees que lo he pensado? –sacó un cigarrillo del paquete de Matt y esperó que se lo encendiera.
–Necesitas protección.
–Es posible –dio una calada–. Es posible que esté dispuesta a reconocer eso, pero me encuentro en medio de un rodaje. Mete policías en el estudio y la gente no parará de hablar.
–¿Desde cuándo te preocupan los rumores?
–Nunca lo han hecho –logró esbozar una sonrisa relajada–. Salvo cuando son por algo realmente personal. Mis… ah, extraordinarias aventuras amorosas y estilo de vida hedonista son una cosa; pero mi vida, tal como es de verdad, es otra bien distinta. Nada de policía, Matt, al menos todavía no. Necesito otra opción.
Él le quitó el cigarrillo y le dio una calada pensativo. Matt había negociado el primer trabajo de Chantel en la pantalla. Había llevado su carrera desde anuncios de champú hasta películas de protagonista, y era raro, muy raro, que solicitara ayuda en algo personal.
–Creo que tengo algo. ¿Confías en mí?
–¿No lo he hecho siempre?
–Voy a hacer una llamada.
Chantel se recostó y cerró los ojos cuando Matt salió de la habitación. Quizá su reacción fuera excesiva. Quizá estaba siendo demasiado susceptible por un seguidor que había llevado un poco lejos su admiración.
«Te estoy mirando… mirando…».
No. Incapaz de permanecer sentada, se puso a caminar por el salón. Le gustaba que la miraran… en la pantalla. Aceptaba que la fotografiaran, siempre que entraba o salía de un club, cuando asistía a una fiesta o a un estreno. Pero eso era… aterrador. Como si hubiera alguien justo del otro lado de las ventanas, mirando dentro. El pensamiento la hizo mirar nerviosa por encima del hombro. Allí no había nadie. Tenía la cancela electrónica, los muros, la seguridad. Pero no podía quedarse encerrada en casa las veinticuatro horas.
Llevaba actuando desde que aprendió a caminar, viajando sin cesar por el país con su familia, para trabajar en clubes y teatros regionales. Había pagado su derecho a entrar mucho antes de llegar a Hollywood con diecinueve años, no con estrellas en los ojos, sino con una determinación férrea. En los años transcurridos desde entonces, había ganado y perdido papeles, había anunciado champú y vendido perfumes en publicidades abiertamente sexis y a menudo estúpidas. Cuando le llegó su primera oportunidad, había estado más que preparada para interpretar a la desalmada devoradora de hombres que aparecía en escena menos de veinte minutos. Le había robado la película a un par de estrellas veteranas y había dado el salto para rodar otra como protagonista. Nunca más había mirado atrás.
La primera oportunidad le había conseguido el estrellato que siempre había anhelado. Y de forma indirecta casi le había destruido la vida.
«Pero sobreviví», se recordó mientras se miraba en el espejo antiguo que había encima de la repisa de mármol. No había permitido que lo sucedido tantos años atrás la derrumbara. Y tampoco iba a permitir que lo que le sucedía en ese momento pudiera con ella.
–Va a venir ahora mismo.
Se apartó del espejo cuando Matt regresó al salón.
–¿Qué?
–He dicho que va a venir ahora mismo. Permite que te prepare una copa de verdad.
–No. He de levantarme a las seis y media. ¿Quién va a venir?
–Quinn Doran. Puede ser la respuesta que andas buscando, y como nos conocemos desde hace mucho, pude… persuadirlo de que lo pensara.
–¿Quién es Quinn Doran? –metió las manos en los bolsillos de los pantalones de satén blanco.
–Es una especie de investigador privado.
–¿Una especie?
–Dirige un negocio pequeño de seguridad. En una ocasión trabajó en una operación secreta. Quizá fuera para nuestro gobierno, aunque no podría jurarlo.
–Suena fascinante, pero no creo que quiera a un espía, Matt. Un luchador de ciento cincuenta kilos sería más atractivo.
–Y obvio –le recordó–. Podrías contratar a un par de cachas de guardaespaldas, cariño, pero lo que necesitas es alguien con cerebro… y discreción. Ése es Quinn –terminó la copa y pensó en servirse otra–. Él ya no se ocupa tanto del trabajo en activo. Para eso dispone de un montón de operarios o como quiera que se llamen. Él se dedica a la mediación. Pero en este caso quiero que tengas lo mejor.
–Y ése es Quinn –imitó ella, dejándose caer en el reposabrazos del sofá–. ¿Qué se supone que va a hacer?
–No tengo ni idea. Por eso lo he llamado. Es un canalla hosco –comentó con tono soñador–. No muy… pulido, pero le confiaría mi vida.
–O, en este caso, la mía.
La expresión de Matt cambió de inmediato.
–Chantel, si de verdad estás tan preocupada…
–No, no –con un movimiento de la mano descartó la inquietud de él–. Me da la impresión de que este Quinn Doran escuchará lo que tenga que decirle, pondrá los ojos en blanco y me soltará un discurso sobre cómo manejar al que me llama por teléfono. Ya no me gusta.
–Sólo estás nerviosa –Matt le palmeó la rodilla mientras se dirigía al bar–. Y tienes derecho a estarlo, Chantel.